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Apóstol, instrumento de otro

Apóstol, instrumento de otro
Ciclo C - Domingo 5 del tiempo ordinario / Lucas 5, 1-11: Dejándolo todo, lo siguieron


Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer



Estaba Jesús en cierta ocasión a orillas del lago de Genesaret, y de repente se juntó un gentío para oír la palabra de Dios. Vio entonces dos barcas a la orilla del lago; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que la separara un poco de tierra. Se sentó y enseñaba a la gente desde la barca. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema hacia dentro del lago y echen las redes para pescar». Simón respondió: «Maestro, estuvimos toda la noche intentando pescar, sin conseguir nada; pero, sólo porque tú lo dices, echaré las redes». Lo hicieron y capturaron una gran cantidad de peces. Como las redes se rompían, hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se postró a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Pues tanto Pedro como los que estaban con él quedaron asombrados por la cantidad de peces que habían pescado; e igualmente Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús dijo a Simón: «No temas, desde ahora serás pescador de hombres». Y después de arrimar las barcas a tierra, dejaron todo y lo siguieron.

Reflexión
Es imposible ver a Dios y seguir viviendo, repite con frecuencia el Antiguo Testamento. No se puede ver a Dios, conocer a Dios y seguir viviendo como uno ha vivido hasta entonces. Dios no puede entrar en nuestra existencia, sin transformarla por completo.

Pedro lo supo desde su primer encuentro con Jesús. Testimonio de ello son su confusión, su miedo y su humillación en estos momentos de su vocación apostólica.

Antes de encontrarse con Jesús, Pedro tenía una buena opinión de sí mismo. Confiaba en sus recursos y se afirmaba naturalmente como jefe. Pero el paso de Jesús le arrebató su amor propio. Desde que conoció al Señor, se conoció a sí mismo: Supo que no era nada y que estaba destinado a enfrentar continuamente su insignificancia personal con la gloría y el poder de Dios.

Jesús lo preparó para la dignidad de jefe supremo de la Iglesia, mediante la revelación de su incapacidad, su impotencia y su debilidad. Él, tan impetuoso para asumir la responsabilidad y tomar la palabra el primero, le suplica al Señor que se aparte de él, se reconoce indigno, se vacía de toda suficiencia y presunción.

Es verdad que más adelante necesitaría todavía otras experiencias dolorosas, otros fracasos y caídas, antes de aprender a fondo aquella lección. Pero el ser apóstol no puede compaginarse con el orgullo. Por medio de derrotas y vergüenzas tendría que aprender la humildad, tendría que vaciarse completamente de sí mismo para poder ser instrumento de otro.

Todo empezó a la orilla del lago, una mañana que el Señor le pidió prestada la barca, cuando sus oyentes se apretujaban deseosos de oírle.

Y mientras Jesús hablaba, Pedro lo escuchaba con interés y con aprobación. Notaba el efecto que las palabras de Jesús producían en los oyentes. Jesús hablaba bien, mucho mejor que todos los demás a los que había oído en la sinagoga o en otros lugares. Pero los sermones no eran asunto de Pedro. Su oficio era pescar - y él pescaba bien.

Por eso, cuando dejó de hablar, Jesús se acercó a Pedro y le dijo: “Pedro, ahora vamos a pescar”. Pedro se quedó sorprendido. El Señor le había tocado precisamente su punto flaco. “Es inútil - respondió - nosotros hemos estado trabajando toda la noche sin pescar nada. Conozco bien el lago. Hoy no hay nada que hacer”.

“Vamos de todos modos”, dijo Jesús. Y el milagro se produjo. Y entonces Pedro se quedó totalmente confundido. Allí, en su terreno, en un asunto de su competencia, Jesús le había derribado. Le había hecho ver que él también tenía necesidad del Señor, que él no era nada sin el Señor, ni siquiera en esas cosas que él creía saber tan bien.

A Pedro no lo convirtió un sermón, lo convirtió una pesca. Jesús lo acorraló en su último reducto, lo vació de su última satisfacción de sí mismo, le hizo confesar su inconsistencia total delante de Él: “Señor, apártate de mí, que soy un pecador”.

Así es como empieza toda verdadera vocación de apóstol. En ciertos momentos nos damos cuenta de que tenemos que ceder en nosotros el lugar a otro, tenemos que rezar, tenemos que recibir ayuda, necesitamos que se nos eche una mano.

Lo mismo que Pedro supo que necesitaba nada menos que la presencia de Cristo en su barca para que él aprendiese incluso a pescar - también nosotros sabemos que sin Él no podemos hacer nada. Si queremos ser verdaderos apóstoles, tenemos que permitir que otro actúe en y por medio de nosotros.

Ser apóstol es ser enviado, es ser instrumento de otro. Ser apóstol es vaciarse de sí mismo, de su orgullo, de su autosuficiencia. Es ponerse, con toda humildad, en manos de otro más grande, es confiar y entregarse a Él.

Queridos hermanos, si queremos ser apóstoles, entonces también nosotros tenemos que pasar por esta misma transformación de San Pedro. Tenemos que hacernos humildes y pequeños para que Dios pueda utilizarnos como sus instrumentos en cada momento, para que puedan enviarnos adonde quiera.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt

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