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Teología de la comunicación
La persona, los valores, la religión, la Iglesia, ¿cómo se establece la conexión entre todos estos elementos para que el acto comunicativo se torne trascendente y pleno de sentido? El Dr. Andreas Böhmler nos responde.


Por: Dr. Andreas Böhmler. | Fuente: http://www.iespana.es/revista-arbil/




Por último, resulta fructífero el esfuerzo por esbozar también una teoría teológica de la comunicación. La comunicación social humana viene a ser -más: debería ser- imagen y semejanza de la comunicación divina trinitaria. El único modo de entender la sociabilidad humana radicalmente, o sea, su carácter de relación, reside en partir de la esencia una y trina de Dios.

La persona es reflejo de esa relación subsistente que no implica ni mera negación (Heráclito, Hegel, etc.) ni mero ser (Parmenides, Averroes, etc.) sino ambas cosas. De tal manera que la persona es tanto individual (unidad indivisible) como social (relación esencial); y sólo en esta co-principialidad puede subsistir y crecer como humano. El ser personal se afirma en la donación, único modo viable de comunicación. Soy «yo» poniendome-en-común.

Repetimos: la comunicación está en el ser por donación, con cierto reciclaje: la comunicación perfecciona y enriquece mi «yo». La virtudes son lo comunicativo de mi ser.

Dada la fundamentalidad de las virtudes para con la comunicación social, es necesario que la virtud tenga poder social real frente a los poderes fácticos (estado, mercado). La Iglesia y los muchos organismos intermedios ejercían tal contra-poder.

Hoy en día, tal contra-poder parece viable sólo en la medida que logre establecerse dentro de los poderes fácticos, p.ej.: una cultura empresarial y política que merezca tal calificativo. Esta exigencia se traduce en la necesidad de santificar el trabajo, es decir, hay que tomar conciencia del imperativo meta-productivo del trabajo del hombre.

En este sentido, además, es obvio que no puede sobrevivir ningún tipo de sociedad sin aquello que se podría llamar «comunicación incomunicada», realidad intangible que emana de un trabajo bien hecho, calladamente realizado con espíritu de servicio.

La comunicación verdadera no se sustenta en el aparentar (vanidad) sino en el esconderse (modestia). Es el poder de la «sin-arquía»: tal poder es servir. En la política moderna, por el contrario, la política se empequeñece a política de imagen para mantenerse en el poder. Por tanto, lo único que interesa es la comunicación que consiga darnos buena imagen. La virtud es risible.

La cultura moderna viene a ser caracterizada predominantemente como conquista del espacio exterior frente al espacio interior (o tiempo); en otras palabras, hay una preeminencia del espacio sobre el tiempo vital, de la «espaciosidad» de la libertad sobre la «temporalidad» de la libertad.

Consta que la «cultura objetiva» tiene un enorme poder configurador sobre el pensamiento, tanto respecto de su modo de tratar el espacio (técnica) como el tiempo (hábitos: virtudes o vicios). Lo que ocurre es que la cultura o comunicación moderna se ha desarrollado a-sincronizada con el hombre. Es patente que la cultura objetiva tiene su vida propia al margen de las personas.

Cuando esto pasa la gente se vuelve ´loca´ y no lo sabe porque cuando la gente no conoce su propia cultura no sabe lo que les pasa. Y alguien que no sabe habitualmente lo que le pasa es lo que suele llamarse un demente.

Para evitar, por tanto, la locura masiva, la gente debe aprender trascender su cultura para conocerla y, por lo tanto, corregirla y enriquecerla en orden a lo humano. Dicho de modo breve, se puede trascender la cultura objetiva de modo horizontal y vertical. Así, experimentar otras culturas ayuda para aquel propósito, pero es insuficiente porque las necesidades superiores del hombre no se satisfacen por una agregación de respuestas valorativas y estéticas, como si bastaría con hacer la suma de las culturas existentes. Esto no acaba sino en un relativismo cultural radical.

La comunicación intercultural es útil y recomendable, pero si no vuelvo a la «comunicación originaria» (la religión como re-ligación), existencialmente anterior a toda comunicación social o cultural, no puedo evitar la locura. Esto es, me parece, lo que les pasaba a los primeros sofistas griegos. Conocer otras culturas significaba para estos hombres una pérdida del sentido de la verdad de su cultura propia.

El consiguiente relativismo ético-cultural ocasionó una quiebra profunda en las polis griegas en el sentido de descomunicación. No obstante, en el caso del mundo griego esta quiebra del sentido de la verdad era necesaria al no ser lo suficientemente radical o fundamental la «re-ligación» propia de su cultura. La religación católica, al contrario, no peca de esta falta de radicalidad o fundamentalidad.




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