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Conferencia en el Centro Arrupe. 6 noviembre 2014

En esta hora grave de España. Ideas para la regeneración
No es suficiente demostrar honestidad, ahora la corrupcion exige exagerar las pruebas de rectitud


Por: Fernando García de Cortázar | Fuente: www.agenciasic.com



La historia nos lo recuerda Walter Benjamín no es lo que suponemos sucedió en el pasado sino lo que brilla en un instante de peligro . Ahora la historia nos pone a prueba , en casi todo .En la pérdida acelerada de valores ; en el derrumbe de un sistema que es incapaz de conceder un nivel de vida adecuado ni siquiera a quienes vivíamos en situaciones de privilegio.

Estos tiempos de cólera nos deberían servir para hacernos algunas preguntas que nos obliguen a miradas más hondas, a distancias más largas que las de las alternancias políticas , a la búsqueda de razones más profundas que las de los programas de los partidos . Lo peor de la situación actual no es que el mundo esté atravesando otra de las profundas crisis materiales sufridas los dos últimos siglos sino que no tiene a su disposición el repertorio de valores con los que trató de comprenderlas y soportarlas. En las peores circunstancias sociales y económicas que ha conocido España en más de medio siglo , quizá debamos exigir que las palabras vuelvan a revestirse de la esencial lealtad a su significado.

Como hemos consumido, una a una , las reservas de nuestro lenguaje, hemos llegado a lo más hondo de la crisis sin palabras significativas que orienten nuestro conocimiento. Ni siquiera estamos de acuerdo en cómo referirnos a nuestros problemas . Habitantes de un continente que ha inspirado la mayor parte de los principios que han dado sentido a la historia del hombre y a su realización plena en la modernidad, vamos a pasar el testigo a una generación que tendrá que vérselas con un paisaje de ruina económica y destrucción de lazos sociales y que tendrá que hacerlo, además, expropiada de los recursos ideológicos que podían orientarla en su amarga travesía , cautiva y desarmada en una perpetua frivolidad y desprovista no sólo del conocimiento, sino de la posibilidad de obtenerlo partiendo de la necesidad sincera de saber . Ahora ,en el páramo de nuestra insolvencia económica y la falta de escrúpulos morales , algunos empiezan a añorar determinados preceptos y pautas , objeto antes de burla social y de manipulación política , proponiendo su retorno como condición para salir de nuestro declive .

Albert Camus dijo que la tiranía no es un mérito de los dictadores, sino un error de los liberales. A lo largo de estos años hemos cometido una equivocación cuya gravedad no hemos dejado de padecer A España la dejamos reducida a una definición jurídica, la despojamos de las emociones que la constituyeron como nación libre en los años de la Transición. Temiendo dramatizar nuestro patriotismo, España dejó de ser una conciencia en tensión, para adquirir la forma de unas instituciones rutinarias. Dejó de ser sentida como nación, para sólo ser considerada como Estado . La dimos por sentada, dejamos de pensarla. Nuestra crisis nacional parte de nuestros errores, no de los méritos de nuestros adversarios.

No estamos ante una discrepancia acerca del sistema de financiación autonómica, ni ante una propuesta de reforma constitucional, ni siquiera ante una divergencia sobre el modelo de Estado. En lo que ya hemos entrado de un modo abierto, ahora que la crudeza de la crisis ha despejado cualquier cortina de humo verbal, es en la plenitud del proyecto nacionalista catalán. Es la primera vez que esto sucede en la Historia de España , que lo que se busca es la abolición misma de la idea y la realidad de nuestra nación .



Ante un proceso como el que vivimos, sólo se puede responder con el liderazgo de una clase política responsable y con la madurez de un pueblo que asuma el profundo sentido de esta su condición. El liderazgo político no es simple administración, sino inspiración de proyectos , custodia de principios y defensa de los intereses de todos . Necesitamos que los dirigentes políticos españoles no se limiten a demostrar lo que debería resultar obvio: la honestidad que se le exige al hombre común. Eso se daba por sentado. Ahora la corrupción exige exagerar las pruebas de rectitud . No nos conformamos con su gestión eficaz . Estamos en condiciones, después de todo lo que ha ocurrido, y en nombre de todo lo que necesita España, de exigirles que, además de ser buenos gestores, sean dirigentes capaces, personas con una visión del futuro de nuestra patria en su cabeza, líderes que sepan afrontar las dificultades y convertirlas en nervio constructivo de la nación cuyo bienestar tienen encomendado.

La construcción de una nueva conciencia nacional debe aprender de una trayectoria política, cultural e institucional que nos ha llevado al estado de indefensión en que una nación ni siquiera considera que lo sea. No somos el producto de una Constitución, sino que ésta es el resultado de nuestra existencia. Sin constitución no existe nación, se dijo a comienzos del siglo XIX. Pero, sin conciencia nacional, la constitución es sólo un contrato revocable que acaba por establecer los modos interesados y la indiferencia moral de una sociedad anónima.

El patriotismo es, un parentesco que debe basarse en un pasado común, como lo saben todos los planes de estudio que han construido naciones con su aprendizaje de la historia. No hemos dejado de ser españoles desde el punto de vista legal, pero las instancias concretas de convivencia en el Estado de las autonomías se han fabricado sobre la lógica de nacionalismos que sólo pueden afirmarse negando nuestra nación . No se trata ya de que la soberanía no pueda ser compartida desde el punto de vista jurídico sino de que la nación más antigua de Occidente ha dejado de tener conciencia de serlo en las emociones, en las costumbres, en las relaciones políticas, en la asimilación de la cultura, en sus símbolos , en el sistema educativo…. 

Desde un momento de peligro, brilla también la conciencia de una civilización que supimos construir en los momentos más sombríos del siglo XX. Una civilización que sólo se respeta a sí misma porque da validez al pensamiento , porque distingue entre convicción y fanatismo, porque es capaz de invocar una verdad .

Un deleznable complejo de inferioridad intelectual parece habernos hecho olvidar las lecciones que habrían de ser nuestra más valiosa herencia en estos tiempos en que de nuevo asoma la estúpida soberbia del radicalismo. La moderación liberal, la defensa de la democracia, la preservación de una nación de ciudadanos, el resguardo de los valores universales de la cultura europea, el reconocimiento de una tradición humanista y la voluntad de mantener sus principios fundacionales son el único modo de enfrentarnos a los fantasmas del pasado que se empeñan en adquirir actualidad.



Al nacionalismo, al populismo y a las pretenciosas variables de una movilización antisistema no se les puede oponer ni el escepticismo ni la mera voluntad de un diálogo vacío. Debe erguirse la conciencia de una nación construida sobre sus ideas, edificada sobre su reflexiva vitalidad, capaz de levantar sus convicciones frente a la liturgia del desorden emocional. Una nación capaz de invocar en su defensa aquellos rasgos esenciales de una civilización que Europa supo salvar hace más de medio siglo.

Ante un proceso como el que vivimos, sólo se puede responder con el liderazgo de una clase política responsable y con la madurez de un pueblo que asuma el profundo sentido de esta su condición. El liderazgo político no consiste en la llegada de unos seres providenciales que vuelcan su capacidad creadora sobre una masa de seres inconscientes. Pero tampoco puede ser renuncia al ejercicio de la autoridad, dejación de una responsabilidad construida en siglos de cultura democrática ni a confundir democracia y populismo. El liderazgo político no es simple administración, sino inspiración de proyectos , custodia de principios y defensa de los intereses de todos .

La autoridad de los gobernantes no sólo se legitima por su elección, sino por la salvaguarda de valores elementales que garantiza y por la protección de derechos de todos y cada uno que sostiene frente a la peregrina idea de que el pueblo nunca puede actuar contra tales principios. Si el siglo XX nos ha dado penosas pruebas de esta confusión, nuestro siglo parece estar en condiciones de ofrecernos otros ejemplos. Sin ir más lejos…, la posibilidad de que la nación española deje de ser un derecho compartido por todos sus ciudadanos, para atender a las reclamaciones de un nacionalismo al que la izquierda ha prestado el eficaz prestigio de una aparente modernidad.

Necesitamos que los dirigentes políticos españoles no se limiten a demostrar lo que debería resultar obvio: la honestidad que se le exige al hombre común. Eso se daba por sentado. Ahora la corrupcion exige exagerar las pruebas de rectitud . No nos conformamos con su gestión eficaz, que puede ser suficiente en los momentos benévolos. Estamos en condiciones, después de todo lo que ha ocurrido, y en nombre de todo lo que necesita España, de exigirles que, además de ser buenos gestores, sean dirigentes capaces, personas con una visión del futuro de nuestra patria en su cabeza, líderes que sepan afrontar las dificultades y convertirlas en nervio constructivo de la nación cuyo bienestar tienen encomendado. A nuestros dirigentes podemos y debemos solicitarles, en estos tiempos de excepción, que sean también excepcionales.

Lo alarmante es que la actitud de madurez intelectual –y, desde luego, emocional- de quien representa intereses generales se diluya en los momentos críticos en los que se hace más necesaria. Lo penoso es que, en el lugar donde deberían estar los políticos que sostienen esa primacía de las ideas, asoman los caudillos que confunden la racionalidad de la ciudadanía con el éxtasis de la nación, la sobriedad del patriotismo con la embriaguez de la comunidad . Líderes populistas crecidos como riadas , salvapatrias llamados a misiones históricas , ellos son uno de los problemas mayores de nuestro tiempo. Presumen de estar mejor “conectados” con su pueblo y elevan a la categoría de afirmación nacional lo que sólo es una entrega al irresponsable romanticismo juvenil y al vergonzoso estallido de la inconsciencia. No sólo aprovechan un tiempo de crisis económica en el que la quiebra de las relaciones sociales normalizadas trata de compensarse con el ensueño de una identidad colectiva imaginaria y la búsqueda de paraísos artificiales . La democracia , siempre ha perecido cuando se ha creído menos representativa que el populismo. La libertad ha muerto allí donde se ha sentido menos cómoda que la sumisión . El ciudadano se ha extinguido allí donde se ha considerado moralmente inferior a una comunidad que exige silenciarlo para hablar en su nombre.

Lo que se está poniendo de manifiesto desde el comienzo mismo de la crisis, aunque se incubara en los lánguidos momentos de farsante opulencia, es lo que entendemos por convivencia: nada más, nada menos que eso. Porque la radicalidad de las propuestas populistas, del secesionismo y de la extrema izquierda antisistema es eso, y asombra que nadie haya considerado necesario decir que quienes se están apuntando a estas actitudes desean reventar, como lo hicieron sus ancestros hace poco menos de cien años, la estructura jurídica, los factores de cohesión social y los valores ideológicos sobre los que hemos podido construir el edificio de nuestra democracia. Imagino que nadie pretenderá que estamos ante la oferta de una reforma que vaya a respetar la ley. Y cualquier cosa que no la respete es la expropiación del primero de los derechos de cualquier ciudadano, que es la seguridad que el respeto a la ley nos proporciona.

Lo que no deja de sorprenderme en estas jornadas de exaltación populista es la ligereza con que ahora se comenta el evidente rechazo de la democracia, que supone un movimiento caudillista como el de PODEMOS. Y debemos salir al paso de este desvarío con la misma energía que nos despertaría una sólida argumentación contra nuestra idea de la libertad. Y, para empezar, sepamos romper una serie de lugares comunes que han sustituido impunemente a una experiencia cultural de tan largo recorrido como la que acrisola Occidente.

En ninguna parte como en España se ha vivido a tanta velocidad y con tal profundidad el agotamiento de referencias culturales, la carencia de sentido ético en la vida social, la aspiración al medro, la picaresca en la promoción, la relajación de nuestra rectitud moral . Es el momento de lamentar y enmendar la ausencia de los valores cívicos que deben sustentar la convivencia de los españoles, entre los que se encuentran la defensa del mérito, el culto al trabajo, la austeridad, la solidaridad entre individuos, clases y territorios, la lucha contra el arcaísmo nacionalista, la cohesión de una sociedad basada en las ideas propias de las democracias parlamentarias occidentales y de una civilización de raíz cristiana, aunque de cultura laica.

Una nación que renuncia a la excelencia en su sistema educativo, presa de los pactos de la mediocridad y de las demagógicas construcciones de los falsos pedagogos está condenada al fracaso y a la pérdida de referentes éticos sobre la que quiere edificarse una sociedad vacía e irresponsable. La democracia no puede basarse en una sociedad robótica de individuos indiferentes, espectadores constantes de una obra ajena. Es urgente desarrollar en España una verdadera cultura crítica sustentada en intelectuales que vigilen que la política vaya siempre acompañada de principios y vuelvan a valorar la capacidad de conocer en un mundo complejo para evitar que las simplificaciones aturdan a la ciudadanía consciente y activa. Los pensadores deben señalar el peligro de que la ciudadanía deje de serlo y abandone su participación política, desmoralizada por el desprestigio de la clase dirigente y la impresión de que los asuntos más importantes se deciden por fuerzas ajenas . Y por supuesto jamás los simples tertulianos o los opinadores superficiales , al servicio de instituciones y grupos de presión , deberían ocupar el sitio de los intelectuales.

Y, como la cultura no nos hace mejores, sino solamente más atentos a esa condición difícil del mundo , en este invierno de nuestro descontento ,deberemos recordar el modo en que , durante años , se ha abucheado cualquier asomo de rectitud moral, de reflexión sobre la elección entre el bien y el mal, de ejercicio auténtico de la libertad y de sanción de su uso. Es preciso que recordemos la manera en que la apasionante experiencia de vivir se ha convertido en un mero dejarse llevar por la lógica de un mundo sin raíces humanistas y sin compromiso con el valor social de la propia existencia .Es preciso volver a señalar de qué modo se ha confundido la cultura con la evasión, y la expresión “matar el tiempo” ha reflejado abiertamente la negativa a “hacerlo vivir “ mientras el ocio se travestía de anestésico y quedaba abolida la admiración por la inteligencia y la exigencia de responsabilidad .En España , como en el resto del mundo desarrollado , la posmodernidad ha dejado su huella en el relativismo moral , la pérdida del sentido de la universalidad cristiana ,la sociedad del espectáculo, el combate de la estética contra la ética y la destrucción de las convicciones. Además nuestra nación ha tenido que sufrir durante estos últimos años su parte correspondiente de la deficiente construcción de una Europa que carece del sentido de civilización que la caracterizó tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando, ante las ruinas de Auschwitz, ante la mezcla más obscena de modernidad y barbarie que se ha conocido en la historia, las voces desconcertadas de las víctimas preguntaron: “¿dónde está Dios ?”, pudo responderse, más tarde, con una severidad pertinente: “ ¿ y el hombre, dónde estuvo?”. Ante la estación terminal del totalitarismo el silencio de Dios carecía de sentido sin plantearse previamente la responsabilidad del hombre.

A nosotros corresponde preguntarnos , en todos los momentos críticos de la Historia , en todos los instantes , como los de ahora ,de peligro no sólo dónde está el hombre, sino, con mayor rotundidad, dónde está el hombre perfilado en su carácter por la asimilación del mensaje de Cristo, el hombre al que una cultura de dos mil años había dado forma, significado, criterio moral y sentido de la civilización.







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