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Homilía para la celebración de las exequias II: Mt 25, 1-13
Por Juan Pedro Andújar Caravaca, sacerdote en la Parroquia de Herencia (Ciudad Real)


Por: Juan Pedro Andujar Caravaca | Fuente: iglesiaendaimiel.com



Parábola de las diez vírgenes

El Evangelio que acabamos de proclamar puede iluminar desde la fe este momento que vivimos al despedir a un hermano nuestro, momento de dolor y a la vez cargado de esperanza. Y es que nos hemos reunido aquí con un motivo profundo: rezar por nuestro hermano, pedirle a Dios por él en éste, que es el momento clave de su existencia, pues creemos que ahora él tiene un encuentro con el Señor, el encuentro esperado desde el mismo momento en que comenzó a vivir. Y de un encuentro nos ha hablado el Evangelio. Por ello podemos sacar luz de él, para saber en qué consiste ese encuentro.

No deberíamos sentir miedo cuando nos llegue ese momento, ya que Jesucristo compara ese encuentro con la llegada de un esposo. Es el Amigo el que viene, se trata de esperar a alguien que nos quiere, no a un juez implacable. ¡Cómo lo expresa la parábola: “que llega el esposo, salid a recibirle”! ¿No es ésto lo que espera todo hombre cuando se acaba su caminar por este mundo? ¿No es el encuentro con nuestro Amigo Dios lo que más desea una pobre criatura? Eso es lo que quiere expresar la imagen de aquellas que tenían sus lámparas encendidas y con aceite suficiente para esperar: es la esperanza alegre de quien se va a encontrar con el Dios que le dio un día la vida.

Pero el Evangelio recuerda dramáticamente también que hay quien no espera, no espera nada ni a nadie, sólo espera fatalmente su desaparición total. El que no espera es como las doncellas que se han dormido, en un sueño que no quiere despertar porque ha perdido toda ilusión sobre la vida y sobre uno mismo. “Os lo aseguro: no os conozco”, dice el esposo a aquellas torpes mujeres. ¡Tremendo! Es lo peor que nos puede suceder: que no miremos al Señor como Amigo, como el Buen Dios que te espera para devolverte la Vida sin fin, que no esperemos nada de Él que todo lo puede dar. “No os conozco” quiere decir que somos nosotros lo que no lo queremos conocer a Él, y esa, hermanos, sería nuestra perdición.

“Velad, pues no sabéis el día ni la hora”. Así termina este Evangelio, con una llamada de atención. Nuevamente no para que sintamos pánico ante lo que nos pueda suceder, sino como una llamada a avivar nuestra esperanza, una llamada a esperar a Alguien, y a esperarlo como la única buena noticia que el corazón puede soñar.

¿Qué venimos a hacer en un entierro? Sencillamente venimos a pedirle a Dios que nuestro hermano espere, que haya mantenido viva la llama de la esperanza, que haya querido encontrarse con Aquel que es su Amigo. Pedimos a Dios que nuestro hermano se presente humildemente ante Él porque lo conoce y porque ha puesto en Él toda su confianza. Pedimos a Dios que perdone todos aquellos momentos en los que nuestro hermano haya podido “olvidarse” de ese Amigo con el que ahora se va encontrar. En una palabra, rezamos para que ese encuentro sea un encuentro feliz, y el Esposo le invite a pasar adentro, al gran banquete que tiene preparado.

Y pedimos no sólo por nuestro hermano al que hoy despedimos. Pedimos por nosotros, para que no nos durmamos, para que sigamos esperando también nosotros a Aquel que nos dio un día la vida y que nos la quiere devolver si es que le queremos. Pedimos que la desesperanza no se apodere de nosotros y que el Señor un día sí nos reconozca y nos haga compartir todo lo que Él nos tiene preparado.

Ciertamente, este es el mejor homenaje que podemos rendirle a nuestro hermano, lo mejor que podemos hacer por él y por nosotros mismos, ahora que nos despedimos de él y quedamos emplazados para el momento en que nosotros tengamos también ese encuentro que a todos nos aguarda. Velemos, pues, y que Dios nos mantenga firmes en la esperanza y en la fe. Así sea.


Lecturas para la celebración de las exequias







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