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De cómo la fe se hace cultura
De cómo la fe se hace cultura
La Universidad Católica estaría llamada a favorecer el diálogo con esta cultura actual desde una nueva síntesis de fe y razón...
Por: Pedro Morandé | Fuente: www.elsentidobuscaalhombre.com
Pedro Morandé. El Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile
Desde que asumió el ministerio pontificio, Benedicto XVI no ha cesado de hablar del valor de la razón cuando ella se abre a la fe y quiere dialogar con ella, es decir, cuando no se encierra en el positivismo de las ciencias empíricas, sino que se abre a la tradición sapiencial de las culturas. Me parece que con su enseñanza, está indicando un camino que deben recorrer las universidades en diálogo con el pensamiento moderno, por una parte, y con la educación personalizada y la transmisión de la cultura, por otra. La razón humana necesita purificarse de sus cegueras éticas (DCE n.28 a), necesita ser ampliada en su apertura para llegar al umbral del misterio, a la consideración de lo trascendente y del ser humano como portador de la trascendencia de la persona. Esta enseñanza es la continuación del camino abierto por Juan Pablo II en Fides et ratio, en que la fe y la razón eran definidas como las dos alas de que dispone el ser humano para elevarse a la contemplación de la verdad, de Dios mismo (cfr. proemio).
Quisiera, en consecuencia, invitarlos a explorar algunas dimensiones de este camino abierto por ambos pontífices. Desde el Concilio Vaticano II se ha acentuado incansablemente la idea del diálogo de la Iglesia con el mundo, con su cultura y, de modo especial, con el conocimiento científico-tecnológico, tan determinante del presente y del futuro de la humanidad. Sin embargo, no se trata de cualquier diálogo, sino de uno que perciba en profundidad la verdad del hombre y de su vocación a participar de la vida divina. En su discurso ante la UNESCO de 1980, Juan Pablo II puso las bases antropológicas de este diálogo, que definió como la humanidad del ser humano, "único sujeto óntico de la cultura", "causa eficiente" de la misma, su fin y su término. Posteriormente, en la encíclica Fides et ratio, acentuaba esta misma idea señalando que "es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental... Deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica... La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica" (n.83).
En su conferencia en Ratisbona, el Papa Benedicto, apoyándose en la frase pronunciada por el emperador bizantino del siglo XIV Manuel II: "No actuar según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios", proclama precisamente la capacidad de la razón de conocer lo absoluto, aún dentro de su limitación, siempre y cuando la razón no se auto limite al conocimiento de las ciencias empíricas, como de hecho lo hace, sino que se amplíe más allá de los límites de las ciencias naturales o sociales y abrace la filosofía y la teología en busca del significado último de la realidad. Y terminaba sus palabras señalando: "En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente nosotros mismos es la gran tarea de la universidad".
Sobre estas mismas bases el Papa se ha referido al necesario diálogo con las ciencias naturales, cuya razón se basa, a su juicio, en "una síntesis entre platonismo (en cuanto presupone la estructura matemática de la materia) y empirismo" (en cuanto a su orientación hacia la eficacia práctica y técnica). Con posterioridad a ellas, también las ciencias humanas y sociales habrían intentado aproximarse a este mismo canon científico, con la consiguiente exclusión del "problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico". Desde esta posición reductivista de la razón no puede surgir un diálogo entre las culturas y las religiones del mundo, puesto que a su juicio, "precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas". A su vez, las mismas ciencias quedan privadas de pensar sus fundamentos, puesto que el elemento platónico que asume su racionalidad "conlleva un interrogante que la trasciende, como trasciende las posibilidades de su método". Lo razonable, en consecuencia, es que las ciencias naturales dejen a la filosofía y a la teología responder lo que ellas sólo pueden presuponer: "la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza". La condición para ello, agrega, es tener "la valentía para abrirse a la amplitud de la razón y no a la negación de su grandeza"1.
Me parece que estas afirmaciones arrojan un haz de luz a la sorprendente y misteriosa afirmación de Juan Pablo II en Fides et ratio, cuando señala que "no hay motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización" (n.17). Personalmente, no he encontrado entre los comentaristas de esta encíclica una explicación suficiente respecto a qué significa este estar "dentro" de la razón en la fe y de la fe en la razón y, no obstante, cada una con su propio espacio. La lectura de la conferencia de Benedicto XVI en Ratisbona me sugiere que este "dentro" bien podría definirse como "la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza", donde la expresión "naturaleza" bien podría sustituirse por la expresión "realidad", para incluir no sólo aquella realidad que es dada al ser humano en su ser biofísico, sino también aquella que es descubierta, creada, transmitida, y constantemente recreada por la cultura.
En efecto, me parece que lo que el Papa quisiera transmitirnos es que el cristianismo es razonable por el realismo con que mira la realidad del ser humano y del mundo desde la revelación de un Cristo-Logos que asume la naturaleza humana. Por una parte, porque esta Sabiduría de Dios hecha carne corresponde y satisface sobreabundantemente las exigencias más hondas de verdad, de bondad, de belleza y de justicia que surgen de la condición racional del espíritu humano. Por otra, porque esta misma Sabiduría se manifiesta "en el principio" como el Espíritu creador que llama a toda realidad desde la nada a la existencia, sosteniéndola en ella en virtud "de las estructuras racionales que actúan" en su interior. En consecuencia, la fe en la revelación no anula en absoluto las preguntas de la razón ni tampoco las censura, antes por el contrario, las proyecta en su dimensión sapiencial a la búsqueda del sentido último de todo. Tal sentido último se corresponde, justamente, con ese llamado interior o exhortación inicial que nos pone en el camino del pensar y que descubre su libertad. Como señala Heidegger con mucha profundidad, "lo que nos llama al pensamiento, nos da por primera vez la libertad de lo libre, para que allí pueda habitar lo humanamente libre. La esencia inicial de la libertad se esconde en el mandato que da a pensar a los mortales lo más merecedor de pensarse"2.
Esta es la "amplitud de la razón" y "su grandeza", como dice Benedicto XVI, y si en su primera encíclica, siguiendo a San Juan, este llamado inicial que moviliza toda la capacidad de comprensión del ser humano lo identifica con el Amor, en Ratisbona lo precisa del siguiente modo: "Ciertamente el amor, como dice San Pablo, ´rebasa´ el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos". Es decir, amor y verdad no se contraponen, y podría decirse del mismo modo que Fides et ratio lo hace de la razón y de la fe, que uno está dentro de la otra donde encuentran cada cual su espacio propio de crecimiento. El amor a la verdad y la verdad del amor son dos realidades que se corresponden y se llaman recíprocamente en la unidad del ser personal tanto de Dios como de los seres humanos. Quien ama sólo lo puede hacer con la totalidad y unicidad de su ser personal y la verdad que busca la sabiduría "en el principio", ilumina la totalidad del significado de la realidad en el conjunto de todos sus factores. ¿No reside en esta misma correspondencia entre amor y verdad, la esencia de la vocación universitaria?
Como sociólogo quisiera señalar que la misma problemática que el Papa analiza en relación al pensamiento moderno y su autorreducción al empirismo, se despliega también en el seno de la organización social misma con su reducción funcionalista. Desde los inicios del mundo moderno, pasando por la revolución industrial y la revolución postindustrial de las comunicaciones, la sociedad ha comenzado a organizarse con criterios funcionales para delimitar los riesgos y operar establemente, no obstante los niveles de alta contingencia e incertidumbre que surgen del entorno y de la complejidad de la sociedad así organizada. Esta forma de codificación de las comunicaciones al interior de la sociedad, que resulta, por una parte, razonable por su eficiencia y especialización muestra, por otra, altos niveles de irracionalidad cuando se quiere reducir toda la realidad social y humana sólo a aquello que se acomoda a los parámetros funcionales. El principio básico de la organización funcional es que todo elemento de la realidad es sustituible en su función por algún tipo de equivalente funcional. El valor de la eficiencia depende justamente de esta sustituibilidad.
Cuando esta forma de observar la realidad se hace dominante, lo que desaparece de su ángulo de visión es la realidad personalizada del ser humano insustituible, como también el equilibrio ecológico necesario para la preservación de recursos naturales no renovables y también insustituibles. La despersonalización de las relaciones sociales, la crisis demográfica que trae consigo la caída de la fertilidad y el envejecimiento de la población y la depredación del entorno natural se corresponden y se amplifican recíprocamente. Mientras nos esforzamos por definir reglas procedimentales en el plano jurídico, político, económico, educacional, y tantos otros, que garanticen el funcionamiento de la sociedad con pluralismo, diversidad y tolerancia tanto en el plano nacional como internacional, descuidamos la originalidad histórica de cada pueblo y cultura, su identidad, su soberanía, su patrimonio, su tradición y, en última instancia, su libertad para valorar y respetar su experiencia original en la realización de la común vocación humana.
La cultura es, precisamente, ese espacio abierto a la amplitud de la razón en las circunstancias históricas específicas de cada vida humana y de cada sociedad. Si los pueblos pierden esa referencia esencial a la tradición sapiencial que los ha constituido, debilitan la solidaridad intergeneracional que sostiene la vida. La organización funcional de los asuntos humanos puede resultar muy eficaz y razonable en la distribución de los riesgos en el corto plazo, pero es algo miope para el mediano plazo y casi ciega para el largo plazo. La actual estructura demográfica de occidente así lo demuestra de manera irrefutable. No existe ningún algoritmo, ni ningún arreglo funcional capaz de dotar a las personas de un significado que les proporcione tal gusto por la vida, que su deseo más íntimo sea transmitirla a otros como don y bendición. Antes por el contrario, como parece generalizarse en nuestra época, la vida de cada ser humano es considerada como un difícil problema a resolver desde el punto de vista del trabajo que significa sostenerla, del esfuerzo que representa educarla, de la constante atención preventiva que significa la aparición de enfermedades y de la muerte. Y mientras la sociedad se esfuerza por mejorar cada vez más las condiciones sanitarias para aumentar la esperanza de vida al nacer, el cambio en la estructura demográfica representado por el aumento de los ancianos y la disminución de los jóvenes, augura para el futuro una creciente vejez solitaria y abandonada.
La estrechez de una visión poco razonable que reduce todo el conocimiento a su valor de información en el presente, provoca mil formas de violencia y exclusión social: la corrupción de los espacios públicos, el tráfico de drogas, la esclavitud de la prostitución y de la pornografía, la violencia intrafamiliar, el abandono de los hijos en hogares de padre ausente o desconocido, la delincuencia, la pobreza y tantas otros problemas sociales que la sociedad se esfuerza apenas por controlar puesto que parece ya resignada a no poder superar. Mientras se despliegan toda clase de esfuerzos técnicos sobre estos problemas, se descuida el único esfuerzo razonable que no es otro que proporcionar a las personas una cultura viva, en la cual los valores derivados de la dignidad humana sean el patrimonio más valioso que ella transmite y que puedan ser verificados cotidianamente por la experiencia de cada una de las personas que se integran a una comunidad de pertenencia que las acoge y las invita a trascender sus necesidades y deseos en el servicio al bien común de todos quienes la integran.
Es ésta, justamente, la vocación más honda de la universidad, como "comunidad de maestros y discípulos" que comparten el gozo de buscar la verdad y de comunicarla de manera personalizada. La Constitución Ex Corde Ecclesiae sobre las universidades católicas señala que "sin descuidar en modo alguno la adquisición de conocimientos útiles, la Universidad Católica se distingue por su libre búsqueda de toda la verdad acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios. Nuestra época, en efecto, tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre." (n.4).
Cuando las culturas hablan de Dios, refieren la experiencia humana a la totalidad de la realidad, a su origen y destino. Buscan aquella sabiduría que es capaz de considerar el conjunto de todos los factores, incluida la sabiduría del propio saber acerca del mundo. Buscan aquella dimensión esencial de la libertad humana determinada por el acto de escuchar la exhortación primera e inicial del ser de todo lo que existe y que pone a las personas en el camino del pensar y del actuar conforme a la naturaleza racional del espíritu humano. Cuando por cualquier motivo se censura este acto fundacional de la libertad del espíritu se oscurece inevitablemente la razonabilidad de alguna dimensión de la experiencia. Lo que el Papa Benedicto nos recuerda en Ratisbona es que el cristianismo, como religión del Dios-Logos, es una pasión por la realidad humana tal como ella es, tal como ha sido diseñada por la Inteligencia primera que está en el origen de todo y que se revela como el Misterio que nos asombra y nos pone en camino hacia nuestra propia autorrealización y cumplimiento.
Siguiendo esta misma línea argumental, en su discurso inaugural de la Conferencia de Aparecida, el Papa se preguntaba: "¿Qué es lo real? ¿Son realidad sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos?... El gran error de las tendencias dominantes en el último siglo, error destructivo... [es que] falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de "realidad" y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas. La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano".
"Pero surge inmediatamente otra pregunta: ¿Quién conoce a Dios? ¿Cómo podemos conocerlo?... Para el cristiano el núcleo de la respuesta es simple: Sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y él, "que está en el seno del Padre, lo ha contado" (Jn 1, 18). De aquí la importancia única e insustituible de Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad... Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; el Dios-con-nosotros".
Al considerar a Dios como la realidad fundante, es decir, como la "realidad de la realidad" el Papa eleva el tradicional discernimiento ético-crítico del "ver, juzgar y actuar" a un plano ontológico / teológico. Con ello, preserva, por una parte, a la razón de su reduccionismo al plano del positivismo empiricista, como también a la ética del "relativismo" actualmente dominante que busca fundarla no en la realidad sino en el consenso social o en el contrato entre personas. Ofrece, al mismo tiempo, un punto de referencia más objetivo y amistoso para el diálogo con quienes no son cristianos, a condición de que no renuncien a plantearse la pregunta por el sentido último de todo.
Esta mirada del Papa fue ampliamente recogida en todo el Documento de Aparecida. También en su diagnóstico sobre la realidad. Por ello, aunque se detiene también en la descripción de ámbitos específicos de la vida social, define los desafíos introducidos por la globalización, la ciencia, la técnica y el uso de medios masivos de información como un gran desafío cultural, es decir, transversal, que atraviesa todas las esferas de la vida humana. La realidad aparece a los ojos de las personas como una realidad fragmentada, con sentidos parciales, pero sin sentido unitario. "La sociedad que coordina sus actividades sólo mediante múltiples informaciones, cree que puede operar de hecho como si Dios no existiese. Pero la eficacia de los procedimientos lograda mediante la información, aún con las tecnologías más desarrolladas, no logra satisfacer el anhelo de dignidad inscrito en lo más profundo de la vocación humana. Por ello, no basta suponer que la mera diversidad de puntos de vista, de opciones y, finalmente, de informaciones... resolverá la ausencia de un significado unitario para todo lo que existe. La persona humana es, en su misma esencia, aquel lugar de la naturaleza donde converge la variedad de los significados en una única vocación de sentido... La persona busca siempre la verdad de su ser, puesto que es esta verdad la que ilumina la realidad de tal modo que pueda desenvolverse en ella con libertad y alegría, con gozo y esperanza" (n.42).
Este fenómeno no sólo afecta a la persona individual, sino también a la solidaridad intergeneracional que da sustentabilidad a la sociedad en el tiempo. Por ello, llaman la atención los obispos latinoamericanos sobre el hecho de que "las tradiciones culturales ya no se transmiten de una generación a otra con la misma fluidez que en el pasado. Ello afecta, incluso, a ese núcleo más profundo de cada cultura, constituido por la experiencia religiosa, que resulta ahora igualmente difícil de transmitir a través de la educación y de la belleza de las expresiones culturales, alcanzando aun la misma familia que, como lugar del diálogo y de la solidaridad intergeneracional, había sido uno de los vehículos más importantes de la transmisión de la fe" (n.39). Llaman, en consecuencia, a "recomenzar desde Cristo... Sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 30), [para que] la cultura pueda volver a encontrar su centro y su profundidad, desde donde se pueda mirar la realidad en el conjunto de todos sus factores, discerniéndolos a la luz del Evangelio y dando a cada uno su sitio y su dimensión adecuada" (n.41).
Este diagnóstico nos urge a tomar renovada conciencia de la vocación propia de las universidades católicas como lugar de integración del saber y de diálogo intergeneracional. Pero nos recuerda también la dificultad que tenemos con nuestros propios alumnos de transmitirles la nobleza de nuestra cultura, su sentido religioso y, en última instancia, la misma fe. Favorecer el diálogo con la cultura actual desde la tradición metafísica de la razón y desde la tradición sapiencial de la fe en una síntesis que, sin confundir las diferencias, muestra su recíproca correspondencia, puede llegar a ser un ambicioso programa de trabajo para las universidades católicas. Puede reunir interdisciplinariamente a especialistas de los diferentes ámbitos del saber. Pero no alcanzará profundidad sino hasta que se haga cultura, es decir, hasta que la síntesis revele su sabiduría y ésta pueda ser acogida personalmente por quienes participen del diálogo. Estamos recargados de información sobre los aspectos funcionales de la vida social y de la propia vida universitaria. Pero ello no basta para descubrir los desafíos culturales que nos presentan nuestras sociedades en la época actual. La medida de toda cultura es el cultivo de sí mismo como sujeto personal. Si nuestros estudios acerca de la realidad no logran despertar en las personas el deseo de cultivarse para comprender mejor su vida y su historia, es que no han encontrado todavía la profundidad necesaria. Desde el horizonte de la sabiduría, toda la realidad nos interpela hacia el desarrollo de la propia vocación y nos persuade a ponernos en camino para su realización y cumplimiento.
Pero también es necesario que la universidad católica tenga un lugar destacado en el espacio público de la sociedad. Los conceptos antropológicos tradicionales de la metafísica, como son el bien, la verdad y la belleza, han ido desapareciendo progresivamente del espacio público, dominado por los medios de comunicación de masas, los cuales clasifican toda la realidad comunicacional en información, publicidad o entretención. La universidad tradicionalmente ha ocupado los espacios de la cultura oral (el aula) y de la escrita (el libro). Pero la nueva cultura audiovisual se ha desarrollado preferentemente fuera de la universidad y con criterios más industriales que culturales, lo que ha llevado a algunos a hablar de "industria cultural" que es, en cierto sentido, una contradicción en los términos, puesto que la cultura exige personalización, que es exactamente lo contrario que realiza la industria. Pero es tan alto el impacto de los medios audiovisuales en su velocidad de circulación y en su capacidad de persuasión que prácticamente monopolizan el espacio público de la sociedad, determinando qué es real y qué es ficción y cuál es la prioridad con que deben enfrentarse sus problemas. En muchos aspectos, los medios de comunicación han ido desplazando el valor que tenían las instituciones, asignándoles ellos mismos el prestigio y el grado de confiabilidad del que gozan.
En este contexto, no es difícil que las universidades deformen también su visión sobre sí mismas y sobre su arraigo en la sociedad, buscando encontrar prestigio en la oferta de soluciones técnicas y en la eficacia de sus resultados, subordinando y hasta olvidando la tradición sapiencial a la que pertenecen. La tendencia internacional actual de la educación superior pareciera encaminar a las universidades a formar un solo gran sistema industrial universitario con acreditaciones estandarizadas de planes de estudios y competencias equivalentes, de tal modo que en el futuro sea indiferente estudiar en un sitio o en otro, con un profesor u otro.
Pienso que las universidades católicas tienen, en este contexto, la particular oportunidad de prestar un servicio a la sociedad manteniendo viva su tradición sapiencial, reflejándola en la amplitud de la mirada con que logren juzgar la realidad social y cultural de sus respectivos países y en la solidaridad intergeneracional que logre suscitar entre profesores y estudiantes que reconocen como un don el aprendizaje recíproco. Sólo sobre estos pilares es posible promover un diálogo permanente a favor de la dignidad de la vida humana como valor supremo del orden justo y no sólo el valor de la información y de la eficiencia que son los que promueve el orden funcional de la sociedad.
1 Todas estas citas proceden de la mencionada conferencia de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona
2 Heidegger Martin, "¿Qué significa pensar?", Editorial Trotta, Madrid 2005, pg. 207
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Desde que asumió el ministerio pontificio, Benedicto XVI no ha cesado de hablar del valor de la razón cuando ella se abre a la fe y quiere dialogar con ella, es decir, cuando no se encierra en el positivismo de las ciencias empíricas, sino que se abre a la tradición sapiencial de las culturas. Me parece que con su enseñanza, está indicando un camino que deben recorrer las universidades en diálogo con el pensamiento moderno, por una parte, y con la educación personalizada y la transmisión de la cultura, por otra. La razón humana necesita purificarse de sus cegueras éticas (DCE n.28 a), necesita ser ampliada en su apertura para llegar al umbral del misterio, a la consideración de lo trascendente y del ser humano como portador de la trascendencia de la persona. Esta enseñanza es la continuación del camino abierto por Juan Pablo II en Fides et ratio, en que la fe y la razón eran definidas como las dos alas de que dispone el ser humano para elevarse a la contemplación de la verdad, de Dios mismo (cfr. proemio).
Quisiera, en consecuencia, invitarlos a explorar algunas dimensiones de este camino abierto por ambos pontífices. Desde el Concilio Vaticano II se ha acentuado incansablemente la idea del diálogo de la Iglesia con el mundo, con su cultura y, de modo especial, con el conocimiento científico-tecnológico, tan determinante del presente y del futuro de la humanidad. Sin embargo, no se trata de cualquier diálogo, sino de uno que perciba en profundidad la verdad del hombre y de su vocación a participar de la vida divina. En su discurso ante la UNESCO de 1980, Juan Pablo II puso las bases antropológicas de este diálogo, que definió como la humanidad del ser humano, "único sujeto óntico de la cultura", "causa eficiente" de la misma, su fin y su término. Posteriormente, en la encíclica Fides et ratio, acentuaba esta misma idea señalando que "es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental... Deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica... La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica" (n.83).
En su conferencia en Ratisbona, el Papa Benedicto, apoyándose en la frase pronunciada por el emperador bizantino del siglo XIV Manuel II: "No actuar según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios", proclama precisamente la capacidad de la razón de conocer lo absoluto, aún dentro de su limitación, siempre y cuando la razón no se auto limite al conocimiento de las ciencias empíricas, como de hecho lo hace, sino que se amplíe más allá de los límites de las ciencias naturales o sociales y abrace la filosofía y la teología en busca del significado último de la realidad. Y terminaba sus palabras señalando: "En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente nosotros mismos es la gran tarea de la universidad".
Sobre estas mismas bases el Papa se ha referido al necesario diálogo con las ciencias naturales, cuya razón se basa, a su juicio, en "una síntesis entre platonismo (en cuanto presupone la estructura matemática de la materia) y empirismo" (en cuanto a su orientación hacia la eficacia práctica y técnica). Con posterioridad a ellas, también las ciencias humanas y sociales habrían intentado aproximarse a este mismo canon científico, con la consiguiente exclusión del "problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico". Desde esta posición reductivista de la razón no puede surgir un diálogo entre las culturas y las religiones del mundo, puesto que a su juicio, "precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas". A su vez, las mismas ciencias quedan privadas de pensar sus fundamentos, puesto que el elemento platónico que asume su racionalidad "conlleva un interrogante que la trasciende, como trasciende las posibilidades de su método". Lo razonable, en consecuencia, es que las ciencias naturales dejen a la filosofía y a la teología responder lo que ellas sólo pueden presuponer: "la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza". La condición para ello, agrega, es tener "la valentía para abrirse a la amplitud de la razón y no a la negación de su grandeza"1.
Me parece que estas afirmaciones arrojan un haz de luz a la sorprendente y misteriosa afirmación de Juan Pablo II en Fides et ratio, cuando señala que "no hay motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización" (n.17). Personalmente, no he encontrado entre los comentaristas de esta encíclica una explicación suficiente respecto a qué significa este estar "dentro" de la razón en la fe y de la fe en la razón y, no obstante, cada una con su propio espacio. La lectura de la conferencia de Benedicto XVI en Ratisbona me sugiere que este "dentro" bien podría definirse como "la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza", donde la expresión "naturaleza" bien podría sustituirse por la expresión "realidad", para incluir no sólo aquella realidad que es dada al ser humano en su ser biofísico, sino también aquella que es descubierta, creada, transmitida, y constantemente recreada por la cultura.
En efecto, me parece que lo que el Papa quisiera transmitirnos es que el cristianismo es razonable por el realismo con que mira la realidad del ser humano y del mundo desde la revelación de un Cristo-Logos que asume la naturaleza humana. Por una parte, porque esta Sabiduría de Dios hecha carne corresponde y satisface sobreabundantemente las exigencias más hondas de verdad, de bondad, de belleza y de justicia que surgen de la condición racional del espíritu humano. Por otra, porque esta misma Sabiduría se manifiesta "en el principio" como el Espíritu creador que llama a toda realidad desde la nada a la existencia, sosteniéndola en ella en virtud "de las estructuras racionales que actúan" en su interior. En consecuencia, la fe en la revelación no anula en absoluto las preguntas de la razón ni tampoco las censura, antes por el contrario, las proyecta en su dimensión sapiencial a la búsqueda del sentido último de todo. Tal sentido último se corresponde, justamente, con ese llamado interior o exhortación inicial que nos pone en el camino del pensar y que descubre su libertad. Como señala Heidegger con mucha profundidad, "lo que nos llama al pensamiento, nos da por primera vez la libertad de lo libre, para que allí pueda habitar lo humanamente libre. La esencia inicial de la libertad se esconde en el mandato que da a pensar a los mortales lo más merecedor de pensarse"2.
Esta es la "amplitud de la razón" y "su grandeza", como dice Benedicto XVI, y si en su primera encíclica, siguiendo a San Juan, este llamado inicial que moviliza toda la capacidad de comprensión del ser humano lo identifica con el Amor, en Ratisbona lo precisa del siguiente modo: "Ciertamente el amor, como dice San Pablo, ´rebasa´ el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos". Es decir, amor y verdad no se contraponen, y podría decirse del mismo modo que Fides et ratio lo hace de la razón y de la fe, que uno está dentro de la otra donde encuentran cada cual su espacio propio de crecimiento. El amor a la verdad y la verdad del amor son dos realidades que se corresponden y se llaman recíprocamente en la unidad del ser personal tanto de Dios como de los seres humanos. Quien ama sólo lo puede hacer con la totalidad y unicidad de su ser personal y la verdad que busca la sabiduría "en el principio", ilumina la totalidad del significado de la realidad en el conjunto de todos sus factores. ¿No reside en esta misma correspondencia entre amor y verdad, la esencia de la vocación universitaria?
Como sociólogo quisiera señalar que la misma problemática que el Papa analiza en relación al pensamiento moderno y su autorreducción al empirismo, se despliega también en el seno de la organización social misma con su reducción funcionalista. Desde los inicios del mundo moderno, pasando por la revolución industrial y la revolución postindustrial de las comunicaciones, la sociedad ha comenzado a organizarse con criterios funcionales para delimitar los riesgos y operar establemente, no obstante los niveles de alta contingencia e incertidumbre que surgen del entorno y de la complejidad de la sociedad así organizada. Esta forma de codificación de las comunicaciones al interior de la sociedad, que resulta, por una parte, razonable por su eficiencia y especialización muestra, por otra, altos niveles de irracionalidad cuando se quiere reducir toda la realidad social y humana sólo a aquello que se acomoda a los parámetros funcionales. El principio básico de la organización funcional es que todo elemento de la realidad es sustituible en su función por algún tipo de equivalente funcional. El valor de la eficiencia depende justamente de esta sustituibilidad.
Cuando esta forma de observar la realidad se hace dominante, lo que desaparece de su ángulo de visión es la realidad personalizada del ser humano insustituible, como también el equilibrio ecológico necesario para la preservación de recursos naturales no renovables y también insustituibles. La despersonalización de las relaciones sociales, la crisis demográfica que trae consigo la caída de la fertilidad y el envejecimiento de la población y la depredación del entorno natural se corresponden y se amplifican recíprocamente. Mientras nos esforzamos por definir reglas procedimentales en el plano jurídico, político, económico, educacional, y tantos otros, que garanticen el funcionamiento de la sociedad con pluralismo, diversidad y tolerancia tanto en el plano nacional como internacional, descuidamos la originalidad histórica de cada pueblo y cultura, su identidad, su soberanía, su patrimonio, su tradición y, en última instancia, su libertad para valorar y respetar su experiencia original en la realización de la común vocación humana.
La cultura es, precisamente, ese espacio abierto a la amplitud de la razón en las circunstancias históricas específicas de cada vida humana y de cada sociedad. Si los pueblos pierden esa referencia esencial a la tradición sapiencial que los ha constituido, debilitan la solidaridad intergeneracional que sostiene la vida. La organización funcional de los asuntos humanos puede resultar muy eficaz y razonable en la distribución de los riesgos en el corto plazo, pero es algo miope para el mediano plazo y casi ciega para el largo plazo. La actual estructura demográfica de occidente así lo demuestra de manera irrefutable. No existe ningún algoritmo, ni ningún arreglo funcional capaz de dotar a las personas de un significado que les proporcione tal gusto por la vida, que su deseo más íntimo sea transmitirla a otros como don y bendición. Antes por el contrario, como parece generalizarse en nuestra época, la vida de cada ser humano es considerada como un difícil problema a resolver desde el punto de vista del trabajo que significa sostenerla, del esfuerzo que representa educarla, de la constante atención preventiva que significa la aparición de enfermedades y de la muerte. Y mientras la sociedad se esfuerza por mejorar cada vez más las condiciones sanitarias para aumentar la esperanza de vida al nacer, el cambio en la estructura demográfica representado por el aumento de los ancianos y la disminución de los jóvenes, augura para el futuro una creciente vejez solitaria y abandonada.
La estrechez de una visión poco razonable que reduce todo el conocimiento a su valor de información en el presente, provoca mil formas de violencia y exclusión social: la corrupción de los espacios públicos, el tráfico de drogas, la esclavitud de la prostitución y de la pornografía, la violencia intrafamiliar, el abandono de los hijos en hogares de padre ausente o desconocido, la delincuencia, la pobreza y tantas otros problemas sociales que la sociedad se esfuerza apenas por controlar puesto que parece ya resignada a no poder superar. Mientras se despliegan toda clase de esfuerzos técnicos sobre estos problemas, se descuida el único esfuerzo razonable que no es otro que proporcionar a las personas una cultura viva, en la cual los valores derivados de la dignidad humana sean el patrimonio más valioso que ella transmite y que puedan ser verificados cotidianamente por la experiencia de cada una de las personas que se integran a una comunidad de pertenencia que las acoge y las invita a trascender sus necesidades y deseos en el servicio al bien común de todos quienes la integran.
Es ésta, justamente, la vocación más honda de la universidad, como "comunidad de maestros y discípulos" que comparten el gozo de buscar la verdad y de comunicarla de manera personalizada. La Constitución Ex Corde Ecclesiae sobre las universidades católicas señala que "sin descuidar en modo alguno la adquisición de conocimientos útiles, la Universidad Católica se distingue por su libre búsqueda de toda la verdad acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios. Nuestra época, en efecto, tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre." (n.4).
Cuando las culturas hablan de Dios, refieren la experiencia humana a la totalidad de la realidad, a su origen y destino. Buscan aquella sabiduría que es capaz de considerar el conjunto de todos los factores, incluida la sabiduría del propio saber acerca del mundo. Buscan aquella dimensión esencial de la libertad humana determinada por el acto de escuchar la exhortación primera e inicial del ser de todo lo que existe y que pone a las personas en el camino del pensar y del actuar conforme a la naturaleza racional del espíritu humano. Cuando por cualquier motivo se censura este acto fundacional de la libertad del espíritu se oscurece inevitablemente la razonabilidad de alguna dimensión de la experiencia. Lo que el Papa Benedicto nos recuerda en Ratisbona es que el cristianismo, como religión del Dios-Logos, es una pasión por la realidad humana tal como ella es, tal como ha sido diseñada por la Inteligencia primera que está en el origen de todo y que se revela como el Misterio que nos asombra y nos pone en camino hacia nuestra propia autorrealización y cumplimiento.
Siguiendo esta misma línea argumental, en su discurso inaugural de la Conferencia de Aparecida, el Papa se preguntaba: "¿Qué es lo real? ¿Son realidad sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos?... El gran error de las tendencias dominantes en el último siglo, error destructivo... [es que] falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de "realidad" y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas. La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano".
"Pero surge inmediatamente otra pregunta: ¿Quién conoce a Dios? ¿Cómo podemos conocerlo?... Para el cristiano el núcleo de la respuesta es simple: Sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y él, "que está en el seno del Padre, lo ha contado" (Jn 1, 18). De aquí la importancia única e insustituible de Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad... Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; el Dios-con-nosotros".
Al considerar a Dios como la realidad fundante, es decir, como la "realidad de la realidad" el Papa eleva el tradicional discernimiento ético-crítico del "ver, juzgar y actuar" a un plano ontológico / teológico. Con ello, preserva, por una parte, a la razón de su reduccionismo al plano del positivismo empiricista, como también a la ética del "relativismo" actualmente dominante que busca fundarla no en la realidad sino en el consenso social o en el contrato entre personas. Ofrece, al mismo tiempo, un punto de referencia más objetivo y amistoso para el diálogo con quienes no son cristianos, a condición de que no renuncien a plantearse la pregunta por el sentido último de todo.
Esta mirada del Papa fue ampliamente recogida en todo el Documento de Aparecida. También en su diagnóstico sobre la realidad. Por ello, aunque se detiene también en la descripción de ámbitos específicos de la vida social, define los desafíos introducidos por la globalización, la ciencia, la técnica y el uso de medios masivos de información como un gran desafío cultural, es decir, transversal, que atraviesa todas las esferas de la vida humana. La realidad aparece a los ojos de las personas como una realidad fragmentada, con sentidos parciales, pero sin sentido unitario. "La sociedad que coordina sus actividades sólo mediante múltiples informaciones, cree que puede operar de hecho como si Dios no existiese. Pero la eficacia de los procedimientos lograda mediante la información, aún con las tecnologías más desarrolladas, no logra satisfacer el anhelo de dignidad inscrito en lo más profundo de la vocación humana. Por ello, no basta suponer que la mera diversidad de puntos de vista, de opciones y, finalmente, de informaciones... resolverá la ausencia de un significado unitario para todo lo que existe. La persona humana es, en su misma esencia, aquel lugar de la naturaleza donde converge la variedad de los significados en una única vocación de sentido... La persona busca siempre la verdad de su ser, puesto que es esta verdad la que ilumina la realidad de tal modo que pueda desenvolverse en ella con libertad y alegría, con gozo y esperanza" (n.42).
Este fenómeno no sólo afecta a la persona individual, sino también a la solidaridad intergeneracional que da sustentabilidad a la sociedad en el tiempo. Por ello, llaman la atención los obispos latinoamericanos sobre el hecho de que "las tradiciones culturales ya no se transmiten de una generación a otra con la misma fluidez que en el pasado. Ello afecta, incluso, a ese núcleo más profundo de cada cultura, constituido por la experiencia religiosa, que resulta ahora igualmente difícil de transmitir a través de la educación y de la belleza de las expresiones culturales, alcanzando aun la misma familia que, como lugar del diálogo y de la solidaridad intergeneracional, había sido uno de los vehículos más importantes de la transmisión de la fe" (n.39). Llaman, en consecuencia, a "recomenzar desde Cristo... Sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 30), [para que] la cultura pueda volver a encontrar su centro y su profundidad, desde donde se pueda mirar la realidad en el conjunto de todos sus factores, discerniéndolos a la luz del Evangelio y dando a cada uno su sitio y su dimensión adecuada" (n.41).
Este diagnóstico nos urge a tomar renovada conciencia de la vocación propia de las universidades católicas como lugar de integración del saber y de diálogo intergeneracional. Pero nos recuerda también la dificultad que tenemos con nuestros propios alumnos de transmitirles la nobleza de nuestra cultura, su sentido religioso y, en última instancia, la misma fe. Favorecer el diálogo con la cultura actual desde la tradición metafísica de la razón y desde la tradición sapiencial de la fe en una síntesis que, sin confundir las diferencias, muestra su recíproca correspondencia, puede llegar a ser un ambicioso programa de trabajo para las universidades católicas. Puede reunir interdisciplinariamente a especialistas de los diferentes ámbitos del saber. Pero no alcanzará profundidad sino hasta que se haga cultura, es decir, hasta que la síntesis revele su sabiduría y ésta pueda ser acogida personalmente por quienes participen del diálogo. Estamos recargados de información sobre los aspectos funcionales de la vida social y de la propia vida universitaria. Pero ello no basta para descubrir los desafíos culturales que nos presentan nuestras sociedades en la época actual. La medida de toda cultura es el cultivo de sí mismo como sujeto personal. Si nuestros estudios acerca de la realidad no logran despertar en las personas el deseo de cultivarse para comprender mejor su vida y su historia, es que no han encontrado todavía la profundidad necesaria. Desde el horizonte de la sabiduría, toda la realidad nos interpela hacia el desarrollo de la propia vocación y nos persuade a ponernos en camino para su realización y cumplimiento.
Pero también es necesario que la universidad católica tenga un lugar destacado en el espacio público de la sociedad. Los conceptos antropológicos tradicionales de la metafísica, como son el bien, la verdad y la belleza, han ido desapareciendo progresivamente del espacio público, dominado por los medios de comunicación de masas, los cuales clasifican toda la realidad comunicacional en información, publicidad o entretención. La universidad tradicionalmente ha ocupado los espacios de la cultura oral (el aula) y de la escrita (el libro). Pero la nueva cultura audiovisual se ha desarrollado preferentemente fuera de la universidad y con criterios más industriales que culturales, lo que ha llevado a algunos a hablar de "industria cultural" que es, en cierto sentido, una contradicción en los términos, puesto que la cultura exige personalización, que es exactamente lo contrario que realiza la industria. Pero es tan alto el impacto de los medios audiovisuales en su velocidad de circulación y en su capacidad de persuasión que prácticamente monopolizan el espacio público de la sociedad, determinando qué es real y qué es ficción y cuál es la prioridad con que deben enfrentarse sus problemas. En muchos aspectos, los medios de comunicación han ido desplazando el valor que tenían las instituciones, asignándoles ellos mismos el prestigio y el grado de confiabilidad del que gozan.
En este contexto, no es difícil que las universidades deformen también su visión sobre sí mismas y sobre su arraigo en la sociedad, buscando encontrar prestigio en la oferta de soluciones técnicas y en la eficacia de sus resultados, subordinando y hasta olvidando la tradición sapiencial a la que pertenecen. La tendencia internacional actual de la educación superior pareciera encaminar a las universidades a formar un solo gran sistema industrial universitario con acreditaciones estandarizadas de planes de estudios y competencias equivalentes, de tal modo que en el futuro sea indiferente estudiar en un sitio o en otro, con un profesor u otro.
Pienso que las universidades católicas tienen, en este contexto, la particular oportunidad de prestar un servicio a la sociedad manteniendo viva su tradición sapiencial, reflejándola en la amplitud de la mirada con que logren juzgar la realidad social y cultural de sus respectivos países y en la solidaridad intergeneracional que logre suscitar entre profesores y estudiantes que reconocen como un don el aprendizaje recíproco. Sólo sobre estos pilares es posible promover un diálogo permanente a favor de la dignidad de la vida humana como valor supremo del orden justo y no sólo el valor de la información y de la eficiencia que son los que promueve el orden funcional de la sociedad.
1 Todas estas citas proceden de la mencionada conferencia de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona
2 Heidegger Martin, "¿Qué significa pensar?", Editorial Trotta, Madrid 2005, pg. 207
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