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Devocionario. Oración de abandono

41. ¿Para qué he sido creado, quién soy yo?
En el cielo recibirás la respuesta con tu nombre nuevo, pero será siempre un secreto entre Dios y tú.


Por: Jean Lafrance | Fuente: Catholic.net



En la oración, plantea a Jesucristo la pregunta esencial: «¿Para qué he sido creado, quién soy yo?» En el cielo recibirás la respuesta con tu nombre nuevo, pero será siempre un secreto entre Dios y tú.

No puedes eludir la pregunta esencial para todo hombre que es la del sentido de la vida. Tienes razón en querer descubrir tu identidad sabiendo de dónde vienes y a dónde vas, y debes preguntar al Señor: «¿Quién soy yo? ¿Quién es mi padre?»

Pero al mismo tiempo, convéncete de que la respuesta no está en modo alguno cerrada de una vez para siempre, pues está ligada a tu destino eterno. Has sido hecho para el cielo, es decir para ver el rostro de Dios, y en él descubrirás tu propio rostro y tu origen vital. Será una dicha conocer quién eres. Ten la seguridad de que los pormenores de tu persona no tienen misterios para Dios y que un día carecerán de misterios para ti.

Mientras caminas en la tierra, no percibes los contornos y los rasgos de tu rostro, tienes de ellos una noción vaga, pobre e incierta, presientes algo cuyo deseo has aportado al nacer, y este deseo vaga en ti desde la infancia hasta la vejez, pero no lo posees nunca. Teresa de Lisieux decía «que pasaría su cielo haciendo bien en la tierra.» En los momentos de silencio y de paz, por encima de la ola de tus deseos y de tus pasiones, has conseguido hacer callar tu «yo» ignorante y grosero para preguntarte como Teresa: «¿Qué quisiera ser yo en el cielo?» No hablo de tu «hacer», pues entonces tu ser y tu obrar coincidirán, sino de tu ser profundo. Conozco a alguien que quisiera «ser sólo oración» (Sal 109,4) ante el rostro de Dios.

No es fácil hablar de estas cosas con claridad y es raro escuchar a alguien que hable del cielo de una manera que den ganas de ir allá. Conoces el argumento de Gran divorcio, en el que se presentan diversos aspectos del cielo, del infierno y del purgatorio, y cómo mucha gente hace cualquier cosa para no ir al cielo, sino a otra parte donde haya pimienta y sabor. Por eso cuando se encuentra un autor que hable de Dios, del cielo y del nombre propio de una manera sabrosa, no hay que dejar escapar la ocasión y por eso te invito a leer el hermoso librito de Lewis, un pastor anglicano, El problema del sufrimiento. Te hará comprender mejor que todas mis palabras el misterio del nombre nuevo.

Quisiera tan sólo citarte algunos pasajes del mismo a través de los cuales reconozcas tu rostro y escuches tu voz, lo cual te supondrá gran alegría: «En algunos momentos he pensado que no deseamos el cielo; muy a menudo me sorprendo preguntándome si, en lo más recóndito de nuestros corazones, no hemos deseado otra cosa.» Luego evoca este «algo» -nuestro nombre- que buscamos y no alcanzamos nunca; todas las cosas de la vida no son más que alusiones a esto. Si llegase a manifestársenos, lo reconoceríamos y, sin la menor duda posible, diríamos:

«He aquí por fin para lo que he sido creado. No podemos hablar de ello a nadie. Es la rúbrica secreta de cada una de nuestras almas, la incomunicable necesidad que nadie puede saciar, lo que desearíamos antes de encontrar a nuestra esposa, antes de hacer amigos o de elegir nuestra carrera, y lo que continuaremos deseando en el lecho de muerte, cuando nuestro espíritu no conozca ya mujer, ni amigo, ni carrera. Mientras existimos existe. Silo perdemos, perdemos todo.»

Por eso Dios no crea nunca en serie; cada hombre es único e irrepetible. En el cielo, tendrás que entonar una partitura, un canto eterno que no conoces antes de cantarlo. No podrás cantar la partitura de los demás, sino únicamente la tuya y sin embargo esta melodía única será un bien para todos: «Todo lo que es mío es tuyo...»

Comprenderás ahora aquello que dice san Juan en el libro del Apocalipsis: «Al vencedor le daré maná escondido; y le daré también una piedrecita blanca y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe.» (Ap 2,17).

¿Qué hay más personal para un hombre que este nombre nuevo que, aun en la eternidad, permanece como un secreto entre Dios y tú?

En el fondo, el cielo es el nombre nuevo, el secreto que recibirás con claridad de Dios. Es admirable hablar de diferencias para evocar el cielo. Lewis hace de él algo estrictamente personal e incomunicable, y sin embargo comunitario. Habitualmente, cuando hablamos del cielo, lo presentamos como una especie de concentración indiferenciada en la que desembarcaremos un día, y esto nos parece nivelador y destructor. El cielo, lo llevas en el fondo de ti mismo, y es lo que más te distingue de los demás.

No trates nunca de captar este nombre nuevo, pues no puede tomar cuerpo en ningún pensamiento, imagen o emoción: «Tú no lo conoces, experimentas tan sólo la necesidad.» San Juan de la Cruz recomienda a las almas de oración que no se aferren nunca a las gracias que Dios les hace. Es el pecado que Mefistófeles quiere hacer cometer a Fausto: «Diré al instante: vagabundea un poco, ¡eres tan hermoso! ¿Pero qué es todo esto que no es eterno?»

Nunca podrás decir aquí abajo: «He encontrado lo que buscaba», pues tu nombre está más allá. A Dios no se le capta en un momento, está siempre en movimiento: «Siempre (esta cosa) os llama fuera de vosotros mismos para que la sigáis; sí os quedáis rumiando este deseo, tratando de acariciarlo, el deseo mismo se os escapa. La puerta que da a la vida se abre generalmente detrás de ti y la única sabiduría para los que desean las cosas invisibles, consiste en trabajar.» El descubrimiento progresivo de este nombre será una dicha y un tormento; cada revelación que tú recibas de él ahondará en ti el deseo de conocerlo mejor. La oración será el lugar privilegiado donde Dios te desvelará el nombre nuevo.





 



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