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Homilía para la celebración de las exequias VIII: Lc 23,44-49; 24,1-6
Por José Manuel Llario espinosa, sacerdote en Santa María de Alcázar de san Juan (Ciudad Real)


Por: José Manuel Llario | Fuente: iglesiaendaimiel.com



(Se puede acompañar con Romanos 8,14-17 y Salmo 102)

¡Cuánta gente buena hay en el mundo! ¡Cuántos santos anónimos! Muchos son los que viven cada día cercanos al bien, buscando lo que mejor les venga a los demás, entregándose con naturalidad y sin buscar recompensa. Nos encontramos así con el estilo de vida al que todos quisiéramos llegar: ser buenos y vivir con esa bondad.

En el fondo nuestras vidas van teniendo sentido cuando nos descubrimos así: nacidos para ser buenos, para amar profundamente sin esperar nada a cambio. Es también la invitación que nos hace San Pablo: “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”. Es decir, cuando seguimos las indicaciones de Dios es más fácil, no sólo ser buenos, sino que además, es más fácil ser feliz. Si todos pertenecemos al amor que Dios ha puesto en cada uno, entendemos que nuestra vida está llamada a ser ese mismo amor.

Los hijos de Dios tenemos ese privilegio. Ya aquí en la tierra podemos empezar a participar del amor que Dios pone en cada uno de nosotros. Toda vida que se nos regala, es un don suyo, las personas que pone en nuestro entorno son motivo de agradecimiento. Es ante la muerte cuando mayor sentido tiene esa expresión: darle gracias a Dios por quien nos ha amado, por quien nos quiere, por quien hace posible que hoy estemos aquí.

Dios quiere lo mejor para sus hijos y por eso nos invita a ser buenos, a imitar la bondad de su Hijo Jesús. Su estilo de vida era el de la entrega incondicional, y aunque en su tiempo no todo el mundo quería reconocerlo así, la historia le ha dado la razón. Él quiso ser fiel a su Padre Dios, y por eso le resucitó de entre los muertos.

También nosotros que estamos aquí para seguirle, sabemos que es el Hijo de Dios, y confiando en él vamos a resucitar, nos vamos a incorporar al amor infinito de Dios. Antes de morir Jesús confió en Dios-Padre, por eso le resucitó. Dios necesita de nuestra confianza en Él para que podamos participar en la vida eterna. Con esa confianza, desde esa fe hoy rezamos especialmente por nuestro hermano NN. Sabemos que camina hacia la presencia de Dios y por eso confiadamente, como familia cristiana le presentamos al Padre.

Esta es la herencia que nos ha dejado Dios, esta es la esperanza que compartimos. Si somos hijos, si somos hermanos, también somos herederos. Esta esperanza se hace todavía más fuerte cuando el sufrimiento y el dolor se hace presente entre nosotros, ya sea desde la muerte, ya sea desde la enfermedad. Nos unimos a Jesucristo que padeció por nosotros, sufrió por nosotros para que, ahora, todos podamos participar del amor del Padre.

En la obediencia de Jesús a su Padre Dios, aprendemos también nosotros a ser como él. Que nuestra fidelidad, que nuestra fe se fortalezca hoy con la esperanza de los hijos de Dios: vamos a resucitar y con nosotros todos nuestros hermanos a los que veremos en la vida eterna.


Lecturas para la celebración de las exequias

 







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