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Devocionario. Novenas

Dozavario a Nuestra Señora de Guadalupe
Preparación a su fiesta del día 12 de diciembre.


Por: María Modelo Nuestro | Fuente: www.virgendeguadalupe.org.mx



 

Para estos doce días de oración, los obispos de la Conferencia Episcopal Mexicana proponen la siguiente oración

Oración por la paz

Señor Jesús, tu  eres nuestra paz,
mira nuestra Patria dañada por la violencia
y dispersa por el miedo y la inseguridad.
Consuela el dolor de quienes sufren.
Da acierto a las decisiones de quienes nos gobiernan.
Toca el corazón de quienes olvidan
que somos hermanos
y provocan sufrimiento y muerte.
Dales el don de la conversión.
Protege a las familias,
a nuestros niños, adolescentes y jóvenes,
a nuestros pueblos y comunidades.
Que como discípulos misioneros tuyos,
ciudadanos responsables,
sepamos ser promotores de justicia y de paz,
para que en ti, nuestro pueblo tenga vida digna.
Amén.

 



1 de diciembre. Mujer de fe ante el proyecto de Dios: Anunciación

Introducción

Vamos, hermanos, a los pies de la Santísima Virgen de Guadalupe, a iniciar el dozavario de preparación a su fiesta del día 12 de este mes, y siempre la Basílica intenta aprovechar esta ocasión para brindarnos alguna enseñanza, alguna motivación sobre lo que debe representar para nosotros, en nuestro cotidiano vivir, nuestra Madre Santísima.

María ejemplo nuestro

Este año nos fijaremos en algo que quizá no tomamos muy en cuenta: en Ella como Santa, que es lo mismo que decir en Ella como ejemplo. O sea: fijémonos que la palabra "santo" nos suena como algo diferente, lejano y superior a nosotros mismos... ¡Los santos son superiores! ¡Los santos están muy por encima de nuestra humana miseria! ¡Los santos son muy virtuosos..! ¡Yo no soy santo. No puedo, porque soy pecador..! Pero esto es erróneo, esto no es así: Todos los bautizados somos santos. Podremos ser pésimos santos, oprobio de santos, pero no podemos no serlo, porque "santo" significa "marcado", "señalado", y todos llevamos el sello de Jesucristo, porque "hemos sido bautizados, hechos santos, rehabilitados por la acción del Señor, Jesús el Salvador, y mediante el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor. 6, 11).

María es "santísima", así la llamamos con todo derecho y con todo amor; por lo tanto, debiéramos ver en Ella al ejemplo máximo de nuestra condición de cristianos. Ahora bien, todo "santo" lo más elemental que debe tener para poder ser nuestro ejemplo es que sea imitable, que sea como nosotros. No podemos imitar a quien sea incompatible, diferente, ajeno, sino a quien es como nosotros, uno de nosotros, de manera, si de veras nuestra Madre es "Santísima", es lo mismo que decir que es imitabilísima, lo cual -por lo demás- es lo típico de toda madre, que sus hijos puedan aprender de ella. En estos once días antes de su fiesta, trataremos un poco de ver en qué y por qué podemos y debemos decir que es nuestro modelo, que es nuestro ejemplo.

Y la verdad es que Ella tuvo dificultades como las nuestras. Es más: mucho peores que las nuestras. Problemas, angustias, frustraciones como las nuestras... y su mérito estuvo en que las enfrentó y resolvió en forma diferente a como suele ser la nuestra, porque fue heróicamente entregada a Dios. Desde luego que la principal ayuda que puede ofrecernos, -y con la que más nos consuela saber que contaremos siempre- es su intercesión ante su Hijo, pero en lo que más debiéramos fijarnos es en su ejemplo, que nos está diciendo: "Yo que tuve tus problemas, yo que viví lo que tú vives, yo que conocí por experiencia propia tu situación, te pido que seas imitador mío, como yo lo soy de Dios, como yo lo soy de mi Hijo" (Cfr. 1 Cor. 4, 16; Fil. 3, 17; Ef. 5, 1). Hoy no contamos con tiempo para extendernos sobre esto; simplemente introduzcámoslo y pensemos quién fue María bajo el punto de vista en que quizá menos la consideramos, pero en el que más nos atañe y nos importa, es decir: en Ella en cuanto humana, en cuanto alguien como todos nosotros.


Un matrimonio ejemplar

Fue alguien que nació como todos nacemos, con la sola diferencia de no tener pecado original, cosa que no es ninguna ventaja, sino por el contrario: una carga más pesada todavía que las nuestras, por ser inmaculada en medio de pecadores. Crece como todas las muchachas de su pueblo y de su tiempo, y -aparentemente- tiene el mismo destino y anhelo de cualquier muchacha de entonces: casarse, tener muchos hijos, esperar con todo el ímpetu de su corazón poder ser instrumento de Dios para bien de sus hermanos y, sobre todo, para que llegase el Mesías a la tierra. Todo, hasta donde podemos ver, es normal para Ella, hasta que Dios, que la había preparado desde su concepción, de improviso interviene pidiéndole un cambio drástico y total en todo su plan de vida:
Ella ya está casada. La ceremonia judía del matrimonio tenía varias etapas, la final era llevar a la esposa a la casa del esposo para iniciar la convivencia, pero el compromiso quedaba hecho antes. María y José, aunque aún no convivieran, eran ya legalmente esposos, y debemos suponerlos dos chicos sanos y normales, aunque nada comunes y corrientes, pues María era la mujer más femenina, más perfecta en su feminidad que ha pisado la tierra, ya que al no tener pecado todas sus cualidades de mujer estaban completas e intactas. Jamás ha habido otra mujer tan acabadamente femenina, tan acabadamente mujer como ella, salvo quizá Eva en un principio, antes de su pecado. De José, sin que sepanos gran cosa, lo sabemos todo, porque nos basta saber que Ella lo amó y, sobre todo, porque tenemos su obra: la educación de Jesús, y no ha habido jamás varón más acabadamente hombre que Jesús, por lo que debemos suponer en José el dechado de cualidades que lo hicieron el novio más amante y el esposo más perfecto de la tierra, por lo que no podemos dejar de pensar en esos dos jóvenes, María y José, como la pareja más bella, más ideal, de la historia.


¿Cómo puede ser esto?

Viven, los dos, en un pueblo pequeño, perdido allá en Galilea y todo parece que su vida será la de una normalísima felicidad conyugal, cuando, de repente, Dios interviene en forma tan maravillosa cuanto desquiciantemente costosa, pidiéndole a María nada menos que acepte ser madre de un hijo que no será de José, sino directamente suyo, de Dios. Esto, siendo sublime, siendo excelso, siendo divino, es martirizantemente dramático para una mujer totalmente enamorada de su esposo. No le cabe pensar que sea pecado, puesto que lo pide Dios, pero sí que implicará renunciar a cuanto Ella más ama, a todo su plan de vida. Además, por ser totalmente clara su inteligencia libre de pecado, advierte que ese hijo va a ser Dios: "El Espíritu te cubrirá con su sombra... quien va a nacer de tí será llamado Hijo de Dios" (Luc. 1, 35). Ella, siendo judía, capta de inmediato que, de aceptar, la relación de Dios y de la Humanidad, de la que Ella es parte, cambiará radicalmente y para siempre. Para el judió Dios era "el Altísimo" (Cfr. Deut. 32, 8, et passim), "el Señor de los Ejércitos" (1 Rey. 25, 2, et passim), alguien tan grande que ni siquiera se podía pronunciar su nombre... Que ese Dios, pues, le pida hacerse su hijo, su hijo biológico, que Ella deba gestar a Dios, amamantar a Dios, cambiarle los pañales a Dios no puede ser más bello, pero, al mismo tiempo, no podía ser más contrario a lo que Ella siempre había aceptado y amado como su religión.

Contesta, pues, no de inmediato con un sí, sino con un prudente reparo: "¿Cómo puede ser esto?" (Luc. 1, 34). Cuando el ángel le reafirma que es voluntad de Dios, Ella nos da un conmovedor ejemplo de como deberíamos siempre contestar a toda solicitud divina. Su respuesta es: Si Dios quiere eso, yo nada más tengo que decir. "Soy la esclava del Señor. Hágase en mí lo que tú dices". (Luc. 1, 38). Ella bien hubiera tenido todo el derecho de objetar: "¡No! ¡Yo no puedo aceptar eso! ¡No me parece justo! ¡Va contra el amor a mi esposo! ¡Va contra la tradición de mi pueblo! ¡Va contra toda la educación que he recibido de mis padres; contra toda la forma como se me ha enseñado que Dios quiere ser honrado y venerado!" Sin embargo, emitió un sí, un sí prudente, pues primero preguntó y aclaró, pero un sí pleno e incondicional.


Renuncia a lo que más se ama

Nuestro Padre de la Patria, Juan Diego, a través de quien Dios unió a los peores enemigos para que fuesen nuestros padres, también tuvo que renunciar a cuanto amaba para poder bautizarse, para poder marcarse con ese sello que lo hizo santo, como santos somos todos nosotros. Muy antes de que María le entregase sus tan consoladoras palabras, él -hombre de profundísima fe- entendió, y correspondió a la gracia de aceptar, que Dios le pedía renunciar a lo que más amaba, a la religión de sus padres, que se bautizara, que cambiara todos sus valores aceptando lo que a otros les parecía injusto e inaceptable.... ¡Y lo aceptó! Años después, cuando María le asigna el espinoso encargo de que no él, sino el Obispo español, construya en templo para en él ella pudiera entregarnos "a su Hijo que es su amor, su mirada compasiva, su auxilio, su salvación" (Nican Mopohua v. 28), (un encargo del todo fuera de su capacidad pesonal), él también responde poniendo todo su esfuerzo, enfrentando rechazos y dificultades, y, a la postre, él y Ella lo consiguen, y crean así nuestra Patria.

A veces en nuestra vida pueden ocurrir cosas semejantes, incluso muy similares a las que vivió María. Por ejemplo, una chica es violada con lujo de brutalidad y de injusticia, y queda embarazada... Tiene todas las razones para detestar eso, pero Dios le pide aceptar y amar al hijo inocente que va a nacer de ella, porque a ese niño, no planeado, no deseado como en cierta forma fue Jesús, Dios lo llamá -como a todos los niños del mundo- a ser salvador del mundo, e implora a esa madre que acepte brindárselo...


Conclusión

Pidámosles pues, a El Señor, a nuestra Madre María de Guadalupe y a nuestro Padre en la fe Juan Diego que sepamos aquilatar, agradecer e imitar sus ejemplos, y hacer de nuestra vida un ejemplo para todos los demás. Como nación vamos a empezar una etapa nueva, que deseamos todos sea mejor pero que bien puede resultar peor si no cooperamos... Y una cosa en la que nadie podemos pretextar incapacidad de cooperar es en eso: en orar, en pedir al Padre de los Cielos, por intercesión de nuestra Madre Santísima, que "venga a nosotros su Reino." (Mt. 6,10; Luc. 11, 2).


Dozavario a Nuestra Señora de Guadalupe



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