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Homilía para la celebración de las exequias V: Lc 7, 11-17
Por Miguel Ángel Jiménez Salinas, sacerdote en la Parroquia de Santiago de Ciudad Real


Por: Miguel Ángel Jiménez Salinas | Fuente: iglesiaendaimiel.com



(Se puede acompañar con Sabiduría 2, 1-5.21-23; Sal 24 )

Hermanos:

Siempre los momentos de la muerte son profundamente tristes y tremendamente dolorosos. Son indiferentes los años que podamos tener, siempre queremos vivir y nos aferramos a la vida como el tesoro mayor del que podemos disponer. Sin embargo, la muerte nos dice el sentido de la vida de las personas. Ya seamos ricos o pobres, felices o infelices, estemos sanos o enfermos, sea cual sea nuestra condición, con la muerte experimentamos la fragilidad de nuestra existencia, de lo que somos. Poco importa lo que hayamos hecho o lo que hayamos vivido. Si el final de nuestra vida es la muerte, nada puede tener mucho sentido. Nuestra vida es un esforzarse para nada. Ante la muerte, nuestras manos siempre quedan vacías. Como mucho, podemos aspirar a que nuestros hijos o nuestros familiares gocen de aquello por lo que nosotros hemos luchado tanto. Nuestra vida, la de todos, está destinada al fracaso.

Se puede vivir así, sabiendo que terminaremos nuestros días enterrados en la tierra. Muchas personas, de hecho, viven así, sin pensar siquiera lo que será el final. Lo que vemos es que al final nuestro cuerpo será enterrado en la tierra. Pero todos sabemos que el hombre, que la persona humana no es así, que en el fondo de nuestros corazones siempre buscamos el sentido de nuestra vida. Dentro de nosotros encontramos anhelos profundos a los que quizá no somos capaces de responder, pero están ahí. Toda nuestra vida está construída sobre la esperanza de un sentido profundo y total. Por eso también, muchas personas, viven teniendo fe en que nuestra vida no termina en la muerte. Vemos lo que vemos pero sabemos que nuestra vida tiene que perdurar más allá de la muerte. Es la confianza en que Dios no abandona a sus hijos.

Jesucristo viene al mundo no para condenarlo, sino para ofrecerle la mayor esperanza, la mayor noticia jamás dicha y es que el final del camino no es la muerte sino la vida. Él fue el primero en morir para ser el primero en resucitar, para enseñarnos que Dios, sobre todo, es Dios de vivos y no de muertos. Ahí es donde está la esperanza cristiana, en que Dios da sentido a toda nuestra vida, a todas nuestras obras, a todos nuestros desvelos, anhelos e ilusiones de nuestra vida terrenal, que esperamos una vida más allá de la muerte. Esa es la esperanza que nos ofrece la fe. Quizá en los momentos de la muerte sintamos vacío y hasta desesperación pero no podemos perder, como cristianos, la esperanza en Dios, la fe y la confianza en que Él, a este cuerpo sin vida le va a regalar la vida. Ese es el secreto de Dios, que Dios nos ha creado "para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser". Por eso Jesús puede acercarse al ataud del muchacho, que hemos escuchado en el Evangelio, y decirle "¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!".

Dios está a nuestro lado en los momentos de dolor y sufrimiento para que no perdamos la esperanza. Tengamos, hoy, una oración especial, sencilla, con nuestras palabras, por esta familia para que Dios la conforte y la aliente en su sufrimiento, para que, a pesar del dolor, no pierda la esperanza en que se reunirán con su familiar en el cielo y pidámosle también por nosotros, para que los sepamos acompañar en estos momentos de sufrimiento y de vacío y para que sintamos cerca a Dios, para que lo reconozcamos como "Dios de vivos".



Lecturas para la celebración de las exequias







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