La necesidad esencial y vital del diálogo interreligioso
Por: Jesús de las Heras Muela | Fuente: Revista Ecclesia

Con fecha 28 de octubre de 1965, el Concilio Vaticano aprobaba la declaración conciliar "Nostra aetate" sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. El resultado de la votación fue 2.221 votos a favor, 88 votos en contra y 3 votos nulos. Participaron en la votación 2.312 padres conciliares.
"Nostra aetate", como recordó el Papa Benedicto XVI a los embajadores de países islámicos acreditados ante la Santa Sede el pasado 25 de septiembre, en el contexto de la crisis desatada tras las interpretaciones de su discurso en la Universidad de Ratisbona, es la brújula, la "carta magna" para el diálogo islámico-católico.
La parábola del grano de mostaza
Fue el cardenal Bea, presidente del entonces Secretariado para la Unidad de los Cristianos, el gran impulsor y artífice de la declaración del Concilio Vaticano II "Nostra aetate". El cardenal Bea incidía, a la hora de explicar y comentar el texto, en la imagen evangélica del grano de mostaza, que es la más pequeña de las hortalizas, pero luego se convierte en un gran árbol, pues de un texto pensado primero sólo para el Judaísmo, se había pasado a un texto que afecta a miles de millones de personas que profesan otras religiones.
Parábola también del grano de mostaza es, a día de hoy, cuarenta y un años después, el arbusto frondoso del que deberá germinar y aposentarse el vivir y el poner en práctica esta declaración conciliar. Son quizás pequeños, débiles y contradictorios algunos de los pasos en el camino del diálogo interreligioso. Pero están llamados a dar fruto en medio de un mundo que, al menos en alguna influyente e importante medida y proporción, no sólo se ha olvidado de Dios y prescinde de Él, sino que positivamente pretende negarlo y marginarlo.
Uno de los textos más significativos del Vaticano II
"Nostra aetate" es el más breve de los documentos del Concilio Vaticano II. Fue también uno de los que originó un debate más vivo en el Aula y en su gestación y uno de los que obtuvieron mayores repercusiones en la opinión pública, en la Iglesia y en las mismas religiones. De él se ha dicho que está en el corazón del Concilio Vaticano II y que es uno de sus símbolos, uno de sus documentos más emblemáticos como "Gaudium et spes", "Unitatis Redintegratio" o "Dignitatis humanae".
Esta declaración sobre las religiones no cristianas no estaba prevista en los esquemas preparatorios del Concilio. Su incorporación al mismo fue una de las iniciativas del Papa Juan XXIII, quien había sido arzobispo delegado apostólico en países cristianos no católicos -Bulgaria- y en países no cristianos y de tan amplísima mayoría islámica como Turquía. Juan XXIII encomendó al cardenal Bea, presidente del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, la elaboración de un documento sobre Iglesia y Judaísmo, abierto también a las otros religiones. El esquema básico de este documento fue elaborado en 1961 por el cardenal Bea, en un texto de siete páginas.
En 1964 suceden varios acontecimientos claves para el desarrollo del Concilio y de la declaración "Nostra aetate". Desde el 21 de junio del anterior, regía la Iglesia Giovanni Batista Montini, con el nombre de Pablo VI, uno de los grandes impulsores y apoyos de Juan XXIII en la tarea conciliar. En 1964, Pablo VI viajaba a Tierra Santa y a Bombay, publicaba su primera encíclica, "Ecclesiam suam", y pronunciaba un célebre mensaje para el día de Pascua, marcado por el acercamiento y al diálogo con el mundo y con los no cristianos.
Lo que en octubre de 1965 será la Declaración conciliar "Nostra aeta" es considerada, primero, con un apéndice del documento conciliar sobre ecumenismo y después como un apéndice sobre la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Finalmente, ya en la última sesión conciliar, se decide que sea un texto independiente y propio, que es votado, con el resultado ya indicado, el 28 de octubre de 1965, en la misma fecha que son aprobados otros documentos conciliares.
Un documento profético y necesario
La finalidad de "Nostra aetate" no es tanto teológica o fenomenológica sino práctica y pastoral. El Concilio intenta mostrar lo que los hombres de las distintas religiones tienen en común para promover el diálogo y la colaboración entre todos. "Nostra aetate" tuvo y tiene gran importancia en sí misma y en su valor y carácter profético y marcaba una nueva actitud de cercanía, diálogo e intercolaboración necesarias entre los distintos creyentes en Dios desde los principios de la paternidad universal de Dios y su voluntad salvífica universal y desde los principios evangélicos del amor y del perdón mutuo.
"Nostra aetate" proclama que la Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas otras religiones hay de verdadero y de santo y que intentan dar respuesta a las más recónditas preguntas del ser humano. Asimismo, expresa su rechazo más absoluto a toda discriminación por causa de la Religión. "Nostra aetate" tienen como principales destinatarios los seguidores del Judaísmo y del Islamismo.
En dos de sus párrafos más significativos podemos leer: "La Iglesia católica no rechaza nada de lo que estas religiones es verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar sin cesar a Cristo, que es camino, verdad y vida, en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, en que Dios reconcilió consigo todas las cosas.
Así, pues, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que se encuentren en ellos".
El número 3 de "Nostra aetate"
El número 3 de esta declaración conciliar está dedicada a los musulmanes. Las principales afirmaciones recogidas en este número son las siguientes: la mirada de aprecio de la Iglesia hacia los creyentes musulmanes, la concordancia en la creencia en un Dios viviente, subsistente, misericordioso, todopoderoso y creador del cielo y de la tierra, la existencia -en distinta gradación y relevancia- en ambos religiones de personajes comunes como Abraham, Jesucristo (lo veneran como profeta, aunque no lo reconocen como Dios) o María Virgen, a quien incluso honran devotamente.
Islamismo y Cristianismo, también con diferencias, mantienen una teología de la trascendencia o escatología: "Esperan el día del juicio, cuando Dios recompensará a todos los hombres, una vez que hayan resucitado".
Islamismo y Cristianismo son religiones del libro, de la Revelación de Dios a través de un Libro sagrado (el Corán y la Biblia, respectivamente, aun cuando difieren sustancialmente en el concepto de inspiración).
Por último, el Islam "aprecia la vida moral y venera a Dios, sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno". De ahí, y pesar de las tan notabilísimas diferencias teológicas, el Concilio, recordando las no pocas disensiones y enemistades del pasado entre cristianos y musulmanes, exhorta a que, "olvidando lo pasado, ejerzan sinceramente la comprensión mutua, promuevan juntos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres".
Benedicto XVI, amigo y apóstol de diálogo
Y en estas, en este marco dibujado por el Concilio Vaticano II, se mueven Benedicto XVI y sus distintas alocuciones al mundo islámico, incluido su célebre y polémico discurso en la Universidad de Ratisbona, en la tarde del pasado 12 de septiembre.
¿Qué dijo el Papa en Ratisbona? El tema de su largo y magistral discurso era la relación entre fe y razón, tal y como indicaba su mismo título: "Fe, Razón y Universidad". El islamismo no es la clave de este discurso, sino que para llegar a las tesis del mismo (fundamentalmente, que la religión se apoya en la razón y no en la violencia y en la necesidad de que las religiones contribuyan a presentar la idea racional y necesaria de Dios a un mundo como el nuestro que excluye a Dios de su vida) utiliza un coloquio de finales de siglo XIV acerca del diálogo islamo-cristiano. Aquí entra en escena el emperador bizantino Manuel II Paleólogo y su referencia brusca -"incomprensiblemente brusca"- sobre la "yijad" y sobre Mahoma. La valoración que Manuel II Paleólogo hace de Mahoma no expresa en modo alguno el pensamiento del Papa, quien calificó de "comprensible" el malestar de ciertos sectores del Islam sobre la frase del emperador.
Benedicto XVI buscaba en su discurso seis grandes objetivos:
1.- La racionalidad de la transmisión de la fe.
2.- La religión no va unida a la violencia, sino a la razón.
3.- Es necesario el diálogo de la fe cristiana con el mundo moderno y con todas las culturas y religiones.
4.- Las religiones, desde estas premisas y desde a la coherencia a ellas, han de exigir y cooperar al verdadero respeto a lo sagrado.
5.- Las religiones que adoran a un único Dios han de contribuir, también conjuntamente, a la defensa y promoción de la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad.
6.- Por fin, Benedicto XVI pretendía así dar un impulso y un aliento en pro de un diálogo positivo, incluso autocrítico, tanto entre las religiones como la razón moderna y la fe de los cristianos.
Estos planteamientos de Benedicto XVI -presentes en su discurso de Ratisbona y desarrollados más concretamente en su alocución de la audiencia general del miércoles 20 de septiembre de 2006- no son nuevos en su magisterio. Ya se refirió a ellos en su primera homilía del 25 de abril de 2005. Especial desarrollo de estas ideas hizo en Colonia, en un encuentro del 20 de agosto de 2005 con la comunidad islámica en esta ciudad alemana. Y sobre ellos abundó en Castelgandolfo el 25 de septiembre pasado, en su encuentro con los embajadores islámicos, y en Ankara, en su entrevista y posterior discurso en el Consejo de Asuntos Religiosos de Turquía, el 28 de noviembre.
Decálogo para las relaciones islamo-cristianas
La fe cristiana, amiga de la inteligencia y solícita con los necesitados –que afirmara certera y bellamente el Papa en Verona el pasado 19 de octubre- es también servidora del diálogo.
Desde estos principios y con todos los elementos de juicio desarrollados en esta exposición, podemos establecer el siguiente decálogo sobre cómo ha de ser las relaciones islamo-cristianas:
1.- Es preciso el mutuo conocimiento de los contenidos teológicos, de las tradiciones, de las praxis propias del islamismo y del cristianismo, desde el respeto a la identidad del otro y evitando la burla, la desconfianza, el estereotipo.
2.- Este conocimiento mutuo se ha de traducirse también en respeto, aprecio y amistad. Nos somos rivales ni mucho menos, enemigos.
3.- Hay que superar activamente los distanciamientos y enfrentamientos del pasado, que fueron un error, que jamás debe repartirse, promoviendo caminos de reconciliación verdadera. Para ello hay que asumir la historia, sino afanes revisionistas.
4.- Debe asimismo promoverse un diálogo verdadero, positivo y autocrítico. Se trata de un diálogo imprescindible para contribuir a la construcción conjunta de un mundo "de paz y de fraternidad".
5.- Se trata de un diálogo, no fruto de una coyuntura particular, sino expresión de una "necesidad vital, de la cual depende en parte nuestro futuro" y fruto de la misma identidad y espiritualidad religiosa.
6.- Los caminos del auténtico diálogo interreligioso pasan por la solidaridad y la colaboración. Son caminos asimismo de humildad, de perseverancia, de sinceridad.
7.- Es necesario tomar conciencia de la actual situación del mundo, marcada por el relativismo y que demasiado frecuentemente excluye la trascendencia de la universalidad de la razón y de su estrecha vinculación y lógica con la fe. En este sentido, cristianos y musulmanes deben rechazar toda discriminación que venga por causa de la religión, apoyando y basando la religión en el encuentro fecundo entre razón y fe y excluyendo todo amparo, toda justificación de la violencia, del uso de la fuerza y de los fanatismos fundamentalistas, tanto en sus expresiones públicas como en sus manifestaciones y vivencias internas y privadas.
8.- La reciprocidad es una de las claves esenciales de este diálogo y relación entre religiones, sobre todo, en lo referente a la libertad religiosa y a la libertad de culto. A este respecto, es especial luminoso el discurso del Papa Juan Pablo II, en Casablanca (Marruecos), en agosto de 1985.
9.- Cristianos y musulmanes han de prestar un servicio conjunto a la justicia social, a los valores morales, a la paz y a la libertad.
10.- Cristianos y musulmanes han de dar testimonio de perdón, de reconciliación y de amor. De ese amor, de esa caridad a la que aludía el Papa Gregorio VII, a finales del siglo XI, "porque nosotros -cristianos y musulmanes- creemos en un solo Dios, aunque de manera diferente, y porque lo veneramos y lo alabamos todos los días como creador y soberano del mundo".
APENDICES
Un luminoso y esperanzador ejemplo:
La oración en la mezquita azul de Estambul
Era la tarde del jueves 30 de noviembre de 2006. Era la oración íntima y personal del Papa en la mezquita azul de Estambul, en el segundo recinto más sagrado del Islamismo. No era oración litúrgica, revestida de connotaciones externas de la liturgia y de la devoción cristiana. Era oración privada y personal.
Duró un minuto. Un minuto de recogimiento y de meditación. ¡Un minuto que condensa tanto tiempo, tanta espera, tanta siembra! Un minuto para la historia y para la eternidad. El rostro del Papa reflejaba dulzura, gozo, confianza, acogida y esperanza. Vestía su blanca e inmaculada sotana papal. Tenía las manos cruzadas debajo del pecho; los ojos cerrados; los pies descalzos; la mente serena y luminosa, como siempre; las palabras, entonces silentes, apacibles y verdaderas; y el corazón abierto de par en par.
¿Qué pensaría el Papa? ¿Que musitaría el Papa? ¿Cuál sería su plegaria? A buen seguro que daba gracias a Dios por el decurso de su viaje -el más difícil- a Turquía, puente entre Oriente y Occidente, encrucijada de religiones y de cultura, corazón del Islam. A buen seguro que recordó los días siguientes a su discurso en Ratisbona. Y dio gracias a Dios -al Único Dios verdadero- que, en menos de dos meses, le ha permitido ser instrumento tan eficaz de paz, de diálogo y de reconciliación.
Aquel minuto suyo de recogimiento y de oración mirando a La Meca vale, sí, por todas las polémicas, como las vividas tras su discurso en la Universidad de Ratisbona. Aquel minuto suyo de plegaria iluminada, junto al Gran Mutfi de Estambul, es una encíclica: la encíclica del diálogo interreligioso, del servicio a la paz, la intercolaboración y la convivencia entre culturas y religiones. Es la encíclica de la profesión en el Dios creador del cielo y de la tierra, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso. En el Dios, en suma, que es y es Amor.
Fue, es la encíclica de la existencia de Dios y de su Bondad. De la demostración, en soledad sonora, de Dios. De la trascendencia y del valor preeminente de la Religión, fundada siempre en la razón. Fue, es la encíclica que refuta, sin palabras, pero con la fuerza del testimonio vivo, teorías y prácticas de un mundo sin Dios, de un hombre sin alma, de una vida sin trascendencia. Fue, es la encíclica sin palabras de un humilde, perseverante y eficiente trabajador de la viña del Señor, de un cooperador espléndido de la verdad.
Las siete peticiones de perdón del 12 de marzo de 2000
Uno de los actos más significativos del Gran Jubileo Romano del Año Santo 2000 tuvo lugar en la basílica de San Pedro de Roma en la mañana del domingo 12 de marzo de 2000, primer domingo de cuaresma. Se trataba de la celebración de petición de perdón por los pecados y los errores del pasado. Un impresionante Cristo románico presidía la celebración. Ante él, postrado y ya anciano y enfermo, Juan Pablo II se inclinó varias en petición de perdón.
A lo largo de la celebración, insertada dentro del rito penitencial de la Eucaristía de aquel primer domingo de cuaresma -tiempo litúrgico propicio para el perdón, la reconciliación y la misericordia-, se realizaron siete peticiones concretas de perdón de los yerros cometidos por la Iglesia católica y por sus hijos.
La segunda era la confesión de las culpas cometidas al servicio de la verdad, con alusión expresa al empleo de métodos no evangélicos y de intolerancia en este servicio a la verdad. La invocación de petición de perdón fue realizada por el cardenal Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En la quinta petición se imploró el perdón por los comportamientos contra el amor, la paz, los derechos de los pueblos y el respeto de las culturales y de las religiones. En la oración correspondiente, proclamada por el arzobispo Stephan Fumio Hamao, entonces presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de Migraciones, se aludía a las veces que los hijos de la Iglesia habían cedido a la lógica y al uso de la fuerza y habían despreciado a las culturas y religiones.
Por fin, la séptima petición se refería a las acciones contrarias los derechos fundamentales de las personas, uno de los cuales -el más sagrado y base y fundamento de los demás- es el derecho a la libertad religiosa. Esta petición de perdón fue efectuada por el cardenal ya difunto François Xavier Nguyen van Thúan, quien fue prisionero durante años en Vietnam por razones religiosas, y quien era entonces presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz.
La primera petición de perdón versaba sobre los pecados en general, por los pecados que han comprometido la unidad del cuerpo de Cristo, la cuarta las culpas en relación con Israel y la sexta la confesión de los pecados que han herido la dignidad de la mujer y la unidad del género humano. Los textos correspondientes fueron pronunciados por los cardenales Bernardin Gantin, Roger Etchegary, Edward Idris Cassidy y Francis Arinze.


