Menu


Posiciones del clero ante el acontecimiento independentista
El arranque de lo que hoy llamamos Independencia de México fue la crisis de conciencia en la colonia, provocada por la ocupación francesa de la madre patria.


Por: Brian Connaughton | Fuente: CEM - UAM-Iztapalapa



Para hablar del clero y el proceso de Independencia, en el tránsito de la Nueva España a México como Estado-nación independiente, es necesario en primer lugar reconocer que la prolongada guerra de independencia fue una guerra civil. Es decir, es preciso reconocer que es un periodo de crisis de parámetros, de conflicto de lealtades, inseguridades crecientes e incertidumbres de todo tipo. Siempre es un peligro escribir la historia a partir del promontorio del presente, pese a ser una obligación ineludible, porque los vocablos han cambiado de sentido, los pilares del pasado se han mudado o se han derrumbado, las posibilidades tenues se han vuelto realidades logradas o se han desvanecido por completo.



En 1808, cuando las tropas francesas de Napoleón Bonaparte irrumpieron en España y se llevaron a Fernando VII preso, colocando en su lugar a José Bonaparte, hermano de Napoleón, se quebró la legitimidad de la monarquía española.[i] Esa crisis de legitimidad llegó aquí a la entonces Nueva España, porque había que decidir qué hacer. Si hoy no reconocemos ninguna legitimidad en el gobierno ejercido por España sobre lo que era la Nueva España, será difícil ubicarnos en el momento. Ni podremos entender las airadas palabras de don Miguel Hidalgo y Costilla, cura de Dolores, dos años después, al afirmar que:

Para la felicidad del reino es necesario quitar el mando y el poder de las manos de los europeos; esto es todo el objeto de nuestra empresa, para la que estamos autorizados por la voz comun de la nacion y por los sentimientos que se abrigan en los corazones de todos los criollos, aunque no puedan explicarlos en aquellos lugares en donde están todavía bajo la dura servidumbre de un gobierno arbitrario y tirano, deseosos de que se acerquen nuestras tropas á desatarles las cadenas que los oprimen.

Hidalgo consideraba el ejercicio de autoafirmación por los criollos una “legítima libertad” frente al agravio que cometieron los europeos al derrocar al virrey José de Iturrigaray en septiembre de 1808, pues el virrey simpatizaba con los criollos. Esta violencia ejercida por los europeos sirvió, en palabras de Miguel Hidalgo, para “trastornar el gobierno á su antojo sin conocimiento nuestro, mirándonos como hombres estúpidos y como manada de animales cuadrúpedos sin derecho alguno para saber nuestra situación política.[ii]

Aquí se ve que el arranque de lo que hoy llamamos [la] Independencia de México, fue la crisis de conciencia en la colonia, provocada por la ocupación francesa de la madre patria. Esa ocupación, y la sustitución del monarca por un rey bonapartista, abrió de par en par toda la cuestión de los derechos de los habitantes de la Nueva España. Si la Nueva España era un reino igual a los de la península, le correspondía reasumir la soberanía del monarca preso y decidir su camino a futuro, de la misma manera que lo estaban haciendo los reinos de España por vía de sus juntas locales de gobierno. Como lo señaló el cura Hidalgo, el golpe dado contra el virrey Iturrigaray por algunos españoles peninsulares de la Ciudad de México negó ese derecho a los habitantes de la Nueva España. ¿Cómo entonces recuperar y afirmar ese derecho usurpado y asumir el papel que tocaba a los habitantes locales?

Pero aquí vienen muchas preguntas por demás difíciles de responder. En el contexto de este disgusto por el agravio cometido a la Nueva España ¿los habitantes vejados eran los españoles americanos, es decir los criollos, o eran todos? ¿El proceso desatado era para preservar los derechos de Fernando VII hasta lograr la victoria sobre Napoleón Bonaparte, como tantas veces se planteó, o se trataba de independencia absoluta y la creación de un México Estado-nación? En un mundo en que se había roto el eje rector que era el rey, ¿dónde se hallaba la débil membrana que separara la autonomía pragmática y temporal de la independencia absoluta?

Como Fernando VII no sería restaurado a su trono sino hasta 1814, seis años después de la irrupción napoleónica en España, y en el ínterin había estallado el movimiento acaudillado por Miguel Hidalgo y luego por José María Morelos y Pavón, con violentísimas confrontaciones entre el ejército realista y los insurrectos, toma de ciudades y destrucción de bienes y vidas, sobrevinieron nuevas preguntas y se mudaron parámetros. Por un lado, percibieron algunos con bastante razón que Fernando VII no regresaría, o si regresaba ya poco importaba, porque todo había cambiado. En esta tónica se pudo pensar que los primeros débiles intentos de un gobierno americano autónomo, debían ceder lugar a un gobierno fuerte alterno al virreinal, y el debate al respecto entre los insurgentes culminó en una decisión revolucionaria: proclamar la independencia absoluta de México bajo una constitución republicana, decisión tomada en Chilpancingo en 1813 y consumada en Apatzingán al año siguiente.

No obstante, paralelamente, hubo otras opciones políticas. Recuérdese que con el apoyo de la Gran Bretaña, los luchadores en España contra Napoléon habían logrado establecer en el extremo sur de la península ibérica desde aquel mismo memorable septiembre de 1810, un gobierno surgido de cortes elegidas y pretendidamente representativas de todos los habitantes de la monarquía acéfala española. Los representantes elegidos por voto a través de todo el Imperio estaban destinados a reconstituir el gobierno monárquico, al grado de obligar a Fernando VII, si eventualmente retornara a España, a jurar este nuevo pacto acordado por el cual quedaba subordinado a las cortes. América fue proclamada en este contexto parte integral de la monarquía –alejando ya la humillante referencia de colonia-, lo cual abría el aliciente de que se realizara un largamente esperado ajuste de cuentas: que América lograra el respeto a todos sus derechos sin salir de la monarquía española, ni dejar un vínculo complejo a la vez cultural, lingüístico, religioso, político y económico. Pero había que definir muchas cuestiones que tradujeran esa posibilidad en una realidad.

De este modo tenemos tres grandes arenas en donde iban a tener que definirse los clérigos seculares y regulares de la Nueva España en los años de 1808/1810-1821: la del gobierno virreinal existente –salido del golpe contra Iturrigaray en 1808 y de acción contrainsurgente-, la de la insurgencia surgida para reclamar la autodeterminación del reino en medio de la crisis, y la de las cortes de Cádiz. Tanto las cortes como la insurgencia produjeron documentos revolucionarios: la constitución de Cádiz de 1812 –en cuya elaboración participaron destacados individuos de la Nueva España; y la Constitución de Apatzingán en 1814 –en la cual figuró el pensamiento del cura José María Morelos y otros insurgentes. Ambas constituciones se orientaron a la representatividad, un nuevo espíritu de reformas y libertades, a la vez que se prestaron a denuncias del pasado, y facilitaron el ejercicio de derechos inéditos –y para algunos peligrosos- como la libertad de prensa y el voto popular indirecto.

En las agitadas aguas políticas de 1808/1810 a 1821, no era nada fácil ser un eclesiástico en la Nueva España: el piso se movía. Incluso el piso se movía más de lo que hoy puedo plantear, por cuestión de tiempo, pero algo tenemos que hacer en términos de comprender la complejidad de la situación para el clero. Si miramos a la jerarquía eclesiástica, vemos a hombres nombrados directamente por el rey de España y jurados –religiosa y no sólo civilmente- a la lealtad absoluta. Entre los miembros de esa jerarquía hubo dos obispos criollos y muchos más canónigos criollos en los cabildos eclesiásticos de las 9 diócesis existentes. Ningún canónigo pudo haber ocupado su puesto sin la autorización del rey. Todos le habían jurado lealtad de la misma manera que sus obispos. El rey, en la ideología de la época, era la personificación de la justicia; su retorno y gobierno efectivo de su imperio debía desearse -con o sin constitución-. Cualquier reformismo, que apoyaran los clérigos, no debía rebasar las estructuras que habían jurado defender. ¿Pero era diferente la situación de los demás eclesiásticos, incluso de los curas y vicarios en las parroquias del país? Desde la perspectiva de su juramento y la opinión de sus superiores eclesiásticos y civiles, NO.

No obstante, si bien a todo el clero le obligaba su juramento no menos que el tradicional apego de la Iglesia a la paz y el orden, es forzoso recordar que las cortes de Cádiz habían mudado las cosas significativamente: pues se dieron novedades como la discusión de una nueva constitución y una mayor libertad de prensa; surgieron nuevos temas de derechos constitucionales, representación, igualdad ciudadana y aparecieron catecismos cívicos. ¿La discusión y el nuevo espíritu crítico eran subversivos o se trataba de la transformación de la monarquía española y el imperio frente a la crisis, para lograr una nueva lozanía a tono con los tiempos y garante de su supervivencia? La vida pública comenzaba a experimentar una transformación profunda y el clero no podía simplemente hacerse a un lado.

¿Y la insurgencia? Hoy, para nosotros aquí, seguramente era la causa buena y la que debía prevalecer. Pero en su momento, generaba muchas preguntas ineludibles, que había que plantearse y contestar satisfactoriamente. ¿Era la carta fuerte? ¿Era la carta del futuro? ¿Era la garantía de los derechos de los habitantes de la Nueva España? ¿Sus líderes tenían una nítida visión, una propuesta clara y puntualizada, una coordinación adecuada y el gobierno efectivo del reino? ¿Podían ganar? ¿No llevarían al país al abismo por la destrucción y la guerra intestina? De la respuesta a tales incógnitas dependía la legitimidad que se asignara a la causa. Si la propuesta política de los insurgentes parecía confusa, o carente de amarres, si la unidad de los rebeldes podía cuestionarse, si la destrucción y división parecía mayúscula, su legitimidad descendía. Para un clérigo, sin bola de cristal, ¿cómo saber la respuesta a todo esto y cómo responder? Si la feligresía misma estaba dividida, ¿cuál era el papel de su pastor y guía?

En este contexto es indispensable comprender que el periodo 1808-1821 fue un periodo de confusión y de confrontación al interior del clero, a la vez que lo fue al interior de la población en general. No hubo una postura única del clero secular, ni hubo una postura del clero regular que englobara todos sus pareceres. Las guerras civiles confunden y confrontan, revuelven las cosas y ponen en peligro intereses, convicciones y lealtades a todos los niveles de la sociedad. Nos demuestran la fragilidad de la convivencia humana y sus muchas contradicciones.

Si comenzamos con la insurgencia, un caso interesante es el de Francisco Severo Maldonado, cura de Mascota, presto a lanzar en diciembre de 1810 un periódico bajo la égida de Miguel Hidalgo. De El despertador americano, que así se llamaba el periódico, saldrían sólo 7 números hasta principios de 1811. Aguerrido, orientaba a convocar a los americanos a la lucha emprendida por el cura de Dolores, El despertador denostaba a los gachupines por afrancesados y entregados a Napoleón. En las páginas del primer periódico insurgente, con la pluma de un sacerdote (Maldonado) y bajo la dirección de otro (Hidalgo), se planteaba claramente que la salvación de México estaba en la causa insurgente que era llamada la causa de Dios.

Derrotado Hidalgo, apresado, procesado y eventualmente ejecutado el 30 de julio de 1811, ¿qué habría de hacer Maldonado? Aceptó el indulto y publicó un nuevo periódico, que llamaría El Telégrafo de Guadalajara, donde reivindicaría la postura de lealtad al gobierno virreinal e imperial, y atacaría la insurgencia. En esta difícil disyuntiva, Maldonado se volvió adepto a las Cortes de Cádiz. Entre el 27 de mayo de 1811 y el 15 de febrero de 1813 aunó la crítica al sistema imperial y sus demandas de reconocimiento de derechos para los habitantes de la Nueva España dentro del Imperio español. Para él, tanto la crítica como las demandas eran autorizadas por la libertad otorgada en las Cortes de Cádiz y las reformas que llevaban a cabo. Maldonado se volvió gradualista: argumentaba que había que parar la guerra civil que amenazaba destrozar a la Nueva España, arrasar con su riqueza y ciudades y llevarla a una guerra de castas. Por contraste, ahora creó un referente de cambio continuo, sugiriendo que se venía gestando desde el siglo XVIII y convertía a europeos y americanos en aliados iguales de un relanzamiento del Imperio, un renacimiento que recibiría su consumación en la nueva constitución elaborada en Cádiz. Para Maldonado, los habitantes de la Nueva España ya eran “participantes de la soberanía”; ahora debían esperarse “unas mismas leyes” que rigieran en España y América, garantía de la nueva igualdad. Maldonado abogaba porque los habitantes de la Nueva España exigieran todos los derechos que les correspondían, y que comúnmente asociamos con la independencia, pero como “parte integrante” de un imperio reformado por la constitución liberal de Cádiz.

Pero pese a los argumentos del cura Maldonado, un sector del clero no abandonaría la causa insurgente. Y pronto se vio que los clérigos insurgentes podían ayudar mucho en fortalecer una identidad nacional y católica entre los rebeldes. Francisco Lorenzo de Velasco, prebendado de la Real Colegiata de N. S. de Guadalupe y unido a los insurgentes, acusaría a los españoles en septiembre de 1812 de ser malos cristianos, comparando a Miguel Hidalgo con el Arcángel Miguel y su militante defensa del cielo frente a los sacrílegos. Para Velasco los españoles eran interesados materialistas además de tiranos. Había que eliminarlos de “nuestra América”. Hidalgo, en su óptica, era el instrumento del Señor.[iii]

El Dr. José María Cos también persistiría en su apoyo y defensa periodística de la insurgencia. Rechazaba totalmente las Cortes de Cádiz, preguntando:

¿Quién debe gobernar en América, ausente el soberano, un puñado de hombres congregados en Cádiz que se han arrogado sobre ella la potestad real, o esta nación que es sui juris desde que desapareció el rey?[iv]

Para Cos, como para Maldonado e Hidalgo en 1810, y más recientemente Velasco, los españoles eran malos cristianos. Los acusaba de “infernal codicia” y los responsabilizaba por la degradación moral y civil de la población de la Nueva España. Pero Cos iba un paso más lejos para justificar la creación de una vicaría castrense o autoridad eclesiástica propia bajo el gobierno insurgente, pues en su opinión la insurgencia debía:

organizar al clero que milita bajo sus banderas, nombrando un jefe que cuidase de la pureza de la religión, de la observancia de la disciplina y del arreglo de las costumbres entre los fieles abandonados por sus pastores al error y a la inmoralidad.

Hubo, pese a los doctores Velasco y Cos, muchos que siguieron la nueva orientación planteada por Maldonado, de buscar en el reformismo de Cádiz el camino al logro de la reivindicación de los derechos de los habitantes de este suelo. No obstante, la discusión política en Cádiz -y la prensa gaditana que circulaba tanto en España como en la Nueva España- no era tan inocua. No sólo remaba, como lo sugería Maldonado, en dirección a mayor autonomía e igualdad para los habitantes para la Nueva España. Cádiz representaba una revolución liberal, nominalmente monárquica, y declaradamente católica, pero en la que se planteaba subordinar al rey a las Cortes y reformar algunas prácticas –si bien no el dogma- de la sociedad católica. Un dieguino de la Ciudad de México, fray José María Orruño, se quejaba el 25 de septiembre de 1814 que el periodismo de Cádiz reflejaba una filosofía injustamente crítica de los regulares, impía y socarrona. Pero aún antes, en octubre de 1813 el cura de Iztapalapa, Manuel Burgos, había salido a la lid al denunciar un periódico liberal de Cádiz que asociaba el clero con el fanatismo y la tiranía. El cura Burgos acudió a la prensa para asegurar que el clero de la Nueva España era honesto y sufrido, no menos que comprometido con la constitución de 1812 elaborada en Cádiz. Era simultáneamente, leal al rey y unido con el pueblo. Además, era un clero que ejercía correctamente una función docente en la sociedad, al predicar sobre valores y la ética cristiana. Aseguraba que el “clero mexicano”, así lo llamaba, era no sólo constitucionalista sino guadalupano, no menos que leal al rey.

Un famoso dominico, sin embargo, no compartía el punto de vista del cura Burgos. Fray Servando Teresa de Mier, exilado de la Nueva España por el arzobispo Núñez de Haro a raíz de un curioso sermón guadalupano que predicó en diciembre de 1794, opinaba de otro modo. Apasionado por los sucesos de España y la Nueva España, Mier asentaba en 1813 que ni la constitución de Cádiz ni el rey de España obligaban a los americanos. Mier apelaba a la autoridad de Dios para asegurar que ningún pueblo tenía obligación de jurar a rey ni constitución si comprometían su libertad, su existencia y su religión. En vez de jurar a Fernando VII, quien se había abjurado de sus dominios americanos cuando preso en Francia, o apoyar la –para él- débil legitimidad de la constitución de Cádiz, los americanos debían velar por su propia existencia política y su propia constitución ante la ausencia efectiva del rey. Pero dentro de esta postura política autonomista o independentista de filo más agudo, Mier apoyaba la mayor parte de las medidas de reforma eclesiástica en Cádiz y aplaudía el espíritu crítico que deslindaba más cuidadosamente lo político y lo religioso. Mier estaba lejos del Hidalgo o Maldonado de 1810, al separar religión y política, y también del cura Burgos de 1813, al alejarse de la constitución de Cádiz. Aplaudía en cambio la insurgencia mexicana, citando elogiosamente al cura insurgente y periodista Dr. José María Cos.

Maldonado primero apoyó a Hidalgo y, luego del apresamiento de éste, pidió libertades para la Nueva España bajo el amparo de la Constitución de Cádiz. Burgos veía con buenos ojos una nueva estabilidad generada por la Constitución de Cádiz, insistiendo en el respeto debido para el clero y el rey. Mier apuntaba a la independencia y una constitución propia para la América mexicana. Pero había más posturas. En Cádiz la gran mayoría de los representantes de la Nueva Españala Nueva España. Éstos y otros sacerdotes novohispanos pugnaron por el fin del sistema de castas. Ramos Arizpe exigió la creación de diputaciones provinciales para elegir representantes locales en las provincias del imperio. El clérigo José Miguel Gordoa pidió la creación de una diputación provincial para Zacatecas. Eventualmente, se lograría que cada provincia tuviera su diputación elegida. En general, reclamaban voz y órganos representativos para los habitantes de la Nueva España, como el ayuntamiento constitucional a nivel de los pueblos de 1 000 habitantes. Ramos Arizpe era contundente en exigir responsabilidad a los jefes políticos por sus actos de gobierno, y demandaba la aplicación de la nueva libertad de prensa en América. Él y el sacerdote José Miguel Guridi y Alcocer velaron por los derechos de los insurgentes americanos, incluso exigiendo que se les otorgaran indultos y amnistías. El 14 de julio de 1811, dos semanas antes de la ejecución de Miguel Hidalgo, cinco representantes eclesiásticos novohispanos firmaron una representación pidiendo la formación de un ejército y un gobierno con amplia autonomía en América, al parecer para evitar que el poder napoleónico se proyectara al nuevo continente si España sucumbía. Las Cortes surgieron en este horizonte como un “período visagra”: si no planteaban una independencia absoluta los representantes novohispanos, sus planteamientos ya no eran los de una colonia. Y no resistieron explicar y veladamente defender a los insurgentes con motivo de la historia de mal gobierno en América. eran clérigos. Allí pugnaban por federalizar el imperio, pues desconfiaban de la concentración del poder. Criticaban la autoridad civil y eclesiástica en relación al logro del buen gobierno político-religioso. Diputados como los sacerdotes Miguel Ramos Arizpe y José Eduardo Cárdenas insistieron en la creación de nuevos obispados en

Pero es necesario regresar a la Nueva España y ocuparse de los sacerdotes que se opusieron a la insurgencia allí. Recuérdese que la insurgencia no sólo desconoció a las autoridades civiles del virreinato, sino rápidamente repudió el derecho de los obispos a tomar partida, desconocer la legitimidad de los rebeldes, excomulgarlos y negarles los sacramentos. Cuando las autoridades episcopales desconocieron estos argumentos, los insurgentes nombraron vicarios castrenses para asegurar los servicios religiosos de sus adeptos. Los sacerdotes realistas los acusaron de cismáticos. De este modo, la confrontación se dio en el plan no sólo político y militar, sino el eclesiástico también. En consecuencia, y perfectamente impuesto de este desarrollo, desde septiembre de 1811 el cabildo eclesiástico del Arzobispado de México denunciaba que los rebeldes habían “conspirado contra el rey, contra la pátria y contra la misma religion è Iglesia”.[v]la Virgen María a favor del gobierno virreinal.[vi] Viendo la insurgencia de este modo, franciscanos como Diego Bringas y Francisco Antonio González asociaban la insurgencia con el pecado y la rebelión contra Dios. Celebraban las victorias realistas como intervenciones milagrosas que demostraban la voluntad divina o la intercesión de

Diego Bringas insistiría en un sermón de enero de 1813 que la libertad de prensa autorizada por la Constitución de Cádiz, puesta en vigor a finales de 1812 en la Nueva España y suprimida poco después, había fomentado periódicos locales que se volvieron “fuelles que hicieron levantar la llama á la rebelion”. A su juicio, la crítica periodística nulificaba la capacidad de las reformas para enraizarse en la Nueva España y ganarse adeptos a la insurgencia. En la óptica de Bringas, las libertades gaditanas fomentaban la insurgencia en vez de apaciguarla. A su parecer, demasiados clérigos y habitantes diversos de la Nueva España se habían hecho neutrales sin convencerse a actuar decididamente a favor del gobierno virreinal y el rey. El franciscano apeló a la economía política, recalcó los problemas de gobernabilidad, explicó que la Nueva España no tenía por sí una fuerza suficiente para defenderse ante las pretensiones de otros países, y pese a su propia oposición a la libertad de prensa, se apoyó en la promesa de las reformas propiciadas por las Cortes de Cádiz. Finalizó su sermón, pensando quizá sólo en los habitantes de la ciudad capital, con estas palabras: “¡Mexico! ¡Mexico, tan favorecida de Dios; y tan ingrata!” Contradiciendo las afirmaciones de los insurgentes, aseguraba que los avances logrados por la rebelión no eran actos de Dios, sino manifestaciones de la ira divina para castigar a los pecadores.[vii]

Pero no sólo fue la libertad de prensa autorizada por el régimen de Cádiz que atizó el fuego de la rebelión en la Nueva España, haciendo que muchos sacerdotes y otros habitantes cuestionaran el rechazo contundente a la insurgencia, como lo reconocía Bringas. Las elecciones que propició la Constitución de Cádiz para elegir representantes a Cortes hizo otro poco. Los criollos lograron rápidamente desplazar a los europeos de las elecciones. La contrainsurgencia, que basaba parte de su estrategia en la continua unión de europeos y americanos, se vio mermada. El arzobispo electo de México, Antonio Bergoza y Jordán, montó en cólera, denunció que la pacífica población citadina se estaba contaminando de los valores de los insurgentes y recalcó la necesidad de la unidad como pilar del orden.[viii]

La situación en la Nueva España era, como lo demuestra la ira del arzobispo electo, muy complicada. Bergoza y Jordán fijaba su atención en la Ciudad de México, pero había una dimensión que rebasaba las urbes. La mayor parte de la población en la Nueva España se hallaba en cuatro mil pueblos repartidos a lo largo y ancho del territorio. La lealtad de estas poblaciones, y su susceptibilidad al tema de los derechos americanos no eran una preocupación secundaria, pues la insurgencia era mayormente rural. El proceso de movilización de recursos económicos y humanos en el campo ha sido cuidadosamente estudiado por Christon Archer.

Debe tenerse en cuenta en este contexto que ni el gobierno virreinal ni los insurgentes fueron indiferentes a los curas repartidos en los pueblos rurales a través del enorme territorio de la Nueva España. Como personajes prominentes en los pueblos, solían tener una información privilegiada y un poder de influencia apetecible para cualquier acción política. Pero, a su vez, su vivencia entre los habitantes de los pueblos, su trato cercano y a menudo íntimo con sus diversos grupos, los exponían a presiones singulares obligándolos a solidarizarse con la opinión local. Un número importante de curas párrocos, además, no sólo dependían de los recursos económicos que sus feligresías les brindaban por servicios religiosos, sino combinaban tales ingresos con otros provenientes del comercio, la agricultura o la ganadería. Es decir, su presencia en los pueblos era multidimensional y comprometida.

Quizá por ello, en la Arquidiócesis de México muchos curas se replegaron a la Ciudad de México durante la guerra de Independencia, dejando a vicarios o a coadjutores en su lugar. Mientras los agentes virreinales esperaban noticias y orientación de ellos, incluso queriendo convertirlos en espías para el gobierno, los insurgentes locales demandaron un claro compromiso a favor de su causa y la defensa de sus intereses.[ix] Los que se quedaron en sus parroquias cayeron frecuentemente bajo las sospechas tanto del gobierno virreinal como de los insurgentes. Los historiadores Juan Ortiz y Rodolfo Aguirre han subrayado este clima de suspicacia que no sólo rodeó a los curas, sino que los puso en abierto peligro de ser maltratados, disciplinados o incluso ejecutados por unos u otros.

Si un cura administraba servicios religiosos a insurgentes, era inmediatamente objeto de desconfianza o recriminaciones por parte del gobierno eclesiástico y civil. Pero, por otra parte, cuando algún cura en contacto con su feligresía insurrecta lograba convencerlos a pedir indulto, ni la jerarquía eclesiástica ni la civil podía desestimar su importancia. Difícil situación, ¿cómo convencer a los insurgentes a aceptar el indulto sin estar en contacto con ellos? ¿Cómo cumplir con su obligación de permanecer o regresar a su parroquia sin entrar en contacto con los feligreses insurgentes? ¿Cómo mantener la intimidad compartida con la feligresía sin dar expresiones a insurgentes y realistas locales de comprender sus opiniones o incluso simpatizar con ellas?

Según cálculos de William B. Taylor, aproximadamente 9% de curas pueden ser considerados insurgentes.[x] Respaldando esta estimación, Eric Van Young ha juzgado que la mayoría de curas párrocos fueron leales al gobierno virreinal.[xi] Pero Rodolfo Aguirre, sopesando casos estudiados para el arzobispado de México, estima que muchos curas parecen haber quedado en transición, quizá no enteramente neutrales, sino más bien jaloneados en un sentido y en otro, y eventualmente inclinándose hacia una postura más fija. Aguirre juzga que tal ambigüedad pudo ser “conveniente”, para evitarse enconos y castigos de un lado u otro. Más allá de la auténtica ambigüedad o la conveniencia, Aguirre destaca casos de simulación en que curas realistas se fingían favorables a la insurgencia y curas insurgentes que declaraban a las autoridades virreinales que sólo permanecían en la insurrección para convencer a los fieles a retornar a la paz y obediencia al régimen imperial. En otros casos, los curas negociaban su lealtad ante comandantes militares de la fuerza insurgente o realista que los detenía, ofreciendo sobre todo información y servicios a futuro a cambio de su libertad.

Por contraste, en la tierra caliente de Guerrero, Andrew Fisher ha abordado casos de curas que parecen haber sufrido auténticas crisis de conciencia o supervivencia, pasando de un lado a otro durante el conflicto insurgente en medio de profundas crisis personales. Quizá valga la pena recordar que volverse insurgente pudo obligar a la toma de decisiones incómodas y e incluso llenarse las manos de sangre.[xii] Por contraste, Aguirre argumenta que muchos curas dieron muestras de un espíritu conciliador, incluso después de haber tomado partido por una causa u otra. Ustedes comprenderán que tales perfiles se basan en buena medida en testimonios, dados durante interrogatorios, que resultan imposibles de verificar en su totalidad.[xiii] Pero cabe una pregunta. Si la mayoría de los curas se presentaban a sí mismos como criollos, y en la Nueva España los reclamos criollos de justicia frente a los peninsulares anteceden la guerra de Independencia por dos siglos, ¿cuántos curas podrían ser insensibles ante los reclamos de derechos para los habitantes de la Nueva España, aún mientras repudiaban los medios violentos y sostenían la viabilidad de un imperio más justo a futuro?

Un caso particularmente gráfico en este sentido es el del cura de Cuautitlán, Rafael Valdés de Anaya.[xiv] Reprochado por los realistas porque no predicaba contra los insurgentes, el cura repuso:

Si por predicar contra los insurgentes se entiende fulminar anatemas y maldiciones contra los autores de la insurrección en la cátedra del espíritu santo, si se entiende excitar el odio y la venganza apartando al auditorio del espíritu de oración que deba la caridad, todo esto me ha parecido contrario a las máximas del evangelio, en que manda Jesucristo que amemos al enemigo, que hagamos bien al que nos hace mal o nos aborrece, y que oremos por los que calumnian y persiguen; pero si se entiende predicar contra los insurgentes inculcar al pueblo estas mismas máximas, exhortar a la unión y la paz, consolidar el mutuo amor que sólo basta según San Juan y encargar la sumisión a las potestades legítimas; todo esto he predicado oportunamente, no sólo en la cabecera sino en los pueblos de indios y hasta en la misma plaza en presencia de los cadáveres de los insurgentes pasados por las armas […][xv]

Y Matthew O’Hara ha ofrecido una visión de alguna manera paralela a ésta del cura conciliador. Abordando el proceso en las Cortes de Cádiz, desde la perspectiva de las parroquias, O’Hara destaca el proceso en que los curas locales participaron con misas e imágenes sagradas en el juramento a la Constitución de 1812 por sus parroquias. No sólo eso, sino que a veces fueron más allá para promover los derechos de los habitantes locales bajo la constitución. Manuel Moreno, cura de Ixtacalco, asumió la tarea de promover la formación de un ayuntamiento constitucional allí, otorgando una medida importante de autonomía local a este pueblo a corta distancia de la ciudad de México sobre el canal de la Viga.[xvi]

Hace falta comentar, aunque brevemente, un suceso interesante y no del todo ajeno a esta dinámica a mediados de 1812. Un bando del gobierno virreinal contrainsurgente abolió el fuero para los sacerdotes capturados in fraganti en la insurgencia. En adelante, dichos clérigos serían sujetos de un proceso judicial expedito y las penas del caso. De hecho, ya se venían ejecutando a sacerdotes insurgentes. En respuesta a este atentado al fuero, más de cien clérigos seculares y regulares, ninguno de los cuales se confesaba insurgente, firmaron una representación contra esta medida que a su juicio no sólo quitaba a los sacerdotes sus derechos históricos, sino los infamaba al asociarlos a todos, sin distinción, con la rebelión. El Dr. José Julio García de Torres, destacado eclesiástico, escribió dos sesudos folletos dirigidos al público. García de Torres denunció que la jerarquía eclesiástica se había dividido por este motivo en sus más altos niveles. La minoría que él favorecía negaba el derecho del gobierno a proceder de esta manera. Quizá esto explique que dos años después, al caer Napoleón y el régimen napoleónico en España, García de Torres celebró el restablecimiento de Fernando VII, en espera de que éste enderezara la situación y restableciera el fuero.[xvii]

A mayor profundidad, sin embargo, a partir del retorno a España de Fernando VII en 1814, y su descarte del régimen constitucional en mayo de ese año, la situación en Nueva España cambió. Repentinamente la opción de un gobierno representativo y reformista dentro del Imperio se había perdido. El rey prometía cambios para el bien de todos, pero el andamiaje se había perdido. Quedaban el absolutismo monárquico, con su gobierno contrainsurgente en la Nueva España, o la insurgencia, la cual había levantado su propia constitución en Apatzingán. Lamentablemente, la opción constitucionalista de los insurgentes sería de poca duración. Para finales de 1815, su máximo protector y adalid –José María Morelos- había sido aprehendido y ejecutado.

Un sector importante del clero de la Nueva España se había decepcionado no sólo de la insurgencia y su pretensión de representar la única ley de Dios, sino también del “idioma revolucionario” asociado con Cádiz. Debido a ello, los siguientes años se caracterizaron por muchos discursos defensores del absolutismo monárquico y un cerrado apego a la jerarquía eclesiástica y la obediencia tanto eclesiástica como civil. Para este sector eclesiástico, había que reconformar y reafianzar la alianza entre el Trono y el Altar, entre lo político y lo sagrado.[xviii] Pero dentro de este lenguaje de restauración sacrorreligiosa no faltó un fraile agustino que contempló otra vuelta a cortes, depuradas éstas de signos antieclesiásticos, y la promoción de toda una serie de medidas para fomentar el desarrollo económico.[xix] El reloj no se había parado, sino sólo se había entorpecido su marcha.

No obstante, los años 1815 a 1820 se caracterizaron por temores contra reformadores dondequiera se hallaran, fueran los liberales de España o los insurgentes de la Nueva España. Buena parte del clero celebraría que Fernando VII restaurara en 1815 la Inquisición que se había abolido en 1813, pues según sus defensores eclesiásticos y civiles, era el más seguro cimiento de la unidad, la obediencia y la paz. Para muchos, las quimeras de rápidas transformaciones debían dejarse atrás junto con toda la división y devastación que el país había sufrido. Había que protegerse contra filósofos presumidos, perversos, masones y todo tipo de innovador arrogante. No faltó un eclesiástico que pensó que ya había un deseo de “descatolizar” la sociedad.[xx] Varios clérigos en Puebla y Guadalajara dieron sermones que rememoraban las antiguas persecuciones contra la Iglesia, sugiriendo de esta manera que había sobrevenido una nueva ola persecutoria.

Cuando en 1820 una rebelión en España restauró la constitución y convocó nuevamente a Cortes, ahora en Madrid, hubo inmediatamente un rebrote de dos sentimientos encontrados entre clérigos y laicos: por un lado, se daba una esperanza de renovado reformismo político y económico; por el otro, se manifestaba el temor profundo de que un renovado anticlericalismo ahondara las medidas de reformas eclesiásticas. El canónigo Manuel de la Bárcena en Michoacán trató de contrabalancear finamente las dos posibilidades. El obispo Antonio Joaquín Pérez Martínez de Puebla, rápidamente juzgó que prevalecerían injustificadamente los ataques al clero.

Comenzó así en 1820 un giro de gran importancia. Prominentes miembros del clero, alto y bajo, quienes habían permanecido leales al gobierno virreinal durante las Cortes y después de su supresión, empezaron a plantear que ya no era posible que la Nueva España dependiera de los vaivenes políticos españoles. Bárcena, que era el más dialogante con el constitucionalismo, declaró que el alma del mexicano requería de su propia constitución. Se disolvían con celeridad los últimos amarres que ataban la Nueva España al imperio español. Nuevamente resurgía, como en los días de El despertador americano de Francisco Severo Maldonado y Miguel Hidalgo, la percepción de que este país -que pronto hallaría una nueva identidad oficial como “México”- era más católico que la vieja España. Por un instante, México iniciaba una nueva vida en que la gran esperanza era la de aunar reformas políticas, sociales y económicas con una profunda tradición religiosa. Comenzaron a reunirse en el país los antiguos representantes a Cortes, los sobrevivientes de la insurgencia y los recientes desafectos al imperio español. Muchos de ellos eran eclesiásticos. Allí estaban Servando Teresa de Mier, Francisco Severo Maldonado, el antiguo canónigo de Oaxaca y luego insurgente José de San Martín, los representantes en Cortes y luego canónigos Miguel Ramos Arizpe y José Miguel Guridi y Alcocer, el iturbidista y canónigo Manuel de la Bárcena, los obispos iturbidistas Antonio Joaquín Pérez Martínez de Puebla y Juan Cruz Ruiz de Cabañas de Guadalajara y muchos otros. En los siguientes años los reformismos político y religioso iban a tener que cotejarse y discutirse porque la variedad de criterios entre todos estos eclesiásticos reflejaba fielmente un mundo en profundo cambio. En algo estaban todos ellos de acuerdo, cuando menos para 1821: México debía ser un país independiente absolutamente de España, con base en una representación popular, la convocación de Cortes o congreso propio, y la admisión de nuevas libertades. Pero el peso relativo entre las partes de esta ecuación es lo que en el corto plazo motivaría disgustos y confrontaciones nuevamente.

México nacía independiente pero heredaba profundos cuestionamientos en materia de gobernabilidad y valores sociales. Nuevamente la Inquisición había sido abolida por las Cortes, si bien la censura era remitida a la autoridad tradicional de los obispos. Muchos de las problemáticas en discusión remontaban a Cádiz, o al Dr. Cos y otros pensadores insurgentes. Otros más venían de allende los pirineos en Francia, o provenían de Italia en el lejano mediterráneo. Pero ya ni México ni su clero pudieron disociarse enteramente de tales cuestiones. La independencia definitiva apuntaba a la absoluta necesidad de asumir responsabilidad en las cuestiones de gobierno y religión y no dejarlas en manos de terceros.

Celebraría esta Independencia con un sermón José Julio García de Torres, el mismo eclesiástico quien en 1812 se había pronunciado en contra de la supresión del fuero para sacerdotes insurgentes, y quien en 1814 celebró el retorno a su trono de Fernando VII. Dijo García de Torres:

después de tres siglos de esclavitud aparece el dia grande de la América Septentrional, en que la religion amenazada ya, en este vasto Imperio, vuelve à recobrar todos sus derechos por medio del fausto y venturoso deseo de nuestra deseada Independencia (3)

No sólo no reconocía ya en la conquista española de América ningún “título legítimo é imprescriptible de dominio” (7) sino, coincidiendo con Maldonado e Hidalgo en El Despertador Americano, hallaba que “la España ha degenerado de los principios de la religion” (11) habiéndose contagiado de “los pestilentes miasmas del contagio francés”. Invocaba a la Virgen de Guadalupe para mantener a la Independencia mexicana identificada con la religión “sin quiebras ni [ar]rugas”. (12-13)

Pero el público se acordará que García de Torres sólo había protestado contra el gobierno virreinal contrainsurgente anteriormente cuando suprimió el fuero para sacerdotes capturados en plena insurgencia. ¿Qué pasaría, por ejemplo, con aquellos clérigos que se habían comprometido con la insurgencia? ¿O los que habían participado en Cortes? La complejidad de la respuesta no permite agotarla aquí.

Pero, a guisa de ejemplo, el 23 de junio de 1821 José de San Martín, antiguo canónigo de Oaxaca que se unió a la insurgencia, dio un sermón en la catedral de Guadalajara al solemnizarse el juramento de la independencia trigarante.[xxi] San Martín aprovechó la oportunidad para descartar cualquier legitimidad a la conquista y repudió "que en el siglo diez y nueve se aleguen todavía los derechos de conquista, y las concesiones pontificias"(5). Recurrió a fray Bartolomé de las Casas para defender los derechos de la población autóctona del país y denunció con virulencia que

Desde el principio de la conquista hemos estado sujetos a unas leyes bárbaras, incongruentes a nuestro país, nocivas a nuestros intereses, coartadoras de las artes y de la industria, sofocadoras de las producciones de nuestras tierras, y opresoras del mérito y de los talentos: hemos estado bajo unas órdenes que expresamente han prohibido que conozcamos los derechos del hombre; que de propósito y de intento han fomentado la ignorancia; que nos han degradado aún del ser de racionales; que nos han atribuido todos los vicios; y que nos han desconceptuado delante de todas las naciones.

Con ecos de los discursos de Miguel Hidalgo, Francisco Severo Maldonado, José María Cos y otros insurgentes, entremezclando conceptos claramente liberales que podrían ser asimismo de las Cortes de Cádiz o de fray Servando Teresa de Mier, San Martín opinaba que “Todo gobierno está constituido para el bien y la felicidad del pueblo”. Sólo un gobierno mexicano independiente podría ofrecerlo, porque España incumplió la tarea (6-7).

Aún bajo la independencia trigarante y su promesa de unión, San Marín manifestó un rechazo contundente a los españoles, a quienes caracterizaba como opresores. Pero también retomó en este contexto el tema de religión. A diferencia de Servando Teresa de Mier, San Martín manifestó un rechazo total a las reformas religiosas emprendidas en España por las Cortes. Defendió, en cambio, pese a su propia oposición a la jerarquía eclesiástica realista hasta 1819, la Independencia de México como "una guerra de Religión"(12), asociándola con una defensa del catolicismo.

Quizá para no concluir sin recalcar aún más la importancia de las Cortes de Cádiz, en un sentido complejo, se justifica una última mención. Cuando Miguel Ramos Arizpe regresó de España a México en 1822, para participar luego en el segundo congreso del México independiente y ocupar el ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, ya ocupaba una canonjía en el cabildo eclesiástico de Puebla desde 1820. Político y eclesiástico reconocido, colaboró estrechamente con dos personalidades que normalmente juzgamos dispares y hasta encontradas: Vicente Rocafuerte quien como ministro en Londres estuvo fuertemente involucrado en las determinaciones mexicanas respecto al Vaticano, y Francisco Pablo Vázquez, representante mexicano ante la Santa Sede. Ramos Arizpe y Rocafuerte, en abierta comunicación con los reformadores de las Cortes españolas, ahora exilados en Londres, activamente buscaron reformas eclesiásticas en México inspiradas en las medidas de las Cortes. Curiosamente, Ramos Arizpe y Vázquez también colaboraron estrechamente, para evitar que las relaciones entre México y la Santa Sede se desbocaran, entrando en el conflicto frontal que ya había sufrido España. El ahora canónigo Ramos Arizpe, el antiguo representante en Cortes, resultó así una figura central en la búsqueda de una nueva ecuación política y religiosa para el México independiente: sensible ante los reclamos de cambio, pero decidido a evitar cualquier rompimiento entre los partidos confrontados. ¿Sería, en las palabras de Rodolfo Aguirre, otro conciliador? Tal vez. Pero esa historia ya nos coloca ante la vida de sacerdotes en la temprana república y la vivencia de la independencia, no su consecución, y ese relato tendrá que hacerse en otra ocasión.

Mientras tanto, les agradezco su atención. ¡Muchas gracias!

[i] Para una interesante discusión de la ruptura de la legitimidad y la dificultad de restablecerla, véase Alfredo Ávila, “Cuestión política. Debates en torno del gobierno de la Nueva España durante el proceso de Independencia”, en Historia Mexicana, vol. LIX, no. 1 (233), julio-sept. 2009, 77-116.

[ii] “Proclama del cura Hidalgo a la nación americana”, en Isidro Antonio Montiel y Duarte, Derecho Público Mexicano, México, Imprenta del gobierno en Palacio, 1871, I, 1-3.

[iii] Francisco Lorenzo de Velasco, Sermón que en el cumpleaños del Serenísimo Señor Dn. Miguel Hidalgo y Costilla, primer héroe de la patria, dijo el Sr. D.D…. del Gremio de Henares y Prebendado de la Insigne y Real Colegiata de N.S. de Guadalupe de México en la Iglesia parroquial de Huichapan el 23 de septiembre de 1812, AGN, Inquisición, caja 192, exp. 2, fs. 1-13. Agradezco a la Mtra. Dorota Bieñko el haberme facilitado este documento.

[iv] Cos, Escritos Políticos, “Refutación del Doctor Cos al Deán Beristáin y a su periódico El Verdadero Ilustrador Americano”, 49-93, especialmente 51. Fue publicada originalmente en el Semanario Patriótico Americano los días 30 de agosto, 6 de septiembre, 29 de noviembre, 6 y 13 de diciembre de 1812.

[v] Pedro González, Carta pastoral que el Ilustrísimo venerable Sr. Presidente y Cabildo de la Santa Iglesia Metropolitana de México, gobernador sede vacante dirige a los fieles de este arzobispado. México, septiembre 10 de 1811, s.p.i.

[vi] Brian Connaughton, “¿Politización de la religión o nueva sacralización de la política? El sermón en las mutaciones públicas de 1808-1824”, en Brian Connaughton (coord.), Religión, Política e Identidad en la Independencia de México, México, Universidad Autónoma Metropolitana y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (en prensa)

[vii] Diego Miguel Bringas y Encinas, Sermón político-moral que para dar principio a la misión extraordinaria formada de venerables sacerdotes de ambos cleros, dirigida a la concordia y unión de los habitantes de esta América y el restablecimiento de la paz, predicó en la plaza de Santo Domingo de México el 17 de enero de 1813 y repitió a petición de muchos sujetos celosos del bien público en la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced…el P. Fr. ... quien lo dedica a la admirable y heroica Virgen Sor María de Jesús de Agreda. A expensas del alférez del regimiento urbano del comercio de esta capital D. Domingo de Ugarte y Hacha, México, en la imprenta de D. Juan Bautista de Arizpe, 1813.

[viii] Antonio Bergosa y Jordán, Nos el Dr. Don ..., por la gracia de Dios, obispo de Antequera de Oaxaca…A todos los fieles salud y gracia en nuestro Señor Jesucristo… ¡Qué felices fuéramos todos, amados diocesanos míos, si a la grandiosidad de esta capital correspondiese la piedad y devoción de todos sus habitantes!...Palacio arzobispal de México, noviembre 6 de 1813, spi.; Antonio Bergosa y Jordán, Nos el Dr. Don ..., por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica, obispo de Antequera de Oaxaca…A todo nuestro venerable clero y amados diocesanos salud en nuestro Señor Jesucristo…Desde que el año diez de este desgraciado siglo el apóstata cura de Dolores y otros hijos desnaturalizados de este delicioso suelo, con la ambición de dominar encendieron fuego devorador…, México, diciembre 11 de 1813, spi.

[ix] Rodolfo Aguirre, “Ambigüedades convenientes. Los curas del arzobispado de México frente al conflicto insurgente”, en Connaughton (coord.), Religión, Política e Identidad.

[x] William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, México, El Colegio de Michoacán/Secretaría de Gobernación/El Colegio de México, 1999, II, 670-671.

[xi] Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, 376-377.

[xii] Andrew Fisher, “Relaciones entre fieles y párrocos en la Tierra Caliente de Guerrero durante la época de la insurgencia, 1775-1826”, en Connaughton (coord.), Religión, Política e Identidad.

[xiii] Aguirre, “Ambigüedades convenientes”, en Connaughton (coord.), Religión, Política e Identidad.

[xiv] AGN Bienes Nacionales 729, exp. 9. Expediente promovido por el doctor don Rafael Valdés de Anaya, sobre lo acaecido en Cuautitlán por el subdelegado de dicho pueblo. Este caso fue rescatado y discutido por Aguirre, op. cit., de cuyo estudio he tomado esta cita.

[xv] Ibídem.

[xvi] Matthew O’Hara, “El capital espiritual y la política local: la Ciudad de México y los curatos rurales en el México central”, en Connaughton (coord.), Religión, Política e Identidad; Andrés Lira, Comunidades indígenas frente a la Ciudad de México. Tenochtitlán y Tlatelolco, sus pueblos y barrios, 1812-1919, Zamora, El Colegio de Michoacán/El Colegio de México, 1983.

[xvii] Jose Julio García de Torres, Se congratula ... por la feliz restitucion a? su trono de nuestro adorado y cato?lico monarca el Sen~or D. Fernando VII, México, Imprenta de D. José María de Benavente, 1814.

[xviii] Diego Miguel Bringas y Encinas, Sermón eucarístico-apologético que en la solemnísima función de gracias







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |