La felicidad es una tarea interior
Por: John Powell | Fuente: Francisco Ugarte Corcuera
Lección 4: Premisa: La felicidad es una condición natural
Me gustaría comenzar con una premisa que convendría examinar con detenimiento. Puede que el lector no esté de acuerdo; pero, en cualquier caso, en estas páginas voy a dar por sentado que la condición natural de los seres humanos es la felicidad. De algún modo, tengo la certeza de que Dios nos ha creado para ser felices en este mundo y en el otro. Y por tanto, en mi opinión, la consecuencia lógica es la siguiente: si una persona es crónicamente infeliz, es que algo no marcha bien, algo falla. Por supuesto, puede que no sea culpa suya o que no tenga otra alternativa; sin embargo, sigo insistiendo en que algo falla. En cualquier caso, pido paciencia al lector mientras intento exponer mi pensamiento en las páginas siguientes.
El deseo innato: una historia de frustración
Yo creo que todos sentimos un innato y persistente deseo de ser felices; pero, por desgracia, también hemos experimentado en alguna ocasión la frustración de ese deseo, y nuestros sueños de felicidad se han visto defraudados. Estoy seguro de que todos recordamos haber acariciado alguna ilusión que posteriormente se ha desvanecido. Soñábamos, por ejemplo, que, si hubiera una «bicicleta junto al árbol de Navidad», la vida sería magnífica. Y, una mañana de Navidad, una bicicleta nueva y brillante apareció junto al árbol. Nos quedamos extasiados. Pero en los días posteriores la pintura comenzó a cuartearse, el parachoques se abolló, los ejes comenzaron a chirriar... y el sueño, lentamente y casi sin sufrimiento, se fue extinguiendo. Pero, de todos modos, para entonces ya teníamos otra ilusión. Aunque, uno tras otro, todos nuestros sueños parecían disfrutar de unos instantes de gloria y luego se desvanecían, de modo que nuestras expectativas de felicidad duradera se perdían a lo largo del camino.
Expectativas y felicidad
Por supuesto, las expectativas tienen mucho que ver con nuestra felicidad, y ésta es una de las lecciones vitales más difíciles de aprender. En la medida en que pensemos que nuestra felicidad proviene de cosas externas a nosotros o incluso de otras personas, nuestros sueños estarán destinados a la muerte. La fórmula verdadera es: F = TI; o, lo que es lo mismo: la felicidad es una tarea interior.
La mayoría somos unos románticos impenitentes, y, por desgracia, la esperanza romántica no muere con facilidad. De modo que continuamos acariciando nuestros sueños irreales; glorificamos la realidad con expectativas en tecnicolor; construimos castillos en el aire; insistimos en imaginar la vida y la felicidad como la cerradura de una caja fuerte y creemos que, en cuanto demos con la combinación, habremos ganado la partida. Pero siempre que pongamos nuestra felicidad en lo que las cosas prometan o la dejemos en manos de otros seres humanos, seremos víctimas de la frustración.
Hace algunos años, un abogado especializado en divorcios sostenía que la mayor parte de los divorcios eran consecuencia de expectativas irreales. Jack piensa que estar casado con Jill será la felicidad absoluta. Llama a su amada «Ángel» y «Cariño», cree que es lo único que va a necesitar en la vida y le recita las románticas letras de las canciones de amor. Pero, poco después de que las campanas de boda se hayan convertido en un eco, la verdad se impone: modales desagradables, aumento de peso, cenas quemadas, rulos en el pelo, mal aliento, olores corporales de vez en cuando... Entonces se pregunta en silencio cómo se ha metido en ese atolladero y piensa, en secreto, que Jill le ha engañado. Él ha apostado su felicidad en «Carita de Ángel» y, aparentemente, ha perdido.
Desde el otro ángulo, antes de su matrimonio, el corazón de Jill latía un poquito más rápido siempre que pensaba en Jack. Casarse con él sería estar en el paraíso. «Jackie, el niño y yo... Los tres en mi cielo azul». No contaba con la ceniza de los cigarros, con su adicción a los acontecimientos deportivos televisados, con sus pequeñas pero dolorosas insensibilidades, o con el hecho de que el único orden que guarda su ropa tirada por el suelo... es el cronológico. Su príncipe azul se ha convertido en un «hombre desastroso»: la tapa del tubo de pasta de dientes ha desaparecido; el pomo de la puerta que él prometió arreglar sigue quedándosele en la mano... Jill llora mucho y empieza a buscar «consejeros matrimoniales» en las páginas amarillas. En cierta ocasión, Jack la llevó galantemente a ver una cinematográfica puesta de sol; pero, a partir de ese momento, todo ha sido oscuridad.
El cincuenta por ciento de los matrimonios terminan en divorcio. El sesenta y cinco por ciento de los segundos matrimonios desembocan en el mismo y traumático desenlace. Cuando esperamos que algo o alguien nos haga felices, siempre nos encontramos con la desilusión. Esas expectativas son una cabalgata en la que siempre llueve. Un lugar llamado «Camelot» y una persona «Perfecta»... simplemente, no existen. Las ilusiones siempre parecen arrebatadoras, pero pronto se sumen en la oscuridad y la desilusión de la noche. Nuestros errores comienzan cuando esperamos que las personas y las cosas se responsabilicen de nuestra felicidad. En cierta ocasión vi unos dibujos animados de una mujer enorme, apoyada sobre su diminuto marido, al que exigía: «¡Hazme feliz!». Era una caricatura; pretendía hacer reír; era una distorsión de la realidad. Por eso era divertido. Nadie puede hacemos verdaderamente felices o infelices.
Las tristes estadísticas
Estoy dando por sentado que todos somos capaces de adquirir el «hábito de la felicidad». Pero el filósofo Thoreau dijo en cierta ocasión que la mayoría «llevamos vidas de silenciosa desesperación». Thoreau pensaba que hemos abandonado toda esperanza de verdadera y duradera felicidad. La evidencia contemporánea es abrumadora, y da la impresión de que Thoreau tiene razón: el índice de divorcios está aumentando; los malos tratos a los niños y al cónyuge son epidémicos; se ha incrementado la incidencia de la dependencia química del alcohol y de otras drogas; hay una explosión de embarazos de adolescentes; las bandas violentas proliferan en nuestras calles; la policía patrulla por los pasillos de los institutos; las prisiones están repletas; y los nubarrones de una confrontación internacional son omnipresentes. Hay muchos que opinan que todo esto explica nuestra infelicidad nacional.
Incluso el aire que respiramos ha sido declarado contaminado. La lluvia que riega nuestras cosechas es «lluvia ácida». Los alimentos que comemos, según parece, contienen muchos agentes cancerígenos. Además, está la pesadilla del SIDA, que, según se dice, acabará con millones de vidas. Es obvio que nadie puede captar en profundidad toda esta problemática sin correr el riesgo de deprimirse. En otras palabras, si alguien no se siente mal, probablemente es porque no ha prestado atención. O, como dijo Walter Cronkite: «Si piensas que las cosas marchan bien, mejor será que te reparen el televisor».
No es sorprendente que la Organización Mundial de la Salud haya designado a la depresión como la enfermedad más extendida en el mundo. Un tercio de los norteamericanos se despiertan cada día deprimidos. Los expertos estiman que sólo entre un diez y un quince por ciento de los norteamericanos se consideran verdaderamente felices. La tasa más alta de suicidio entre los profesionales liberales es la de los psiquiatras. Según parece, ni siquiera la psiquiatría proporciona la combinación correcta para dar con el secreto pe la felicidad. En consecuencia, hay mucho cinismo en torno a ella. Dado que su búsqueda ha resultado infructuosa para la mayoría de nosotros, muchos se han dado por vencidos. Por tanto, se busca la solución atiborrándose de pastillas, vagando por la niebla química, comiendo, bebiendo e intentando parecer feliz. Alguien ha dicho que «la vida es una lucha en la que se muere». Para muchas personas, la promesa y la posibilidad de una felicidad real sólo es una burla cruel: la zanahoria mecánica que se nos pone delante para que corramos más rápido y perseveremos sin desmayo.
La felicidad publicitaria
A pesar de la desilusión que hemos experimentado con lo exterior, nunca miramos en nuestro interior para encontrar lo que buscamos. Tal vez tenía razón Dag Hammarskjöld cuando dijo que somos grandes exploradores del espacio exterior, pero muy poco hábiles explorando el espacio interior. Quizá nos haya ofuscado el maremoto de publicidad que nos inunda y nos asegura que seremos felices si compramos y usamos determinados productos: tendremos buen aspecto, daremos buena impresión, oleremos bien...; en suma, conduciremos por las autopistas de la vida con una feliz e imprudente despreocupación. Estos reclamos publicitarios quieren hacemos creer que la felicidad no es más que una multiplicación de placeres.
De modo que nos hemos endeudado consumiendo todos los productos portadores de felicidad. Y, sin embargo, continuamos «llevando vidas de silenciosa desesperación». No hemos sido capaces de sacar partido a las estimulantes promesas de felicidad. Hay un chiste sobre una joven vendedora de perfumes a cuya espalda había un gran anuncio que decía: «¡ESTE PERFUME LE GARANTIZA QUE USTED CONSEGUIRÁ UN HOMBRE!» Una solterona se acercó al mostrador y preguntó con cautela a la dependienta: «¿Está realmente garantizado que se consigue un hombre?» y la joven respondió: «Si estuviera realmente garantizado, ¿cree usted que yo pasaría aquí ocho horas al día vendiendo este perfume?»
¿No será, sencillamente, que en materia de felicidad «antes se llena el papo que el ojo»?; ¿se trata de un simple caso de expectativas no realistas? No creo que sea tan sencillo. Lo que ocurre, en mi opinión, es que buscamos la felicidad en lugares equivocados. Ciframos nuestras esperanzas en otras personas y en objetos que, sencillamente, no pueden satisfacerlas. Yo tengo en el espejo, encima del lavabo, un mensaje para recordarme a mí mismo lo siguiente: «Estás viendo el rostro de la persona responsable de tu felicidad». Y cada día estoy más convencido de que así es.
Los «mensajes parentales»
Una de las razones por la que muchos de nosotros confundimos las fuentes de la felicidad son los denominados mensajes parentales, que son los mensajes de quienes han influido en nuestra infancia. Llegamos a este mundo buscando respuestas, y las respuestas que obtuvimos durante los primeros años de nuestra vida se grabaron de manera indeleble en nuestras memorias. Y ahora, durante todo el día e incluso mientras dormimos, esos «mensajes parentales» resuenan en nuestro interior.
Una de las preguntas que el corazón humano está haciéndose constantemente es la siguiente: «¿Qué me hará feliz?» La mayoría de las respuestas que recibimos cuando éramos niños no eran verbales, sino que nos las transmitían mediante actos, porque aprendemos viendo, no a través de las palabras. Es probable que hayamos observado a nuestros padres preocupados, y así aprendimos a preocupamos; puede que les hayamos oído discutir acerca del dinero, y de ese modo llegáramos a la conclusión de que el dinero es esencial para la felicidad; pudimos haber notado en sus palabras, en su lenguaje corporal y en sus expresiones faciales una dependencia excesiva de los demás, de modo que extrajimos la conclusión de que los otros pueden hacemos felices; cabe la posibilidad de que escucháramos acusaciones como «Me estás volviendo loco», y, por lo tanto, concluyéramos que los demás pueden también volvemos locos a nosotros; que, en apariencia, pueden hacemos felices o infelices, enloquecemos o alegramos, hacer nos sentir seguros o asustados. También es posible que hayamos interiorizado el viejo tópico: «Si tienes salud, lo tienes todo». En otro tiempo, me consideraba un pensador independiente; pero, a medida que voy envejeciendo, voy siendo más consciente de la importancia que tienen en mí y en mi vida esos «mensajes parentales», y tengo que analizarla y revisarla constantemente.
La comparación y las trampas de la competitividad
Uno de los mensajes que resuenan de modo continuo en la mayoría de nosotros es el de la «comparación». Desde el momento en que nos presentaron en público, nos han comparado con otros. «Se parece a su padre»; «Se parece a su madre»... Los aspectos que se comparan habitualmente son:
- la apariencia física;
- la inteligencia;
- el comportamiento;
- y los éxitos.
Por supuesto, siempre había otros más guapos, más inteligentes, mejor educados y que tenían más éxito; y puede que nuestros padres y profesores nos los hayan puesto como ejemplo: «¿Por qué no puedes ser así?»; «¿Por qué no lo haces tan bien como tu hermano?»; «Si te peinas el flequillo hacia abajo, la gente no se dará cuenta de lo ancha que es tu frente. Estarás más presentable».... De este modo, a la mayoría se nos ha enseñado a compararnos con los demás. Y todos los especialistas coinciden en que la comparación significa la muerte de la verdadera autosatisfacción.
La trampa de la «competitividad» es ligeramente distinta. Dentro y fuera del colegio nos han enfrentado a los demás y, por supuesto, a ellos contra nosotros. Competíamos por calificaciones académicas, por premios deportivos, por popularidad, por pertenecer a «grupos»... Pero, por desgracia, el resultado de esas tempranas luchas y competiciones ha dejado en la mayoría cicatrices para toda la vida. Y, pese a ello, muchos seguimos compitiendo; lo único que cambia posteriormente en la vida son los símbolos del status. Todavía se nos hace la boca agua ante los signos y sonidos de la gloria. En nuestro interior, la verde cabeza de la envidia gime: «Si yo tuviera ese aspecto...»; «Si a mí se me ocurrieran todas esas cosas tan inteligentes.. .»; «Si tuviera una finca como esa. ..»; «Si ganara todo ese dinero...» Pero ni siquiera nos aproximamos; y, en todo caso, la cercanía sólo cuenta en algunos juegos. En la competición, todo el mundo pierde.
Mi propia experiencia y mi conclusión
Mis experiencias vitales me han hecho relacionarme con muy distintas personas, y algunas han compartido conmigo sus éxitos y luchas personales. A lo largo de todos estos años de contacto humano, he tomado muchos apuntes mentales sobre los supuestos caminos hacia la felicidad. Y a este compromiso profesional se añade mi propia búsqueda de la misma. Recuerdo con claridad mis éxitos y fracasos. Hay algunos «callejones sin salida» que parecen atractivos, pero que no llevan a ninguna parte; hay montañas que, escalar paso a paso; y hay «trampas» en las que podemos caer con facilidad.
Cuando ordeno todos estos recuerdos, tengo la convicción de que la felicidad está al alcance de todos. El único problema es que, si la buscamos fuera, vamos en una dirección equivocada. La felicidad es, y siempre ha sido, una tarea interior.
Otra conclusión importante es que la felicidad es un producto derivado; es el resultado de haber hecho alguna otra cosa. Como ocurre con la esquiva mariposa, a la felicidad no se la puede perseguir de forma directa, pues todos los intentos de buscar directamente la felicidad están destinados al fracaso. Podemos buscar y conseguir sin rodeos casi todo lo demás: comida, vivienda, conocimientos...; pero no la felicidad. La felicidad se consigue haciendo «otra cosa».
¿Y cuál es esa otra cosa? Después de haber reflexionado mucho sobre mis propias experiencias, estoy convencido de que se puede condensar en diez ejercicios o tareas vitales. Estoy seguro de que algunos disentirán y les gustaría modificar la lista de esas diez cosas (la «otra cosa») que yo propongo. Por favor, que se sientan libres para hacerlo. Pero éstas son las diez prácticas que, en mi opinión, tiene que hacer una persona para experimentar la verdadera felicidad. La explicación de estas diez tareas será el contenido de este libro. Estas páginas representan mi ofrenda de amor al lector, que espero tome este libro con manos benévolas y lo lea con una mente abierta.
Advertencia final
Estas vías hacia la felicidad humana son tareas para toda una vida. No se trata de cosas sencillas que se puedan hacer de una vez para siempre; no es como meter unas monedas en una máquina para que nos salga la golosina de la felicidad. Eso sería como vender un elixir prodigioso; y yo sería un impostor si prometiera una felicidad rápida y segura. La vida es un proceso de crecimiento gradual; las tareas vitales sólo se pueden realizar paulatinamente. El sendero hacia la felicidad es un puente que hay que cruzar, no una esquina que hay que doblar.
Dado que la felicidad es un producto derivado, la promesa es la siguiente: cuanto mejor realicemos las diez tareas vitales, mayor sensación personal de paz y satisfacción lograremos; cuanto más miremos en nuestro interior y no a otras personas o cosas para hallar nuestra felicidad, mayor será nuestra sensación de que nuestras vidas tienen un sentido y una dirección. No hay que olvidar que no se trata de optar entre todo o nada, sino de avanzar cada vez más. Vivir es crecer, y el crecimiento siempre es gradual.
La palabra latina beatus significa «feliz». La bienaventuranza es un reto y un triunfo; promete conceder (indirectamente) la felicidad verdadera a la persona que afronte el desafío y alcance paulatinamente el triunfo.
Éstas son mis «bienaventuranzas».
Lección 5: Perfeccionamiento personal y felicidad
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Participación
1.¿Se podría decir que para alcanzar la felicidad uno de los caminos es buscar ser lo mejor de lo que podemos ser?
2.¿Entonces para alcanzar la felicidad sería necesario realizar un camino inicial de conocimiento de las propias facultades, capacidades?
3.¿En qué consiste el realismo en el perfeccionamiento de la inteligencia?
4.¿Qué aspectos de la voluntad pueden contribuir a la felicidad?
Tutores del curso:
P.Alberto Mestre, LC
amestre@legionaries.org
Roxanna Solano
rsolano@consultores.catholic.net
Les recuerdo que los tutores del curso nos ayudan con dudas sobre los temas del curso.
Bibliografía
La felicidad es una tarea interior
POWELL, JOHN,
Sal Terrae,
Bilbao 1965