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En medio de la tormenta

En medio de la tormenta
liga de cuento El mercader griego. Cap. 2


Por: P. Marcelino de Andrés |



Aquel navío, además de los amplios almacenes para las mercancías y los espacios comunes, contaba con un discreto camarote para Héctor y una elegante sala comedor, en la que cabían con comodidad unas diez personas. En el mascarón de proa lucía una talla en madera oscura con la imagen de una hermosa mujer. A cuantos se admiraban de su belleza, Héctor solía decir con satisfacción que el artista, al esculpirla, se había inspirado en su mujer. Lo cual era cierto.

La travesía prosiguió sin novedades, hasta que una tarde de fuertes vientos y corriente contraria, a mitad de camino entre Creta y Alejandría, Santipas, el vigía, gritó desde su puesto: "(se avecina un gran temporal!" Aquel anuncio desató una frenética actividad. Cada uno puso manos a la obra en lo que le competía para disponerse a resistir, del mejor modo posible, aquel monstruo de tormenta que se les echó encima al anochecer. En breve tiempo se encontraron a la merced de la furia incontenible del mar que zarandeaba la embarcación como si se tratase de un insignificante pedazo de corcho.

Una vez que hubieron terminado de arriar y sujetar las últimas velas, abandonaron cubierta y aseguraron tras de sí las escotillas. Todo crujía y por momentos amenazaba quebrarse dentro y fuera de aquella nave, que de repente se alzaba hasta ponerse casi perpendicular y luego parecía caer en el vacío para golpear con violencia contra la superficie marina. Nadie en la tripulación hablaba ni hacía nada. En realidad no había nada que hacer. Aguardaban a que amainase rápido con la esperanza de evitar el naufragio. Bastante tenían con sujetarse como podían para no acabar rodando por el suelo; como ocurrió con varias vasijas de cerámica que terminaron hechas añicos al estrellarse contra las paredes de madera.

De pronto se escuchó un tremendo chasquido seguido por el estrépito de algo que caía con violencia sobre cubierta. El pánico se insinuó en la cara de muchos.

-Creo que ha sido el árbol de popa -gritó con frialdad Rodas, el Capitán, -y si esto no se calma, los otros dos correrán la misma suerte -concluyó con su acostumbrado realismo.

Al oír aquello, la mayoría cerró los ojos. Varios invocaban a los dioses a media voz. Y de no haber sido por el fragor del mar y el crujir de las maderas, hubieran podido percibirse los precipitados latidos del corazón de la mayoría de ellos, orquestados por sus agitadas respiraciones. Así transcurrieron cerca de diez minutos.
-Para mí que ya pasó lo peor, capitán -afirmó Santipas cuando los tumbos del barco ya eran mucho menos violentos.

-Poseidón ha vuelto a sernos propicio y, al menos yo, le estoy muy agradecido, -exclamó Prócolo, uno de los más veteranos.

-También yo le doy las gracias al dios del mar, -intervino con su habitual aplomo y espontaneidad Argos, el jefe de guardias, -porque temo más una de estas tempestades que el asalto de la peor banda de piratas.

Héctor pasó todo el tiempo que duró la tormenta en su camarote. Parecía ajeno al riesgo y peligro por el que atravesaron. Absorto en sus pensamientos, alimentaba su esperanza con el recuerdo de tiempos mejores y la feliz premonición de su reciente sueño.








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