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Pecado

Catálogo de pecados descatalogados
De dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad (Mc 7,21-21)


Por: José María Iraburu | Fuente: http://infocatolica.com/blog/reforma.php



–Un poco trabalenguas el título…

–Lea usted lo que sigue y lo entenderá… Si Dios quiere.

Declaratio terminorum. CATÁLOGO (del latín, catalogus, y del griego, katálogos): es una relación ordenada de objetos (libros, documentos, etc.) que están relacionados entre sí. DESCATALOGAR: quitar objetos que formaban parte de un catálogo. En este sentido, puede hablarse, por ejemplo, de catálogo de pecados.

 

 



En la doctrina de Cristo hallamos ya catálogos de pecados, y éstos pueden ser leves, otros mortales, es decir, que separan al hombre de la unión con Dios, fuente de la vida, y que pueden conducir a la condenación eterna. En el N. T. hallamos más de veinte listas de pecados, algunas de ellas en los Sinópticos, es decir, en la misma enseñanza de Cristo: «De dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad» (Mc 7,21-21; en Mt 15,19-20 se mencionan siete). En la parábola del publicano se citan tres: «ladrones, injustos, adúlteros» (Lc 18,11). Y de otros pecados concretos se habla en las parábolas de la cizaña, del rico Epulón, del hombre avaro, del siervo infiel, del juicio final, del escándalo, etc.

También en los escritos de los Apóstoles se formulan catálogos de pecados, sobre todo en San Pablo. El listado más completo e impresionante lo encontramos en su carta a los Romanos (1,24-32), donde hallamos muy especialmente denunciado el pecado nefando de la unión sexual entre hombres o entre mujeres (26-28). Otra lista enumera a «inmorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores: no heredarán el reino de Dios» (1Cor 6,9-10). «Con quien sea así, ni compartir la mesa… Expulsad al malvado de entre vosotros» (ib. 5,11.13).

La conciencia de los discípulos de Jesús ha de tener, pues, un sentido del pecado bien despierto, que nunca estime el mal como bien; que descubra incluso los pecados internos, no sólo los que tienen manifestación en obras externas («todo el que mira una mujer deseándola, ya ha cometido con ella adulterio en su corazón», Mt 5,28); y que tenga en cuenta no sólo los pecados de comisión, también los de omisión (las vírgenes necias, Mt 25,11-13; el que no hace rendir sus talentos, 25,27-29; el juicio final, que indica las necesarias buenas obras de caridad no realizadas, 25,41-46), etc.

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Tres observaciones previas



1. Un pecado queda descatalogado, más o menos, cuando se dan estos signos: 1) cuando la predicación deja de hablar de una cierta virtud y de señalar los pecados contrarios; 2) cuando se ha generalizado de tal modo que llega verse como algo «normal», que no hace cargo de conciencia; 3) cuando es ya un pecado que no suele ser acusado en la confesión sacramental, ni siquiera por los pocos cristianos practicantes que se siguen confesando: no los estiman relevantes, ignoran en la práctica su pecaminosidad, aunque a veces tengan de el algún conocimiento doctrinal.

La simonía puede ser un ejemplo de pecado descatalogado en gran medida en aquellas regiones y tiempos en que viene a ser casi el modo normal por el que los hijos de la nobleza, más instruidos y de presencia más fuerte en el mundo, acceden a esos altos cargos de la Iglesia. En el siglo IX muchos señores consideran -craso error-  que Obispados, Monasterios y Parroquias forman parte de sus dominios. A ellos, pues, les corresponde dar la investidura de la autoridad en esas entidades eclesiales. El tráfico sobre los cargos principales de la Iglesia se consideraba generalmente como algo lícito y normal. Era un pecado descatalogado.

Sin embargo, en el siglo XI y en la primera mitad del XII se celebran ocho Concilios regionales en Inglaterra, Francia, Italia para erradicar el error y el pecado de la simonía. La acción de Papas como Nicolás II (1058-1061) y Gregorio VII (1072-1085), la predicación y acción de grandes santos, como San Bruno (1030-1101) y San Bernardo (1090-1153), van venciendo esa plaga. Pero notemos que mientras la epidemia espiritual de la simonía tiene toda su fuerza, pudo haber y hubo Obispos, Abades y Párrocos buenos, ortodoxos y pastoralmente celosos, que sin embargo, en buena conciencia, habían accedido a sus cargos por medios simoníacos.

2. Sobre la culpabilidad subjetiva de quienes incurren en pecados descatalogados no trataré aquí, porque en otros artículos de esta serie he de hacerlo, con el favor de Dios, más detenidamente. Puede haber una culpabilidad atenuada o casi nula en personas que incurren en pecados descatalogados objetivamente graves. Ésta es doctrina moral –la ignorancia invencible, por ejemplo, y otras consideraciones– siempre común en la Iglesia.

3. El catálogo que doy aquí de pecados descatalogados es muy incompleto. Y al ser tan incompleto, prefiero presentarlo de modo desordenado. Expongo algunos solamente a modo de ejemplo. Podrían mencionarse otros muchos, pues muchos son lo que se dan sobre todo en las Iglesias locales en buena parte arruinadas, que se van extinguiendo.

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El alejamiento crónico de la Misa dominical ha venido a ser un pecado descatalogado. El mandamiento IIIº de la ley de Dios ordena darle en privado y en público un culto de alabanza, adoración y acción de gracias. Esta obligación es muy grave, porque La Iglesia es para la gloria de Dios (Reforma [208]). Por eso Los cristianos no-practicantes son pecadores públicos (Reforma [234]). No hay vida cristiana si no hay vida eucarística, ya que, como en varios textos afirma el Concilio Vaticano II, la Eucaristía es la fuente y el culmen de toda vida cristiana. Ahora bien, si la pastoral de los Obispos, los párrocos, los catequistas, los profesores de Seminarios y Facultades de teología, las publicaciones, no inculcan con todo empeño y frecuencia la gravedad del gran precepto dominical, serán muchas las Iglesia locales en las que la asistencia a la Misa del Día del Señor, en medio siglo, pase del 80% al 10% en los bautizados. Y es que este grave pecado ha sido descatalogado. 

Manda la ley de la Iglesia: «El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto» (can. 1246). «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa; y se abstendrán de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del Día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (1247). El Catecismo de la Iglesia dice que «la Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria… o dispensados por su pastor propio. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave» (2181).

Por tanto, el cristiano que se ausenta voluntariamente y durante largo tiempo de la Eucaristía, pudiendo asistir a ella, de suyo está en pecado mortal.  Es importante, sin duda, que lo sepa. Y el hecho de que ese pecado haya sido ilícitamente descatalogado en su Iglesia local no cambia la realidad de las cosas. La participación en la Misa dominical, antes que ser un precepto canónico es una necesidad ontológica: «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,53-54).

La pasividad de la Autoridad apostólica para combatir eficazmente herejías y sacrilegios es objetivamente un grave pecado que hace ya varios decenios en gran parte de la Iglesia está descatalogado. Como varios Papas han declarado en más de una ocasión, son Innumerables las herejías actuales (Reforma [39]). Y esas herejías y sacrilegios perduran con frecuencia impunemente durante muchos años.

Las reprobaciones tardías de graves errores (Reforma [45-46]), dan lugar a la amplia difusión de herejías entre el pueblo cristiano. En el caso de Anthony De Mello (1931-1987), la enérgica reprobación de la Congregación de la Fe se produce en 1998, doce años después de su muerte. Siendo así que, como se advierte en el mismo documento, es un autor «muy conocido debido a sus numerosas publicaciones, las cuales, traducidas a diversas lenguas, han alcanzado una notable difusión en muchos países». Después de unos veinte o treinta años de su reinado impune en librerías religiosas, también diocesanas, son reprobados sus graves errores (Reforma [47]).  

Pablo VI habla de una Iglesia en estado de «autodemolición» (7-XII-1968). Efectivamente,  al ser la fe el fundamento de la Iglesia, las herejías son las causas principales de su derribo. Juan Pablo II atestigua que «se han esparcido a manos llenas ideas contrarias a la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas herejías en el campo dogmático y moral» (6-II-1981). El Cardenal Ratzinger, un mes antes de ser constituido Papa, dice en el Via Crucis del Coliseo: «¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!… Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes.Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo» (25-III-2005)… ¿Y cómo ha sido esto posible? La respuesta la da Cristo: «mientras sus hombres dormían, vino el enemigo y sembró cizaña en el trigo» (Mt 13,25). Son los Obispos, con el Papa, al ser constituidos como Episcopoi (vigilantes), los principales guardianes de la ortodoxia en la Iglesia.

«Debe ser castigado con una pena justa 1º, quien enseña una doctrina condenada por el Romano Pontífice o por un Concilio Ecuménico o rechaza pertinazmente la doctrina descrita en el c. 752 [sobre el Magisterio auténtico en fe y costumbres] y, amonestado por la Sede Apostólica o por el Ordinario, no se retracta» (Derecho can.1371). Esta grave norma –debe ser castigado– puede decirse que, al menos en una parte importante de la Iglesia, ha venido siendo sistemática e ilícitamente incumplida por los Pastores. El respeto liberal hacia la libertad de expresión ha prevalecido sobre el valor de la ortodoxia y de la ortopraxis. Grandes herejías han podido difundirse impunemente en cátedras, seminarios, parroquias, catequesis, librerías religiosas, incluidas las diocesanas durante decenios. Grandes abusos litúrgicos han podido reiterarse en parroquias, conventos y reuniones sin que nadie los corrija eficazmente. La Instrucción Pastoral que cuarenta años después del Vaticano II publica la Conferencia Episcopal Española, Teología y secularización en España (30-III-2006), es una lúcida e implacable denuncia de los graves errores en temas doctrinales, morales y litúrgicos que han sido enseñados durante decenios por profesores promovidos o tolerados por el mismo Episcopado. Lamentablemente, no ha sido suficiente para erradicar en cátedras, publicaciones, parroquias y catequesis de nuestra Iglesia local los denunciados errores.

Todo lo cual indica que La Autoridad apostólica se ha debilitado mucho en doctrina y disciplina (Reforma [39-41]). Y ésa es una de las causas principales de que no pocos Obispos en treinta años hayan perdido la mitad o dos tercios del rebaño cristiano que el Señor les había confiado… Y es que la omisión del ejercicio de la autoridad apostólica ha venido a ser en muchas lugares de la Iglesia un pecado descatalogado.

El impudor es un pecado descatalogado entre la mayor parte de los católicos. Teniendo en cuenta únicamente a los laicos, puede decirse que el sentido del pudor sólo subsiste en pequeños restos de Yavé. Refiero esa afirmación principalmente a los modos de vestir. Habiéndose abandonado la vergüenza y el sentido del pudor en playas, piscinas, espectáculos, donde la desnudez casi total ha sido largamente afirmada, el impudor se extiende por todas las otras zonas de la vida ordinaria, y viene a ser un pecado descatalogado. No puede decirse lo mismo, obviamente, de muchos otros modos del impudor –pornografía, conversaciones, asistencia a espectáculos obscenos, etc.–, que no estimo descatalogados hoy como pecados, al menos en el mismo grado.

La Escritura enseña que Adán y Eva, después de su primer pecado, «se avergonzaron» de su desnudez, y que el mismo Dios «les hizo vestidos y les vistió» (Gén 3,7.21). Quiere Dios el vestido para el hombre herido por el pecado. En Israel y en la Iglesia, fieles a la voluntad divina, siempre se predicó a los fieles el pudor en el vestir y en las costumbres, aunque a veces esa virtud había de ser vivida y guardada en medio de un mundo generalizadamente impúdico. Jesús enseñó que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,28). Por eso, aunque en el mundo de la Iglesia de los primeros siglos la desnudez era frecuente en termas, teatros, gimnasios y fiestas, siempre los Santos Padres y las leyes de la Iglesia fomentaron el pudor, y reprobaron tanto las termas y la inmodestia como los espectáculos obscenos, que –como muchas playas, piscinas y espectáculos de hoy– eran ocasiones próximas de pecado.

Consta que la modestia de las mujeres cristianas era para no pocos paganos antiguos una revelación, que colaboró decisivamente a la evangelización del mundo greco-romano (Reforma [10-11-12; 89; 94; 180-2-3]). La apostasía moderna ha conducido a una restauración del impudor pagano, hasta el punto de que en gran parte de la Iglesia ha venido a ser un pecado descatalogado. Las mujeres y los hombres pueden exhibirse largamente casi desnudos en playas, piscinas y gimnasios, prosiguiendo  el impudor en su vida ordinaria, sin que los Pastores y teólogos moralistas digan nada en contra. Algunos de ellos incluso consideran la desnudez como un progreso en la historia cristiana, como una irrenunciable evangelización del cuerpo humano.

La anticoncepción es un pecado descatalogado en una gran parte de la Iglesia. Incurre en ella sistemáticamente la mayoría de los matrimonios cristianos, situación muy explicable si se tiene en cuenta el silencio casi absoluto en la cuestión, o la mala enseñanza que se ha dado y se da sobre ella en predicaciones, catequesis, publicaciones, cursos prematrimoniales, confesiones. El aborto elimina una vida humana en la que Dios había infundido un alma, y la anticoncepción es un horror semejante, pues impone la voluntad del matrimonio a la posible voluntad de Dios, eliminando crónicamente la concepción de hijos. El aborto es más o menos combatido en la Iglesia, pero la anticoncepción es de hecho consentida en muchas Iglesias locales por el silencio. La anticoncepción resiste a Dios, baja enormemente el índice de natalidad, nos deja sin hijos, lleva al suicidio demográfico, corroe profundamente la unión conyugal, es una de las causas principales del gran número de separaciones, divorcios y adulterios. ¿No sería gravemente urgente combatirla?…

La anticoncepción es un grave pecado que ha sido descatalogado. Sólo puede ser vencida una plaga tan terrible por la reafirmación de la verdad de Cristo y de su Iglesia: «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV 11). San Juan Pablo II enseña que «Pablo VI, calificando el hecho de la anticoncepción como “intrínsecamente ilícito”, ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá convertir un acto así en un acto de por sí ordenado [lícito]» (12-XI-1988; cf. Catecismo 2370; Reforma [260]).

El adulterio no ha sido descatalogado en toda la Iglesia, pero en algunas Iglesias locales lleva camino de serlo. Hace ya bastantes años se comenzó por eliminar el nombre adulterio, usado por Cristo, los Apóstoles y veinte siglos de Tradición católica, sustituyéndolo por «divorciados vueltos a casar». La devaluación del adulterio como pecado viene de lejos. Recuerdo que en 1968, estando yo destinado en Chile, un párroco centroeuropeo recomendaba a un marido abandonado que rehiciera su vida y se volviera a casar. Lo hizo, y vino a ser uno de los «matrimonios» más activos de la parroquia (!). En 2007, al morir el famoso cantante Pavarotti, adúltero público, recibe del Arzobispo y de 18 concelebrantes en la Catedral de su ciudad natal un funeral solemnísimo, claramente prohibido  por el Derecho Canónico (c. 1184) (Reforma [10, 11 y 12]). Y con ocasión del Sínodo 2014-2015 estos intentos de descatalogación del adulterio como grave pecado se ha ido expresando de un modo cada vez más patente.

Un Arzobispo alemán ha dicho de aquellos adúlteros durante muchos años unidos que, «en razón de los valores humanos que realizan conjuntamente… merecen un reconocimiento moral» (Reforma [305]). Un Cardenal alemán, en un Consistorio de Cardenales, ha considerado que «muchos, después de haber vivido amargas experiencias [en su primer matrimonio], encuentran en estas nuevas uniones, una felicidad humana, y más aún un regalo del cielo» (ib.). Un paso más ha dado un Arzobispo español diciendo de los adúlteros que, cuando «han rehecho una vida, y lo han hecho seriamente, lo han hecho en profundidad, humanamente,… [han logrado] un crecimiento, un desarrollo… ¡un acercamiento personal a Dios! ¡Estoy seguro de ello!» (ib.). Un Obispo dominico francés, considera que la pareja adúltera al «comprometerse en una segunda alianza ha creado un segundo vínculo tan indisoluble como el primero» (Reforma [323]). En la Relatio post disceptationem del Sínodo (octubre 2014) se exponía la opinión de quienes estimaban que los divorciados vueltos a casar debían recibir «un acompañamiento lleno de respeto» (n. 46) -de respeto, se entiende, hacia su estado de vida-, sobre todo «cuando se trata de situaciones que no pueden ser disueltas sin determinar nuevas injusticias y sufrimientos» (n.47).

Este oleaje embravecido de mentiras se estrella contra la roca que es Cristo, cuya palabra permanece para siempre, y será frenada por la Iglesia, porque está edificada sobre la roca de Cristo y de los Apóstoles: «El que repudia a su mujer [el que se divorcia] y se casa con otra, comete adulterio contra aquélla. Y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mt 10,11-12; y paralelos). El Salvador de los hombres, Jesucristo, es el restaurador del matrimonio en su verdad original, monógamo e indisoluble. «No adulterarás» (Rm 13,9). «No os engañéis… los adúlteros no poseerán el Reino de Dios» (1Cor 6,9-10). El pecado de adulterio, con los de herejía y homicidio, siempre es incluido por la Iglesia en los antiguos catálogos de pecados más graves, entre aquellos que son objeto de una disciplina penitencial más severa (Reforma [288]).

La práctica de la homosexualidad, no la tendencia, por supuesto, lleva también camino de ser un pecado descatalogado, al menos en la práctica de ciertas Iglesias locales. Algunas hay que, de manera informal y subrepticia, disponen ya de rituales para la bendición de parejas homosexuales en templos católicos. Los argumentos de aquellos Pastores y teólogos que prácticamente descatalogan las uniones homosexuales como pecados graves vienen a ser los mismos que hemos referido al hablar del adulterio. Un Obispo belga: «Debemos buscar en el seno de la Iglesia un reconocimiento formal de la relación que también está presente en numerosas parejas bisexuales y homosexuales. Al igual que en la sociedad existe una diversidad de marcos jurídicos para las parejas, debería también haber una diversidad de formas de reconocimiento en el seno de la Iglesia» (Reforma [305]). Opiniones semejantes, aunque parezca increíble, fueron incluidas en la Relatio post disceptationem del Sínodo (2014), que al tratar de las uniones homosexuales proponían considerar que «hay casos en que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas» (n.52).

Por el contrario, tanto en Israel como en la Iglesia, los actos homosexuales han sido siempre considerados con especial horror, como el vicio nefando sodomítico. «Apoyándose en la sagrada Escritura, que los presenta como depravaciones graves (Gen 19,1-29; Rm 1,24-27; 1Cor 6,9-10; 1Tim 1,10), la Tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Congr. Fe, 1976, Persona humana 8). Son contrarios a la ley natural» (Catecismo 2357). Es significativo que en el Antiguo Testamento, «por la dureza de los corazones», de algún modo se llega a tolerar el divorcio, los segundos «matrimonios», y hasta la poligamia; pero jamás se acepta el vicio sodomítico, que atrae inexorablemente el castigo de Dios (Sodoma y Gomorra). San Pablo, en el elenco de pecados que describe en los paganos, menciona la práctica homosexual en términos muy duros, como pecado contra naturam (Rm 1,24-27). Pero no suele mencionarse en los catálogos de pecados referidos por la Iglesia antigua, en parte porque es un pecado ya en gran medida desaparecido, y también como si se aplicara a este pecado la norma paulina: nec nominetur in vobis (Ef 5,3-4).

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La descatalogación de graves pecados es hoy la causa principal de la ruina de no pocas Iglesias locales. Es la causa y es el principal efecto. A diferencia de los demás pecados, aquellos que son descatalogados no son combatidos y persisten impunes y pacíficamente en nuestra época. Como los matorrales de espinos de la parábola, que ahogan la virtud evangélica sembrada por Cristo Salvador, ellos acaban con la vida cristiana de los pueblos.

Este artículo iba a ser publicado ayer, en la solemnidad del nacimiento de San Juan Bautista, pero no pudo ser. A su intercesión nos acogemos hoy para que siguiendo su misión propia y la de Jesucristo, también nosotros vivamos hoy en el mundo «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), de la verdad de Cristo, que vence al pecado, a la carne, al mundo y al diablo, padre de la mentira.

 

José María Iraburu, sacerdote

Visita su blog: Reforma y apostasía







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