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El mito del feminismo
Bioética y pastoral de la vida /ONU, ideología género y la mujer

Por: Jesús Ginés Ortega | Fuente: Jesús Ginés Ortega



A estas alturas de la historia aún queda gente de uno u otro sexo que sigue repitiendo la teoría del feminismo, que como todo ismo, implica una constante, un modo permanente de pensar y actuar que se dogmatiza y convierte en mito y que tiene también sus ritos, códigos y símbolos. Según esta ya gastada creencia, la mujer tiene que reivindicar sus derechos de dignidad e igualdad, los que estarían constantemente vulnerados por un mundo de prepotentes varones, cuyo quehacer principal es el de prevalecer a cualquier costo e impedir que la mitad de los vivientes, que son mujeres, no vaya a levantar cabeza.

Cuando uno mira con serenidad el entorno, en nuestro medio, llega a sorprenderse de esta afirmación, tan reiterada como falsa, de que las mujeres son ciudadanos de segunda, destinadas a servir de objeto placentero o simplemente de adorno a la humanidad. Hay, a veces, razones explicables, para sostener este criterio como probable, principalmente en los medios masivos de comunicación, donde algunas de ellas aparecen efectivamente como floreros que se mueven o como cariátides sonrientes ante las cámaras. Las llaman “modelos” que significa algo así como envases de carácter desechable que se quita y pone con la misma facilidad de un decorado sin alma. Pero sostengamos que esta excepción es más bien la que viene a confirmar la regla común. Hombres y mujeres caminan por el mismo escenario en semejantes condiciones y abiertos hacia el mismo destino.

Las mujeres, como los hombres, participan normalmente en la vida social, comenzando desde la familia y llegando a la conducción pública de empresas o del Estado, sin más limitación que el que imponen la capacidad de unos y otras o la oportunidad que los grupos asociados en clubes, partidos o instituciones de cualquier otro tipo, brindan cada día con mayor liberalidad a unos u otras. ¿De qué feminismo o machismo estamos hablando, cuando a mediana distancia no podemos distinguir si el que maneja un vehículo, dirige el tránsito, camina en el mercado, discute en la calle, es mujer u hombre? ¿Qué es lo que la sociedad tiene en veda a las mujeres, fuera de ciertas funciones que son más connaturales a la fuerza física o al decoro, que es una norma que desciende de la natural prudencia que acompaña a las personas con la cabeza y el corazón en su sitio?

El feminismo como lucha, como expresión reiterada, es solamente un lugar común que solo puede sostenerse en determinadas circunstancias, donde la sociedad rompe el molde normal de su existencia. Que el hombre y la mujer, por ser diferentes, cumplan algunas funciones con relativa exclusividad, no da como para afirmar que la mujer es discriminada o que el hombre es opresor.

En un mundo que viene privilegiando los “lugares comunes” como progresismo, democratización, modernidad y otras minucias semejantes, todavía perviven algunos focos de feminismo, desde donde se actúa y sobreactúa el mencionado “ismo”. Subsisten por ahí, todavía, algunas féminas que nadie sabe muy bien por qué, cada vez que disponen de un estrado, nos derraman su monserga de reivindicación, ante la natural molestia de las mujeres y la sonrisa irónica de los hombres. Que en algunas partes del planeta, aun subsistan tendencias morbosas al respecto, no da para sostener que en nuestro medio puedan sostenerse idénticos comportamientos.

El feminismo histórico debiera ya quedar en los registros del pasado. La mujer auténtica es, como el hombre, dueña y señora de su destino, sujeto de racionalidad y sentimiento, capaz de solidaridad y convivencia, de arte y de cultura en general, con vocación para amar y ser amada en la exclusividad de la familia o en la consagración a una causa de servicio o simplemente autónoma y autosuficiente en su proyección vital. ¿De qué feminismo nos hablan? ¿Es, acaso necesario hacer discriminación positiva o negativa, desde las cúpulas de los poderes sociales, para restablecer el mentado desequilibrio?

Cuando la mujer, como el hombre adquieren una cultura suficiente, basada en el conocimiento serio de las cosas y desarrollan un adecuado nivel de vida psíquica y espiritual, no necesitan de estas abogadas o abogados, que se instalan en algo que dejó de ser realidad y ha venido a convertirse en mitología.

Hoy, sin duda, más que ayer, las mujeres ya no necesitan desenvainar símbolos, ni fabricar ritos, ni confeccionar símbolos que por hacerlas presentes, consistan en reprochar a los hombres su condición de tales, sus derechos adquiridos y sus propósitos futuros de venganza.