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Moral y relaciones conyugales en casos de SIDA
¿Cuál es el juicio moral de la Iglesia respecto a las relaciones conyugales cuando existe riesgo de contagio del SIDA por estar uno de los esposos infectado?


Por: ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica | Fuente: Arbil



¿Cuál es el juicio moral de la Iglesia respecto a las relaciones conyugales cuando existe riesgo de contagio del SIDA por estar uno de los esposos infectado?

Las relaciones conyugales forman parte esencial del derecho que mutuamente y de modo exclusivo se otorgan los esposos al casarse. Los casados tienen el derecho y el deber de expresarse su amor también mediante la unión sexual: este contacto corporal íntimo especifica el amor matrimonial frente a otras formas de amor, como la amistad. Pero cuando uno de los esposos está infectado por el virus del SIDA, las relaciones sexuales se convierten en gravemente peligrosas para el cónyuge sano, de forma que el cónyuge infectado que busca la relación genital con el sano, lo está exponiendo a un grave riesgo de contraer una enfermedad que, hoy por hoy, no tiene curación.

Entran así en conflicto el deseo amoroso de la donación conyugal y la obligación, reforzada por el amor, de no hacer daño al otro. Este conflicto se resuelve cuando el cónyuge infectado de SIDA se da cuenta de que una relación sexual con la persona que ama implica también un riesgo grave para la vida o la salud de la misma. Por otra parte, nadie está obligado a arriesgar su vida por tener una relación conyugal con la que persona que ama o por atender a sus obligaciones, a no ser que el negarse a asumir ese riesgo ponga en peligro bienes de similar relevancia, cuya protección le está encomendada, en razón del bien común. Obligar a alguien a correr el riesgo de perder la salud o la vida fuera de estas circunstancias es, incluso, un abuso del derecho, y no puede ser una obligación moral.

El cónyuge seropositivo (capaz de infectar) no puede exigir la relación sexual a su cónyuge no infectado. Aunque en ciertos casos muy excepcionales, y por razones gravísimas (debido a la gravedad del quinto precepto del decálogo, que impone conservar la propia vida) el otro cónyuge podría lícitamente acceder, corriendo el gravísimo peligro de contraer una enfermedad tan grave en un acto heroico de caridad, esto es en la práctica rarísimo.

91. ¿Deberían valorar además los cónyuges el riesgo de engendrar hijos contagiados, a la hora de decidir mantener relaciones sexuales, cuando uno de ellos padece el SIDA?

Sí. Como en toda decisión libre, los seres humanos debemos valorar el bien y el mal que se derivan de nuestros actos, y la posibilidad de engendrar un hijo que puede nacer infectado con el virus del SIDA es algo que unos esposos responsables no deben ignorar al tomar la decisión de mantener relaciones íntimas. Aunque es cierto que la transmisión "vertical" del virus del SIDA es muy poco frecuente en la actualidad, en los países desarrollados (ver cuestión número 20), que un hijo es un bien en sí mismo aunque esté gravemente enfermo, y que existen bienes del matrimonio (como la fidelidad) que deben ser realizados, tener un hijo en estas circunstancias no es aconsejable.

Los bienes del matrimonio se pueden realizar de muchas otras formas diversas. Evitar la descendencia en estas situaciones, no puede significar el empleo de medios inmorales, tales como el aborto y la contracepción. La abstinencia (ver cuestión número 59) es siempre posible, y también en el matrimonio. Son muchas las situaciones que hacen aconsejable la continencia dentro del matrimonio.

92. ¿Sería legítimo en este caso el uso del preservativo, que evitaría a la vez los riesgos de contagio al cónyuge sano y de engendrar un hijo enfermo?

No. El uso del preservativo, como el de cualquier otro método de contracepción, no es moralmente lícito en ningún caso, por extremo y dramático que éste pueda ser. No es ésta una problemática que se plantee sólo respecto al SIDA: existen otras enfermedades o características hereditarias que llevan a los cónyuges a tener que optar entre la abstinencia de relaciones sexuales o la asunción del riesgo de generar hijos enfermos. En estos casos no varía el juicio moral sobre la contracepción, pues la doctrina moral católica se asienta sobre la verdad objetiva: un acto malo en sí mismo no se convierte en bueno por las circunstancias, aunque éstas sí pueden hacer malo lo objetivamente bueno, o modificar (para bien o para mal) la responsabilidad subjetiva del que lo realiza.

Toda práctica contraceptiva es moralmente negativa sean cuales sean las circunstancias. La estructura objetiva del acto y la intención contraceptiva quiebran necesariamente la bondad moral existente en el amor sexual entre esposos, al privarlo de una de las finalidades queridas por Dios: la apertura a la vida, inherente a la naturaleza de la relación sexual entre un hombre y una mujer. Todo acto contraceptivo es, por tanto, un pecado, porque es objetivamente contrario a la virtud de la castidad conyugal; esta es la doctrina del Magisterio de la Iglesia católica, recientemente recordada por Juan Pablo II (por ejemplo, en la carta encíclica Evangelium vitae nn. 13, 16, 17, 91), que reafirma la doctrina de Pablo VI en la carta encíclica Humanae vitae, en conformidad con la doctrina tradicional y uniforme de la Iglesia.

La objetiva inmoralidad de todo acto contraceptivo no se ve anulada por ninguna circunstancia ni por la ponderación de consecuencias que se pueda hacer.

93. ¿Quiere esto decir que, para los enfermos de SIDA casados, mantenerse sin relaciones conyugales podría representar un sacrificio tal vez heroico, exigido por la moral?

Hoy día muchos hacen juicios sobre la moralidad de las conductas sexuales dando por supuesto que la castidad es imposible. Esta postura, aparte de no responder a la realidad, manifiesta un escaso reconocimiento de la libertad humana. Así, se pretende justificar la masturbación de los adolescentes como si éstos no pudiesen vivir castos, o se justifican moralmente los actos homosexuales por suponerse que quien tiene tendencia homosexual está abocado sin remedio a manifestarla activamente en su conducta. Y de modo parecido se argumenta con respecto a la fornicación o al adulterio.

Este planteamiento es radicalmente contrario al de la Iglesia católica, que sí confía plenamente en la libertad, en la capacidad de los seres humanos para optar responsablemente por el bien aun cuando alcanzarlo sea arduo, y las circunstancias, difíciles. La Iglesia predica la castidad porque, con la ayuda de la gracia de Dios, es posible para todos, también para los jóvenes que en la adolescencia descubren la dimensión sexual de su personalidad; también para quienes descubren en sí mismos tendencias homosexuales; y también para los esposos que por algún motivo serio se ven conducidos a tomar la decisión de abstenerse de la manifestación sexual de su amor matrimonial. El ejercicio humano de la facultad sexual no es una necesidad compulsiva.

El cristiano puede, con la ayuda de Dios, vivir en gracia y virtuosamente en cualesquiera circunstancias y debe -incluso hasta el martirio- ser fiel a Dios y al bien de su propia dignidad, viviendo en su vida práctica con eficacia la máxima que resume la moral: el único mal que hay que evitar a cualquier precio es el pecado, la ofensa a Dios y a la conciencia; lo único absolutamente importante es la fidelidad amorosa a Dios.

Forma parte de la misión de la Iglesia recordar permanentemente a los hombres las exigencias de la verdad moral natural, tanto si esto gusta a la mayoría en una época concreta como si no. La Iglesia es depositaria, no dueña, de la verdad del hombre, y debe expresar esta verdad, lo que en ocasiones podrá llegar a implicar comportamientos heroicos. La Iglesia, Madre y Maestra, pone al hombre ante su dignidad y ante su libertad, y cree en ambas con todas sus consecuencias.

Si por estar infectada por el virus del SIDA -o por otra circunstancia- una persona casada se ve moralmente obligada a mantener una continencia perfecta, tiene la gracia para poder hacerlo, como lo han de hacer los no casados. Esto no sólo es posible, sino que es lo normal en un cristiano consciente de su dignidad de hijo de Dios y movido por la acción del Espíritu Santo: un cristiano que busca sincera y perseverantemente esa fuerza y esa luz divinas en la escucha de la Palabra de Dios, la oración, los sacramentos, el acompañamiento espiritual, etc.
 







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