¿Tiene sentido la vida?
Por: Alfonso López Quintás | Fuente: Catholic.net
¿Tiene sentido la vida?
Formulada así, de modo general, esta pregunta no admite una respuesta convincente. El sentido brota merced a la actividad creativa, y los seres humanos sólo somos creativos en cada situación concreta. Alguien sufre un accidente, y tú te rebelas al ver su mutilación. Tu irritación te lleva a pensar que la vida carece sentido. No pierdas el tiempo en hacer consideraciones generales sobre la vida. Ponte a ayudar a ese ser menesteroso, y verás cómo vuestras vidas concretas se van llenando de sentido. En el encuentro, el sentido se hace palpable, denso, sugerente, reconfortante.
Para captar el sentido, más allá del significado, hay que ampliar el horizonte vital, es decir, los criterios de interpretación de la vida, las pautas de conducta, las perspectivas desde las que podemos contemplar nuestra existencia y sus avatares. Un torero se quedó paralítico por un accidente, y, al verse incapaz de ejercer su carrera, se quitó la vida. No supo el infortunado ver su vida futura desde una perspectiva distinta a la que había acariciado anteriormente. No acertó a ensanchar su horizonte de creatividad, que no se limitaba al ejercicio del arte del toreo, sino que pudo haber adoptado otras formas no menos dignas y fértiles. De haberlo hecho, su vida no le hubiera parecido absurda, indigna de ser vivida, sino desbordante de posibilidades de adquirir sentido. Con un poco de imaginación creadora podía haber esbozado otras líneas de acción, sobre la base de sus capacidades actuales, y dar lugar a multitud de encuentros de diverso orden.
Cuando se sintió abatido hasta la muerte por el drama de la sordera, Beethoven recomendó a su hermano Carlos, en su testamento de Heiligenstadt, que no dejase de practicar la virtud, pues gracias a ella -y al amor a su arte musical- había superado la tentación de recurrir al suicidio(1). Por virtud entendía Beethoven la defensa de la libertad de los demás, la entrega al servicio del necesitado (Fidelio), la fidelidad a las raíces últimas del ser -que radican en "el Padre amoroso” que rige el universo. En definitiva, actitud virtuosa es la actitud solidaria en todas las vertientes de la vida.
Esta actitud acogedora suscita la honda alegría que nos eleva a cimas inigualadas en el último tiempo de la Novena Sinfonía. Según Bergson, la alegría "anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha reportado una victoria; toda gran alegría tiene un acento triunfal" (2). No hay triunfo mayor que el crear formas elevadas de unidad, porque en ellas reside el sentido más hondo de la vida.
El sentido se alumbra a través del riesgo de la creatividad
La creación de formas muy valiosas de unidad exige esfuerzo e implica riesgo, ya que para encontrarnos debemos abrirnos a los demás de forma generosa, confiada y sincera, y esta actitud puede no ser correspondida e incluso traicionada. De ahí la tentación de buscar el amparo y la paz interiores en modos de vida infrapersonales, infracreadores, infraresponsables, que no son capaces de encuentro pero tampoco de lucha programada. Desde la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se advierte en Europa un sentimiento de nostalgia por los estratos de ser infrahumanos. Se añora la soledad del árbol (Calígula, de A. Camus), la "veracidad" del animal y del vegetal (Franz Marc), los tiempos primitivos en que el hombre "era principalmente bestia" y tenía "instintos seguros" como el animal (José Ortega y Gasset); se siente temor ante la inteligencia y se busca la necesaria unidad con el entorno a través de modos de intuición empastante (Hermann Hesse); se acusa al espíritu de ser "contradictor del alma" (Ludwig Klages).
Estos intentos de vivir la vida con plenitud pero sin riesgo llevan en sí la garantía del fracaso, porque el ser humano está configurado para el encuentro con las realidades del entorno, no para la fusión o el alejamiento. Si me fusiono embriagadoramente, me pierdo como persona. Es la estación término del vértigo de la ambición de disfrutar. Si me alejo para dominar, bloqueo mi desarrollo personal. Es la última fase del vértigo de la ambición de poseer. En ambos casos, mi situación de desamparo espiritual se hace extrema. Si bajamos al nivel del animal, no logramos la peculiar forma de paz de quienes no necesitan programar su existencia porque sus instintos aseguran su ajuste al entorno y su pervivencia. El hombre no es un ser que tenga las características del animal y otras específicas, de modo que, abandonadas éstas, adquiera la condición de un mero ser de instintos y reflejos condicionados.
El hombre nunca puede renunciar a su condición inteligente, aunque su actividad creadora se halle bordeando el grado cero. Por el hecho de no ejercitar la capacidad de elegir en virtud de un ideal y asumir valores elevados, el hombre no adquiere "instintos seguros", instintos que aseguren su existencia. Sus instintos o tendencias no están de por sí orientados hacia la meta que marca el pleno logro del hombre. Se hallan indeterminados, de modo que pueden conducir al pleno desarrollo de la persona o a su asfixia total.
En aparente paradoja, la única vía que se ofrece al hombre para lograr amparo es despreocuparse de dominar la situación, y adoptar una actitud de entrega confiada. A través del riesgo que ello implica puede, en casos, lograr el auténtico encuentro y, en él, la plenitud de sentido. Esta se alcanza únicamente mediante la integración de todas las energías que alberga el ser humano, no mediante la renuncia a las más elevadas y exigentes(3).
Cuando el hombre supera la escisión interior e integra los distintos planos de realidad que confluyen en su ser, vive una experiencia sobremanera gozosa: descubre nítidamente las posibilidades eminentes que le abre la unidad y siente que su vida adquiere una dimensión inédita, una profundidad insospechada. Este modo profundo de ver y sentir la vida entraña una plenitud de sentido.
El logro de la forma suprema de sentido
Si una persona amplía su horizonte humano en dirección al Infinito, confiere un rango nuevo y superior al sentido de su vida. Esta experiencia excepcional de sentido la realizamos cuando respondemos activamente a la palabra que nos trae un mensaje de riqueza sobrehumana y fundamos una relación de encuentro con el Absoluto. El que haya vivido esta experiencia al menos una vez en la vida verá su existencia enriquecida con ese horizonte de sentido, que lo invitará constantemente a superar toda realización precaria de sí mismo y llevar a pleno desarrollo su vocación y su misión.
Ese horizonte supremo viene dado por la fe religiosa, entendida radicalmente no sólo como un frío asentimiento intelectual a ciertos dogmas, sino como la adhesión personal al Ser Supremo. El encuentro con la forma de realidad absolutamente perfecta eleva al hombre a lo mejor de sí mismo, al máximo despliegue de sus aspiraciones más nobles, y le produce sentimientos de entusiasmo y felicidad plena. Con razón afirma S. Kierkegaard, en su obra programática La enfermedad mortal, que el antídoto de la desesperación es la fe(4). Ésta implica entrega, vinculación, amor. Aquélla supone un encapsulamiento egoísta en sí mismo y la ruptura de todo vínculo amoroso.
La fe, vinculada a la confianza y la fidelidad, está en la base del proceso creador de encuentros que suelo denominar "éxtasis". La desesperación es la fase del proceso de vértigo que precede a la destrucción de la propia personalidad.
Responder activamente a toda invitación al encuentro -invitación que supone un gran valor porque hace posible la realización del ideal de la unidad- es condición ineludible para conferir sentido pleno a la vida, a la propia e incluso a la de otras personas, que están llamadas a dejar de sernos extrañas y convertirse en íntimas. Ese paso se da en la experiencia de participación. Al participar, el hombre se trasciende a sí mismo y descubre que "lo más profundo que hay en mí no procede de mí" (G. Marcel). El hombre alcanza su sentido cabal (plenificación) cuando orienta su vida en el sentido (dirección) que marcan las condiciones de la actividad participativa. Aprender a participar, en el pleno sentido de la palabra, es la meta de toda formación humana auténtica.
Lo antedicho nos permite concluir que al hombre no le viene dado de antemano el sentido de su propia existencia como un objeto que pueda ser poseído y retenido. Se le dan potencias y posibilidades para fundar relaciones de encuentro, que son otros tantos campos de juego en los que puede desarrollar su vida personal. El sentido constituye, así, para el hombre una meta y una tarea siempre renovada, un reto que lo insta a trascender en cada momento los hitos ya alcanzados(5).
Si tienes alguna duda, escribe a nuestros Consultores