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Viviendo la Liturgia

La liturgia es un misterio...
La liturgia es un misterio que se esclarece a la luz de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo; es decir, a la luz del Misterio Pascual.


Por: Antonio Rivero L.C. | Fuente: libro liturgia




La liturgia es un misterio. Un misterio escondido durante siglos . ¡Tantos siglos en silencio!

Fue Jesús quien vino a introducirnos en este misterio. Jesús se convirtió en la fuente que trae el agua viva de su Padre. Y al introducirnos en este misterio, nos pone en comunión con la Trinidad viva y vivificante, infundiéndonos su amor.

Este río que nos da su agua viva, su amor, su energía, su santidad...no ha salido del corazón del hombre, sino del corazón de Dios que lo infunde en el corazón del hombre. Este río de la vida está motivado por un impulso de ternura, por una atracción inaudita. Es un río lleno de impaciencia, de pasión por abrevar la sed del hombre, por habitar entre los hombres.

¿Será acogido este río? ¿Se juntarán la pasión de Dios por el hombre, y la nostalgia de Dios que el hombre padece? ¿Aceptará el hombre acercar las raíces de su árbol a las corrientes de este río, y así dar frutos de vida, o pretenderá el hombre coger el fruto por sí? Así hizo Adán y Eva en el paraíso. Y, ¿cómo les fue?

La liturgia es un misterio. ¿Cuándo se descubrió este misterio?

Ya todo estaba preparado para que irrumpiese este río de vida e irrigase todo el huerto del mundo y de los corazones: había sed en el hombre; hubo paciencia de los justos del Antiguo Testamento, aguantando el sol implacable de tantos siglos; hubo oración y llanto, sufrimiento y fidelidad, esperanza en la Palabra...Y sobre todo, estaba la sed que Dios tiene del hombre. ¡Todo estaba preparado!

¿Quién fue la compuerta para que brotara toda esta corriente de agua viva?

Fue María Santísima quien hizo posible la llegada de este misterio escondido. Con su “Sí”, el Espíritu Santo unió la energía divina y la energía humana, unió el Don y la acogida, unió el río de la vida y el mundo de la carne que tenía sed de Dios.

En adelante, todo lo que es carne, es decir, humano, queda impregnado de la energía del amor de ese río de vida. Este río de la vida, unido a la energía de la acogida de María, tomó un nombre: Jesús. Entonces, ¡irrumpe la alegría del Agua viva! La fuente está ahí, ha nacido. Su nombre es Jesús de Nazaret, hijo de Dios e hijo de María.

Llegó el misterio a través de María, y con él nos vino el Agua viva, donde había sed; nos vino la Luz, donde había oscuridad; nos vino la Vida donde había desierto y muerte. Jesús es Agua viva, Luz, Vida...

Y el río de la Vida, escondido durante siglos, se sumerge en el río Jordán, el río más humilde de los ríos del mundo. Jesús asume todo lo humano, menos el pecado, y lo ofrece al Padre, y el Padre lo acepta. Y limpia las aguas todas. No fueron las aguas del Jordán las que limpiaron a Jesús, sino que fue Jesús quien purificó las aguas del Jordán y nuestras aguas. Desde ese día las aguas de todas las fuentes, con la fuerza del Espíritu Santo que el ministro sagrado invoca en el bautismo, tienen la propiedad de limpiarnos, no sólo por fuera, sino también interiormente.

Es un acto de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y Persona divina. Y trae toda la vida del Padre, el agua del Padre, el amor del Padre, la salvación del Padre. Cuando Cristo habla, es el Padre quien habla en su Verbo encarnado. Cuando Cristo actúa, es el reflejo del Padre. Cuando Cristo sana y cura es el Padre quien cura y sana. Cuando Cristo abreva nuestra sed de infinito, es el Padre quien nos sacia.

Pero este Jesús, manifestación del misterio de Dios escondido, que llega como fuente del Padre, sólo ofrece con amor esta agua viva, no nos obliga a beberla; atrae tiernamente, pero no impone su salvación ni obliga a acercarse para abrevar la sed. Sólo ofrece con cariño a quien tiene sed. ¡Son tantos, tantos los que no han querido acercarse! Y por eso, están sedientos y secos y estériles. ¡Qué pena! “¡Venid, sedientos todos!”. Pero quienes se acercaron a esa Fuente quedaron saciados, con ganas de seguir acudiendo diariamente a esa Fuente de Agua viva.

La liturgia es un misterio que se esclarece a la luz de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo; es decir, a la luz del Misterio Pascual.

El hombre, sí, tiene sed, ansía beber de la fuente. Pero se sabe mortal. Y se pregunta: ¿todo acaba con la muerte?

Aquí se entiende el porqué de la cruz del Señor, con su muerte y resurrección. Cristo no vino sólo a darnos un mensaje y una ley, ni sólo a revelarnos que Dios es Padre, que es bueno y misericordioso. Vino también para hacernos partícipes de su vida incorruptible y eterna. Y esto lo hace a través de la liturgia. Y para ello, nos pide que entremos en su muerte por amor, a esa fuente de vida, que pasa primero por la muerte. Así nos dará el agua de la vida eterna. En cada celebración litúrgica nos zambullimos en las aguas de la vida eterna.

Con su muerte nos ganó su victoria y salvación. El cuerpo de Cristo que surge vivo de la tumba no es ya solamente el de la sed del hombre; es ahora y por siempre el de la fuente de la vida. La vida surge de la tumba, más clara que del costado traspasado, más vivificante que del seno de la Virgen María. Ya no se trata sólo de que la sed busca a la fuente, sino que la fuente se hace sed y se derrama en ella: “Dame de beber...tengo sed” (Jn 4, 7; 19, 28).

El río de la vida estaba anonadado, escondido en el cuerpo mortal de Jesús. Y sólo después de su resurrección se hace caudaloso, impetuoso y lleno de vida. Quiere recorrer todos los campos y corazones humanos y regarlos y hacerlos fructificar. Y esto lo hace Cristo a través de la liturgia.

Es, pues, en la resurrección donde el río de la vida brota de Dios y del Cordero. Aquí nace la liturgia; y la resurrección de Jesús es su primer manar. Manó este río del cuerpo de Cristo, incorruptible y vivificante. Y quien bebe de esta agua se hace, con Él, incorruptible y vivificante.

La liturgia es este poder del río de la vida en la humanidad de Cristo resucitado. Se actualiza aquí y ahora, en cada celebración litúrgica. La Pascua penetra la profundidad del hombre y de la historia, y nos hace participar de la vida divina.

Desde la Ascensión, cuando la humanidad de Cristo llega junto al Padre y difunde el don vivificante del Espíritu, no cesa de manifestar y realizar la liturgia. No hay más que una Pascua, pero su poderosa energía se desarrolla en una Ascensión y en un Pentecostés continuos. Desde la Ascensión se da la inauguración de una revelación de fe, totalmente nueva, de un tiempo nuevo: la liturgia de los últimos tiempos, donde Dios comparte su salvación, su santidad, su alegría. Desde la Ascensión nuestra liturgia tiende y aspira a la liturgia celestial, donde está Jesucristo-Cabeza a la diestra del Padre.

Desde Pentecostés, el río de la vida brota ya del trono de Dios y del Cordero. El Espíritu Santo es Don del Señor resucitado. Y desde este día, el Espíritu Santo nos ha transformado, divinizado. Y desde ese día, el Espíritu Santo ha engendrado virginalmente el Cuerpo de Cristo, tejido de nuestra humanidad, que es la Iglesia. Y desde este día la liturgia eterna irrumpe en nuestro mundo, en nuestro tiempo para inundarlo, regarlo, fertilizarlo. Y desde ese día, esa Iglesia se convierte en fuente visible, presente, accesible, de donde todos los hombres recibirán el agua de la vida verdadera.

De ahora en adelante, la Iglesia es cuerpo místico donde podemos de alguna manera ver, escuchar y tocar al Verbo de vida, y saborear esa Agua viva de la gracia. Por el Espíritu Santo, la liturgia toma cuerpo en la Iglesia.

La Iglesia es como el rostro humano de la liturgia celestial, su presencia luminosa y transformante en nuestro tiempo.

La liturgia celestial comenzó, pues, en nuestra historia el día de Pentecostés, con la efusión del Espíritu Santo. Sin embargo, su plenitud será al final de los tiempos. Por eso, la liturgia tiene carácter escatológico, es decir, comienza aquí, pero se completará en el cielo.

El agua de la liturgia aquí en la tierra se abre paso en medio del pecado, la oscuridad, la mentira, la muerte. E ilumina todo, lo salva, le da el sentido profundo, riega este mundo con la sangre vivificante del Cordero...y así la compasión del Padre penetra el sufrimiento y la miseria de todo hombre. Y quien se deja bañar de esta agua viva se sana y se salva, se purifica y se reconforta.

Por eso, desde el día en que entró la liturgia (acción salvífica) en el mundo, nuestro tiempo no es ya una tumba sellada: está abierto a la plenitud, atraído por la alianza y en espera de su consumación. En la liturgia, el Padre, por medio de su Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo, desciende a nuestros infiernos para despojarlos de los clientes de la muerte, y darnos la participación de su vida resucitada.

Ahora es el tiempo del silencio y de la fe, antes de que el Cordero abra el último sello de la historia; es el tiempo de la esperanza y del gemido: “¡Ven, Señor Jesús!”. Y la satisfacción completa será en el cielo. Aquí, a sorbos.

En la liturgia, el hombre es santificado. Se “endiosa”, en cierto sentido. Así como Jesús en la transfiguración hizo participar a sus tres íntimos en la luz deificante, así también, continúa ahora transfigurándose en su mismo cuerpo que es la Iglesia, a través de los sacramentos, acciones deificantes del cuerpo de Cristo en nuestra humanidad.

El Señor, tras su Ascensión, difunde entre los hombres el río de la vida, la liturgia, en su cuerpo que es la Iglesia, y he aquí la transfiguración hoy.

La humanidad de la Iglesia es el cuerpo en el que el Señor se revela y obra. Pero necesitamos entrar en la nube de la fe para poder ser iluminados por su divinidad y experimentar el: “¡Qué bien estamos aquí!”. La liturgia hace vivir en la Iglesia la transfiguración del Cuerpo de Cristo que nos comunica su vida divina, su esplendor y santidad.

La liturgia es un misterio. El Espíritu Santo nos deifica en la liturgia celebrada y vivida. La fuente crea en nosotros la sed. Esa fuente nos da a beber el Espíritu. Y así nos hacemos cuerpo de Cristo. Las energías deificantes del Cuerpo de Cristo nos alcanzarán, además, en todo nuestro ser, en nuestro cuerpo.

El Señor se adueña entonces de algunas de nuestras realidades materiales, agua, pan, vino, aceite, hombre y mujer, corazón contrito; se los asocia a su Cuerpo en crecimiento y les hace participar de su irradiación benéfica.

Lo que nosotros llamamos sacramentos, son, en efecto, acciones del Cuerpo Místico de Cristo, a través de las cuales el Espíritu Santo nos deifica. Con pleno realismo espiritual, estas energías son sacramentos, de otro modo no podrían endiosar. Podemos recibir el Espíritu, sólo porque él asume nuestro cuerpo.

La Iglesia es cuerpo de Cristo y esposa de Cristo. En cuanto cuerpo, la Iglesia es una con Él que es la cabeza. En cuanto esposa, es pura acogida, disponibilidad y entrega al Señor. Y en cuanto esposa concibe el cuerpo total de Cristo. Es la Iglesia quien concibe el cuerpo de Cristo en la fe, y lleva adelante la gestación en la esperanza.

La liturgia, gracias al Espíritu Santo, es el lugar donde la Iglesia, mediante los sacramentos, nos trae la luz deificante de Cristo, y donde nos empapamos del agua de ese río divino. Nuestras rutinas reducirían los sacramentos a cosas sagradas, si desconociéramos el Espíritu que nos transfigura a través de ellos, pues toda energía del Espíritu Santo se vive en el corazón de la Iglesia, en su humanidad empapada de luz; y no hay ninguna energía de la Iglesia que no sea la del Espíritu de su Señor.

 

Comentarios al autor P Antonio Rivero LC

 

 







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