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Disgregar se ha puesto de moda

Disgregar se ha puesto de moda
Artículo de Víctor Corcoba Herrero que reflexiona sobre el valor institucional del matrimonio, su relación con las autoridades públicas y la valoración que hacen de ella los gobiernos.


Por: Víctor Corcoba Herrero |



ALGO MÁS QUE PALABRAS


Cumpliendo los deberes con Hacienda, que como bien se ha dicho debiéramos ser todos, caí en la cuenta, de que haciéndola por separado, o sea, disgregando la unidad familiar, salgo beneficiado. Lo de disociar y disolver, al parecer, tiene sus ventajas, también en los bienes matrimoniales.


La comunión conyugal, como donación mutua de dos personas, parece no cotizar a la baja a la hora de contribuir con los impuestos. A los hechos me remito: la separación de bienes se acrecienta en todos los matrimonios, orientado a la permanencia e indisolubilidad, unión que ya no es lo que era, puesto que, al igual que una roca se desune por la acción de la atmósfera, el ser humano se corrompe por sus propias y mezquinas acciones.

Hoy por hoy, a mi juicio, no se reconoce el valor institucional del matrimonio, en su justa medida, por las autoridades públicas. En bastantes ocasiones, la situación de las parejas no casadas se les beneficia aún más, sí cabe, que el matrimonio debidamente contraído. Tienen todos los beneficios de los casados, todos sus derechos, pero muy pocos deberes de responsabilidad.

Fruto de esa disgregación matrimonial que vivimos (y sufrimos), ha dado lugar a unos niños, que aunque lo tengan todo, no tienen lo más importante, el cariño de unos padres unidos, que, además no disponen de mucho tiempo. En ocasiones, sólo el móvil es lo único que les une.

Se pasan la semana, como mucho, con el beso de buenas noches. Y es que las jornadas de trabajo tampoco benefician a las familias casadas, que tienen derecho a un orden social y económico en el que la organización del trabajo permita a sus miembros vivir el mayor tiempo posible juntos, y que no sea obstáculo para la unidad, bienestar, salud y estabilidad del hogar, ofreciendo también la posibilidad de un sano esparcimiento.

Para ese ocio, desde luego, también se necesita una remuneración suficiente para fundar y mantener dignamente a la familia, sea mediante un salario adecuado, o complementándolo con otras medidas sociales, para llegar a ese mínimo vital (raquítico en la declaración de la renta) que debe incrementarse, no a base de horas extraordinarias o haciéndolo los dos cónyuges, que va en detrimento de la vida familiar.

¿Cuántas administraciones están dispuestas a premiar la labor realizada en casa, ya sea por la madre o el padre? A lo mejor podíamos prescindir de tantas ventanillas sociales que son una carga para el contribuyente y muy poco resolutorias.

Ahondando en la división, y en la falta de cumplimiento de los derechos por parte de las administraciones, los padres que tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales y religiosas, teniendo presentes las tradiciones culturales de la familia que favorecen el bien y la dignidad del hijo; tampoco reciben de la sociedad la ayuda y asistencia necesarias para realizar de modo adecuado su función educadora.

¿Cuántas veces se les deniega a los padres el derecho de elegir libremente las escuelas u otros medios necesarios para educar a sus hijos según sus conciencias?

También la familia tiene el derecho de esperar que los medios de comunicación social sean instrumentos positivos para la construcción de la sociedad y que fortalezcan los valores fundamentales del vínculo. En otro tiempo, existían programas televisivos que hacían familia. ¿Los recuerdan?.

Si somos esponjas sociales, y los jóvenes más todavía, no queremos empaparnos de escenas horrendas o de músicas violentas. La inquietud sobre el nivel de violencia, junto con las preocupaciones sobre el mal lenguaje y el contenido sexual, debiera preocupar y poner a trabajar a todas las instituciones en común, sin disgregar responsabilidades.

Resulta alarmante ver a tipos violentos y agresores, siendo recompensados por la violencia que generan. Sólo hay que encender la tele y ver. Todo vale a cambio de audiencia. ¿Qué poco valor tiene la vida del hombre para algunos?

Con la llegada del verano, también proliferan los conciertos, sufragados en parte (o en todo) por los ayuntamientos de turno. A propósito, se me ocurre una reflexión, a raíz de unos resultados de investigación realizados por una universidad.

Tras escuchar siete canciones violentas de siete artistas y otras no violentas de otros siete, se les dio a los estudiantes algunas tareas psicológicas para medir los pensamientos y sensaciones agresivas. Los resultados de los experimentos demostraron que las canciones violentas, provocadoras y mordaces, llevaron a más interpretaciones agresivas, aumentando la velocidad retentiva frente a las pacíficas.

Todo un dato a tener en cuenta, sobre todo aquellos conciertos que se sufragan con dinero público, dinero al que contribuimos todos los ciudadanos.

En suma, que lejos queda el matrimonio, aquella institución natural a la que está exclusivamente confiada la misión de transmitir la vida. Nos lo hemos cepillado. Ha perdido su identidad.

En las familias ya no conviven abuelos con nietos, ni hijos con padres. Las soledades se curan con pastillas y la disgregación se salva con festines de alcohol. Por ello, hemos de ser esa conciencia crítica que apueste por esa construcción de un auténtico humanismo familiar, a resultas de que un pueblo aliado en la alianza de personas en el amor, y no en el vicio, siempre será un pueblo gozoso y no viciado.







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