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Acompañar a Jesús

Acompañar a Jesús
Ciclo C - Domingo de Ramos / Lucas 22, 14-23, 56. Celebramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Pero entra como un rey humilde, pacífico y manso.


Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer



Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.” Y recibiendo una copa, dadas las gracias, dijo: “Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.” Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío.” De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. “Pero la mano del que me entrega está aquí conmigo sobre la mesa. Porque el Hijo del hombre se marcha según está determinado. Pero, ¡ay de aquel por quien es entregado!” Entonces se pusieron a discutir entre sí quién de ellos sería el que iba a hacer aquello.

Reflexión
Quisiera invitarlos a todos ustedes - al comienzo de esta Semana Santa – a acompañar a Jesús, a solidarizarse con Él, a actualizar su pasión. Porque no basta con escribir, recordar y admirar estos grandes sucesos en torno a Jesús.

Pero, ¿cómo podemos acompañarlo en su pasión y muerte? Podemos hacerlo, sobre todo, si - por amor a Él - aceptamos valientemente nuestra propia cruz, nuestros dolores y sufrimientos personales, en todas sus formas y apariencias.
Y si no sólo aceptamos todas las adversidades de nuestra vida, sino también se las ofrecemos alegremente al Señor.

Es que Pascua se hace posible sólo por medio de la pasión. Es que llegamos a la resurrección sólo por medio de la cruz, como Jesús y con Él.
Aceptar y ofrecer nuestra cruz debe ser nuestro pequeño aporte personal a la redención del mundo, la que realizó Jesús por su pasión y muerte.

Queridos hermanos, dentro de pocos minutos vemos a presentar a Dios las ofrendas de pan y vino. Por eso quisiera invitarlos a poner sobre la patena también su propio sufrimiento, su cruz personal, para que Dios los acepte, junto con el sufrimiento y la cruz de su Hijo Jesucristo. Es hacer vida aquella aclamación que, después de la consagración de la misa, todos juntos decimos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, esperamos tu venida gloriosa”.

¿Qué significa eso? No es sólo el recuerdo y la participación interior en su muerte. Es también comprometernos a anunciar su muerte en nuestra vida diaria. Es esforzarnos diariamente por morir al pecado y al egoísmo. ¿Qué es lo que debe morir en mí? ¿Qué cosas me hacen tan difícil la entrega de mi corazón, la entrega de mi voluntad? En la misa subo con Cristo a la cruz y me dejo clavar en ella. Pero entonces debo quedarme clavado en la cruz, durante el día y la semana, hasta la próxima misa. Debo anunciar la muerte del Señor durante el día. Debo demostrar durante el día que he entregado totalmente mi voluntad a la voluntad del Padre. Debo demostrarlo a través de los pequeños sacrificios y renuncias diarias que Dios y los demás me piden. Si no estoy dispuesto a ello, bajo de la cruz, le dejo a Cristo solo con su cruz, renuncio a anunciar la muerte del Señor.

Y el sentido de todo nuestro esfuerzo, de nuestra lucha diaria es siempre el mismo: Como en la consagración de la misa pan y vino se convierten en cuerpo y sangre del Señor, así también nosotros vamos transformándonos en Cristo. El misterio de la cruz en nuestra vida es el misterio de una santa transformación, una cristificación y divinización. Y en la medida en que vamos asemejándonos a Cristo, vemos con otros ojos el sufrimiento, todas las dificultades diarias, todas las molestias y preocupaciones, todas las pequeñas batallas diarias. En lo más profundo del alma, esto deja de hacernos desdichados. El corazón está en Dios, aunque los ojos estén llenos de lágrimas. Permanece en paz, sereno, feliz. ¡Cómo anhelamos esta transformación! Con el tiempo será una realidad: El alma será divinizada. Ya no viviremos nosotros, sino Cristo vivirá en nosotros.
Entonces, en unión con el sacrificio de Él, también nuestros dones van a ser transformados y van a dar frutos infinitamente fecundos.

Así nuestra entrada a la Jerusalén celestial, el final de nuestra vida, va a ser tan jubilosa y feliz como la entrada del Señor que recordamos en el día de hoy.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt


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