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Homilía para la celebración de las exequias IX: Lc 24, 13-35
Por José Navarro Chaparro, sacerdote en la Parroquia de San Pedro de Daimiel (Ciudad Real)


Por: José Navarro Chaparro | Fuente: iglesiaendaimiel.com



«Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.

El les dijo:
—¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?

Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?

El les preguntó:
—¿Qué?

Ellos le contestaron:
—Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres: pero a él no lo vieron.

Entonces Jesús les dijo:
—¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?

Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.

Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo:
—Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída.

Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.

Ellos comentaron:
—¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?

Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo:
—Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.

Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». (Lc 24,13-35)

La Eucaristía es un signo de acogida para todos los que coinciden en nuestro camino. El Reino de Dios aparece cuando nos sentamos fraternalmente en la misma mesa y partimos el pan y lo damos a los compañeros del camino.
Compañero es el que comparte el mismo pan (“compañero” = com-panero; del latín cum (con) y pane, pan).

Jesús es el “pan de la vida”: «Yo soy el pan de la vida. El que coma pan de éste vi-virá para siempre. Además, el pan que voy a dar es mi carne, para que el mundo viva. Aquí está el pan que ha bajado del cielo; quien coma de este pan vivirá para siempre» (Cfr. Jn 6, 35-58).

El pan de la vida. Valoramos nuestra vida, nos preocupamos por ella, sufrimos angus-tias existenciales, nos deprime envejecer. Paralelamente, hay miles de millones de personas para quienes la vida no vale ni un comino. Qué poco vale la vida, ciertamente.
Es que... “nosotros esperábamos...”

“Esperábamos...” Quiere decir que ya han dejado de esperar.

La desesperanza es su gran herida. Desesperanza no es sinónimo de desesperación, sino de desencanto, el desencanto que produce el ver frustrada una expectativa personal.

No han descubierto que la promesa de Jesús es triunfar sobre la muerte, no sobre los adversarios políticos. ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Han estado junto a Jesús mucho tiempo, pero no se han enterado de nada. Represen-tan a todos los que no saben interpretar el signo de vida de quien muere en Cristo: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, nos incorporamos a él a través de su muerte, para que, igual que Cristo fue despertado de entre los muertos, así también nosotros obtengamos una vida nueva”. «Era necesario que el Mesías padeciera antes de entrar en su gloria». El triunfo de Jesús sobre la muerte no suprime mágicamente la marcha fatigosa en busca de la salvación final.

¿Qué esperaban los de Emaús? «La liberación de Israel». ¿Qué es lo que esperábamos nosotros? ¿Mejor familia? ¿Mejores resultados profesionales? ¿Más salud? ¿Más suerte?...

Emaús es camino de ida y vuelta: “Los que siembran con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas” (PS 126,5-6).
El pan que Jesús prepara es “para que el mundo viva”, para dar valor a la vida.
Y, al mismo tiempo, para que «quien coma de este pan viva para siempre».

Pero este pan tiene que ser compartido. Sólo cuando es compartido sirve para descubrir a Cristo; sólo cuando es compartido, sirve para descubrir el sentido de la vida y... de la muerte.


Lecturas para la celebración de las exequias

 







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