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¿Qué virtudes debe fomentar la Orientadora Espiritual?
Quien verdaderamente desea convertirse en apóstol, deberá luchar por conquistar la santidad personal.


Por: Guadalupe Magaña | Fuente: Escuela de la fe



Nos gustaría detenernos en cada una de las cualidades mencionadas, no lo haremos ahora en su totalidad, pues de una u otra forma, se traslucen a lo largo de estas reflexiones. Resaltamos algunas del perfil esencial:


Hombre-mujer de Dios: la santidad.


El punto clave en todo orientador lo constituye la santidad. Quien verdaderamente desea convertirse en apóstol, deberá luchar por conquistar la santidad personal. La humanidad necesita de santos; ya tiene muchos hombres buenos.


Al dirigido debe agradarle hablar con su orientador espiritual por lo que es y lo que representa, también por sus cualidades de liderazgo, pero sobre todo, por los dones espirituales provenientes de ser un hombre o una mujer de Dios. Sus palabras, su comportamiento, su presencia deben demostrarlo.


El orientador espiritual no puede contentarse con adquirir una buena preparación, por encima de ésta, tendrá que convencerse de su necesidad de santidad. El Evangelio habla a este respecto, “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. (Jn 15, 5).


¿Qué dará un sarmiento separado de la vid? ¿Podrá tener fruto? No vale sino para echarlo al fuego. Un orientador, si no vive unido al tronco de Cristo, y recibe su savia, nunca producirá verdaderos frutos de santidad, ni en su propia vida ni a la hora de dirigir a los demás.


Dios es la fuente de toda santidad, por tanto, llegaremos a la santidad en la medida en que permanezcamos unidos a Él, en la medida en que participemos de su misma vida. De poco sirven la mucha inteligencia o cualidades que tengamos, todos los esfuerzos aunque los multipliquemos, nunca alcanzaremos el más mínimo grado de santidad fuera de Dios.


La santidad no se encuentra en muchos rezos, en suspiros, en bonitas promesas, en buenos y hermosos propósitos. La verdadera santidad estriba en participar de la vida de Dios, y esta participación, aunque requiere la libre aceptación del hombre, se obtiene sólo por don de Dios. Como hemos dicho antes, nadie fuera de Dios puede santificar, ni el Santo Padre, ni ningún santo, ni siquiera la Santísima Virgen María, pues Ella, santa, inmaculada y perfecta, lo es en la medida en que Dios la hizo partícipe, en grado sumo e irrepetible, de su misma santidad.


Así pues, el camino para la santidad pasa necesariamente por el conocimiento experiencial de Dios, de tal forma que el hombre se adhiera totalmente a Dios con su inteligencia, su corazón y su voluntad.


Por tanto, el orientador deberá ser una persona espiritual, que irradie a Dios. Lo cual implica trabajar sinceramente por vivir unido a Dios, por cumplir en todo momento su voluntad santísima. No se trata de fingir, sino de dar todo cuanto se tiene, aunque lo que se posea no sea todo lo que se debiera tener.


“La razón de todo esto es porque nadie puede dar lo que no tiene ni más de lo que tiene. Y, estando desprovisto el maestro espiritual de espíritu interior o poseyéndolo muy débil y enfermizo, está radicalmente incapacitado para llevar a mayor altura el espíritu de su discípulo”. (Antonio Royo Marín, Teología de la Perfección Cristiana, BAC 6ª.ed, Madrid,1988, n. 681, p. 818).


Por tanto, quien orienta almas debe forjarse en la virtud. En lugar de conformarse con el conocimiento teórico y abstracto de las virtudes, deberá esforzarse por crecer en ellas con la gracia de Dios. De otra manera recibiríamos la recriminación de Cristo: “Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen nada por moverlas”. (Mt. 23, 4)


Profunda vida de oración.


Cuanto más unido esté a Cristo el orientador u orientadora, más frutos espirituales producirá la gracia de Dios en el alma de sus dirigidos. De ahí la importancia de ejercitarse en la oración, de buscar crecer en el amor e identificación con Cristo, y de sacrificarse por las almas encomendadas.


Los dirigidos deberán experimentar la autenticidad de cuanto se les dice en la dirección espiritual como fruto de la experiencia personal vivida por el propio orientador, no como un descubrimiento leído en un libro, o una lección recibida en algún curso.


La prudencia.


La virtud de la prudencia nos permite conocer la realidad tal como es, para luego «ordenar» el querer y el obrar; es decir, la prudencia dispone a la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios para realizarlo.


En la vida de todo ser humano se presentan encrucijadas, dudas, dificultades, y la virtud de la prudencia nos ayuda a discernir “te recomiendo esto” o “te conviene lo otro”.


La prudencia igualmente se define como el pensar bien, para aconsejar bien, para decidir bien y para actuar bien.


Enumeramos algunos medios para incrementar nuestra prudencia:

- Pedirle a Dios la gracia; meditar en el ejemplo de Cristo prudente pidiéndole nos comunique algo de su prudencia.

- Antes de impartir alguna dirección espiritual, rezar la oración al Espíritu Santo que sugerimos a continuación:

“Espíritu Santo,
inspírame lo que debo pensar,
lo que lo que debo callar,
lo que debo escribir,
lo que debo hacer,
cómo debo obrar para procurarel bien de los hombres, el cumplimiento de mi misión
y el triunfo del Reino de Cristo. Amén”


- Reflexionar siempre antes de tomar alguna determinación, sin dejarse llevar por el ímpetu de la pasión o del capricho, sino por la luz serena de la razón iluminada por la fe. “¿Qué le ayudará más para cumplir lo que Dios le pide?”

- Combatir la ligereza o la precipitación ponderando los pros y contras y las consecuencias que se pueden seguir de tal acción.

- Ser valiente para obrar siempre conforme a la verdad y vigilar atentamente contra «la prudencia de la carne» que busca, con pretextos, caminos más fáciles para no comprometerse por cobardía o respeto humano.

- Esforzarse en el ejercicio del hábito de la reflexión y de la consulta en las fuentes de la verdad: “¿Qué me dice Cristo en el Evangelio? ¿Qué me dice la Iglesia? ¿Qué me dicen las Constituciones?.


Se recomienda al orientador, después de la dirección espiritual, analizar cómo escuchó y respondió; que se auto-critique, y juzgue si el consejo fue prudente. Si se genera alguna duda al respecto, podrá leer sobre el tema, aclarar mejor sus puntos de vista, y si es necesario, en la siguiente cita comentar con toda sencillez: ”La orientación espiritual anterior te dije esto, pero he reflexionado más sobre está situación y...”


Fe y confianza en la misión.


Quizá tras haber estudiado las cualidades requeridas en un orientador, puede surgir el pensamiento de no cumplir plenamente las expectativas; sentirse sin la preparación adecuada, los conocimientos, la vida espiritual necesaria. Puede pensar, tal vez, que está orientando mal, y creer que otra persona podría hacerlo mucho mejor. Estas ideas llevarán al orientador al desaliento y al abandono ante posibles contrariedades.


Debemos afrontar estas inquietudes con la fe y con la confianza de sabernos embarcados en esta misión no por gusto propio, sino por indicación de quienes representan a Dios en la Congregación. Por tanto, no debemos sentirnos incapaces o desanimarnos, sino confiar en la providencia divina.


Humanamente nunca se tendrá la suficiente preparación, pues nuestra misión tiene un cariz sobrenatural; sin embargo, Dios no escoge a los preparados, elige a los que Él quiere y nos asegura su auxilio. ¡Confiemos! Dudar equivaldría a desconfiar de Dios mismo.



Un gran celo apostólico.


Después de la resurrección, Cristo se encontró con Pedro junto al lago de Tiberiades, y volvió a confirmarle en su misión: ”Si me amas, apacienta a mis ovejas”. (Jn 21, 17). Es imposible ser pastor de almas y guía de nuestros hermanos, sin amor a Cristo y sin amor a los demás. Ahora bien, cuando este amor es verdadero, supera la pusilanimidad y nunca condesciende con el mal, pues no desear del amado lo mejor es indiferencia, todo lo contrario del amor.


El orientador espiritual, ciertamente, pasa por momentos de sufrimiento íntimo, sobre todo cuando no ve revestirse de Cristo a quienes le han sido confiados; pero en virtud de su amor infatigable, no se desalienta y continúa ayudándolos e impulsándolos hacia la santidad.

“Celo ardiente por la santificación de las almas. Esta cualidad es una consecuencia inevitable de la anterior. Si la piedad del orientador es profunda y ardiente, su celo por la santificación de las almas debe alcanzar la misma intensidad, ya que el celo, según Santo Tomás, es una consecuencia del amor intenso. El amor a Dios nos impulsa a trabajar en extender su reinado sobre las almas, y el amor a las almas hace que uno se olvide de sí mismo para no pensar más que en santificarlas ante Dios y para Dios. Este celo es el que impulsaba a San Pablo a «Hacerse todo para todos a fin de ganarlos a todos» (I Cor 9, 22)”. (Antonio Royo Marín, o.c., n. 682, p. 819).



Espíritu generoso y de plena disponibilidad hacia el dirigido.


Un aspecto esencial del orientador, es su espíritu de disponibilidad. Consiste en estar siempre listo a ayudar a sus dirigidos sacrificando, incluso, el propio descanso. La dirección espiritual representa un momento sagrado. Siempre debemos mostrarnos accesibles. Esta actitud brota de la magnanimidad de corazón. Nunca debe haber malos humores, bostezos, enojos, etc., ni mostrar cansancio o mirar continuamente el reloj.


Por otra parte, el orientador espiritual debe poseer la cualidad moral del perfecto desinterés personal y el total desprendimiento en el trato con las almas. No desprecia el agradecimiento, pero tampoco lo busca. Sólo desea cooperar con el Espíritu Santo. Se despreocupa, por ejemplo, cuando después de haber ayudado a un dirigido por un tiempo, al cambiar de orientador no le agradece su ayuda. Tampoco se envanece en el caso contrario, cuando el dirigido alaba sus consejos y su dedicación, en el fondo de su corazón, alaba a Dios por haber sido su instrumento, y dice como el siervo del Evangelio “no he hecho más que lo que tenía que hacer” (Lc 17,10).


Esto nos permite mantener la libertad interior y no desvirtuar nuestra noble labor. Y de parte de la Congregación, no debe esperar recompensas materiales o afectivas, ni sentirse acreedor de algún privilegio especial. La satisfacción, el gusto de poder participar en esta labor tan delicada e importante se convierte, como en cualquier otro apostolado, en un motivo para dar gracias a Dios, no en una ocasión para buscar recompensas. Aprendamos a cumplir con las almas, no por satisfacción humana, sino por amor a Dios. Aunque en ocasiones se nos asigne una religiosa de trato hosco y formas duras, o una líder difícil, no debemos tener miedo, sino dedicarnos a ella con el mismo esmero con el que atendemos a las demás. Con frecuencia, las almas menos atrayentes necesitan más la dirección espiritual.


Paciencia.


La paciencia conforma otro de los aspectos más importantes del orientador. Se caracterizará por su capacidad de esperar a largo plazo, y se comportará al modo del educador, que no espera que con sólo un día de clase, el niño entienda todo al día siguiente. Jesús nos enseña cómo cultivar la paciencia en el modo de formar a sus apóstoles. Sabía esperar, se daba tiempo; no quemaba etapas; conocía el camino personal que cada alma debía recorrer para alcanzar su progreso. Por eso fue un gran educador.


La dirección espiritual no tiene nada de «espectacular»; por el contrario, exige mucho esfuerzo. Con frecuencia se convierte en algo agotador e ingrato, pues no se recogen de inmediato los frutos. A veces pueden darse ante nuestros ojos milagros extraordinarios de la gracia, pero ordinariamente, nos requerirá una gran dosis de confianza en Dios. Los frutos vendrán con el tiempo. El labrador no mira atrás cuando siembra la semilla para ver si ésta crece o no. Así, el orientador espiritual sabrá esperar y tener paciencia, colaborará con la gracia de Dios con el convencimiento de que como consecuencia de la dirección espiritual germinan una mayor entrega en la vivencia de su vocación de religiosa.


El orientador espiritual vive situado en la realidad; la persona orientada por él tiene similitud con un bloque de mármol sobre el cual debe esculpir poco a poco, a imitación de un artista, golpeando a veces suavemente el cincel, otras veces golpeando con firmeza. Una persona constituye una obra de arte cuya perfección se alcanza con el tiempo. Quien no tenga paciencia, no podrá ser artista.


Discreción.


Este aspecto requiere de una exquisita delicadeza por parte del orientador. El dirigido tiene derecho a la intimidad de su persona. Su intimidad debe ser respetada, y su nombre no debe ser manchado o afectado.


Humildad.


La humildad consiste en sentirse instrumento de Dios. En el triángulo de la dirección espiritual: «El Espíritu Santo, el dirigido y el orientador», el menos importante es el orientador. El orientador no puede protagonizar el papel principal, no necesita lucir las propias cualidades o conocimientos. Su función no consiste en atraer hacia sí al dirigido, sino en dirigirlo hacia Dios, único santificador de las almas.


Todas las virtudes se fundamentan sobre la base de la humildad, ahí radica su importancia. La humildad nace del conocimiento personal, es la verdad con que nos vemos a nosotros mismos. Nos conduce a vaciarnos de nosotros mismos para llenarnos de Dios, porque Él sólo hará eficaz nuestro consejo y dirección.


Por tanto, debemos cimentar la propia vida en la humildad, a ejemplo de Cristo: “Aprended de mí porque soy manso y humilde de corazón”. (Mt 2, 29).


Cuando Dios encuentra un corazón humilde, lo bendice. Sólo el alma humilde agrada a Dios, y alcanza gracias especiales de su mano Providente.


“Nada soy, nada tengo, nada valgo, por la gracia de Dios soy lo que soy, qué tengo yo que no haya recibido, y si lo he recibido de qué me glorío, como si no lo hubiera recibido”. (1 Cor 15, 10).


Quien quiera erradicar de su vida toda discusión, necesita la humildad. Un orientador nunca discute; no impone una doctrina, la propone, aconseja un camino. Si tiene necesidad de llamar la atención sobre algún punto, lo hace con humildad para no herir al dirigido, sino hacerle sentirse auxiliado. Si lo hacemos con soberbia o altanería, humillaría al dirigido y restaría eficacia a los consejos y orientaciones.


Para que el orientador pueda llevar a cabo su cometido como instrumento dócil en manos del Espíritu Santo, tiene que ser muy humilde. Y para que el súbdito colabore con su orientador y se abra como tierra blanda y buena, dispuesta a acoger la semilla y hacerla fructificar, ha de ser humilde. El trabajo resulta maravilloso cuando hay humildad en las relaciones, pues la obra de la transformación pertenece ante todo al Espíritu Santo.


La integración.


El éxito como orientador estriba en portar con autenticidad el genuino espíritu de la Congregación; en buscar ser apóstol de las almas confiadas por Dios; en formarlas como auténticas cristianas en el llamado que Dios ha hecho a cada una de ellas en la Institución. Para ello, necesita desarrollar su liderazgo espiritual viviendo honestamente su vocación de alma consagrada, y estando totalmente integrada con ella.


Formación actualizada y permanente.


Quien ha meditado profundamente en la trascendencia de su misión, adquiere conciencia de la importancia de la propia formación. No podemos conformarnos con una formación de barniz; nuestra preparación debe incluir la teología espiritual, la moral católica, los documentos de la Iglesia, temas de particular actualidad; así como sólidos conocimientos de psicología, conocimiento de las técnicas de la entrevista y otras ramas del saber.


Conclusión:


Ciertamente impresiona la cantidad de virtudes y disposiciones necesarias para un orientador espiritual. Sin embargo, no podemos considerar incapacitado para dar ayuda, a quien no llegue a poseer todas estas virtudes. Un dirigido puede alcanzar la santidad aunque su orientador espiritual no posea todas las cualidades descritas; del mismo modo, el orientador puede desempeñar una labor eficaz si tiene el celo de llevar a las almas a Dios por el camino de la perfección y si permanece dócil a la gracia e inspiraciones del Espíritu Santo.

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