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En la cocina con Fray Bartolomé
Componer una buena comunidad muchas veces es como preparar una buena receta: exige la justa combinación de varios ingredientes


Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr



Situada en el último piso de la torre del monasterio, la habitación del abad Luis ocupaba un lugar estratégico.

La elección del aposento no había sido cuestión de azar, ya que el prudente superior quería tener una buena vista del convento entregado a su cuidado por mano de la Providencia.

Esa mañana, mientras miraba por la ventana, dos monjes llamaron su atención. El primero fue Fray Bartolomé, que subiendo por la calzada, volvía de la ciudad con el peso de dos grandes sacos repletos de víveres recolectados en la feria de la ciudad.

La otra ventana miraba al claustro.

El segundo monje observado por el abad estaba sentado en un banco de piedra. Rodeado por algunos libros, Fray Lucrecio leía entusiasmado un grueso volumen de apologética. Este religioso daba clases a los jóvenes novicios, y la solidez de su doctrina le había ganado fama en los contornos, al punto que laicos y eclesiásticos llegaban a consultarlo sobre intrincados puntos de la enseñanza cristiana.



Contemplando a ambos monjes el viejo abad se puso a meditar en la grandeza de Dios, que creaba hombres tan distintos pero los hacía vivir bajo el mismo techo, hermanados por la misma vocación y llamados a servir a sus semejantes de diferentes maneras.

* * *

Aquella tarde un visitante subió los peldaños de la torre y llamó a la puerta del abad. Era Fray Lucrecio, justamente. Con un libro bajo el brazo, pidió una conversación reservada con el superior.

–Cómo no, hermano. ¿Algo lo aflige?

–No a mí, señor abad, sino a nuestra comunidad. Discúlpeme, ¡pero ya no puedo soportar que haya entre nosotros una persona tan incapacitada como Fray Bartolomé!



El abad Luis arqueó las cejas, algo sorprendido. ¿Qué mal habría hecho el humilde monje? Fray Lucrecio continuó, con argumentos para demostrar que ese hombre ignorante era una calamidad para la abadía:

–¡Todo lo simplifica! Nunca puede captar las elevadas razones que yo, maestro de teología, intento transmitir.

Además tiene extrañas costumbres, como aquella vez en que quiso enseñarle a un loro a rezar el Avemaría…

El abad escuchó con aire perplejo y sin interrupción la exposición de las quejas. Su atenta mirada sugería que pensaba rápida, pero profundamente.

Cuando el otro monje terminó de hablar le respondió:

–Muy bien. Todo cuanto me dice usted es muy serio, pero me gustaría disponer de más información antes de tomar alguna medida. Por ejemplo, yo no sé muy bien lo que él hace en la cocina cuando se queda a solas.

Acompáñelo esta tarde en la preparación de la cena, y hágame después un relato detallado de todo lo que dijo o hizo. Fíjese en cualquier actitud que evidencie la supuesta mediocridad o ignorancia que usted señala. Con esta base tomaremos una medida.

* * *

Así ocurrió. Al caer la tarde, el maestro de teología se presentó en la cocina para ayudar al hermano cocinero.

Como este último nunca discutía una orden superior, no dijo nada al respecto. Esa noche habría tallarines con salsa boloñesa. El docto monje observaba con atención todo lo que hacía el otro. Además de la carne molida, varios ingredientes le parecían muy sabrosos, como la cebolla, el tocino y el tomate (este último particularmente apreciado por él). Pero cuando Fray Bartolomé comenzó a picar las zanahorias, Fray Lucrecio protestó:

–¿Cómo? ¿A tanta delicia usted le va a agregar estas miserables zanahorias?

¡Este vegetal mezquino va a alterar completamente el gusto de la salsa!

–Pero… pero… ¡siempre lo he hecho así!– dijo el pobre cocinero.

–En fin, sírvale eso a los demás si lo quiere, pero separe para mí una parte de la salsa sin esas pérfidas zanahorias.

Mientras tanto, Fray Lucrecio pensaba: “Esta es una buena prueba de la ignorancia de este hombre, que trata de incluir en todo una nota de mal gusto, como esta ocurrencia de las zanahorias. Mañana se lo contaré al abad”.

A la hora de la cena todos comieron pasta con la salsa convencional, salvo Fray Lucrecio, al que sirvieron la parte sin zanahorias. Para su sorpresa, la preparación estaba horriblemente ácida, tanto que le costó bastante terminar el plato. Pero, como lo había exigido personalmente, se lo comió sin chistar…

* * *

No pasó una buena noche. La salsa le cayó definitivamente muy mal.

No pudo dormir tranquilo, tuvo pesadillas y se despertó varias veces con náuseas. A la mañana siguiente, pálido y ojeroso, se dispuso a llevar su relato al abad. Éste se impresionó con el demacrado aspecto del culto maestro, quien le contó todo lo sucedido con la salsa ácida, causa de su malestar.

El experimentado abad, sonriendo, le dijo:

–¿Sabe, hermano Lucrecio? En mi época de novicio trabajé un buen tiempo en la cocina. De hecho yo mismo le pedí a Fray Bartolomé que hiciera la salsa boloñesa. Es interesante cómo la gastronomía ofrece a veces ejemplos útiles para la vida religiosa.

Lo cierto es que componer una buena comunidad muchas veces es como preparar una buena receta: exige la justa combinación de varios ingredientes.

Tome usted el tomate: su sabor es delicioso y es fundamental para la salsa, pero fácilmente se pone ácido. Hace falta colocar a su lado la humilde zanahoria, cuya función en la receta no es dar sabor sino absorber la acidez del conjunto.

Hermano Lucrecio, creo que usted comprende bien esta comparación, pero deseo dejarla más clara. Así como el cocinero en la preparación de la receta, yo como abad debo contar con monjes que me resultan preciosos por su sabiduría y doctrina, aunque a veces sean ácidos. En esto me ayudan los que no tienen mucho realce, pero por su simplicidad actúan como las zanahorias de la salsa: suavizan el conjunto. ¿Me entiende ahora, hermano, por qué me alegro de tenerlos a usted y a Fray Bartolomé juntos en nuestra comunidad?

Fray Lucrecio aceptó con humildad las palabras de su virtuoso abad.

Le agradeció la lección, reconfortado, y después de la bendición se dispuso a salir. Cuando estaba ya en la puerta, el abad agregó:

–Ah, un detalle más, hermano: la salsa también quedó ácida porque no se cocinó el tiempo suficiente. Para la gastronomía y la vida cristiana, la paciencia es virtud fundamental. Gracias a ella, el alimento y la vida en común alcanzan un sabor suave y agradable…

 







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