Muerte de Jesús
5. Jesús muere
Por: P. Enrique Cases | Fuente: Catholic.net
El gran grito
Tras la constatación de la obra acabada llega el final: la muerte. Pero también la muerte es una entrega; "Y Jesús dando un gran grito dijo: Padre en tus manos entrego mi espíritu"(Lc). La gran voz manifiesta que aún tiene muchas fuerzas físicas cuando la muerte por crucifixión era por agotamiento. Jesús muere por que quiere; entrega su vida cuando Él quiere. Pasa por el grado siguiente de anonadamiento: la muerte. Ha dado la misma vida. Y se yergue, estirando manos y pies en un esfuerzo supremo. Llena los pulmones de aire y vuelve a llamar al Padre y se abandona en sus manos. Ha dado su luz, su tiempo, sus energías, su afecto, su querer; pero le queda por dar la vida entera y experimentar la muerte. Esa muerte que entró por el pecado en el mundo, y azota a los hombres. Cristo la va a hacer suya en acto de humildad total y experimenta lo que es no tener vida, morir con muerte real. Tiene que vencer a ese enemigo de los hombres y va a vencer pasando por ella.
Libertad en la entrega
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Es una frase llena de sentido, que revela la lucidez y la libertad de la entrega en el sacrificio de Jesucristo. Es fácil suponer que la mirada de Jesús se dirige al cielo, al Padre, con el gozo doloroso de la labor acabada, de la misión cumplida hasta el final. Es lo que más le importa, satisfacer la Justicia y la Misericordia divinas. Excepto la primera palabra, que es "Padre",las demás palabras están sacadas del salmo 30, y reflejan la oración de Jesús en aquellos momentos:
"en tus manos encomiendo mi espíritu;
¡tú me has redimido, Dios de verdad!.
Aborrezco los que observan vanidades mentirosas.
Me regocijaré y me alegraré en tu misericordia
porque has visto mi aflicción
has conocido mi alma en las angustias"
Esta era la oración silenciosa de Jesús en aquellos últimos momentos: las ansias redentoras y misericordiosas del Padre y del Hijo unidos al Espíritu Santo.
Jesús muere
Y el cuerpo se desploma, despojado ya del alma que lo sostenía con un aliento de vida. Es la ofrenda del sacrificio total, del holocausto. Lo ha dado todo para la salvación de los hombres. Y en la cruz sólo queda el cuerpo colgado de tres clavos y la cabeza caída. Cristo es ya un cadáver entre los hombres.
Muchos de los discípulos de Jerusalén están allí en esos momentos. Han ido acudiendo poco a poco; los enemigos se han marchado. La consternación se une a la fe. Ayudan a la Madre, y miran casi incrédulos, lo que acaba de acontecer. Los corazones están adoloridos.
Entregó el Espíritu
En la muerte, Jesús da lo más preciado suyo: "entregó el Espíritu"(Jn). Da el Espíritu Santo al mundo. El Padre escucha la petición del Hijo y envía también al Espíritu Santo que hará efectiva y pública su presencia en Pentecostés. Una nueva época en la Historia de la Humanidad ha comenzado. Ya está consumada la reconciliación, satisfecha toda justicia, ahora se da al Dador de vida, al dedo del eterno Padre, al fuego de amor en el mundo. La historia de los hombres es desde ahora la historia de la acción del Espíritu Santo y la de las respuestas libres de los hombres.
Se consuma la redención
Ahora que el Espíritu Santo ya ha sido viado en su misión conjunta con el Hijo, Jesús ya puede marchar "Y bajó la cabeza y expiró". La Redención se ha consumado y alcanza su plenitud en la Resurrección.
El velo del Templo
Al morir Jesús "el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo"(Mc). Era un velo grueso de gran tamaño. Ha acabado la antigua alianza para comenzar una nueva en la sangre del cordero inmaculado que es Jesús. El velo del Templo separaba lo más sagrado del Templo de Dios, el Santo de los santos, del resto de estancias. Allí se veneraba la presencia de Dios. Sólo entraba en aquel recinto el Sumo Sacerdote en los días establecidos.
En el lugar santo estaban los panes de la proposición, el altar de los sacrificios. En lo más interno llamado santo de los santos estaba el incensario de oro, y había estado siglos antes el arca de la Alianza, toda cubierta de oro; en el arca había una urna de oro conteniendo maná con el que Dios había alimentado a los judíos en el desierto, y también la vara de Aarón, la que floreció ante Dios como señal de elección divina. Se conservaban allí las tablas de la Ley que recibió Moisés de parte de Dios.
Sobre el arca, dos querubines de oro que se miraban y cubrían con sus alas la mesa de los panes de la proposición.
El velo rasgado fue la señal para los que estaban en el Templo y guardaban las cosas de Dios. Acababa de empezar un nuevo tiempo, lo antiguo ya estaba acabado. El maná era cambiado por el Pan vivo que es la Eucaristía. La ley era llevada a su plenitud, la elección era en el Hijo amado que se había entregado por los hombres. El sacrificio era cambiado por el sacrificio perfecto de la cruz en la que el Sacerdote es Cristo -hombre perfecto- que ofrece la víctima perfecta -Él mismo- con un amor y una obediencia perfectos. Sacrificio agradable a Dios. La acción más trascendente y más sagrada que los hombres podía realizar en la tierra. Todo lo anterior eran figuras de lo que acababa de suceder, ese era su valor. Ahora ya no eran necesarios. Dios había abierto una alianza perfecta.
La tierra tembló
"Y la tierra tembló y las piedras se partieron; se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron. Y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de Él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos"(Mt).
En medio de la tinieblas la muerte de Jesús tiene como un eco en la tierra que tiembla. Se estremece el infierno y su rechazo de Dios. Se estremecen los diablos que han sido definitivamente vencidos. Se estremece la muerte que ya no tiene poder sobre los hombres. Se estremece la tierra como si la creación no pudiese comprender lo que acababa de ver en su creador que se entrega por los hombres. Así se celebra la victoria sobre la muerte. La muerte absorbida por la vida, así se cumplió lo profetizado: "¡Muerte! ¡Yo seré tu muerte!"(Os)