Buscar la paz por los caminos del perdón
Por: Pedro Gaudiano | Fuente: Fe y raz?
“Quiero, pues, dirigir con profunda convicción una llamada a todos, para que se busque la paz por los caminos del perdón. Soy plenamente consciente de que el perdón puede parecer contrario a la lógica humana, que obedece con frecuencia a la dinámica de la contestación y de la revancha. Sin embargo, el perdón se inspira en la lógica del amor, de aquel amor que Dios tiene a cada hombre y mujer, a cada pueblo y nación, así como a toda la familia humana. Pero si la Iglesia se atreve a proclamar lo que, humanamente hablando, puede parecer una locura, es debido precisamente a su firme confianza en el amor infinito de Dios. Como testimonia la Escritura, Dios es rico en misericordia y perdona siempre a cuantos vuelven a Él. […] El perdón de Dios se convierte también en nuestros corazones en fuente inagotable de perdón en las relaciones entre nosotros, ayudándonos a vivirlas bajo el signo de una verdadera fraternidad.”
Juan Pablo II, Mensaje para la XXX Jornada Mundial de la Paz:
“Ofrece el perdón, recibe la paz”, 1º enero 1997.
El perdón no es una amnesia sagrada que borra el pasado. Por el contrario, es la experiencia sanadora que elimina el resentimiento. Se podrá recordar la ofensa, pero no se revivirá el dolor. La avispa del recuerdo puede volver a volar, pero el perdón le ha arrancado su aguijón.
Por eso todos necesitamos aprender a perdonar y aprender a pedir perdón.
El veneno del resentimiento
El resentimiento es una autointoxicación psíquica, un envenenamiento de nuestro interior que depende de nosotros mismos. La causa puede ser: a) una acción directa sobre mí; b) una omisión, al no recibir la respuesta que yo esperaba; c) las circunstancias, como por ejemplo una determinada condición física, social, profesional, etc. Pero en cualquier caso, el sujeto percibe el daño como algo real, aunque su percepción no obedezca exactamente a la realidad, ya que puede ser exagerada o distorsionada. Ante ese daño u ofensa uno se siente dolido y no puede olvidar. Esta respuesta emocional, mantenida en el tiempo, es justamente el resentimiento.
El antídoto del resentimiento
Una serie de actitudes concatenadas nos pueden ofrecer el antídoto del resentimiento.
Caridad de pensamiento. Esto pertenece a la dimensión espiritual de la persona. Si alguien me agrede, el problema es del agresor y no es mío. El que actúa mal es el que tiene el problema, el que necesita comprensión y ayuda. Pero para eso es necesaria la “caridad”, que no es solidaridad, ni filantropía, ni altruismo. Es más que eso. La caridad es el amor de Dios habitando en el corazón del hombre.
Inteligencia. Es la encargada de realizar el análisis y comprensión de las causas que han provocado la ofensa y el posterior resentimiento, buscando los motivos que puedan atenuar o incluso eximir la responsabilidad del ofensor. Tal vez su voluntad no ha sido producir un daño, o tal vez no ha actuado con plenitud de conocimiento.
Voluntad. Gracias a ella yo decido retener la agresión en mi interior o dejarla pasar sin que me perjudique. Puedo elegir quedar resentido o libre. Una acción responsable conlleva tomar conciencia de la acción que me ha dañado, analizar las causas, pero no volver a sentir (“re-sentir”). De esta manera, nada ni nadie perturbará la necesaria paz interior. Nadie puede herirnos sin nuestro consentimiento.
Perdón. Así como el resentimiento pertenece al área afectiva, el perdón se ubica en el área de la voluntad. Perdonar no es disculpar. Se disculpa un acto que no fue voluntario, que no tuvo la intención de provocar un daño. Pero el perdón es un acto esencial de amor. Como ha dicho Juan Pablo II, “el perdón se inspira en la lógica del amor”. De lo contrario no se entendería el amor a los enemigos (véase el artículo “El amor: ¿sentimiento o decisión?”, en el Nº 17 de la Revista Fe y Razón). Perdonar, pues, es amar intensamente. El verbo latino “per-donare” expresa esto con mucha claridad: el prefijo “per” intensifica el verbo que acompaña, “donare”. Perdonar, pues, es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo.
Aprender a pedir perdón
Reconocer que yo me equivoqué es algo costoso… pero por allí pasa el camino del crecimiento personal. Efectivamente, cuesta reconocer cuando uno no fue amable, o cuando fue un poco irrespetuoso, o cuando uno “se pasó de la raya”, etc. Descubrir estos u otros errores en los demás es bien fácil, pero reconocerlos en uno mismo es bien difícil.
Hay un signo visible de que estoy aprendiendo a pedir perdón: el saber aceptar, con alegría y con paz, las críticas de los otros. Eso no significa aceptar cualquier tipo de críticas y amoldar mi conducta a cualquier cosa que me digan los demás. Pero cuando uno reconoce que una crítica es auténtica –y por lo general eso duele– y sin embargo la acepta con alegría, entonces uno crece en confianza.
El hecho de aceptar esa crítica y pedir perdón demuestra que uno está muy seguro de sí mismo. Aquellas personas que son más débiles y vulnerables nunca se animan a pedir perdón, y casi siempre intentan justificar su error con el error de los otros. En el fondo, detrás de una apariencia de debilidad y de vulnerabilidad se puede esconder un secreto orgullo que lleva a encubrir los propios errores. Muchas veces el débil es cruel. La amabilidad sólo puede esperarse del fuerte, del que está seguro de sí mismo.
Aprender a perdonar
Una técnica importante para aprender a perdonar es acostumbrarse a distinguir entre el error y el que ha errado, entre la acción realizada y la persona que realizó esa acción, entre el “pecado” y el “pecador”. Y lo importante es hacer esta distinción no sólo con la mente, sino también con el corazón.
Una cosa es la infidelidad, la injusticia, la maldad… No hay que tergiversar las cosas, sino que es necesario llamarlas por su nombre. Esas acciones están mal, y uno tiene que tener una actitud firme y fuerte de rechazo ante ese tipo de acciones. Es lo que se llama el “odio al pecado” (leer Romanos 12, 9; Apocalipsis 2, 6).
Pero por otro lado está la persona que realizó esa acción, y con esa persona uno mismo debería ser compasivo y misericordioso, y estar dispuesto a perdonar… Eso es lo que Dios hace conmigo: distingue perfectamente entre la acción que yo realicé y yo mismo. Y me ama entrañablemente, así como soy. Es lo que se llama el “amor al pecador”.
Para perdonar a otro, uno mismo tiene que haber experimentado antes el perdón. Si mi padre y mi madre nunca me perdonaron, si mi esposo o mi esposa nunca me perdonó… si nunca me he sentido perdonado en la vida, es muy probable que a mí también me cueste perdonar.
El sacramento de la reconciliación
Dios nos perdona pero sólo si nosotros queremos, si se lo pedimos, si nos arrepentimos y si perdonamos al prójimo. Si no se dan estos requisitos, Dios no puede perdonarnos. Por eso Jesús nos enseñó a pedir en el Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Cada vez que uno perdona, opta por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído con su proceder. Al perdonar al otro, lo libero en cuanto deudor, pero no suprimo la ofensa como si nunca hubiera existido. Eso solamente lo puede hacer Dios. Perdonar, pues, implica pedir a Dios que perdone, porque sólo así la ofensa es aniquilada. Dios tiene la potestad del perdón absoluto. Yo puedo colaborar con Él cuando perdono al otro, e intercedo y pido que Dios lo perdone. El otro, al arrepentirse –el “dolor de contrición”– da el primer paso para que Dios le otorgue el perdón absoluto de su falta. Pero, además, le hace falta unos requisitos que son los propios del sacramento de la reconciliación: la confesión de los pecados y la “satisfacción” o “penitencia” (ver Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1440-1470; Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliación y penitencia, nn. 28-34).
La palabra “reconciliar” acentúa más la acción sanadora de Dios en el hombre, acción que repara las rupturas causadas por el pecado. El principal fruto del perdón obtenido en el sacramento de la penitencia consiste en la reconciliación con Dios, que tiene lugar en la intimidad del corazón del hijo pródigo, que es cada penitente. Esta reconciliación con Dios tiene como consecuencia otras reconciliaciones: consigo mismo, con los hermanos que agredí o lesioné de algún modo, con la Iglesia y también con toda la creación.
Sanación interior
“Todos necesitamos un encuentro más frecuente y eficaz con Jesús en el Sacramento de la Reconciliación. Encuentro que no sólo es perdón de nuestros pecados como acto aislado, sino que es además, el Sacramento de la Reconciliación, de la conversión plena a Jesús y de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia… que es, además del Sacramento del perdón de los pecados, el Sacramento de la Sanación interior en el que la presencia del Espíritu Santo penetra hasta lo más profundo de nuestro ser y cura nuestro espíritu y nuestra mente.
A través de la gracia de este Sacramento, no sólo se nos borra el pecado, sino que vamos adquiriendo esa liberación, esa purificación y esa curación interior de todo lo que daña y de todas las causas profundas de nuestros males morales y físicos.
Si nos dejamos iluminar por el Espíritu Santo, vamos a ir redescubriendo la riqueza sanadora de este Sacramento de la misericordia y del perdón, cual es el Sacramento de la Reconciliación”.
Francisco Muñoz Molina, Jesús sanador, Buenos Aires 1980, p. 52.
La “cultura del perdón”
La sociedad actual –y quizás la de tiempos pasados– está endurecida. Constantemente asistimos a luchas, enfrentamientos y guerras, y parece que el ser humano no se pone de acuerdo para la paz, que es como un imposible sueño dorado.
Para que la sociedad sea más habitable, más humana y menos endurecida, es preciso que se instaure una “cultura del perdón”. Esto significa que el perdón debería ser una práctica frecuente y no excepcional. El perdón entendido como impedimento al resentimiento por las ofensas que penetran en el ser humano y también como capacidad para querer y saber disculpar al otro en sus actitudes y comportamientos. Para eso es preciso estar dispuesto a ver lo mejor del corazón del otro y llegar a poder decirle: “Sé que no eres así, sé que eres mucho mejor y te perdono”, queriendo lo mejor para quien nos ha ofendido y se ha equivocado. Como nos ha enseñado Juan Pablo II: “Ofrece el perdón, recibe la paz”.
Terapia liberadora
· La mejor manera de extraer de nuestra alma el veneno que nos inyectan otras personas es perdonando.
· El mejor mecanismo de defensa para los agravios recibidos es perdonar.
· Perdonar es abrir la puerta que nos sacará del recinto de la amargura.
· Quien perdona no le hace ningún favor a su agresor, se lo hace a sí mismo.
Anécdota
Un exitoso judío, que había estado en un campo de concentración nazi, se enteró de que su más querido compañero de aquellos tristes días se hallaba enfermo y solo. Lo buscó y lo halló en la miseria.
– ¿Ya perdonaste a los nazis? –le preguntó.
– No –contestó el moribundo con vehemencia–, de ninguna forma. Todavía los odio con toda el alma.
– Entonces, te tengo una mala noticia: ellos todavía te tienen prisionero.
Proceso del perdón
1. Enfrentar abiertamente el dolor. Reconocer con humildad que estamos heridos, pues alguien nos afectó injustamente y ese daño nos causa enorme sufrimiento.
2. Evaluar el costo de aquello que perdimos. Hacer un recuento real y reconocer el valor de cuanto nos quitaron.
3. Regalar lo que perdimos. Volver mentalmente amigo al agresor, tratar de comprender sus razones y decirle con nuestro pensamiento: “Lo que me quitaste, te lo regalo; no lo mereces, pero te lo doy; es tuyo, no me debes nada”. Esto nos conduce al verdadero perdón. Es el último dígito de la combinación: sin él, no hay nada; con él, todo.
Un regalo
· El amor real no es un premio. El amor es un regalo. Perdonar es un acto de amor. Por lo tanto, el perdón es, también, un obsequio.
· Resulta imposible perdonar al ofensor después de hacerle pagar su error. Se perdona antes de cobrarle o no hay perdón.
· A un hombre que cumplió su condena, después de diez años en la cárcel, nadie puede decirle: “Estás perdonado”, simplemente porque aquel hombre ya pagó su deuda.
· Perdonar es declararle “NO” a la venganza, “NO” a cobrarse por propia mano, “NO” a ser el verdugo del que ha fallado.
(Carlos Cuauhtémoc Sánchez)
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