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La capacidad expresiva del canto religioso

La capacidad expresiva del canto religioso
Si el texto cantado es religioso, une a quienes lo cantan con algo muy valioso, por ser trascendente, y potencia la vinculación que produce el mero cantar a coro


Por: Alfonso López Quintás | Fuente: Catholic.net



Una tarde de Navidad, el gran poeta y diplomático francés Paul Claudel acudió a la catedral de Notre Dame de París por el simple deseo de contemplar una ceremonia noble, dotada de cierto sentido estético. Apoyado en una de las columnas de la nave lateral de la derecha, escuchó atento el canto de las Vísperas. Al oír el Magníficat, se vio inmerso en un ámbito de luz y belleza, que pareció transportarle a lo mejor de sí mismo. En su mente se iluminó, como por un relámpago, la idea clara de que ese estado de autenticidad personal era propio de quienes viven en la Iglesia. Ésta dejó de ser para él una institución rígida y lejana, para convertirse en el espacio de vida en el que se producen esas eclosiones de belleza y vida desbordante. La transformación espiritual estaba hecha. Había realizado la experiencia de lo divino, y de su riqueza iba a nutrir su espíritu durante el resto de su vida.

¿Qué enigmático poder tiene la música para servir de vehículo a la gracia divina y suscitar una conmoción espiritual tan profunda?


I
La importancia del canto en la vida religiosa


De por sí, el canto eleva nuestro ánimo porque es una forma intensa de expresión. El genial Richard Wagner confiesa que para componer sus óperas escribía primero el folleto; luego lo leía reiteradamente, y de la lectura intensa brotaban espontáneamente las melodías y las armonías. La música es una forma de expresión de gran voltaje.

San Agustín, espíritu muy abierto a los sentimientos nobles, vivió con tal intensidad la emoción que produce el canto que llegó a verlo como un ídolo que se interponía entre él y el Creador. Más adelante, reconoció gustoso el papel de mediador que puede ejercer el canto entre el creyente y el Dios al que adora:

    “Con todo, cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los cánticos de la Iglesia en los comienzos de mi conversión y lo que ahora me conmuevo no con el canto sino con las cosas que se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación convenientísima, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre”(1) .

San Agustín advirtió que existe cierta “familiaridad” enigmática entre los distintos modos de canto y los diversos afectos de nuestro espíritu (2) . En el canto gregoriano, heredero de la técnica musical griega, existen ocho “modos” -que son como otros tantos hogares expresivos- y cada uno crea un clima espiritual propio: de alegría o tristeza, vivacidad o serenidad, sencillez o solemnidad... Más allá de esa diversidad expresiva, descubrió San Agustín que el canto lleva en sí una tendencia básica a fomentar la unión. Entonar a coro una melodía es uno de los gozos primarios de la vida humana. Es el encanto propio de la unidad y, por tanto, del amor. Lo expresa San Agustín con su certera concisión: “Cantare amantis est”: Cantar es cosa del que ama.

Como nuestro Dios es Amor (1 Jn 4,7), San Agustín vincula el canto con el júbilo y el ascenso del espíritu al mundo religioso:

    “Canta con júbilo, pues cantar bien a Dios es cantar con júbilo. ¿Qué significa cantar con júbilo? Comprender que no cabe expresar con palabras lo que se canta de corazón. En efecto, los que cantan, ya sea en la siega, ya en la vendimia o en algún otro trabajo intensivo, cuando empiezan a rebosar de alegría por las palabras de los cánticos, como fuera de sí de tanta alegría que no pueden expresarla en palabras, prescinden de ellas y acaban en un simple sonido de júbilo. El júbilo es un sonido que indica que el corazón da a luz lo que no se puede decir. ¿Y a quién conviene este canto jubiloso sino al Dios inefable? Porque es inefable aquel a quien no puedes expresar con palabras; y, si no lo puedes expresar con palabras y no debes callar, ¿qué te queda sino que cantes jubilosamente para que se alegre el corazón sin palabras y la inmensa amplitud del gozo no quede sometida a los límites de las sílabas? Canta bien con regocijo”(3) .

A este bello texto cabe objetarle que una melodía consigue su máximo poder emotivo cuando entrevera su expresividad con la de un texto relevante. Son dos ámbitos expresivos que tienden de por sí a vincularse y enriquecerse. Realizar esta vinculación es un acto de creatividad que eleva nuestro ánimo y lo redime de la banalidad.

Un reportaje televisivo nos mostró a una pequeña tribu del Alto Volta caminando en fila india hacia el exilio. Se movían cansinamente, y uno temía que en cualquier momento podían caer desplomados. Tanto más emotivo era ver a quien cerraba la marcha musitar con una flauta rudimentaria las notas de una melodía. Esta forma primaria y sencilla de creatividad era sin duda lo último a que estaban dispuestas a renunciar esas gentes desvalidas. Toda melodía aúna a quienes la entonan en grupo.

Tal unión se intensifica cuando se canta polifónicamente. Cada una de las voces es independiente de las otras, pero se une a ellas para formar un bloque sonoro armónico. Este campo de juego musical en el que las distintas voces entran y salen como de un hogar confiado presenta una condición singular: es configurado por las voces, pero él a su vez les da a ellas su sentido pleno, su vinculación mutua, su máxima belleza.

El canto polifónico nos permite vivir el tipo de unión eminente que crea el encuentro, es decir, el enriquecimiento mutuo de diversos ámbitos expresivos, independientes entre sí pero nacidos para realizarse en comunidad. Al crear el campo de juego que es todo encuentro, se supera la escisión entre el yo y el tú, lo mío y lo tuyo, el dentro y el fuera, lo interior y lo exterior. En la partitura, las voces ocupan un lugar diferente; parecen estar distanciadas entre sí. En cuanto empiezan a crear la obra conjuntamente, siguen siendo distintas pero dejan de ser distantes, externas, extrañas, ajenas, para tornarse íntimas. El surgir de la intimidad suscita un sentimiento de gozo y entusiasmo.

Si el texto cantado es religioso, une a quienes lo cantan con algo muy valioso, por ser trascendente, y potencia la vinculación que produce el mero cantar a coro. Por esa profunda razón, “cantar es rezar dos veces”, como indicó el mismo San Agustín, pues orienta a los cantores hacia un gran ideal común. Nada extraño que la práctica del canto religioso haya servido a San Ambrosio de Milán para elevar el ánimo de sus fieles durante los angustiosos días de una peste; a los misioneros para trasmitir la doctrina cristiana en un clima de unidad; a devotos religiosos de clausura para mantener el fervor del espíritu durante sus breves tiempos de recreo... Incluso un espíritu tan sobrio como San Juan de la Cruz supo vibrar intensamente con la expresividad musical:

    “La música de las liras -escribe- llena el alma de suavidad y recreación, y la embebe y suspende de manera que le tiene enajenada de sinsabores y penas”(4) .

El canto polifónico sacro incrementa la emotividad del canto llano. El renombrado director de orquesta Jesús López Cobos confesó que los motetes de Semana Santa de Tomás Luis de Victoria le hicieron derramar lágrimas en más de una ocasión pues se sintió sobrecogido, al verse elevado a un reino de máxima expresividad y belleza. Una de las razones más hondas de este poder emotivo de la música sacra la destacó Gabriel Marcel al vincular la importancia que tuvieron en su vida ciertos encuentros especialmente valiosos y las obras más elevadas de Bach para coro y orquesta:

    “Tengo que anotar aquí la importancia excepcional de J. S. Bach. Las Pasiones y Cantatas: en el fondo la vida cristiana me ha venido a través de esto”. “Los encuentros han tenido un papel capital en mi vida. He conocido seres en los cuales sentía tan viva la realidad de Cristo que ya no mera lícito dudar” (5) .


II
El gregoriano y la polifonía de la Escuela Romana,
referente por excelencia del canto sacro


1. El canto gregoriano

Cuando uno entona una melodía gregoriana, se sumerge en una trama amplísima y fecunda de relaciones culturales del mayor abolengo. Este estilo de canto surgió como fruto logrado de una confluencia de elementos de alta calidad: la sensibilidad religiosa, literaria y musical de la sinagoga hebrea, la técnica musical griega -que culmina en el prodigio expresivo de los ocho modos-, la espiritualidad del monacato cristiano.

Los monjes entregaban su vida al ideal de vida comunitaria que se esboza en esa especie de carta magna que es el capítulo 17 del Evangelio de San Juan: “No te pido sólo por éstos -exclama Jesús-, te pido también por los que van a creer en mí mediante su mensaje: que sean todos uno, como tú, Padre, estás conmigo y yo contigo; que también ellos estén con nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 20-22). Ser cristiano equivale a vivir en santa unidad, comunidad o “ecclesía” con Dios y con los hermanos, y en camino hacia la otra vida. Los cristianos caminamos unidos hacia la verdadera patria.

Este espíritu de peregrinaje en grupo supieron plasmarlo los primeros cristianos de forma modélica en la estructura de los templos. Cuando obtuvieron la libertad, merced al Edicto de Milán del emperador Constantino (año 313), necesitaron construir iglesias, para celebrar en común los oficios divinos. No imitaron el estilo del templo romano modélico, el Panteón, pues su forma circular y esférica inspiraba una actitud más bien estática. Desde el centro del templo se domina todo el espacio; no se siente uno invitado por el edificio a recorrerlo y dirigirse hacia su lugar sagrado por excelencia, que es el altar del sacrificio. Tomaron como base de su estilo los salones nobles denominados “basílicas” -a la letra, “salas regias”-, y las transformaron de tal modo que expresaran la mentalidad peregrina, propia del espíritu cristiano. Cegaron las dos puertas laterales y abrieron una puerta en uno de los ábsides; situaron el altar en el ábside opuesto y suprimieron las columnas de la entrada y del fondo. Al adentrarse en esta sala rectangular, en la cual la directriz horizontal prevalece sobre la vertical, el creyente se ve llevado hacia el altar por la fuerza expresiva del estilo arquitectónico. Esto sucede en las iglesias paleocristianas; de modo más acusado todavía en las bizantinas, y en forma más templada en el románico. Aunque una persona se quede en la entrada de la iglesia, su mirada y su atención se ve dirigida hacia el altar, que se convierte así en un lugar de confluencia de todos los creyentes. De este modo, los cristianos viven dinámicamente su carácter de comunidad viva, hacen la experiencia de caminar hacia Dios en comunión de espíritus.

De forma semejante, en el canto gregoriano los cristianos expresan al mismo tiempo su condición comunitaria y su espíritu de elevación hacia lo divino y la vida sobrenatural. El gregoriano no expresa nunca emociones individuales, anhelos y cuitas personales desligadas de la vida comunitaria. Responde al mismo espíritu con que fueron elaboradas las oraciones litúrgicas, que se dirigen al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Por eso es mesurado y ecuánime, ya que la comunidad atempera y serena los sentimientos individuales y les confiere un carácter universalista. Los sentimientos que expresa el gregoriano son la vibración de la comunidad cristiana de cualquier tiempo y lugar ante los grandes valores que presenta la acción litúrgica. En el oficio de difuntos nadie se deja llevar de la intensidad de las emociones desgarradoras producidas por una pérdida irreparable. La comunidad templa el ánimo de los hermanos afectados, y el canto adquiere una singular moderación. Algo análogo sucede con las efusiones emotivas que suscitan en ciertos ánimos las grandes festividades religiosas: Navidad, Pascua, Pentecostés... El gregoriano muestra en estos días una alegría serena, contenida, depurada, propia de quien se halla a diario en una prodigiosa cercanía con el Creador de cuanto hay de grande en el cosmos y en la vida personal humana, y está acostumbrado a sentir en su ánimo la emoción propia de lo trascendente, lo que decide el sentido último de la vida.

Al no querer expresar sentimientos individuales sino comunitarios, el gregoriano expone el contenido del texto litúrgico con una emoción quintaesenciada, equidistante entre la frialdad y el sentimentalismo. Por eso no utiliza casi nunca los semitonos y mantiene las melodías en vecindad con los dos ejes de la tonalidad: la tónica y la dominante. Véase, como ejemplo, el Sanctus de la Misa en IV tono. Un texto tan vibrante como éste, en el que se ensalza al Dios tres veces santo “de cuya gloria están llenos los cielos y la tierra”, es desgranado en una melodía que oscila plácidamente entre el mi -tónica- y el sol -dominante-, que son como el padre y la madre del hogar expresivo que es la tonalidad (6) . Para dar, al final, la idea de excelsitud que inspira el texto, la melodía asciende una nota por encima de la dominante al pronunciar las dos últimas sílabas de la palabra “hosanna”. Se produce con ello una impresión de gran altura sin perder la serenidad del conjunto melódico, que inmediatamente desciende a la tónica de una manera sencilla y contundente a la vez. Sólo una comunidad orante puede mantener tal parquedad expresiva y conseguir a la vez una emoción interna tan honda. De esa feliz desproporción entre la parquedad de los medios empleados y la excelencia de los resultados obtenidos brota la singular gracia del canto gregoriano.

Si queremos sentir internamente el equilibrio espiritual que implica este carácter comunitario y universalista del canto gregoriano, podemos confrontarlo con el estilo de las canciones trovadorescas, que surgió del gregoriano pero, al responder a la voluntad de expresar sentimientos individuales, movilizó el cromatismo a fin de expresar las formas más agudas de la emoción humana.

Para expresar la actitud religiosa de una comunidad cuya verdadera patria se halla en la otra vida, el gregoriano ostenta un carácter ingrávido, se mueve de forma oscilante sin tocar tierra, es decir, sin apoyarse en los tiempos fuertes del compás. El ritmo gregoriano no está sometido a los tiempos del compás característico de la música moderna. Tiene tiempos fuertes y tiempos suaves, que se marcan con la forma de dirección ondulante llamada “quironimia” -literalmente, “norma dada con la mano”-, pero no intentan sino modular la oscilación típica de un discurso que se mueve entre la tierra y el cielo. El gran apoyo del gregoriano son los acentos del texto, marcados más bien con la intención que con la entonación.

Tampoco intenta el gregoriano acentuar su expresividad mediante modulaciones bruscas o la alteración muy marcada del ritmo, el tempo y la intensidad de la voz. Se dan, en casos, algunas modulaciones suaves y ligeros cambios de ritmo y de volumen, pero ello viene exigido por una especial riqueza expresiva del texto.

El gregoriano no busca directamente la emoción, ni la autonomiza; pone sus espléndidos recursos expresivos al servicio de la alabanza divina, sincera y serena, y deja que los sentimientos personales de los creyentes surjan como fruto de la vibración espiritual ante la grandeza de aquello que se canta.

Ni siquiera se preocupa el canto gregoriano de suscitar deseos de mejora moral, de ascenso en la marcha hacia la perfección del propio espíritu. Sumerge al que canta en un hogar de amor, de alabanza y súplica, de conmemoración festiva en toda circunstancia, incluso en los misterios de dolor. El gregoriano forma el espíritu del creyente porque le enseña a despreocuparse de sí para consagrarse en cuerpo y alma al servicio divino y hacer la experiencia viva de que las personas se desarrollan creando vida comunitaria, pues lo auténticamente personal es de por sí comunitario.

En esta línea, el gregoriano cultiva con destreza todas las categorías estéticas griegas (la armonía -conseguida a través de la proporción y la mesura-, la repetición, la simetría, la unidad en la variedad, el contraste...), pero las pone siempre al servicio del texto, para que el canto sea ante todo oración.

Estas condiciones del gregoriano dificultan notablemente su interpretación justa. Fuera de los monasterios, apenas se encuentran grupos de cantores -incluso entre los muy expertos en la música moderna- que den a las melodías gregorianas el aire de ingravidez y serena majestuosidad que tienen. Casi todos añoran las barras de compás e intentan suplirlas con una acentuación exagerada del texto. Con ello pierde esta forma de canto buena parte de sus condiciones más notables.


2. La polifonía de la Escuela Romana

El gregoriano obtuvo su máxima cota de florecimiento hacia el siglo IX. Posteriormente creó melodías sencillas, de notable expresividad pero menos profundas. Al ser fácilmente asimilables por el pueblo llano, dieron origen al estilo trovadoresco y a la polifonía sacra. Mediante el simple recurso de cantar simultáneamente una misma melodía en diferentes alturas, se descubrió en el siglo XII uno de los fenómenos sonoros más sorprendentes: la armonía. Ilusionados con el nuevo horizonte expresivo que abría este hallazgo, los músicos europeos consiguieron ya en el siglo XV elevar la polifonía a una perfección técnica admirable. En los Países Bajos, nudo de comunicaciones y centro de vida exuberante, se convirtió el canto polifónico en una trama de sonoridades chispeantes que sumergen al oyente en un ámbito de sorprendente belleza. El hechizo de la música se convirtió, así, en un velo deslumbrante que ocultaba el contenido del texto sacro. Este desequilibrio entre música y texto empezó pronto a constituir motivo de preocupación para la Iglesia. El español Cristóbal de Morales (1500-1553) pasó la desbordante riqueza flamenca por el tamiz de su sobrio espíritu castellano y compuso una amplia serie de obras religiosas en las que el texto queda resaltado por un juego de voces que tienen como meta dejar el mensaje cristiano a plena luz. Este prodigio de equilibrio permitió, hacia mediados del siglo XVI, al genial Giovanni Perluigi da Palestrina (1525-1594) tranquilizar al Papa Marcelo Cervini -deseoso de seguir la orientación reformista del Concilio de Trento- mostrándole una forma de música polifónica que conjuga la estética gregoriana con la técnica francoflamenca.

Invito al lector a oír el motete O bone Jesu de Palestrina, al que Víctor Hugo describió como “el viejo maestro, viejo genio.., padre de la armonía”. ¿Cuándo ha podido ver más resaltadas las palabras del texto? Es difícil que, una vez oídas en este contexto sonoro, pueda olvidarlas. Si oye una buena interpretación de la Misa del Papa Marcelo, asentirá de buen grado cuando se dice que esta música nos sumerge en el clima de elevación que quiso plasmar el Dante en el Paraíso de su Divina Comedia. El texto adquiere todo su relieve al ser entonado con melodías de amplio aliento, sumamente expresivas, apoyadas en acordes de una luminosidad y serenidad celestes. La música vuelve, con ello, a ser oración. A partir de la audición oficial de esta obra en el Vaticano, no hubo más reservas en la Santa Sede respecto a la idoneidad de la polifonía para servir de apoyo a los oficios litúrgicos. Los responsables comprendieron perfectamente que, como dice A. Frossard, “cuanto más bella es una música, más espacio crea; parece abrir puertas más allá de las estrellas” (7) .

Esta polifonía romana -en la que colaboraron genialmente varios compositores españoles, singularmente Tomas Luis de Victoria (1549-1611) y Francisco Guerrero (1527-1599)- sigue muy unida a la placenta gregoriana, no sólo en cuanto asume literalmente algunas melodías muy conocidas del canto gregoriano sino, sobre todo, porque está impulsada por un mismo espíritu:

    1. Quiere plasmar musicalmente el espíritu cristiano, con su carácter trascendente -por tanto, peregrino- y comunitario. Es la comunidad la que canta la alabanza divina y se siente más unida que nunca al crear campos de expresividad religiosa mediante el entretejimiento de las distintas voces, que representan los diferentes grupos que integran la sociedad (8) . La polifonía madrigalesca aplicará los logros técnicos de la polifonía sacra a la expresión de sentimientos individuales y seguirá, consiguientemente, una vía análoga a la del estilo trovadoresco.

    2. No busca la expresividad a través de recursos artificiosos, que pueden implicar cierta agitación del ánimo. La consigue, sin pretenderlo directamente, al mostrar todo el sentido y la capacidad de generar belleza que albergan los textos sacros. El texto no es nunca pre-texto para elaborar una forma de música brillante. Es la manifestación de realidades y acontecimientos muy significativos que reclaman modos de expresión elevados que sólo la música puede lograr.

    3. Este concierto entre texto y música se traduce en diafanidad, luminosidad, transparencia, sencillez y un punto de ternura. Los compositores españoles -sobre todo, Victoria- añadirán a esa música purísima un tono dramático -manierista, en el mejor sentido del término-; los ingleses le infundirán cierta brillantez; los franceses, elegancia..., pero siempre conservará el temple noble, grave y cordial que es propio del ámbito de lo sacro.

    4. Debido a lo antedicho, la polifonía de la Escuela Romana no gravita pesadamente sobre los tiempos fuertes del compás; crea un campo de expresión abierto a la trascendencia y se mantiene en un espacio de intercomunicación entre la tierra y el cielo. Es, por ello, un arte transfigurador. Cumple a perfección la norma de que “el arte o es consolador o no es arte” (9) . Por supuesto, su escritura está regulada por barras de compás, propias de la llamada “música moderna”, pero tales barras sirven para marcar discretamente los acentos del texto, no para dar al ritmo una primacía ostentosa.

    Pocas actividades tan aleccionadoras como cantar u oír obras polifónicas. Encarnan a perfección el carácter relacional -no relativista- de las personas humanas, que -como enseñaron los pensadores dialógicos Martín Buber y Ferdinand Ebner (10) - no se realizan en el yo o en el tú, vistos a solas, sino en el entrelazamiento de sus ámbitos de vida, es decir, en el “entre”. Las distintas voces son independientes de las demás, son autónomas y gozan de iniciativa libre, pero, en cuanto inician la tarea de interpretar la obra, todas vibran con las otras, atemperan su ritmo y su volumen al de ellas, se unen en la meta común, que es la obra que están volviendo a crear. Esa unión de total independencia y perfecta solidaridad hace surgir de nuevo una obra de arte, que es fuente siempre renovable de belleza. La polifonía está inspirada, como el gregoriano, por el ideal de la unidad, con la sola diferencia de que no lo persigue de forma monódica, sino polifónica.


III
La ingravidez del canto religioso


Así como el canto gregoriano contribuyó decisivamente, tras su florecimiento en el siglo IX, al surgimiento de la polifonía, ésta, después de su apogeo en el siglo XVI, colaboró en la compleja labor de configurar el estilo barroco alemán y, más tarde, el estilo clásico vienés. Ambos nos legaron obras religiosas que son ejemplo depurado de cómo puede plasmarse la estética del gregoriano en técnicas de composición muy distintas. Pensemos, por una parte, en la sobriedad de las cantatas O bone Jesu, de Heinrich Schütz (1585-1672), Membra Jesu Nostri, de Drietrich Buxtehude (1637-1707), y Actus tragicus, de Johann Sebastian Bach (1685-1750), y, por otra, en la expresividad depuradísima del Ave Verum y el Laudate Dominum de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).

Esta noble tradición de música religiosa no nos coacciona a los creyentes de hoy, pero sí nos ob-liga, en el sentido de que nos liga o vincula a una forma modélica de sentir el arte como un acontecimiento que expresa la vida espiritual abierta a lo trascendente. El canto religioso auténtico, de modo semejante a los iconos orientales, no sólo alude a realidades religiosas; es el medio en el cual se hace presente el Dios vivo y nos sale al encuentro (11) .

Sabemos que el lenguaje es el vehículo expresivo del encuentro, y entre las cualidades del encuentro auténtico figuran el reposo, la paz interior, la serenidad. El canto religioso, como forma de lenguaje a la segunda potencia (“quien canta ora dos veces”), ha de crear un espacio de sosiego y paz, indispensable para el encuentro con lo sobrenatural. Recordemos que el canto gregoriano del oficio de difuntos nos sumerge en un ambiente de calma y esperanza, incluso en los momentos inquietantes del dies irae. Esa misma calma esperanzada, propicia a la contemplación de lo trascendente, debe darse en los cánticos exultantes. El navideño Adeste fideles, si se lo canta con ritmo marcial, adquiere una rotundidad solemne, pero pierde su quintaesencia, que es una cordial invitación a adorar en sosiego al recién nacido Príncipe de la Paz. Es significativo que suela dirigirse la polifonía sin batuta, con el mero juego ondulante de las manos.

Actualmente, las letras de los cantos religiosos populares suelen mostrar la nobleza y hondura de los textos bíblicos y litúrgicos. Pero la forma de interpretarlos, a menudo con un rasgueo monótono de guitarras y un ritmo agresivamente marcado, no deja huelgo para asumir ese valioso contenido con la debida tranquilidad interior. En los tratados de órgano suele indicarse que el acompañamiento de los cantos religiosos debe hacerse de modo tan discreto que se sostenga el tono pero no se dificulte la comprensión del texto. Sólo así podrá el canto conservar su carácter de oración. Un canto que muestra esta condición orante recibe su dinamismo interno del poder expresivo del texto, no de la capacidad de arrastre de un ritmo agitado. Unos cantos interpretados durante una Eucaristía solemne con el ritmo trepidante de una batería no crean un clima de alegría festiva –contra lo que pueda suponerse-; parecen, más bien, reflejar un vano nerviosismo superficial, impropio a todas luces de tal celebración .

Cuando se presenta un texto significativo en el medio expresivo de una bella melodía bien armonizada, se abre un espacio de vida espiritual que nos invita a reposar en él y confortar nuestro ánimo. Lo ha dicho bellamente el Hermano Roberto de Taizé:

    “La práctica de estos cantos breves, repetidos una y otra vez, demuestra que con pocas palabras se expresa una realidad esencial que poco a poco va impregnando todo el ser” (12).

El canto juega un papel importante en los oficios litúrgicos. Debemos cuidar con esmero la calidad de las composiciones y la recta interpretación de las mismas. Entonces el canto se convierte en una “epifanía”, como subraya el mismo autor: “En la música sucede que lo indecible lleva a la oración, que el velo se levanta sobre lo inexpresable de Dios”.


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