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Amor Conyugal y Don del Espíritu
¿De qué manera el don del Espíritu Santo lleva a plenitud el amor de los cónyuges?


Por: José Noriega Bastos | Fuente: encuentra.com



¿De qué manera el don del Espíritu Santo lleva a plenitud el amor de los cónyuges? Esta es la pregunta de fondo a la cual pretende responder la presente exposición.

Para poder abordar este gran argumento en el que se juega la misma comprensión de lo que es la vocación propia a la santidad de los cónyuges es preciso plantear tres cuestiones. En primer lugar, ¿cuál es el significado de la sexualidad humana? o lo que es lo mismo ¿cuál es el designio de Dios al crear a la persona humana como varón y mujer?

En segundo lugar, ¿de qué manera puede el hombre capacitarse para la realización de su vocación? o lo que es lo mismo ¿cuál es el arte propio de los amantes que los habilita a construir con sabiduría y creatividad una comunión mutua?

En tercer lugar, ¿de qué manera el don del Espíritu hace partícipes a los esposos del amor de Cristo?, o lo que es lo mismo, ¿cómo el amor conyugal se convierte en caridad conyugal?

Por tratarse de cuestiones verdaderamente profundas no puedo siquiera tratar de dar una respuesta exhaustiva. Permítame el lector simplemente indicar caminos cuyo recorrido deberá transitar él mismo.



Vayamos a la primera cuestión.

 

1. El significado de la sexualidad

1.1. Experiencia sexual y placer

¿Cuál es el significado de la experiencia sexual?



Ciertamente, la respuesta es siempre personal e individualizada y, por lo tanto, adquiere matices diversos en cada persona. Aún con todo, en el modo como se ha ido configurando la vivencia de la sexualidad después de la revolución sexual a raíz de la liberación del amor respecto de la institución matrimonial y de sus consecuencias no deseadas –la fecundidad-, podemos extraer un mínimo común denominador: la experiencia sexual hoy se ve fundamentalmente como una ocasión de placer.

Y lo es, ciertamente, pero: ¿sólo placer? ¿Fundamentalmente es placer?

En el drama de Otelo, Shakespeare refleja con fuerza dos concepciones enfrentadas de la sexualidad: la de Desdémona, mujer fiel y enamorada de su marido, y la de Emilia, su criada, mujer frívola y pragmática. Ante la perplejidad de Desdémona por los celos incomprensibles de Otelo, se abre un diálogo entre ambas sobre la posibilidad de que una mujer traicionase a su marido.

“Desdémona: ¡Oh estos hombres, estos hombres! ¿Crees tú en conciencia, dímelo, Emilia, que hay mujeres que ofendan a sus maridos con tan grueso ultraje?

Emilia: Ya lo creo que los hay; sin duda.
Desdémona: ¿Cometerías semejante acción por el mundo entero? Emilia: Qué, ¿no lo cometeríais vos?
Desdémona: ¡No, ante la luz del Cielo!”

Es entonces cuando Emilia muestra cómo, según su visión, para los hombres la sexualidad es mera ocasión de placer, a la que son movidos por el afecto y la fragilidad.

¿Por qué Desdémona se rebela ante la posibilidad de tener una relación sexual con una persona que no sea su marido? Si el significado de la sexualidad fuese meramente el placer que reporta, no habría dificultad en aceptarlo. Sin embargo, la sexualidad, en el modo como es vivida por Desdémona, introduce un nuevo elemento: la exclusividad. Sólo porque se trata de su marido tal acción es buena y por lo tanto justificable.

En esta experiencia, que es compartida por tantos hombres y mujeres de todas las épocas, se evidencia cómo la sexualidad no puede ser reducida a una determinación biológica del cuerpo de la que se pueda usar a placer, porque propiamente se experimenta como una dimensión de la persona en cuanto tal, participando así de su unicidad e irreductibilidad.

Gracias a la diferencia sexual es posible una atracción original entre el hombre y la mujer que nos permite comprender cómo la persona no se enfrenta ante “algo”, a modo de fuerza biológica o psicológica a dominar, sino ante “alguien”, sexuado en forma diferente y que por su corporeidad nos atrae y nos reclama. La sexualidad es, por lo tanto, expresión de la persona.

¿Cómo podemos, entonces, interpretar la experiencia de atracción sexual?

 

1.2. Intencionalidad y libertad en la experiencia amorosa

Para comprender el valor de esta experiencia, no nos basta la simple referencia a la intensidad de los sentimientos y afectos, con toda la riqueza emotiva que implica. Y no basta porque los sentimientos no son simples estados subjetivos, sino que hacen referencia intrínseca a la realidad. En sí mismos implican una intencionalidad que dirige a la persona hacia aquello que le ha seducido, son siempre una respuesta a algo que ha tocado a la persona. Lejos de cerrar a la persona en sí misma, lo que hacen es abrirla a los demás. Si sigo la corriente del deseo que genera, podré ver a dónde conduce, qué es lo que promete.

Pero ¿qué promete? ¿Una aventura? Si así fuera, la sexualidad fragmentaría la existencia de las personas en experiencias inconexas entre sí. La experiencia de atracción sexual es enormemente prometedora, pero por sí sola cosecha muy poco y acaba desilusionando.

Promete, principalmente, una plenitud. Y una plenitud en la comunión con otra persona. Esto es, lo que la experiencia amorosa desvela al hombre es la posibilidad de una vida en comunión con otra persona de sexo diferente. Abre un horizonte de sentido último. La amistad esponsal entre un hombre y una mujer surge cuando ambos descubren la posibilidad de un amor mutuo capaz de plenificar una vida, de hacerla digna de ser vivida, una vida lograda.

Se aprecia ahora el segundo criterio decisivo para la interpretación de la experiencia amorosa: el modo como la libertad se implica en tal experiencia. La experiencia afectiva implica una llamada a la persona a salir de sí misma y a construir la comunión prometida. No se trata simplemente de una llamada a experimentar algo, a sentir algo, sino a construir algo, una comunión de personas.

 

1.3. Sexualidad y comunión

La reacción afectiva se nos revela cargada de significación humana. En ella se descubre un don originario que plenifica el propio ser. Así se aprecia de qué manera el hombre está estructuralmente abierto a la mujer y viceversa, y también de qué manera es incomprensible sin esta referencia. La carta de Juan Pablo II Mulieris dignitatem remite a una concepción antropológica que ve al hombre no en su singularidad, sino como una unidad dual de hombre y mujer, por la que uno existe junto al otro ontológicamente. Es ahí donde se entiende también la referencia bíblica a la imagen de Dios, con lo que se aprecia la estructura comunional de la persona humana. Gracias a la sexualidad es como se nos hace patente esta estructura comunional5.

Pero, al mismo tiempo, esta dimensión comunional ontológica se abre a una dimensión comunional dinámica: el hombre que existe junto a la mujer y viceversa, está llamado a existir para otra persona, esto es, a hacer de su vida un don de sí para la otra persona. Es en el mutuo don de sí de los esposos donde se alcanza el sentido cumplido de la imagen y semejanza con Dios, donde ambos realizan la plenitud del designio creador de Dios: es aquí donde se encuentra el telos del hombre, su finalidad última. La vocación originaria de la persona se nos revela como una vocación al amor. La sexualidad hace referencia última a esta vocación que Dios ha inscrito en cada célula del ser humano6. Acoger la verdad que encierra la misma sexualidad en toda su amplitud implicará entrar en una alianza con el amor de Dios que, por la sexualidad, me llama a la comunión.

El origen del don de sí se encuentra en el enriquecimiento que la persona ha recibido con el don del amor. Este don es el de una presencia en el propio interior de la otra persona que transforma y complace enormemente. El amor, antes de nada, es un don insospechado que uno recibe gratuitamente. Viviendo esta experiencia de amor como enriquecimiento, se comprende que la persona esté llamada a amar, esto es, a realizar un don de sí. La peculiaridad de cómo este don de sí está llamado a realizarse es que pasa a través de la corporeidad y, por lo tanto, de la sexualidad.

 

1.4. Sexualidad y lenguaje

La sexualidad se convierte ahora en expresión de la persona, en cauce del amor, con un lenguaje propio con el que quiere trasmitir tantas cosas y que sólo en la expresión sexual adquieren connotaciones singulares. Entre ellas, la esencial es trasmitir a la otra persona de qué manera ella es el fin de la propia vida y cómo la vida sólo en la comunión con tal persona adquiere su sentido último, verdadero principio de unidad, capaz de unificar las diversas dimensiones: laboral, familiar y de ocio. El lenguaje sexual se muestra ahora apto para trasmitir una presencia mutua, una compañía en el camino, una acogida incondicional, la participación en un mismo destino, la comunicación del mutuo amor en la generación de una familia con la que compartir la propia riqueza interior. La sexualidad se convierte en el cauce que puede unir a los esposos en una intimidad singular, abriendo un espacio en donde ambos se encuentran a sí mismos, sin miedo a perderse. En la aparente insignificancia de un gesto de ternura, o en la intensidad de una unión conyugal, los esposos se transmiten y se comunican algo esencial.

Indudablemente, esta unión llenará de gozo y placer a sus protagonistas. Pero lo que es importante ahora es comprender que la experiencia sexual y el placer que implica, adquieren un valor simbólico intrínseco. Pero son símbolo, ¿de qué? Precisamente de la plenitud de una vida vivida en comunión personal fecunda. Es aquí donde se encuentra una vida buena, plena, lograda, digna de ser vivida. El placer reflejará la riqueza subjetiva que esta vida implica para las personas: será visto como un gozo y no simplemente como un placer sensual.

El sentido de la sexualidad se nos revela entonces como una apertura a la alteridad, que mueve a un don de sí, capaz de comunicarse a otros generando vida. Se trata de tres aspectos que se reclaman mutuamente y que solo en su unión adquieren su significación propiamente humana9. ¿Por qué Dios ha hecho al hombre varón y mujer? Precisamente, porque en la dualidad ontológica que implica ha inscrito una llamada a la comunión. La persona no ha sido creada para la soledad estéril, sino para la comunión fecunda. Pero, ¿de qué manera puede la persona humana vivir esta comunión en la fragilidad de su existencia?

 

2. El arte del amor: la virtud de la castidad

2.1. La dificultad: la capacitación del sujeto

Una adecuada interpretación de la experiencia afectiva nos revela aspectos decisivos de la grandeza humana de la sexualidad. Pero ella sola no basta para que las personas puedan realizar lo que implica. Y no basta, porque amar es un acto de toda la persona: actus personae. La experiencia del fracaso en el amor se nos muestra enormemente reveladora al respecto: no bastan las buenas intenciones, no basta el sentimiento de amor, no basta siquiera la decisión de la voluntad. Al implicar a la persona en su totalidad unificada de alma y cuerpo, la construcción de la comunión de personas requiere una singular interacción de todos los dinamismos del sujeto que le hagan verdaderamente capaz de amar en lo concreto de su existencia; esto es, de construir recíprocamente una verdadera comunión interpersonal en acciones concretas capaces de expresar su interioridad.

El cuerpo con todos sus dinamismos expresa la persona. Pero para que la exprese dinámicamente en concordancia con su propio lenguaje interior, es preciso que todos estos dinamismos sean plasmados según el ideal de vida buena que ha sido descubierto en la misma experiencia afectiva. Una de las dificultades mayores que encontramos hoy es la fragmentación con la que las personas viven sus experiencias de amor. Se trata de una fractura íntima que es fruto de una incapacidad, de una falta de perspectiva, de conocimiento propio y de realismo acerca de la riqueza y complejidad del amor. Las personas viven así un amor dividido, sin saber construir con creatividad una comunión duradera en el tiempo.

La persona precisa una capacitación para amar, para actualizar, realizar, hacer presente lo que la experiencia de amor le ha prometido. Descubre un sentido, pero, sin embargo, no es capaz de realizarlo. Y no puede llevar a la realidad porque no está preparada para ello. Es cierto que la naturaleza le ofrece la posibilidad maravillosa de ser amada y de amar, pero no le prepara para amar verdaderamente. También la naturaleza nos hace posible hablar y realizar muchas cosas, pero por sí sola no nos capacita para ello; sin la educación sería imposible o muy difícil llegar a desarrollar estas posibilidades.

Más aún, la misma experiencia de amor encuentra muchas fragilidades en el hombre que son fruto de la herida del pecado original, de una deficiente educación y de sus propias elecciones equivocadas.

Lo mismo que un niño que, fascinado por cómo toca el piano un amigo, quisiera él mismo convertirse en pianista, deberá primeramente adquirir una destreza propia; o lo mismo que un joven que quiera hablar lenguas debe adquirir la soltura para ello; así también el amante, enamorado de una persona, deberá ir adquiriendo en sí la habilidad para poder amar de verdad, construyendo con inteligencia y creatividad acciones que le permitan entrar en comunión con la otra persona. Se trata de una cualificación del sujeto en orden a la acción amorosa, de tal manera que pueda realizar con excelencia lo que desea. Una cualificación que le da la energía necesaria para realizarlo y la luz para construirlo.

Podemos ahora entender por qué la tradición moral ha llamado a esta habilitación del sujeto “areté” y “virtus”, por cuanto supone una cualificación del sujeto, una perfección nueva y enteramente personal que le hace capaz de una excelencia en su actuar.

Es cierto que nuestra cultura encuentra una dificultad esencial para entender lo que es la virtud. Esta dificultad se radica en la desfiguración de las virtudes que tuvo lugar como consecuencia de la reducción de la filosofía moral a una mera ética normativa en el racionalismo y que culminó en la sobrevaloración de una única virtud, la de la voluntad, en cuanto determinación de la misma a seguir las normas morales. En esta concepción a la virtud le correspondería el control, el dominio, la represión de todo elemento afectivo o impulsivo propio de la experiencia sexual con vistas a seguir las normas morales.

Se comprende entonces el descrédito de la virtud de la castidad. Su misma etimología, castigo - castus ago, entendida como la acción de reprender, castigar, contener, y la misma imaginería a la que ha dado lugar, un niño con el freno del caballo entre las manos cuyas riendas están en las manos de una bella joven, han propiciado una animadversión profunda, y un extraño resentimiento. Rehabilitar la virtud, redescubrir la castidad, se muestra como una de las tareas más decisivas en orden a ayudar a las personas a amarse.

 

2.2. El pudor

Para esta tarea es preciso redescubrir el valor de una experiencia elemental que está en el origen de la castidad: el pudor. Se trata de una reacción propia ante los valores sexuales y afectivos que tiende a protegerse en primer lugar de la impulsividad de los instintos y la amenaza de éstos de invadir el control que la razón ejerce sobre todo el ser del hombre. Y a la vez, tiende a proteger en segundo lugar el valor de la persona ante todo posible uso de su cuerpo que olvide su significado esponsal.

Junto a esta experiencia originaria y al enriquecimiento que supone la experiencia del amor como verdadera transformación del sujeto por la presencia del amado en el amante y la promesa de una comunión más plena, es como puede entenderse que la persona pueda integrar sus dinamismos amorosos en la prosecución de la comunión plena de lo que se le ha dado como un don inicial. El reconocimiento del don que supone el amor de otra persona y la promesa de comunión a la que es llamada, le permite plasmar sus deseos e instintos, sus estados afectivos y su voluntad de donarse de tal forma que en todo ello busque la plenitud de la comunión.

 

2.3. La virtud de la castidad, la virtud propia del amante  

La virtud de la castidad aparece entonces, no como la represión de la espontaneidad del amor, sino como la virtud propia del amante, que es vivida en razón del estado de vida de cada persona, adquiriendo la forma de la castidad conyugal para los esposos, castidad virginal para las personas consagradas, castidad de los novios, castidad de los solteros...

Es así como se puede entender el sentido de la visión agustiniana que reconduce las distintas virtudes al amor, por lo que la castidad resultaría ser “el amor íntegro que se entrega a aquel que ama” sin dobleces ni repliegues. Bien sabedores de los repliegues del amor son los esposos cuanto pretenden excusarse en pretendidas buenas intenciones o en determinados estados de ánimo o en la impulsividad del instinto. Un amor que se entrega íntegro es el fruto de la castidad.

Construir la comunión conyugal requiere individuar cauces de acción en los que alcanzar esa mutua comunicación. Para ello, se precisa una verdadera luz que ayude a inventar acciones excelentes. Las virtudes, al poseer en sí mismas un elemento afectivo plasmado por la razón, se convierten en reveladoras del verdadero bien para las personas, ya que permiten un conocimiento por connaturalidad tanto de la persona amada como de las acciones que favorecen la comunión de ambos. La prudencia, en cuanto “amor inteligente”, obtendrá la luz necesaria para gobernar la vida y conducirla a su plenitud precisamente de la reacción de una afectividad virtuosa. Por ello, las virtudes son las verdaderas “estrategias del amor”.

Al mismo tiempo, las mismas virtudes, y especialmente la virtud de la castidad, permiten comprender en toda su amplitud la verdad del amor, que se manifiesta normativamente en la ley moral. Se trata de una ley interna a la propia experiencia del deseo humano. En cuanto depende intrínsecamente de la verdad del amor tal como la inteligencia puede percibirla, escapa al control directo de la voluntad, esto es, se impone a ella, no puedo cambiarla aunque quiera. Este hecho tiene un valor pedagógico de primer orden, ya que permite el reconocimiento de un elemento de objetividad en la misma experiencia del deseo: éste no se agota en su satisfacción, porque busca algo más, esto es, la excelencia. La ley moral expresa de esta manera los límites infranqueables de una vivencia humana del amor. Más allá de ellos, no podemos decir en modo alguno que estamos amando verdaderamente a la persona, aunque quisiésemos afirmarlo.

Uno de los momentos más delicados para la maduración y fortalecimiento del amor es el tiempo del noviazgo. En él es preciso reconducir a los novios a que verifiquen la verdad de sus experiencias y sean capaces de integrarlas en una plenitud de sentido mayor.

El segundo aspecto de esta exposición nos ha revelado en qué manera la afectividad humana puede ser plasmada por la persona adquiriendo una forma virtuosa que capacita verdaderamente la persona a construir una comunión de personas con creatividad. En el trabajo pastoral con los jóvenes esta dimensión virtuosa aparece como un aspecto esencial junto al anterior de ayudar a interpretar las experiencias amorosas.

Nos queda por ver en qué manera el don del Espíritu interviene en el amor conyugal.

 

3. Don del Espíritu y caridad conyugal

La experiencia del amor, como hemos visto, revela al hombre aspectos decisivos de su vida, de su vocación al amor. Ahora bien, si profundizamos aún más en la realidad del amor conyugal tal como es vivido por los cristianos, y nos preguntamos sobre su origen último descubriremos el manantial del que proceden y la fuente de su esplendor.

Este manantial escondido no es otro que el Corazón de Cristo abierto en la cruz. Es en el sacrificio de la cruz, en el don de sí que Cristo realizó por la entrega de su cuerpo, donde se nos revela el sentido último de lo que es el amor de los esposos. Porque es de ese amor del Señor del que son hechos partícipes los esposos cristianos cuando se casan “en el Señor”.

Pero, ¿de qué manera participan de ese amor? Más aún ¿qué implica la participación del amor de Cristo en su amor conyugal?

 

3.1. El amor de Cristo

Para responder a estas cuestiones es preciso entender el amor con el que Cristo nos ha amado. En la encarnación el Verbo eterno ha asumido todo lo propio del hombre, ha querido amar con un corazón humano, pensar con una inteligencia humana, reaccionar con una afectividad humana, actuar con un cuerpo humano. En el origen de su actividad tan desbordante y asombrosa se encuentra un acto de la voluntad humana del Hijo de Dios. Es el Hijo el único sujeto de acción, pero actúa como verdadero hombre, esto es, con una naturaleza humana verdadera e íntegra que no ha sido absorbida, ni mezclada con la naturaleza divina y sus propiedades. Pero, a la vez, tampoco está separada ni dividida de la Persona del Hijo. ¿Cómo es, entonces, posible su acción redentora?

El mismo Evangelio se esfuerza repetidas veces en mostrarnos cómo Cristo era conducido en su humanidad por el Espíritu: pues fue movido al desierto por el Espíritu (Mc 1,1; Lc 4,1); en el mismo Espíritu comienza su ministerio (Lc 4,14); en virtud del Espíritu es capaz de arrojar los demonios (Mt 12,28), de exultar de gozo (Lc 10,21); y, en la hora de la pasión, es la Carta a los Hebreos (9,14) la que nos explica cuál es la fuente última de la entrega de Cristo en ofrecimiento al Padre: el Espíritu eterno.

El papel del Espíritu en la vida del Hombre Jesús tiene una importancia singular, precisamente, para guiar su humanidad. La potente reflexión de Hans Urs von Bathasar ha recogido este aspecto y ha mostrado cómo el Espíritu aletea sobre Jesús para hacer de Él el receptor de las indicaciones del Padre, mediando entre él y la humanidad de Cristo24. Así, se supera una visión excesivamente cristomonista de la Persona del Verbo encarnado y se recupera su dimensión pneumatológica, perdida en la tradición latina. No en vano, el gran Basilio había afirmado que “toda la actividad de Cristo se realizó bajo la presencia del Espíritu Santo”.

Vemos así que la actividad de Cristo tiene su origen en el movimiento que el Espíritu imprimía en su corazón y en su inteligencia. Con ello, se nos revela la fuente de su amor, de su entrega, de su ofrecerse por los hombres. La voluntad que se entrega en Getsemaní en obediencia al Padre es la voluntad humana del Verbo, como ha señalado la reflexión de Máximo el Confesor a raíz de la polémica monoteleta. Y es aquí donde aparece con toda su fuerza el papel del Espíritu Santo, pues para que la voluntad humana pueda cumplir de un modo connatural el proyecto originario del Padre, precisa ser habilitada dinámicamente; ésta es la labor propia del Espíritu, quien infunde en ella sus dones, impulsándola interiormente. De esta forma, la entrega humana del Verbo eterno, esto es su amor humano, es movida por el don del Espíritu y es, por tanto, su expresión.

El don de sí de Cristo tiene su origen en el don del Espíritu. Y, en cuanto se trata del don del Hijo de Dios en la carne, el Padre le concede la plenitud del don del Espíritu en la resurrección, trasformando su carne, el cuerpo débil que recibió en las entrañas de la Virgen María, en Espíritu vivificante.

San Juan vio anticipado el don del Espíritu en la exaltación de la Cruz, cuando de su costado abierto manó sangre y agua, simbolizando el don del Espíritu.

El amor de Cristo, al ser movido por el Espíritu en la obediencia al Padre, se hacía cauce del don del Espíritu. Toda su humanidad, sus palabras, sus gestos, su figura humana, su rostro humano, su modo de vivir, su oración... se convertía así en el cauce en el que Padre nos podía comunicar el Don de su Amor.

Ahora, el mismo Espíritu que habitó en plenitud en Cristo y que se acostumbró a su aroma filial, nos es dado en diversas efusiones a través de los sacramentos. Entre ellos, el lavado bautismal que regenera y concede la unción del Espíritu, por la que ahora el Espíritu habita en el creyente, configurándolo con el Hijo. El creyente es introducido así en la Comunión trinitaria.

Podemos ahora entender una de las características más singulares del amor de Cristo: ésta estriba no simplemente en su intensidad, sino principalmente en que es capaz de comunicarse gracias al don del Espíritu. Y lo que comunica es ese don del Espíritu que nos introduce en la comunión trinitaria. Se trata, en definitiva, de un amor que se comunica y genera una comunión.

 

3.2. La efusión del Espíritu en el matrimonio

Cada sacramento constituye una efusión del Espíritu que configura al creyente respecto a diversas facetas de la Persona de Cristo. También el matrimonio es un sacramento, y como tal, implica una efusión singular del Espíritu de Cristo en los novios. Este hecho se significa elocuentemente en la solemne “bendición nupcial” durante el rito del matrimonio en la cual el celebrante implora al Señor: “Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que tu amor, derramado en sus corazones, los haga permanecer fieles en la alianza conyugal”, tal como se recuerda en la misma exhortación Familiaris consortio, n. 4.

La originalidad del don del Espíritu en el matrimonio estriba en que se trata de una efusión del Espíritu que los configura con el amor esponsal de Cristo, por el que se entrega por la Iglesia, constituyéndola limpia y sin mancha ante sí. Se trata de una dimensión singular de su entrega de amor que ahora se actualiza en la promesa de amor mutuo y total del hombre y la mujer bautizados. Su propia entrega se convierte en un “sacramento”, esto es, en un misterio de salvación donde se hace presente la alianza de Cristo con su Iglesia.

A través de esta efusión singular del Espíritu, la carne de ambos es ungida en una forma nueva haciendo que ambos se conviertan en una sola carne, pero a la vez, habilitando su carne a convertirse en verdadero sujeto de amor salvífico. Se trata de una unción que toca la carne y sus propiedades y las va trasformando paulatinamente. De esta forma, todos los dinamismos del amor ahora quedan plasmados de una forma original: el amor conyugal, con toda la riqueza de dimensiones y matices que implica, se convierte en verdadera caridad conyugal.

La Familiaris consortio, n. 13 lo señala con fuerza y audacia:

“En este sacrificio (de la cruz) se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación, el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico como los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz”.

La especificidad de esta caridad conyugal viene marcada por el hecho de que se trata de caridad, pero vivida en la conyugalidad. Para poder entender lo que implica es preciso profundizar en el sentido verdaderamente cristiano de la caridad. Será desde él como podremos apreciar la originalidad de la caridad conyugal.

 

3.3. La caridad como amistad con Dios
La concepción actual de “caridad” se refiere principalmente a la “beneficencia”; esto es, a una acción que se realiza en bien de otra persona. El origen de esta concepción se encuentra en la “secularización del amor cristiano” que tuvo lugar con Lutero. El motivo de ello se debe a su teoría de la justificación, ya que siendo exterior, “forense”, no tocaba la naturaleza del hombre que continuaba corrompida por la concupiscencia. De este modo, la ordenación del hombre a Dios se hacía imposible. La caridad, al no afectar a esa ordenación a Dios, ni a la justificación, ya que ésta queda definida por la fe, acaba perdiendo su dimensión directamente teologal y pasa a centrarse en la búsqueda del bien y utilidad del prójimo. La caridad conyugal haría referencia, por lo tanto, a un amor “desinteresado” por el cónyuge, siguiendo la interpretación de Nygren en su famoso libro Eros y Agape. Pero así se pierde de vista la conyugalidad, porque en sí misma implica el deseo y se fracciona la genuina espiritualidad conyugal.

La caridad, por el contrario, expresa algo mucho más grande que la mera beneficencia, y desde luego, se sitúa en otra óptica que la del interés-desinterés. La afirmación de Cristo: “Ya no os llamo siervos sino amigos” (Jn 15,15) se muestra decisiva para entender la verdad de la amistad que Dios ha inaugurado con el hombre. Porque propiamente esto es la caridad: una cierta amistad del hombre con Dios31. La dificultad que presenta esta afirmación se centra en una concepción psicologista de la amistad, por cuanto se centrara en el “sentimiento” de aprecio mutuo. Si así fuera, sería imposible entender la amistad con Dios cuando no se tuviera vivencia de tal sentimiento. Pero la amistad implica sobre todo una comunión recíproca de dos personas por cuanto participan de un mismo bien en una benevolencia mutua. Según esto, dos personas son amigas cuando comparten un bien en común y tienen una benevolencia recíproca.

Ahora bien, al fundar la amistad en el bien que se comunica y se comparte, se puede aplicar a Dios la analogía de la amistad, ya que Él ha querido compartir con el hombre un bien: su bienaventuranza eterna, y lo hace movido por su benevolencia, hasta el punto que compartiendo con el hombre este bien, genera la reciprocidad. Con ello se supera la dificultad radical aristotélica a la posibilidad de la amistad entre Dios y los hombres, ya que, según él, la distancia era tan grande, que no podían compartir ningún bien. Con la Encarnación, Dios ha querido hacerse uno de nosotros, y de igual a igual, hacernos partícipes de su beatitud.

¿Cuál es esta bienaventuranza eterna de la que Dios nos hace partícipes? Se trata del Amor entre el Padre y el Hijo. El don que el Padre en Cristo nos hace es el Amor mutuo. Pero este Amor mutuo es el Espíritu Santo. En el don del Espíritu para que habite en nosotros, el Padre nos comunica su beatitud eterna. De esta manera, inaugura en nosotros una amistad con Él que nos trasforma y nos diviniza, esto es, hace del hombre un alter ipse de Cristo. El hombre ahora puede hablar de tú a Tú con Dios.

El don de la presencia del Espíritu en el hombre es posible entenderlo como una unión afectiva: una presencia interior del Espíritu Santo en el corazón del hombre que le inmuta, le coadapta y le complace, según la bella expresión medieval “como el amado está presente en el amante”; así está presente el Espíritu Santo. Pero ahora no solamente se trata de una presencia intencional, en cuanto la forma del amado es la que se hace presente, mientras que su realidad está fuera de nosotros. En el caso de la amistad con Dios, es el mismo Espíritu Santo en Persona el que se haya presente trasformando al hombre y dirigiéndolo a una unión real con Él a través de las acciones, para que alcance la plenitud de lo que se le ha dado.

Se comprende así que sea posible un convivir mutuo del hombre con Dios y una conversación mutua que va más allá de la conciencia que el hombre pueda tener de ella, ya que se da la realidad de la mutua presencia.

Con este don que se le da al hombre y le une a Dios, la persona alcanza su perfección última. Es por esto por lo que se llama “virtud” a la caridad y no tanto, ni principalmente, porque implique una integración de los dinamismos como ocurría en el caso de las virtudes humanas32.

El don de la caridad es, por lo tanto, el don de ser introducido en la Comunión Trinitaria. Y de esta manera, la caridad genera, a su vez, una comunión humana: la Iglesia, la familia de Dios, en la que todos sus miembros participan de la misma comunión, ya que a todos se les ha dado el mismo don. Las relaciones humanas quedan ahora radicalmente afectadas, ya que el amor divino recibido se extiende a los demás, se comunica a los demás, a través del cauce que esas mismas relaciones posibilitan. Las demás personas entran dentro de esta comunicación divina; la misma que el cristiano comunica a los demás.

 

3.4. La caridad conyugal

Una vez comprendida la naturaleza de la caridad como amistad, esto es, como comunión con Dios gracias a la comunicación del Espíritu, podemos comprender lo que se quiere expresar con el término “caridad conyugal”. Se trata de una comunión singular con Dios, pero que se da en la conyugalidad, esto es, en la relación hombre-mujer en cuanto implica la sexualidad. El don del Amor que une al Padre y al Hijo entra ahora en todos los dinamismos amorosos humanos del hombre y la mujer y los plasma según el amor de Cristo por su Iglesia, haciendo a los cónyuges partícipes de ese amor indisoluble. De esta manera Dios atrae a los cónyuges reordenando todos sus dinamismos humanos, irrigándolos con el don de su amor33. Pero los atrae dirigiendo hacia sí sus dinamismos amorosos en cuanto en ellos se da la presencia del Espíritu.

Esta presencia del Espíritu que trasforma el amor humano ordenándolo a Dios hace que el amor humano sea capaz ahora de trasmitir el don recibido. El don del cuerpo, con cuyo lenguaje los esposos quieren trasmitirse mutuamente la presencia recíproca, la compañía en la vida y el destino común, se convierte ahora en capaz de trasmitir la comunicación del Amor de Dios. Los esposos cristianos, por nacer su amor del don del Espíritu que integra y plasma todos sus dinamismos amorosos, en su amor conyugal se trasmiten el don del amor de Dios uno a otro. Por ello su amor conyugal se convierte en caridad conyugal, porque posibilita una verdadera comunicación del don de Dios que abre a una amistad de ambos con Dios.

En la amistad conyugal los esposos viven la amistad con Dios.

Es posible ahora entender porqué el modo de participación en la caridad de Cristo es específico en los cónyuges. Esta originalidad estriba, precisamente, en que tal participación se da en la conyugalidad. Así lo afirma Familiaris consortio, n. 13:

“El contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos integrantes de la persona –reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y la afectividad, aspiración del espíritu y la voluntad-; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, lleva a no ser más que un solo corazón y una sola alma... En una palabra: se trata de las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de ellas expresión de valores propiamente cristianos”.

Se abre así para los cónyuges un verdadero camino de santidad con una nota específica, la conyugalidad, en la que podrán trasmitirse el don del Amor de Dios a través de una gama muy variada y distinta de acciones.

 

3.5. Castidad y don de piedad

La profunda realidad de esta reflexión aparece cuando se aprecia en qué manera el don del Espíritu favorece una pureza de corazón singular en los cónyuges. Ya Aristóteles hablaba de cómo la amistad precisa un reconocimiento mutuo, esto es, conocer el amor de la otra persona. Se trata ahora de reconocer no solamente el amor del cónyuge, sino también el amor de Dios. La pureza de corazón que introduce el Espíritu Santo no solamente le permite corregir toda posible curvatura del amor, sino que haciéndolo madurar y partícipe de la lógica del don de sí de Cristo, permite al creyente “ver a Dios”. Ya lo anunciaba la bienaventuranza: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).

Se trata ahora de un ver a Dios no en la escatología última, sino en la misma corporeidad, porque “¿No sabes que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” (1Cor 6,19). El don del Espíritu permite un don singular en el cristiano, que es el don de piedad, gracias al cual puede descubrir no solamente el significado esponsal del cuerpo, sino la fuente de su valor último:

“Si la pureza dispone al hombre para «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», como leemos en 1Tes 4,3-5, la piedad, que es don del Espíritu Santo, parece servir de un modo particular a la pureza, sensibilizando al sujeto humano sobre esa dignidad que es propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la redención. Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo y que está en vosotros... y que no os pertenecéis?» (1Cor 6,19), adquieren la elocuencia de la experiencia y se hacen verdad viva y vivida en las acciones. Esas palabras, por lo tanto, dejan plenamente abierto el acceso a la experiencia del significado esponsal del cuerpo y de la libertad del don que va unida con él y en la que se revela el rostro profundo de la pureza y su vínculo orgánico con el amor”.

La castidad, generada y formada por la caridad y enriquecida por el don de piedad, se convierte ahora en una luz singular que guía el caminar de los esposos, haciéndole capaz de comunicar la bienaventuranza divina con su amor humano.

El testimonio último de esta realidad se encuentra en la virginidad. Ante ella los esposos pueden reconocer el sentido escatológico de su misma unión y el telos último al que se dirige su unión conyugal: la comunión plena con Dios en la recepción inmediata de su Don.

 

4. Conclusión

Los análisis realizados sobre el sentido de la sexualidad en la perspectiva de la communio personarum, sobre la virtud de la castidad como virtud que hace posible el amor y sobre la caridad conyugal propia de los esposos como trasformación del amor conyugal, me permiten concluir con la afirmación central de esta comunicación: en los esposos cristianos la conyugalidad se convierte en un verdadero camino de santificación, porque vincula la alianza matrimonial con Cristo gracias al don del Espíritu que habita en ellos y los conforma al amor esponsal del Señor.

¿De qué manera el don del Espíritu lleva a plenitud el amor de los cónyuges? Mediante la integridad todos los dinamismos del amor y la plasmación de la virtud de la castidad, se trasforma su amor conyugal en caridad conyugal.

Los esposos, comunicándose su amor en una vida marcada por la conyugalidad en sus más variadas expresiones, se comunicarán también el don que han recibido de Dios. Es posible así comprender por qué el espacio de intimidad que mutuamente se abren los esposos es un espacio de salvación, de mutua santificación. Esta santificación estará, precisamente, en la perfección de su caridad conyugal.

 

 

 

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