Iguales en dignidad
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net

¿Un documento contra las mujeres?
Al leer lo que se ha escrito en diversos medios de comunicaci?urante estos d?, la reciente “Carta a los obispos de la Iglesia cat?a sobre la colaboraci?el hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo” (Congregaci?ara la doctrina de la fe, 31 de mayo de 2004) estar?llena de prejuicios contra las mujeres.
Seg?lgunos comentarios, esta “Carta” defender?ideas contrarias a la dignidad de la mujer, o reducir?su funci? la maternidad, o atacar?al feminismo precisamente en lo que ser?su principal m?to: defender derechos fundamentales de la mujer.
Una lectura serena del texto muestra que tales cr?cas carecen de valor. Que algunos no puedan entender lo que nos dice este documento por prejuicios o por otros motivos, es un problema que ahora no afrontamos puesto que merecer?un an?sis mucho m?profundo.
Lo que queremos hacer ahora es presentar algunas ideas de esta Carta “sobre la colaboraci?el hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo”, una Carta que est?lamada a convertirse en un instrumento precioso para defender a la mujer (y al hombre) en su dignidad y valores fundamentales.
El texto est?irigido a los obispos de la Iglesia cat?a. Supone, por tanto, la fe en los lectores. Resulta importante no olvidar este “detalle”, pues fuera de la fe cristiana algunas ideas del documento resultan incomprensibles. Otras reflexiones, en cambio, tienen una validez general, y por eso pueden servir para dialogar “con los hombres y mujeres de buena voluntad”, como se dice en el n. 1.
La introducci?ndica lo que el texto pretende: ofrecer aquellos presupuestos “para una recta comprensi?e la colaboraci?ctiva del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, en el reconocimiento de su propia diferencia” (n. 1, cf. nn. 4 y 12).
En la primera parte del documento (nn. 2-4) son analizados algunas tendencias que pretenden afrontar la “cuesti?emenina”. De modo especial, el documento muestra la opini?e quienes radicalizan la distinci?ntre sexo (que explica las diferencias f?cas entre el hombre y la mujer) y g?ro (que se origina desde la cultura y explica el que la sociedad distinga entre los papeles masculino y femenino). Tal distinci?ace del esfuerzo por superar cualquier supremac?de un sexo sobre otro, al rebajar la importancia de lo f?co (el sexo) y al subrayar la importancia de lo cultural (el g?ro). S?as?seg?stas tendencias, lograr?os una total equiparaci?ntre los sexos.
En realidad, las consecuencias de las ideolog? que nacen del planteamiento anterior no son precisamente positivas. Seg?os recuerda el documento, se ha promovido “el cuestionamiento de la familia a causa de su ?ole natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la equiparaci?e la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa” (n. 2). Alguno quiz?iense que el documento no explica por qu?stas consecuencias son contrarias a la dignidad propia del ser humano. En realidad, se suponen toda una serie de reflexiones del magisterio cat?o sobre la sexualidad y la familia. Podr?os recordar, para quien quiera ver lo que se ha dicho sobre el tema, estos documentos: la Constituci?astoral Gaudium et spes (1965), la enc?ica Humanae vitae (1968), la exhortaci?ost-sinodal Familiaris consortio (1981), la declaraci?ersona humana (1975), la Carta sobre la atenci?astoral a las personas homosexuales (1986), las Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales (2003).
La segunda parte, la m?larga (nn. 5-12), recoge algunos datos antropol?os que se encuentran en la Biblia. Supone, desde luego, una actitud de fe y de comuni?clesial, pues la Biblia, para los cat?os, es la Palabra de Dios, interpretada de modo correcto por el Magisterio (el Papa y los obispos en comuni?on ?.
En los relatos sobre la creaci?el libro del G?sis, descubrimos que la humanidad, seg?l proyecto de Dios, est?rticulada “en la relaci?e lo masculino con lo femenino. Es esta humanidad sexuada la que se declara expl?tamente ´imagen de Dios´” (n. 5). Con un texto de Juan Pablo II, el documento recuerda que el ser hombre y el ser mujer (masculinidad, femineidad) “tiene un car?er nupcial, lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don” (n. 6). Este punto resulta central para comprender la antropolog?cristiana: el hombre y la mujer, desde su corporeidad, est?orientados a la posibilidad de amar, de darse mutuamente, de vivir no simplemente “el uno al lado del otro”, sino “el uno para el otro” (n. 6, citando nuevamente a Juan Pablo II). De este modo son imagen de Dios, de un Dios trinitario en el cual las Personas divinas viven en una ?ima comuni?e amor.
El proyecto original de Dios para el ser humano queda herido, sin embargo, por el pecado original (n. 7). ¿Qu?curre? Cuando dejamos de ver a Dios como amigo, tambi?se altera la relaci?ntre el hombre y la mujer. O, en las palabras del documento, “cuando la humanidad considera a Dios como su enemigo se pervierte la relaci?isma entre el hombre y la mujer” (n. 7). Pero ese pecado no destruye la orientaci??ca que define al hombre y a la mujer en su tendencia natural a vivir el uno para el otro, una tendencia que puede recuperar su plenitud precisamente en Cristo. Jes?al restablecer la relaci?e amistad entre los hombres y Dios, permite que el hombre y la mujer entren en una comuni?o de tensiones, sino de donaci?utua (cf. nn. 8-12).
¿Qu?onclusiones podemos extraer de estos relatos? En primer lugar, “hace falta subrayar el car?er personal del ser humano” (n. 8). Esto vale tanto para el hombre como para la mujer, sin ninguna desigualdad entre ambos: tienen la misma dignidad, el mismo valor.
En segundo lugar, podemos reconocer “la importancia y el sentido de la diferencia de los sexos como realidad inscrita profundamente en el hombre y la mujer” (n. 8). Esta diferencia de los sexos afecta a cada uno no s?en su dimensi??ca, sino tambi?en sus dimensiones psicol?a y espiritual. La sexualidad, como ya vimos, funda el que cada uno exista orientado, en relaci?hacia el otro. Y esto necesita ser salvado, ser recuperado y vivido desde la belleza de la Redenci?“En la gracia de Cristo, que renueva su coraz?el hombre y la mujer se hacen capaces de librarse del pecado y de conocer la alegr?del don rec?oco” (n. 11).
Es interesante notar aqu??el documento interpreta lo afirmado por san Pablo en Ga 3,27-28 (“ya no hay... ni hombre ni mujer...”). No es que san Pablo diga que, una vez revestidos de Cristo, ya no hay diferencia entre ser hombre y ser mujer, sino que el mensaje es otro: “en Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia, que desfiguraban la relaci?ntre el hombre y la mujer, son superables y superadas. En este sentido, la distinci?ntre el hombre y la mujer es m?que nunca afirmada, y en cuanto tal acompa? la revelaci??ica hasta el final” (n. 12).
Tambi?hay que responder a la pregunta por el m?all?¿c?se vivir?a masculinidad y la femineidad en la vida futura? Si el ser hombre y el ser mujer son parte integrante, esencial, de la creaci?umana, lo masculino y lo femenino tambi?se vivir?en la otra vida, si bien en un modo transfigurado que ahora no alcanzamos a comprender en todo lo que esto significar?cf. n. 12).
La conclusi?e este largo an?sis b?ico se convierte en un canto gozoso a la elevaci?el hombre y de la mujer (iguales en dignidad) a partir de la acci?alvadora de Cristo. Injertados en Cristo, el hombre y la mujer ya no ven sus diferencias “como motivo de discordia que hay que superar con la negaci? la nivelaci?sino como una posibilidad de colaboraci?ue hay que cultivar con el respeto rec?oco de la distinci?A partir de aqu?e abren nuevas perspectivas para una comprensi??profunda de la dignidad de la mujer y de su papel en la sociedad humana y en la Iglesia” (n. 12).
Aqu?onviene recordar, para responder a alguna cr?ca apresurada, que el documento tiene como centro de atenci? la mujer. Ello no quita, sin embargo, que lo que se dice de ella y de su vocaci? la donaci?de su condici?e ser para el otro, no valga para el hombre (cf. n. 14). Quiz?qu?odr?os seguir desarrollando, en la l?a de esta carta del magisterio cat?o, diversos aspectos para que los hombres puedan vivir a fondo su condici?asculina en la donaci? la entrega, como consecuencia esencial de su condici?orp?-sexual (“ser para el otro”). Elaborar una reflexi?obre este tema ayudar?ucho a los hombres (varones) a descubrir su vocaci?l amor y a dejar posturas de ego?o y de aparente “fuerza” que muchas veces no son sino la manifestaci?e una falta de esp?tu de entrega a los dem?
Despu?de estas premisas, la tercera parte vuelve su mirada hacia la mujer y a la “actualidad de los valores femeninos en la vida social” (nn. 13-14). El inicio repite, con un nuevo matiz, la idea que ya hemos recogido antes: el vivir para el otro se vive en la mujer, entre otras formas, como “capacidad de acogida del otro” (n. 13). Es oportuno reproducir aqu?l p?afo que desarrolla esta idea:
“Esta intuici?st?nida a su [de la mujer] capacidad f?ca de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ?a implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es ella la que, a?n las situaciones m?desesperadas -y la historia pasada y presente es testigo de ello- posee una capacidad ?a de resistir en las adversidades, de hacer la vida todav?posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por ?mo, de recordar con las l?imas el precio de cada vida humana” (n. 13).
El p?afo podr?leerse como un an?sis de dimensiones propias (no exclusivas) de la mujer, por su condici?e apertura a la maternidad. Puesto que el hombre tiene una predisposici?enor hacia esas dimensiones y valores, que son parte de su llamada a vivir para el otro, necesita aprenderlas o afianzarlas a partir de la ayuda de la mujer, necesita crecer y madurar en su humanidad desde lo femenino. Habr?desde luego, otras dimensiones humanas m?radicadas en la masculinidad que pueden ayudar a la mujer a desarrollarse en esas dimensiones, pero ahora no tocamos este punto.
El documento ofrece aqu?na aclaraci?mportante: resulta err? reducir a la mujer a lo que le es propio desde el punto de vista de la procreaci?iol?a, con el peligro que tal reducci?omporta de despreciar a la mujer al dejar de lado su dimensi?spiritual. En este sentido, la valoraci?ristiana de la virginidad se encuentra en un di?go fecundo con la maternidad. “As?omo la maternidad f?ca le recuerda a la virginidad que no existe vocaci?ristiana fuera de la donaci?oncreta de s?l otro, igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad f?ca su dimensi?undamentalmente espiritual: no es conform?ose con dar la vida f?ca como se genera realmente al otro. Eso significa que la maternidad tambi?puede encontrar formas de plena realizaci?ll?onde no hay generaci??ca” (n. 13).
Por lo mismo, la mujer tiene un papel “insustituible” (es el adjetivo usado en el texto) en aquellos “aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones humanas y el cuidado del otro” (n. 13), es decir, en lo que se refiere a lo m?profundo de cada ser humano (hombre y mujer): su existir para el otro.
El “genio femenino” (una expresi?sada en varias ocasiones por Juan Pablo II) tiene un papel primordial en la familia y, desde ella, en toda la sociedad. Seg?os recuerda el documento, los miembros de la familia “aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelaci?e un padre y una madre llenos de atenciones” (n. 13).
A la vez, la mujer tambi?est?lamada a permear el mundo del trabajo y de la organizaci?ocial con su especificidad femenina. Muy lejos del documento, como alguno ha pensado, dejar a las mujeres encerradas en casa o no decir nada sobre el papel del hombre en la familia (el texto apenas transcrito habla de los dos, del hombre y de la mujer). Leemos as?o siguiente: “Esto implica, adem? que las mujeres est?presentes en el mundo del trabajo y de la organizaci?ocial, y que tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las pol?cas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas econ?os y sociales”.
Sin embargo, el papel de la mujer en el hogar es tan importante que conviene coordinar bien su inserci?n el mundo del trabajo sin detrimento de su vida familiar. Incluso, como se ha hecho en no pocos lugares y culturas, la mujer ha desarrollado muchas veces su trabajo en un ambiente intrafamiliar (pensemos en el mundo rural). El trabajo dom?ico necesita, a la vez, ser valorado de modo justo: “las mujeres que libremente lo deseen podr?dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo dom?ico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas econ?amente” (n. 13). Ello implica el revalorizar la noci?e “salario familiar”, que ya encontramos en una famosa enc?ica del Papa, la “Laborem exercens” (n. 19).
A la vez, cuando las mujeres necesiten o deseen llevar a cabo otros trabajos, “podr?hacerlo con horarios adecuados, sin verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida familiar o de padecer una situaci?abitual de tensi?que no facilita ni el equilibrio personal ni la armon?familiar” (n. 13).
Este n. 13 ha sido, por razones obvias, objeto de una especial atenci?or parte de la prensa y por parte de quienes estudian la tem?ca femenina. Conviene, sin embargo, “balancearlo” con el n. 14, que vuelve sobre una idea que ya hemos evocado antes: lo dicho sobre los valores femeninos vale para todos (hombres y mujeres) en cuanto valores humanos. Todos estamos llamados a existir “para el otro”. En cierto sentido, la noci?e “femineidad” “es m?que un simple atributo del sexo femenino” (n. 14).
El n. 14 ofrece otra observaci?mportante: “la promoci?e las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser comprendida y buscada como una humanizaci?realizada gracias a los valores redescubiertos por las mujeres”. No se trata de proponer, por lo tanto, un modelo de promoci?asado en la “lucha de sexos”, sino basado en el modelo de la colaboraci?utua. Queda en pie la validez de aquellos “esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres pueden aspirar en la sociedad y en la familia” (n. 14). El documento no ofrece una enumeraci?e tales derechos (aunque elenca el ?ito de los mismos: a nivel educativo, familiar, laboral, acceso a los servicios, participaci??ca), pero pueden ser encontrados en otros documentos de la Iglesia cat?a, como la Carta a las mujeres de Juan Pablo II, la Carta de los derechos de la familia, o la carta apost?a Mulieris dignitatem, adem?de algunas partes muy profundas de la enc?ica Evangelium vitae (por ejemplo, la decidida defensa de la vida humana desde su concepci?se trate de vidas masculinas o femeninas, una defensa en la que las mujeres pueden contribuir enormemente a la humanizaci?e la sociedad).
En otras palabras, el documento no pretende, como alguno parece haber entendido, dejar de lado la lucha de las mujeres en favor de muchos de sus derechos que a lo largo del tiempo y del espacio no han sido respetados. Lo que busca aclarar es cu?sea el modo correcto de desarrollar tal esfuerzo de defensa y promoci?e las mujeres (y, en cierto sentido, de los hombres): “La defensa y promoci?e la id?ica dignidad y de los valores personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la diferencia y la reciprocidad, all?onde eso se requiera para la realizaci?el propio ser masculino o femenino” (n. 14).
La cuarta parte analiza “la actualidad de los valores femeninos en la vida de la Iglesia” (nn. 15-16). En ella se subraya el papel de Mar? figura que representa a la Iglesia y que invita a descubrir, en la relaci?eculiar de Mar?con su Hijo, la “potencia del amor” (n. 15), un amor que, en su aparente debilidad, es capaz de vencer, de triunfar, sobre la maldad, sobre el pecado, sobre el mundo (n. 16).
Todos los bautizados est?llamados a vivir como Mar? a hacer propio el modo de ser de la Iglesia en su relaci?on Cristo. Esta llamada, sin embargo, es vivida por las mujeres con una intensidad y naturalidad particulares. “As?las mujeres tienen un papel de la mayor importancia en la vida eclesial, interpelando a los bautizados sobre el cultivo de tales disposiciones, y contribuyendo en modo ?o a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y madre de los creyentes” (n. 16).
La conclusi?n. 17) recalca una idea que ya vimos: gracias a la Redenci?n Cristo, las relaciones entre el hombre y la mujer pueden ser vividas de modo renovado. El hombre est?lamado a “recibir el testimonio de la vida de las mujeres como revelaci?e valores, sin los cuales la humanidad se cerrar?en la autosuficiencia, en los sue?de poder y en el drama de la violencia” (n. 17). Por su parte, la misma mujer necesita convertirse, “reconocer los valores singulares y de gran eficacia de amor por el otro del que su femineidad es portadora” (n. 17).
La lectura de esta carta, como todo documento de la Iglesia, es fecunda desde el don de la fe. Ello no quita, como ya dijimos, que haya verdades asequibles a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Podemos, por lo tanto, recoger numerosos elementos de reflexi? de aprecio por la vocaci?umana (en su polaridad de complementariedades, masculina y femenina), una vocaci?ue inicia con la experiencia del don de s?ue es propia del amor conyugal, de la paternidad y de la maternidad, y que se orienta a lo eterno por el descubrimiento de Dios. Un Dios que nos ha dado su Amor y nos invita a penetrar, desde el don de cada uno, hombre o mujer, en el misterio de su vida divina.
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