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4. Los tipos de incredulidad

4. Los tipos de incredulidad
Reflexiones a un joven que está perdiendo la fe, a un adulto que ya la ha perdido y a un cristiano inseguro






LOS TIPOS DE INCREDULIDAD

Y vamos a empezar por un tipo de incredulidad sin duda el más extendido y que en realidad no merecería el nombre de incredulidad, sino de indiferencia religiosa: no es que no se crea, es que no le interesa creer. Esta incredulidad puede prevenir de dos ángulos diferentes, dando lugar a dos tipos marcados de incrédulos indiferentes: indiferentes por ausencia del valor religioso, indiferentes por sustitución del valor religioso.

A. INCREDULOS POR AUSENCIA DEL VALOR RELIGIOSO
Hogares sin valores religiosos

Con frecuencia se encuentra uno a tipos de éstos: si se les pregunta o si sale el tema religioso en la conversación, dicen que ellos no creen en el Cristianismo. A veces con frase más enérgica, que ¨ ellos no creen en paparruchas ¨. Depende del interlocutor y el efecto que quieran producir. Pero de todos modos siempre lo dicen con cierta expresión de niño listo, que les dice a sus amiguitos que él ya no cree en los Reyes Magos. Se sienten seres liberados. Y para hacernos ver que, en efecto, se liberaron, nos cuentan cómo de niños iban a misa todos los domingos sin faltar y comulgaban, fueron monaguillos, asistieron a un colegio dirigido por religiosos y hasta pertenecieron a la Congregación Mariana, y como el torero que entra a matar, aducen un último dato: tienen una tía que es monja o son
íntimos amigos de tal sacerdote.
Con todos esos datos están queriendo decirnos que su pedigree de catolicismo era inmaculado y sin bastardías.
Y con eso quieren hacer creer y quizás ellos mismos así lo crean, que realmente algún día tuvieron fe, que algún día fueron personas religiosas.
Sin embargo, la realidad es que nunca tuvieron fe, nunca fueron personas religiosas a pesar de sus misas y comuniones y hasta de su tía monja. Están confundiendo creer con practicar. Y algo se puede practicar por muchas razones, aunque no se crea en ello.
Y no les culpo a ellos las más de las veces de que no hayan tenido nunca fe. Son producto de un hogar y de un ambiente.
Generalmente provienen de hogares con un Cristianismo convencional. Para sus padres el ser católico era un encasillado más de los que seguían a su nombre: Fulano de tal, casado, abogado, de tales ideas políticas, fanático de tal equipo y católico: en ese orden. Van a misa los domingos por aquello de que en el grupo social en que se mueven casi todos van a misa los domingos; es lo convencional, respetable y hay que dar buen ejemplo a los hijos. Y de paso hay que estar bien con Dios y cumplir con El, para que El también cumpla con nosotros. Es una especie de soborno o de prima de protección que se le paga a Dios semanalmente. Pero ahí acaba su religión: la corbata que se pone durante una hora los domingos.
Para ellos el Cristianismo no es una respuesta, la respuesta verdadera al sentido de la existencia. No les preocupa, ni les preocupó nunca este problema; nunca hicieron un alto en la vida para pensar cinco minutos corridos por qué y para qué existen y trataron de realizar la importancia única de este problema. Esto no produce dividendos y la vida ya está muy llena de problemas y preocupaciones. Como dice E. Fromm: ¨ Hay muchas personas que van a la Iglesia y practican la religión, pero que en realidad son unos conformistas, unos acondicionados: están dando respuestas aprendidas y memorizadas, pero nunca vivieron el problema ¨.
Desgraciadamente, este Cristianismo vegetal, hecho de reflejos condicionados, sin haber llegado todavía a la plena conciencia de sí mismo, es el Cristianismo de una masa ingente, aun en los países llamados cristianos . Esto es lo que quiso expresar el protagonista de ¨ La Muralla ¨, de Calvo Sotelo, después de su conversión: ¨ Soy un español, que se ha convertido al catolicismo ¨, y sin embargo, casi entra en la definición de español el ser católico.
Y, naturalmente, los hijos no pueden absorber el valor religioso de unos padres que tanpoco lo tenían. Les llevaban a misa, les hacían hacer la Primera Comunión, y otras prácticas religiosas, pero el niño aún creía que eso era parte del convencionalismo social, lo mismo que masticar con la boca cerrada. Practicaban, pero no creían. Eran prácticas religiosas, pero la motivación no lo era y, por consiguiente, eran sólo prácticas, no eran vivencias.

Incrédulos de hogares religiosos

Otras veces, el caso es en cierto modo más triste, porque se trataba de padres, sobre todo madres, que eran sinceramente religiosas y que querían dar una educación religiosa a sus hijos. Pero confundieron el verbo educar con el verbo amaestrar. ¡Cuántas veces se acerca una madre llorando a un sacerdote, acongojada por la actitud irreligiosa de su hijo ya mayor y le dice: ¨ Padre, yo no sé qué le puede pasar a mi hijo: si cuando era pequeño yo lo llevaba conmigo a misa, lo hacía confesar y comulgar con frecuencia y ahora se ha apartado de la Iglesia ¨. Ahí estuvo el error: que le hicieron ir a misa, no le hicieron que quisiera ir a misa; les obligaron a confesar y comulgar, no hicieron que ellos quisieran confesar y comulgar. No les crearon los valores religiosos, les dieron nada más que algunas expresiones externas del valor religioso. Y eso es como obligar a un muchacho a que se case con una muchacha a la que no quiere, u obligarle a aprender a tocar el piano, que le aburre.
Educar es, ante todo y sobre todo, crear motivaciones estables y permanentes: no es hacer que aprenda a tocar el piano, que le importe, que le interese, que en eso vea un valor grande para él. Les damos a comer la cáscara de la nuez sin la nuez. Naturalmente, mientras son niños, mientras están bajo la dependencia de los padres, van a la Iglesia y practican la religión. Por otra parte, para ellos no es todavía demasiada carga, es algo que se hace en familia y al niño le gusta estar con su papá y su mamá. Desgraciadamente esto también ha pasado y está pasando en muchos colegios religiosos.
Creyeron que el fin del colegio era hacer a sus alumnos cristianos. Y no más bien hacer que los alumnos quisieran ser cristianos. Confundieron el hacer saber, con el hacer valer; enseñan a sus alumnos muchas cosas acerca de Dios, pero muchas veces los alumnos salen sin que les importe Dios; se les enseñan muchas cosas sobre la Iglesia, pero a lo mejor salen odiando a la Iglesia. Pero, en fin, no estoy dando una lección de pedagogía religiosa, sino exponiendo la trayectoria de este tipo de incredulidad. Sin embargo, el hecho simple es que después de una serie de años de lo que nosotros llamamos educación religiosa, los muchachos muchas veces salen sin el valor religioso: saben religión, pero les importa un comino la religión.

Resultado: la religión no es su ¨ hobby ¨

Naturalmente, al llegar esa explosión del ser, que es la adolescencia, el ansia de vivir y de gozar plenamente esta vida que están empezando, invade al joven. Y todo aquel débil tinglado religioso se derrumba. Derrumbarse es una palabra sonora y esto fue más bien un desplome silencioso; sencillamente, en cuanto pudieron hacerlo, en cuanto se sintieron suficientemente libres de la influencia paterna, dejaron de ir a la Iglesia, que era lo único relacionado con la religión que hacían. Y lo hicieron sin nostalgias ni remordimientos. Como quién se muda de una casa incómoda, a una amplia, confortable y lujosa. Aquí no ha habido lucha de ideas, no ha habido crisis. Esta incredulidad no ha venido como el desenlace de un proceso más o menos largo de estudio e investigación. Si son sinceros y tratan de revivir su pasado, verán que no ha habido una búsqueda sincera de la verdad. Al Cristianismo no le descartaron por falso, sino por molesto. No dejaron de creer, porque en realidad nunca habían creído.
Me lo decía un muchacho de último año de un colegio católico. Y me lo decía sin fanfarronería, ni adoptar pose de incrédulo, sino más bien creyendo que me estaba dando una razón válida; me decía que a él la religión no le decía nada, que no la necesitaba, que al contrario los actos religiosos le aburrían. Exactamente como yo podría explicar por qué no soy coleccionista de sellos: porque no me interesa, no lo necesito, me aburro. Y no me siento culpable, porque no veo ninguna consecuencia funesta en no serlo. Lo mismo, dicen ellos, que no creen en el Cristianismo, como yo digo que no creo en la filatelia. La religión es un ¨ hobby ¨ para quien le guste. Pero a ellos no les gusta, comprenden que haya gente a quienes les guste y respetan su gusto. Pero no es para ellos.
Les interesan otras cosas: la vida, el dinero, el placer, los deportes, las muchachas y , por consiguiente, no la echan de menos. En general son gente de poca profundidad humana, superficiales, frívolos, preocupados nada más por lo inmediato y tangible, lo que les da satisfacciones rápidas. Se han quedado en un estadio prehumano o , si queremos, infantil. Existen, pero no son. Existen, pero no han tomado conciencia de lo que es existir, no han realizado la tremenda responsabilidad de existir; no han aceptado el ser hombres. Y no les interesa aceptarlo.
Y si alguna vez, ante la presión de alguien, quieren justificar su incredulidad y darle cierta apariencia lógica, acuden por lo general a una serie de dificultades contra el Cristianismo de una superficialidad y falta de originalidad realmente desconcertante. Que si el lujo de la Iglesia, que si los curas son esto y lo otro, que si la ciencia, etc.., etc. Es ese repertorio de dificultades y ataques al Cristianismo que repiten todos esos filósofos y teólogos de café, mientras se tragan una ración de mariscos, mojados con vino o cerveza, convencidos de que son unos profundos pensadores. Nunca les ha preocupado ni les preocupa el destino del hombre, por qué existen y para qué existen.

B. INCREDULIDAD POR SUSTITUCION DE VALORES

Existe una variante de esta incredulidad, que si no es la más numerosa, sí es quizás la de más influencia, porque hace aparecer la incredulidad como un signo de intelectualidad. Es la que le ha hecho respetable y , al contrario, la que hace aparecer a los que creen como unos pobres diablos, como ciudadanos de segunda clase en el mundo de la inteligencia.
Esta característica le viene porque es la incredulidad que se ve en gran parte de los científicos, literatos, artistas, investigadores, etc. Es decir, precisamente en el grupo de hombres que por sus cualidades intelectuales, por su contribución a la cultura y a la ciencia, son la punta de lanza de esta misma cultura y ciencia y son los que con el esfuerzo de sus hombros van empujando la cultura y civilización a metas más altas. Ellos van abriendo brechas y el resto de la humanidad se va colando por las brechas que ellos abren. Y en una gran parte son incrédulos. La fuerza apologética que este hecho encierra a favor de la incredulidad es tremenda, y la impresión que hace en el joven que quiere ser y quiere realizarse, que está en ese período de explosión síquica que hemos visto y, por consiguiente, que quiere identificarse con el grupo humano, que, por así decir, ha sido más y es más, con el grupo de los realizadores, es devastadora.

Un sucedáneo de la religión

Sin embargo, cuando se observa y analiza la génesis y proceso de esta incredulidad no es más que una variante de la anterior incredulidad.
En el grupo anterior, eran los valores materiales: el vivir confortable, el placer, los objetivos principales de la existencia; eran los valores somático-sensoriales; la plenitud del ser físico del hombre. Pero en este segundo grupo es más bien la plenitud de la dimensión síquica del hombre la que se busca.
Podemos dividir a los hombres en dos grandes grupos: aquellos que tienen como objetivo fundamental de su vida el gozar y los que tienen como objetivo el hacer. No es que los primeros no hagan; al contrario, son obreros, médicos, abogados, etc., y , por consiguiente, hacen y hacen cosas importantes. Pero o lo hacen como medio para conseguir los recursos que les hagan llevar una vida más cómoda, más confortable, más agradable, o aunque les interese su profesión por sí misma y el bien que realizan con ella, no les acapara toda su vida, no les absorbe por completo.
Ahora me estoy refiriendo a los que conciben la vida como una vocación total, como un quehacer al servicio de un objetivo concreto; hombres que dedican su vida a hacer avanzar la ciencia, el arte o la cultura. Son los investigadores, artistas, científicos, literatos, políticos, etc., etc. Para citar a algunos representativos de este tipo son un Einstein, un Picasso, un Churchill, un Ramón y Cajal, un Juan Ramón Jiménez. Son hombres poseídos por una idea, por un ideal cuya grandeza, necesidad o belleza sienten profundamente. Pudiéramos decir de ellos que son valores encarnados. Y este valor encarnado en ellos hace con toda su vida lo que hemos visto que hacen los valores con el hombre en un momento dado: la movilizan, la energizan, la polarizan toda ella a conseguir ese objetivo.
Para ellos las cosas tienen interés, tienen más o menos importancia según el grado en que contribuyan a la realización de sus deseos. Lo demás apenas si les interesa. Eso nos pasa a todos en todo aquello que no entra en el círculo de nuestros valores: a mí no me interesa conocer la técnica del curtido de pieles. Lo malo de este tipo, es que en la vida prácticamente no les importa más que una cosa: ella absorbe todo su tiempo, su interés, sus energías. Padecen hipertrofia de una valor; tienen todas las ventajas y los inconvenientes de los especialistas. Fuera de su campo son, con frecuencia, de una incultura verdaderamente enciclopédica, porque cuanto más especialistas, menos tiempo pudieron dedicar a las otras cosas. Por eso se ha dicho que el especialista es un señor que empieza sabiendo casi nada de todo, continúa sabiendo más de menos y acaba por saber todo de nada.
Y esto les pasa con la religión. La religión no les interesa; no la rechazan, no sienten hostilidad hacia ella, sencillamente no les preocupa. Porque su vida está orientada en otra dirección, porque son otros sus intereses. Ni más ni menos que como a un médico, ni le interesa, ni entiende de ingeniería o de derecho procesal.
Tiene otros objetivos en la vida; objetivos que le llenan, que le satisfacen, que le dan un sentido de misión; esta dedicación total es para ellos una cuasi religión. El valor religioso de la existencia, si alguna vez lo tuvieron, va muriendo lentamente y acaba por desaparecer o permanecer aletargado en ellos; porque un valor que n se mantiene, que no se vive, acaba por extinguirse.
Estos son también incrédulos por indiferencia. Tampoco han llegado a esta incredulidad por razones, por argumentos, como resultado de estudios profundos en la materia. Pero a diferencia de la anterior, que fundamentalmente era un hedonista, éste es un realizador. El ha encontrado un sentido a la vida y lo vive, le llena de satisfacción; es verdad que es un sentido de la vida, que no es ¨el ¨ sentido de la vida, pero para él se ha convertido realmente en ¨el¨ sentido de la vida.
Triunfan como científicos, como artistas, como políticos, pero fracasan como hombre en el sentido total de la palabra. Ese sentido particular de su vida o vocación individual no ha sido integrado en el sentido más profundo y vasto de su existencia; porque no necesitan destruir ese destino particular de su existencia, sino integrarlo en su destino total, tomarlo como la forma concreta, en la que ellos van a realizar su destino como existentes, como hombres. Han sido llamados a completar la creación, a que ésta realice todas sus potencialidades, a hacer un mundo mejor para todos los hombres. Pero no les interesa esta visión religiosa o integradora de su vocación humana. Fracasan como seres, al mismo tiempo que triunfan como individuos.
Pero este fracaso como seres no lo siente, no les preocupa, porque está allá abajo, está tapado y compensado por ese otro triunfo como individuos, que está llenando su vida y dándole un sentido grande y noble. Fracasan mientras triunfan, que es el más irreconocible de los fracasos.


Intelectualización de esta incredulidad

Sin embargo, aunque no han llegado a la incredulidad por razones lógicas, después, sí, creen tener razones suficientes para ser incrédulos.
Porque tienen un bagaje religioso sumamente deficiente; en el mejor de los casos, en aquellos que estudiaron religión de niños es la religión que aprendieron en la escuela o en el colegio, necesariamente bastante elemental, aprendida la más de las veces con desganas y memorísticamente. Los profesores de religión en los colegios saben muy bien lo difícil que es la más de las veces esta clase. Por otra parte, necesariamente tienen que comprenderla de una manera más o menos infantil, dada su edad; si no es que además les enseñaron una religión llena de ideas inmaduras e incompletas, caso que no es infrecuente. Yo recuerdo mis clases de religión con aquellos textos despiadados llenos de argumentos y silogismos disecados que tratábamos de aprender para los exámenes lo mejor que podíamos, pero sin interés apenas. Y eso que yo me estaba preparando para el sacerdocio en un colegio y la religión me interesaba, la apologética sobre todo me interesaba profundamente. Y este es el mejor de los casos: porque para muchos otros los conocimientos que tienen del Cristianismo, son los que han ido arrebañando en revistas y periódicos, algo así como la cultura sobre medicina, que los que no somos médicos tenemos, absorbida de revistas, periódicos y folletos de vulgarización.
Naturalmente, con este bagaje religioso es imposible que puedan resolver las dificultades y problemas que sus conocimientos humanos y científicos, cada vez más profundos, les van presentando.
No encuentran solución a estas dificultades y piensan que es porque no tienen solución. No hay que olvidar que las más de las veces, además, tienen interés en que no la tengan, o por lo menos no tienen el interés para buscarla. Pero estas dificultades les proporcionan la estructura lógica que necesitaban para su incredulidad de personas intelectuales.
No voy a detenerme más en esto, porque más adelante analizaremos algunas de estas dificultades más frecuentes; pero sí quiero poner aquí un ejemplo porque sirve de confirmación de lo que estoy diciendo y para explicarlo mejor. Y voy a tomar el ejemplo de un gran científico, de un premio Nobel, de uno de los más grandes matemáticos que ha habido y, por consiguiente, alguien que está acostumbrado al rigor tremendamente lógico de las matemáticas; y que por añadidura también se dedicó a filosofar por su cuenta. Me refiero a Bertrand Russell.
Véase cómo ¨pulveriza¨ uno de los argumentos de la existencia de Dios: el de la Causa Primera. ¨ Se ha mantenido que todo lo que vemos en este mundo tiene una causa, y a medida que uno va en la cadena de las causas más y más hay que llegar a una Primera Causa a la que llamamos Dios… Por mucho tiempo acepté el argumento de la Primera Causa hasta que a la edad de 18 años encontré la falacia de este argumento. Si todo tiene que tener una causa, entonces Dios tiene que tener una causa. Si tiene que existir algo sin una causa, lo mismo puede ser el mundo que Dios, de modo que este argumento no vale nada ¨. Lo malo no es que esto se le haya ocurrido a los 18 años, lo triste es que esto lo escribió después que tenía ya 50 años. Es una confirmación de lo que decía antes: que un argumento aparentemente lógico le impide a uno seguir investigando y ver si los fundamentos en que se basan son verdad. Porque precisamente el argumento, tal como él lo presenta y sobre el tipo de ¨ serie de causas ¨ sobre las que él lo funda, es precisamente el argumento en que todos los filósofos cristianos, cuando llegan a exponerlo, caucionan a sus lectores de que no es válido.
No voy a detenerme en explicar esto, porque no viene a nuestro propósito. Pero ya tenemos el primer fallo fundamental; está refutando el argumento que no es, el que expresamente tienen cuidado los filósofos de descartar. Además, está confundiendo causa ¨ eficiente ¨ con causa ¨ suficiente ¨. Lo que se dice en filosofía es que todo lo que existe tiene que tener una causa o razón ¨ suficiente ¨ por la que existe, no precisamente una causa o razón ¨ eficiente ¨. Es decir, que tiene que tener una explicación de por qué existe: o la tiene en sí mismo, tiene en su misma esencia la razón de su existencia, como el círculo tiene en sí mismo, en su misma esencia, la explicación de por qué es redondo; o la tiene en otro. Y lo que decimos es que el mundo por las propiedades que tiene no puede tener en sí mismo la razón suficiente por la que existe: que no puede ser un ser que exige por sí mismo existir necesariamente, que no puede ser el Ser Necesario, como un cuadrado no puede ser círculo, porque tiene en sus características esenciales algo que le impide ser círculo.
Me vienen deseos de decir aquí lo que le dijo un acomodador de teatro a un individuo mientras examinaba su boleto de entrada: ¨ no sólo se ha equivocado usted de asiento, de fila y de sección, sino también de teatro y de día ¨.
Este es un ejemplo tomado de su libro Why I am not a Christian. Lo que digo está a principio del libro apenas entrando en maestría, y créame el lector que he tenido que resistir la tentación de seguir citando más ejemplos de ese mismo libro y sólo en las páginas siguientes.

Fuerza real de esta incredulidad

El hecho de que me esté deteniendo en este tipo de incredulidad más de lo que planeaba, se debe al influjo tremendo que tienen este tipo de incrédulos sobre los demás. Da un aire de intelectualidad a la incredulidad; permite a los otros incrédulos de más cortos alcances intelectuales codearse con ellos, lo que les da más seguridad y prestigio en su incredulidad. Sin embrago, esos mismos no acudirían a Einstein o a Heisenberg para que les diagnosticara un sencillo caso de apendicitis, porque en medicina son semianalfabetos y les importa más salvar la vida que haber sido operados por un genio como Einstein. Ni creo que se sentirían más seguros. Pero es curioso el babiequismo intelectual y religioso de una gran parte de la humanidad.
Y si sobre algunos este influjo es más nocivo y deletéreo es sobre los jóvenes. Va el joven a la Universidad con esas ansias de ser, de realizarse, de ser reconocido, propio de esa explosión de ser, que es la juventud y ve a profesores brillantes, de fama nacional e internacional, oye hablar de científicos, artistas, investigadores, etc., que no creen, oye quizás sus comentarios sobre la religión y naturalmente al joven le impresionan.
Es el grupo de personas con el que quiere identificarse porque son los ¨cerebros¨ de la humanidad y automáticamente les extiende un cheque en blanco de confianza. Además le están diciendo lo que él quiere oír. Desde luego que este cheque en blanco no se lo extendería para que le invirtiesen su dinero o le diagnosticaran de una enfermedad, ni siquiera para decorar su casa.
Pero la tentación a concederle esa autoridad en materia religiosa es casi insuperable. ¿Por qué? Porque la autoridad se debe basar en los conocimientos que tienen de la religión. Y ¿cuándo los adquirieron? Estúdiese de cerca la vida de todos esos grandes hombres y señálese cuándo estudiaron el Cristianismo. ¿Cuándo lo estudio Einstein, o Heisenberg, o Plank, o Picasso? Y lo mismo digo de los sabios católicos: aunque su testimonio valga un poco más, porque por lo menos prueba que no ven contradicción entre lo que creen y lo que saben.
No basta ser un genio o tener una gran inteligencia. La inteligencia necesita trabajar sobre datos, y si la inteligencia, la más grande de las inteligencias, no tiene datos suficientes o tiene datos equivocados, no podrá obtener resultados válidos. Y eso aun en su misma especialidad. Einstein no hubiera podido formular su teoría de la relatividad, aun con el mismo talento, 50 años antes porque le hubieran faltado datos. Y tampoco la hubiera formulado, si no le hubiera interesado la ciencia, porque sin este interés no hubiera movilizado sus energías y hecho el esfuerzo extraordinario y empleado el tiempo necesario para resolver este problema.
Y precisamente en nuestro caso faltan las dos cosas: el conocimiento de los datos del problema, y el interés y tiempo para resolverlo. ¿Dónde está, pues, el valor de su testimonio?
Estamos, pues, en el caso anterior. Sólo que por distintas razones. Más nobles, más dignas, lo que se quiera; pero el resultado es el mismo. Por eso puedo decir lo mismo que en el caso anterior: no ha sido una investigación seria del Cristianismo y las otras soluciones la responsable de su falta de fe.

C. INCREDULIDAD HOSTIL

La actitud fundamental que había tras los anteriores tipos de incredulidad –no digo que no haya también mezcladas otras actitudes- es la indiferencia, la apatía religiosa. En el tipo que vamos a estudiar no es la apatía, es la antipatía.
Estos no son indiferentes en materia religiosa. A éstos les molesta positivamente el Cristianismo; les provoca a una hostilidad más o menos intensa. Si para los anteriores el Cristianismo no era un valor, para éstos se convierte en un antivalor. No sólo no creen en él: éstos anticreen en él. Tienen una actitud beligerante.
Cuando hablan del Cristianismo lo hacen en términos agresivos, insultantes o rencorosos. Siempre tienen a mano una serie de hechos denigrantes para la Iglesia y los comentan con fruición: el oscurantismo de la Iglesia, la Inquisición, Galileo, la intolerancia religiosa, la riqueza del la Iglesia, etc., etc. Y lo mismo sucede con los miembros de la Iglesia, sobre todo con los más representativos de ella. Coleccionan hechos escandalosos y poseen todo un anecdotario. Y según las situaciones, interpretan los hechos, sin ser consistentes consigo mismos: si la Iglesia se mete en cuestiones sociales, se está metiendo en política; si no se mete, si hace la vista gorda sobre las injusticias sociales, la Iglesia es la aliada de los ricos. Y naturalmente, como no existe la acción absolutamente perfecta, porque siempre le faltará algo, o podía ser mejor o habrá un punto deficiente en ella, siempre existirá un ángulo que se pueda criticar y es por ahí por donde ellos siempre enfocan las acciones de la Iglesia.
Y es también el tono con que proponen las dificultades y objeciones contra el Cristianismo. No las proponen, las escupen; no esperan una explicación, esperan una confesión; no preguntan, acusan. Si se les explica o se les resuelve una dificultad, ponen una nueva y así ¨ ad infinitum ¨. No se agotarán nunca, porque para ellos y para que el Cristianismo sea verdadero, tiene que explicar claramente todas las realidades, pasadas, presentes y futuras, visibles e invisibles. En realidad no están buscando si el Cristianismo es verdadero, están empeñados en que sea falso. Y no es que yo niegue que en la Iglesia haya muchos defectos, muchas deficiencias, que en su doctrina no haya dificultades; todo es lo acepto, pero no las consecuencias que de ello quieren sacar.

Actitud religiosa hostil y juventud

Esta actitud más o menos hostil, esta rebeldía respecto del Cristianismo es un fenómeno muy universal y extendido que no se limita a la juventud, pero es en la juventud donde se suele dar con más virulencia y agresividad. Más aún, es difícil que es esa etapa de la vida el hombre no pase por una fase de hostilidad mayor o menor respecto del Cristianismo. Y es que no hay mejor caldo de cultivo para que este virus se desarrolle que la sicología que hemos visto de la juventud.
Y empezando por esa explosión sexual que se da en los jóvenes, esa fuerza casi obsesiva a veces, avasalladora, que está buscando continuamente un escape, una satisfacción inmediata. El joven, naturalmente, quiere satisfacer ese impulso, quiere gozar ese placer sin remordimientos, ni sentimientos culpables, gozar plenamente del festín de la vida, y al hacerlo se encuentra con la Iglesia. Con la Iglesia que le dice que eso no debe ser, que debe luchar sin cansarse, a pesar de las caídas, por controlar ese instinto sexual, por refrenarlo, por irlo integrando dentro de la personalidad razonable del hombre.
Y el joven siente lo difícil que es esto, la tensión de lucha que exige continuamente de él; las derrotas, las caídas, y el sentimiento de culpa que las acompaña. Y todo eso se lo debe al Cristianismo, la responsable es la Iglesia que le está pidiendo una moral imposible. Y la acusan de incomprensiva, atrasada, insensitiva a las necesidades del hombre. Sobre todo, cuando ven en tantas películas modernas que el sexo y las relaciones sexuales entre los que se atraen físicamente se presentan como algo normal, como beberse juntos un ¨cock-tail¨ ; en que primero se van a la cama y después se preguntan el nombre; cuando en tantos libros, revistas, conferencias se defiende la satisfacción sexual, en la forma que sea, solo o acompañado, como algo saludable y conveniente, con un ¨barrage¨ tremendo de racionalizaciones. En un mundo así, naturalmente, la Iglesia aparece como la gran Agua-fiestas del goce de vivir. Y a eso se añaden las otras obligaciones que nos imponen: esa misa dominical que resulta como una espina clavada en el costado del domingo, que estropea el plan para irse a la playa o a la sierra, o hay que madrugar.



Rebeldía contra el Establecimiento

Junto a este aspecto se alza también el aspecto más intelectual que irrita tanto, sobre todo hoy día, la dignidad e independencia del hombre. Esa pretensión de la Iglesia a ser infalible y, apoyada en esa infalibilidad, querer imponer a la inteligencia humana una serie de dogmas y creencias que el hombre tiene que aceptar, aunque no las comprenda. Y una serie de normas y preceptos morales, dictando al hombre lo que tiene que hacer, invadiendo el santuario inviolable de su conciencia. ¿Por qué la Iglesia tiene que dictarle al hombre lo que tiene que pensar, lo que tiene que querer y lo que tiene que hacer? La Iglesia es, pues, la enemiga del hombre.
Esta impresión se acentúa por la forma con muchas veces se propone el Cristianismo: como una colección de dogmas, preceptos y ritos que el hombre tiene que aceptar y cumplir, o si no… Es decir, se presenta como algo exterior al hombre, como una camisa de fuerza que el hombre se tiene que dejar poner y llevarla puesta toda la vida; y si así lo hace, se salva, y si no, se condena. Es algo, pues, que el hombre tiene que tragar a la fuerza, que se le empuja por el esófago, mientras se le tapa la nariz, para que no tenga más remedio que tragarlo.
Ahora bien, si todo lo anterior a cualquier hombre le coloca a la defensiva, podemos suponer que en la juventud esta reacción defensiva y de rebeldía tiene que ser mucho más intensa. Recuérdese lo que decíamos, de su alergia a todo lo que fuera imposición, autoridad y aun sólo consejos. Y la Iglesia le viene a dictar toda su vida. ¿Cuál esperamos pueda ser su reacción?

Reacción contra los padres

Esta rebeldía se agrava muchas veces, cuando se han tenido padres dominantes, autoritarios por exceso, duros e incomprensibles, porque entonces el rechazo a toda autoridad se hace casi obsesivo e instintivo. Y si resulta que además estos padres duros e incomprensivos eran unos padres religiosos, que trataron de imponer a sus hijos a la fuerza las prácticas religiosas, entonces el rechazo religioso es tres veces más potente: por ser jóvenes, por habérselo querido imponer a la fuerza sus padres y porque le sirve de instrumento de venganza para castigar a esos mismos padres en lo que más les duele. ¡Cuántas veces, al hablar contra el Cristianismo y la Iglesia, es en realidad contra su padre o su madre contra los que están hablando! ¡Cuántas veces, al rebelarse contra la Iglesia, es contra su madre contra la que se están rebelando, porque la Iglesia les recuerda aquellos rasgos que tanto les molestaban de su madre dominante, sobreprotectora o posesiva, que no les dejaba ser, que tenía que hacer las decisiones por él, y dictarles hasta el último detalle: ¨ porque el pobrecito no sabe lo que le conviene ¨ o ¨ no tiene experiencia ¨, ¨ se puede hacer daño ¨.
El niño también va formando su idea de Dios a base de la relación existente entre él y su padre. El padre viene a ser en el hogar, lo que Dios en el universo. Y si ese padre es un ser duro, tiránico, incomprensible, es muy difícil que la idea de Dios que el niño se va formando no sea también la de un Dios tiránico y arbitrario. Me decía una vez un siquiatra, y otro me lo confirmó, que todos los casos, sobre todo en jóvenes que habían acudido a su consulta y decían que no creían en Dios, eran personas que habían tenido una relación muy pobre con sus padres; no creen en Dios como no creen en su padre. No quiero decir que todos los ateos sean así, pero que en muchos puede haber sido un factor muy importante.

El Cristianismo como enemigo

Todas estas actitudes y otras afines que se entrelazan y se refuerzan mutuamente crean en un gran número de hombres, pero que sobre todo aparece más radicalizada en la juventud, una actitud de rebeldía, de hostilidad más o menos agresiva respecto del Cristianismo y de la Iglesia. Al Cristianismo se le mira como un enemigo que le quiere dominar, que se quiere imponer.
Y, naturalmente, a un enemigo se le odia y rechaza en la medida que uno le considero enemigo y hay que destruirlo o por lo menos hacerlo inofensivo. Y como es esa autoridad que la Iglesia se atribuye, en la que se apoya para imponer su dictadura, es sobre todo esa autoridad de la Iglesia la que se ataca.
Por eso se habrá notado que la mayor parte de las objeciones de estos individuos contra la Iglesia no son primariamente de tipo intelectual, aunque éstas también sean bienvenidas. Son sobre todo, por así decir, de tipo personal, esas que desprestigian o quitan o destruyen la autoridad o las instituciones: son los abusos de la Iglesia, la conducta, las injusticias cometidas por sus miembros, sobre todo si son representativos de ella, la ambición, el oscurantismo, su sed de poder y de riquezas, etc., etc., las que salen primero a relucir. Y después reforzadas por casos particulares de tal obispo o de tal sacerdote que una vez… Y en los 20 siglos de historia de la Iglesia, hay suficientes escándalos, suficientes debilidades, injusticias, contubernios para llenar una biblioteca.
Todo esto hace que dejen de creer en la Iglesia. Esta actitud hostil ha creado sobre todo hoy día una nueva forma de incredulidad. Se hace una distinción: dicen que no creen en la Iglesia, no creen en el Cristianismo organizado, pero siguen creyendo en el Cristianismo, por así decir, libre. Creen en un Cristianismo tal como ellos lo conciben, como ellos creen que debiera ser; pero no se molestan en averiguar si la manera como ellos conciben al Cristianismo, coincide con la manera como lo concibió Cristo. O dan por supuesto que coinciden: porque ellos negarán la infalibilidad a la Iglesia, pero es para atribuírsela después a ellos mismos. Creen en un Cristianismo sin autoridad, sin jerarquía, sin estructuras; un Cristianismo que se reduce a ese mensaje de amor y de paz predicado por el dulce Nazareno.
Podan ese mensaje de todo su contenido dogmático, sobrenatural, sacramental, jerárquico y lo dejan reducido a un mensaje aéreo y melifluo de amor universal. Bombones para todos. Naturalmente un amor que no obliga a nada, que no compromete a nada, sobre cuya práctica no hay que rendir cuentas a nadie. Un Cristianismo sin Papa, sin obispos, sin sacerdotes, o en el que a lo más éstos son los mandatarios del pueblo, no los mandatarios de Dios; que sepan acomodarse a las debilidades humanas y que hagan leyes que se vayan acomodando a estas debilidades según van cambiando los gustos de la gente. En una palabra, que las leyes sean la expresión de lo que hace la gente, no de lo que debe hacer. Así el Cristianismo se ha vuelto inocuo y se le puede permitir vivir. Pero el problema ahora es si este Cristianismo vale para algo.

Una guerra de independencia

De nuevo en esta incredulidad hostil se está eludiendo el gran problema. Aquí no existe una actitud de sinceridad, de búsqueda desinteresada, de preocupación honda y auténtica. Aquí se está únicamente tratando de eliminar el Cristianismo, de liberarnos de él porque no nos gusta, porque nos oprime, porque nos coarta. Si realmente hubiera esta preocupación sincera, no fijaríamos nuestra atención exclusivamente en lo malo que hay en el Cristianismo y en la Iglesia: a todos nos parecía injusto y falso que nos juzguen sólo por nuestros defectos.
Lo segundo, trataríamos de averiguar si el hecho de que en el Cristianismo haya todos esos defectos de que hemos hablado, da derecho a concluir lógicamente que el Cristianismo no es divino, o si se debe a otras causas que no tienen que ver nada con su verdad o falsedad. ¿Acaso el que un niño de 4 ó 5 años apenas si razone, viva de fantasías, nos da derecho para concluir que no tiene inteligencia? ¿O el hecho de que la penicilina no cure a muchos enfermos de pulmonía, se debe a que no es verdaderamente eficaz contra esos microbios? ¿No puede ser que no se haya aplicado en la concentración debida, o a que el enfermos sea alérgico a ella, o el enfermo n se la deje poner? Más aún, ¿es que, aunque el Cristianismo fuera verdad, no hubiera pasado más o menos lo mismo? Porque a no ser que el Cristianismo fuese algo que destruyese la libertad del hombre, algo que una vez aceptado cambiase al hombre aun en contra de su voluntad, que no exigiese ningún esfuerzo personal, entonces si; entonces tendríamos derecho a concluir que el Cristianismo es falso, porque no es eficaz para hacer buenos a todos los que dicen ser cristianos.
Pudiera parecer que esta actitud hostil del Cristianismo es peor que la indiferencia. Pero no es así. En realidad, están más cerca del Cristianismo que los anteriores. El Cristianismo sigue existiendo en ellos a través del odio. La muerte del amor no es el odio, es la indiferencia: cuando una muchacha ve al que fue su novio con otra muchacha y no le importa nada; cuando la esposa oye llegar al esposo a las 3 de la madrugada y se vuelve a dormir enseguida tranquilamente, el amor ha muerto.
Por eso también, este tipo de incrédulos tienen más profundidad humana que los anteriores porque se están defendiendo contra algo y nadie se defiende de algo a lo que no le de importancia, a lo que no sospecha que pueda ser trascendental. No existen hoy en día incrédulos del dios Júpiter ni de Blanca Nieves.





D. INCREDULIDAD HUMANA

Absolutización del hombre


Este tipo de incredulidad es característica de nuestro tiempo como cultura: en segunda veremos por que. Es lo que pudiéramos llamar la absolutización del hombre. Es un tipo de incredulidad ampliamente difundida en vastos sectores intelectuales y menos racionalizada, con menos empaque intelectual en una gran masa de la población. Más que un sistema lógico deducido, es un sistema de valores vivido y racionalizado.
En este sistema el hombre pasa a ocupar el centro del universo, se absolutiza y se construye en norma de lo que es bueno y lo que es malo y, por consiguiente, de lo que debe existir y lo que no debe existir. El postulado lógico subyacente en este sistema es que lo que no es bueno para el hombre, no debe existir, no puede existir; por consiguiente, no existe. Se constituye, también, pues, en criterio de lo verdadero y de lo falso. Existe lo que es bueno para el hombre; no existe lo que es malo para el hombre. Es el valor el que decide de la existencia de la realidad, no la realidad la que decide de la existencia del valor: las cosas no existen primero y después son buenas o malas, sino al revés, las cosas son buenas o son malas, por consiguiente, existen o no existen.
Este enunciado, que como principio lógico nos parece absurdo, existe en nosotros, sin embargo, como tendencia. La exclamación instintiva de una madre cuando le anuncian la muerte repentina de un hijo o del esposo, es: ¡No! ¡Eso no puede ser! ¡Eso es imposible! No puede ser, no es, porque no debe ser; porque no debe morir, no ha podido morir, luego no ha muerto. Sólo después, cuando la cruda realidad se impone, lo va aceptando lentamente.
Este mismo proceso sicológico es el que subyace en este tipo de incredulidad. Por eso he dicho que no es un sistema lógico deducido, sino un sistema de valores vividos; es decir, es primariamente una vivencia: la vivencia de un valor. La madre vive el valor hijo; aquí se vive el valor hombre. Es el humanismo llevado a sus últimas consecuencias.
A esta absolutización del hombre se puede llegar de dos maneras: de una manera lógica y de una manera vital. La primera sería el resultado de un proceso lógico. Esta forma lógica se lograría si, en virtud de argumentos y razones lógicas, se llegase a demostrar que Dios no existe. En este caso el resultado lógico sería que el hombre es el ser supremo del universo, allí donde el ser ha logrado su máximo exponente. No tendría, pues, encima de sí, ningún otro ser que lo mediatizara, del que tuviera que depender, al que tuviera que rendir cuentas. Sería autónomo e independiente. Este humanismo sería legítimo, porque estaría fundado sobre razones válidas.
Pero no es así como se ha llegado a esta absolutización del hombre: no se ha llegado por una vía lógica, sino por una vía vital. En virtud de la dialéctica de la tendencia más profunda en el existente humano.



Génesis de esta incredulidad

Todo ser inteligente se siente existiendo primariamente para sí mismo: quiere ser, quiere ser totalmente, completamente; quiere desarrollar todas sus potencialidades e impulso, satisfacer todas sus necesidades y deseos.
Esta tendencia es la fuerza impulsora que está detrás del desarrollo del hombre. La marcha del niño desde el momento de la concepción es para lograr esta plenitud de su ser físico y síquico. Ya lo hemos visto. Es una guerra de independencia librada primariamente contra sus padres; va buscando ser él, plenamente ser él, un yo independiente del yo de sus padres. En esta guerra de liberación, el niño y después el adolescente, va ocupando todo el territorio que han ido abandonando los padres –si saben serlo-; o el que él les ha ido tomando por sí mismo a la fuerza. A medida que en un sector de su vida ya no necesitaba de sus padres lo iba ocupando y proclamándose dueño de él. Allí sólo valían sus decisiones. En general esto es normal. Al llegar un momento de liberación total, asume sobre sí toda la responsabilidad de sí mismo. Ha sido un proceso doble: una afirmación cada vez más fuerte del propio yo y una negación cada vez más fuerte de la dependencia de sus padres. Ha avanzado afirmándose y negando. Hasta que logró construir a sus vida independientemente de sus padres. En este sentido sus padres para él ya no existen.
Un proceso similar, ya lo indicábamos más arriba, se ha producido en la Humanidad respecto de Dios: al fin y al cabo la Humanidad no existe, sólo existen los hombres y es lógico esperar que en situaciones parecidas reaccionen de una forma parecida. La Humanidad también ha pasado por una etapa infantil en la que dependía fuertemente de Dios. Se sentía amenazado por las fuerzas del cosmos que parecían aplastarle, se sentía inseguro. Su instinto de ser y de conservación le empujaba a buscar protección en Dios o los dioses. Había un dios contra cada fuerza de la naturaleza. Pero poco a poco fue dominando esas fuerzas que le amenazaban, les fue perdiendo el miedo, fue adquiriendo seguridad en sí mismo. Y a medida que no iba necesitando a Dios, a medida que él iba asumiendo el cuidado de sí mismo, fue desplazando a Dios del mundo. Ahora ya se siente más seguro, ha ido comprendiendo a la naturaleza y sus leyes y las ha ido dominando; y tiene confianza de que lo que le falta acabará también de dominarlo. Además, y sobre todo, saben que esas amenazas se deben a la naturaleza y a sus leyes y estas leyes no se las puede desviar; ha aprendido también a aceptarlas y hacerlas frente con coraje.
Ya no necesita de Dios. Dios ha cambiado de signo para el deseo de ser del hombre: antes el hombre lo necesitaba para ser; ahora lo ve como un impedimento para ser más. Y quiere eliminarle, quiere como él completamente, sin estorbos ni tutelas; quiere asumir la total responsabilidad de sí mismo, quiere no tener que consultar más que a sí mismo al hacer sus decisiones. Dios le estorba. Y tiene dos caminos para eliminarle: Unos se hicieron un Dios inofensivo, un Dios que necesitaban todavía como explicación del mundo. Pero que una vez que creó el mundo se retiró a su Empíreo a seguir gozando las delicias de ser Dios y dejó a los hombres tranquilos. Una especie de rey constitucional del universo que reina pero no gobierna. Era el hombre, el que dictaba sus propias leyes y Dios las aprobaba, o mejor dicho, no se metía en eso.
Este fue el deísmo que como sistema ideológico reinó sobre todo en los siglos XVIII y XIX y que como actitud vital sigue vigente en una gran parte de los hombres. Estos legislan, aprueban o sancionan, como si Dios no existiera: es sólo lo que le conviene al hombre, lo que se tiene en cuenta; es sólo eso lo que determinan las leyes.

El asesinato de Dios

Pero el hombre, a pesar de todo, sigue siendo un animal lógico y no puede menos de percatarse que, mientras Dios exista, la supremacía del hombre no es más que un mito, un pedazo de ¨ wishfull thinking ¨. Que si Dios se preocupó del hombre para crearle, no hay razón para que no se siga preocupando de él; que, si puso una serie de leyes físicas y quiso que se cumplieran, con más razón tuvo que poner unas leyes morales y querer que se cumplan, tanto más, cuanto vale más el hombre inteligente que la materia. Pero sobre todo el cristianismo viene a quitarle al hombre todas las ilusiones de que Dios no se preocupa por él. Por consiguiente, ese Dios seguía amenazando el ser del hombre; seguía interfiriendo. Mientras ese Dios exista, el hombre no puede existir plenamente; no puede tener en su mano el control último de sus decisiones, tiene que seguir subordinado a ese Ser.

¨ Un ser cualquiera, dice Marx, no es independiente a sus propios ojos más que cuando debe su existencia solamente a él mismo. Un hombre que vive por la gracia de otro hombre se considera como un ser dependiente. Pero yo vivo completamente por la gracia de otro, cuando no sólo le debo la conservación de mi vida, cuando es su origen¨.
Por consiguiente, para que el hombre se, es necesario que Dios no sea. Dios no debe, pues, existir, luego no puede existir, luego no existe. No es que el hombre niegue propiamente su existencia, es que no le deja existir.
Puede hacerlo, porque Dios, como cualquier otra realidad, necesita del pensamiento del hombre para existir para el hombre. Si el hombre no le quiere, no lo razona y lo piensa, Dios no tiene existencia lógica ni sicológica para el hombre: no está en él ni como valor ni como idea. Y por otra parte, Dios no se le impone al hombre como un hecho que es dado, como se impone un dolor de muelas, aunque no se le quiera, aunque no se le piense.
El hombre puede, pues, impedir que Dios exista para él. Y es como si no existiera: porque aquello que yo no sé que existe, o que no lo pienso, en realidad es como si no existiera. Y esto es lo que sucede aquí: no se le elimina de la existencia por razones lógicas, sino que no se deja surgir, no surge en virtud de que se está viviendo un valor, dentro del cual su existencia no tiene sentido. Al hombre avaro, que se pasa contando día y noche su dinero, no tiene sentido coger ese dinero y tirarlo por la ventana: por eso esa idea ni surge en su cabeza, es decir, no la deja existir. La vivencia del valor dinero la impide existir. Esto es lo que pasa con este tipo de incredulidad; la vivencia del valor hombre no deja existir a Dios, porque Dios no tiene sentido dentro de la vivencia plena de ese valor.
Camus lo ha dicho bien claramente: No es que él no sea religioso porque quiere estar en la verdad, sino porque quiere permanecer fiel a su experiencia; no es cristiano, no porque reconozca que el Cristianismo es falso, sino porque ha quedado excluido de él, porque no ha podido entrar allí, no es sensible a sus valores, su vida es otra cosa distinta. Como dice E. Balducci: El no ha sentido jamás la muerte de Dios, porque no ha sentido jamás su nacimiento. Inútil, pues, preguntarle por qué es ateo; respondería no ver ninguna razón para no serlo.
En definitiva, esta actitud es tan vieja como el Génesis: ¨ Seréis como dioses y podréis conocer el bien y el mal ¨. Es decir, podréis decidir del bien y del mal. Cuando la serpiente decía esto, no estaba más que anunciando y explotando esa tendencia innata en el hombre. Y toda la historia de la Humanidad ha sido una progresión constante para conseguir este objetivo. El círculo que se inició en el paraíso, se ha cerrado en nuestro tiempo y hemos vuelto otra vez a donde estábamos al principio. La Humanidad como un todo ha vuelto a vivir el mismo proceso que vivió Adán el individuo. Y con las mismas consecuencias: porque una actitud así hace también inhabitable la tierra; el patrimonio del hombre entonces es la desesperación y la angustia.
Nada de lo que hace tiene sentido, él mismo no tiene sentido; no es más que una burbuja que se forma y después desaparece. ¿Para qué sacrificarse, si no existe el bien ni el mal? ¿Por el bien de la Humanidad? ¿Para que otros hombres, mis coetáneos o mis sucesores, sean más? Y, ¿por qué voy yo a ser menos para que ellos sean más, si al fin y al cabo, son también seres sin sentido como yo, burbujas como yo? El más hombre sería entonces el que más triunfase, el que más pudiese satisfacer sus instintos y tendencias, el que más pudiese ser. Omo no existe el bien y el mal, cualquier método es lícito. Al Capone no es tan bueno como San Francisco de Asís: cada uno quería ser una cosa y lo consiguió: Hitler y Stalin también tenían razón. Querían ser. Afortunadamente lo que les pasa, es que en la vida práctica no sacan todas las consecuencias de aquello en que dicen creer. Su natural honestidad se los impide. Les pasa lo que a nosotros los cristianos, que tampoco sacamos todas las consecuencias de aquello en que decimos creer.
A mi entender, esta actitud no es más que una especia de esquizofrenia existencial mitigada. Y por eso de una manera completa se da sólo en ciertos individuos. Es la esquizofrenia del individuo que cree que el ser Napoleón le haría ser muy importante, y sencillamente se cree Napoleón. Pero todos más o menos, si no nos creemos que somos Napoleón, quisiéramos serlo. Por eso decía que esta actitud como estado de conciencia se halla en todos nosotros más o menos y eso basta para que muchos eliminen a Dios de sus conciencias.
En el fondo no es más que compensación al complejo de inferioridad que los hombres padecemos. No hemos aceptado ser inferiores; queremos ser el Ser Supremo; queremos decidir lo que es bueno y lo que es malo, lo que debe existir o no debe existir. Damos la existencia en nosotros y para nosotros o la negamos según nos parece. En nuestro mundo subjetivo, en el que vivimos, el único que cuenta para nosotros, porque para mí nada existe y nada vale, mientras yo no constate que existe o que vale, ahí, en ese mundo, yo me siento Dios.
Y puedo seguir en esta ilusión, porque el verdadero Dios no va a venir a desilusionarme. Porque Dios no es un virus o un terremoto que no debería existir, que el hombre no quiere que exista, pero que no puede ni siquiera ilusionarse que no existen, porque sabe que piense lo que piense, los virus y los terremotos le impondrán su existencia. A Dios, en cambio, le puede negar la existencia y no pasa nada, todo sigue igual.


El orden del ser y el orden del valer

Pero el hombre es un Dios de barro. Porque quiera o no quiera, le guste o no le guste, lo piense o no lo piense, el orden de los valores se funda sobre el orden de los seres. Primero se es algo y después se es bueno o malo, útil o inútil, agradable o desagradable: Este aparato es un televisor, por lo tanto es útil, me conviene; y no lo decimos al revés: Este aparato me conviene que sea un televisor, por consiguiente, esto es un televisor; esto me conviene que no sea cáncer, luego no es cáncer. Más aún, es el mismo ser de las cosas el que es bueno o el que es malo. El oro es bueno, vale, porque es oro; el oxígeno vale para respirar, porque es oxígeno.
Y esto lo sabemos; y conforme a esto arreglamos nuestra conducta en la vida ordinaria, donde sabemos que si no aceptamos el ser de las cosas, éstas nos destruyen; y no me tiro por un barranco imaginándome que puedo volar, porque sé que me aplasto. Pero en lo que yo sé que no van a venir a refutarme, ahí puedo vivir de ilusión; y vivimos de ilusión, porque esa ilusión por el momento, por lo menos, nos hace felices. Sólo en el terreno religioso somos capaces de pensar de esa manera.
Este tipo de incrédulos tampoco tienen, pues, la actitud religiosa auténtica, el valor religioso radical, no les importa en realidad averiguar cuál es el destino real del hombre y el sentido y destino de su existencia. Sólo aceptan una respuesta; quieren esa respuesta, no la que el análisis sincero de lo que es el hombre, de sus situación existencial, les proporciona.

El coraje de aceptar ser creaturas

Y tampoco tienen el coraje de ser hombres, el coraje de existir tales cuales son: no aceptan ser cabos, sólo aceptan ser napoleones. Y, en definitiva, tampoco se van a poder realizar como hombres.
Más aún, si quieren, estoy de acuerdo con ellos, que el fin del hombre es realizarse, es ser plenamente hombre; pero siendo plenamente lo que es ser hombre; pero siendo plenamente lo que es ser hombre, no lo que yo quiero que sea ser hombre. El hierro se realiza siendo total y plenamente hierro y si tratara de ser oro, reaccionar y actuar como oro, no se realizaría, sería un ser frustrado, porque para realizarse como oro hay que ser oro. Y si un gato pretende ser perro, no será ni gato ni perro; para ser perro, sólo hay una solución: ser perro. Y si el hombre es una creatura, entonces el hombre sólo podrá realizarse plenamente aceptando esa creaturidad sin nostalgias de Ser Absoluto. Hay que tener el coraje de ser creaturas, el coraje de ser dependiente y dejarse de snobismos de Ser Absoluto, si no se es Ser Absoluto. Porque la realidad se acaba por imponer siempre.
Yo sé que ellos echan en cara a los creyentes que creen en Dios porque necesitan de Dios; porque, dicen, no se atreven a enfrentarse a la vida solos, porque necesitan sentirse protegidos por Alguien allá arriba que vela por ellos. Y después hacen párrafos grandilocuentes y desgarrados sobre la grandeza única de encararse a la vida solos, de torearla a cuerpo limpio, de caminar por la vida con pie firme y marcando el paso sin necesidad de muletas protectoras.
Pero todos esos párrafos de tragedia griega no son más que pura retórica. Discursos para embriagarse con los aplausos de la galería. El coraje está en torear toros de verdad; no en torear toros imaginarios. Lo que pasa es que en realidad no estamos desafiando a nada ni a nadie. Porque ese Alguien a quien están desafiando y cuya existencia niegan, saben que no viene a desmentirles, que no se va a defender. Son valiente de barrio que lanzan improperios y levantan el puño desafiantes, cuando saben que el otro no les oye. A pesar de todos esos pujos de autenticidad, suenan terriblemente inauténticos.
Lo valiente es aceptar lo que sea: si la realidad da que realmente no existe Dios, entonces hay que tener el coraje de encararse a una vida sin sentido. Pero si resulta que hay Dios, entonces hay que tener el coraje de aceptar y enfrentarse a su propia creaturidad.
Naturalmente que, si existe Dios, entonces podrá ayudarnos, podrá defendernos, podremos acudir a El y esperar en El. Como si existen los padres, defenderán a sus hijos, les ayudarán y los hijos podrán acudir a ellos. Pero decir que Dios existe porque los hombres lo necesitaban para sentirse protegidos, es como decir que los hijos han inventado a los padres, porque necesitaban sentirse protegidos; o que el hombre inventó el agua, porque tenía sed.
Además, ¿no se podía darle vuelta a la acusación que hacen a los creyentes y decir lo mismo de ellos? ¿No se puede decir de ellos que querían sentirse independientes, ser autónomos y por eso inventaron que no había Dios?
Porque si es fuerte la necesidad o el deseo de sentirse protegidos que tienen los hombres, es mucho más fuerte la que tienen de sentirse independientes; más aún, en realidad, sobre todo hoy día, estamos más conscientes de que lo mismo contraen cáncer los que invocan a Dios, como los que no lo invocan. Y lo mismo fracasan en sus negocios los que creen en Dios, que los que no creen en El. De modo que esa protección es muy problemática.
Evidentemente que muchos de los que creen en Dios, creen el El porque lo necesitan, quizás exclusivamente por la seguridad y protección que eso les da. Es una de las ideas inmaduras de Dios, que tienen muchos hombres, y de la que más adelante hablaremos.
Contra éstos, sí, valen las acusaciones que mencionamos más arriba. Pero en ningún libro de filosofía o teología he visto que la existencia de Dios se pruebe por la necesidad que el hombre tiene de Dios. Más aún, no tengo reparo en admitir, si se quiere, que este deseo haya podido ayudar al hombre a descubrir a Dios. ¨ Como el hecho de que las primeras leyes de la geometría fueran debidas a la necesidad práctica de la irrigación del Delta del Nilo, ni le añade ni le quita ala validez de esas leyes¨, dice Mircea Eliade. El que Max Plank descubriera la teoría de los ¨ Quantum¨ de energía por amor a la ciencia, o por amor a la fama, o por ganar el premio Nobel, ¿le quita que eso sea verdad, si las razones en que se apoya lo son?
Este tipo de incredulidad incluye numerosas variantes, pero todas ellas coinciden en los mismo: se absolutiza un valor; el hombre, la libertad, la cultura, la economía, el Estado, lo que sea; y desde ese valor se juzga de las cosas y del sentido de la vida. Todo lo que se integra dentro de ese valor es bueno; lo que no, es malo y no se le da la oportunidad de existir. Al revés de cómo vemos cómo son las cosas: el valor es el jinete sobre la realidad; aquí no, aquí el caballo va sobre el jinete. Falta, pues, también aquí la actitud auténtica de búsqueda, falta la sinceridad.

E. LA INCREDULIDAD SEUDO-AUTÉNTICA

Llegamos, por fin, al tipo de incredulidad que he llamado seudo-auténtica y a la que no puedo llamar auténtica porque, si fuera auténtica, estaría admitiendo con eso mismo que la fe se puede perder legítimamente, es decir, en virtud de razones objetivamente válidas y, por consiguiente, este libro, que piensa probar lo contrario, sería una estafa.
Pero la impresión subjetiva que este tipo de incrédulos tiene y que no dudo que muchas veces es sincera por lo menos, como he dicho, a nivel consciente, es que no creen porque sencillamente no pueden creer; no porque no quieran creer. Más aún, muchas veces, y esto les confirma más en la conciencia de su sinceridad, sienten nostalgias de la fe que perdieron, quisieran volver a creer, pero sienten que no pueden. Si no estuvieran siendo sinceros, ¿cómo iban a sentir estas nostalgias? Son, pues, las razones, creen ellos, las que les impiden creer. Serían deshonestos, si hicieran otra cosa, serían unos hipócritas; y son lo suficientemente íntegros para no llevar una vida doble y presentar ante los demás las apariencias de una vida cristiana con una mente incrédula.
Por eso es a éstos a los que me voy a referir en el resto de las páginas: a los que ya no creen, porque sienten que no pueden creer, y a los que empiezan a sentir que no van a poder seguir creyendo. A los que salieron sin fe de la crisis y a los que todavía están en crisis.
Merecen mis simpatías y respeto y quisiera ayudarles en cuando de mí depende, para que se den cuenta que también ellos, aunque no lo crean, fueron más bien víctimas que actores, de una serie de fuerzas subterráneas y tenebrosas que les llevaron a la situación en que ahora están. Que esta incredulidad se debe a un proceso lógico-sicológico en el que solas las razones lógicas no les podían haber llevado a ese resultado, si no hubiera sido porque concomitantemente existió un proceso sicológico, que es, en definitiva, el responsable de su situación actual.
Yo sé que mientras no haga ver que no se puede perder la fe en el Cristianismo por razones lógicas válidas, mis lectores no van a convencerse que ha sido esa serie de fuerzas, a que acabo de aludir, los factores decisivos de la pérdida de su fe o a lo más aceptarán que puede haber contribuido, pero no han sido las causas decisivas. No les culpo por eso; a mí me sucedería lo mismo.
Sin embargo, no voy a convencerles de esto por ahora. Voy primero a tratar de hacerles ver lo que pudo haber sucedido en la pérdida de su fe, lo que es sumamente probable que sucediera; describir el proceso lógico-sicológico del que pudieron ser víctimas y después trataré de hacer ver que realmente esto es lo que tuvo que haber sucedido, porque por razones lógicas no se puede probar que el Cristianismo no sea la única solución razonable al sentido de la existencia.
Pero en este tipo de incredulidad distingo dos variantes, que quiero hacer notar: los que perdieron la fe de una manera casi fulminante y aquellos en los que el proceso fue mucho más lento y doloroso. Por eso, voy a describir brevemente el proceso lógico-sicológico de estas dos variantes de la incredulidad seudo-auténtica.

Incredulidad fulminante

Parece una contradicción decir incredulidad fulminante y admitir que puede haber sinceridad en una incredulidad que sobrevino de esta manera. No parece posible perder la fe de esta manera y después estar persuadido de que uno es sincero al no creer; esto parecería indicar que las razones del Cristianismo son de pacotilla y un ligero empujoncito las puede tumbar. Y, sin embargo, puede suceder, como vamos a verlo.
Toda fe, aun la del hombre ya maduro y adulto, depende mucho del ambiente que le rodea: cuando todo el ambiente es un ambiente religioso, como sucede todavía en algunas comunidades y pueblos pequeños, el seguir creyendo y practicando el Cristianismo es una tarea relativamente fácil. Esto es lo que hacía antiguamente, en épocas de fe colectiva, hubiera pecadores, pero no había incrédulos. Y de aquí lo difícil que es hoy día conservar la fe en un mundo secularizado e incrédulo en que las ideas irreligiosas se cuelan en zapatillas silenciosamente en nuestro cerebro.
Logramos sobrevivir en gran parte porque en este mundo descreído quedan bolsas de resistencia en la que los miembros que las integran han encontrado un clima suficientemente aséptico que los mantiene relativamente inmunes. Pero es una empresa tremendamente difícil, que sólo pueden lograr cierto tipo de superdotados religiosos, de Tarzanes de la fe, el poder sobrevivir aislados en esta jungla moderna, incrédula, hostil e insidiosa, sometidos a una continua presión y chantaje.
Esto, que es difícil para cualquiera, es mucho más difícil para un joven adolescente. Por mucho que se quiera, a no ser que, como dijimos, sea un superdotado religioso, no puede haber personalizado su fe en un grado tal, que no dependa mucho de lo exterior para seguir viviéndola. Todavía no tiene aquella profundidad en su valor religioso, no ha podido lograr una síntesis mental religiosa suficientemente vigorosa para resistir un estado de sitio, despiadado y tenaz, con incesantes asaltos, por mucho tiempo.
Mientras está en el grupo de su familia, amigos, colegio, etc., más o menos homogéneos religiosamente, puede seguir viviendo su fe. Pero no es tanto él, el que cree, cuanto es el grupo el que cree; no tanto es él, el que practica, cuanto es el grupo el que practica. Esta religiosidad es una función dinámica y colectiva del grupo en que lo personal, lo plenamente libre, queda prácticamente reducido a la decisión radical de pertenecer a ese grupo y muchas veces ni eso







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