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Cuento corto

El Valle de las Cruces
Por un instante se sin­tió confundido, pero recordó las amarguras de su vida y se adentró en el bosque de cruces...


Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr



El maestro Schmerzen le­vantó lentamente su martillo, miró el clavi­to que sostenía entre sus dedos, afinó la punte­ría y descargó un rápido golpe… que le dio de lleno en el pulgar.

–¡Ayyyy!

Saltó de dolor, y el brusco movi­miento volcó un tarro de tinta pa­ra cuero que tenía al lado; el líqui­do negro salpicó los muebles y va­rios zapatos, se derramó en el piso de madera y empezó a filtrarse en­tre las grietas. Schmerzen tenía cla­ro que pocas tintas son más pene­trantes que la de cuero. Su taller de maestro zapatero era un completo desastre.

¡Cinco pares de zapatos perdi­dos! Y el tarro derramado era el de la tinta más cara. ¡Ah! Abatido, mi­ró los zapatos y botas apilados en las estanterías, su delantal sucio, sus manos negras de tinta. Cuando divi­só por la ventana vio a su hijo mayor, cabalgando de regreso desde Würs­burg con una nueva provisión de cue­ro, pensó malhumorado: “¡Desdicha­do! Está condenado a ser otro zapa­tero tan sucio como yo, viviendo en­tre cueros malolientes y tintas pega­josas”.

Durante el almuerzo, Schmerzen guardó silencio. Prestaba atención a su esposa que se afanaba en la coci­na. Había sido una muchacha encan­tadora en su juventud, pero ahora…



Por la tarde olvidó cerrar la por­tezuela del taller, y los hijos menores invadieron el recinto para jugar, en­suciándose y dejándolo en desorden otra vez. Los echó furioso, mientras se lamentaba para sus adentros: “Pa­ra colmo, me falta dinero con que ar­mar un taller lejos de casa”.

El maestro Schmerzen estaba en­fadado y seguía quejándose. ¡La vida se le hacía insoportable! Por la tarde fue a desahogar sus penas con su pri­mo, dueño de una pequeña cervece­ría a poca distancia de la zapatería. Regordete y bonachón, el primo lo aconsejó mientras servía una jarra de cerveza bávara a otro cliente:

–Vamos… ¡basta de alharaca, Schimmy! ¡Hoy día todo lo ves pinta­do de negro! Cada uno tiene que car­gar su cruz en esta vida. ¡Carga la tu­ya con ánimo!

Pero la argumentación del pri­mo no lo convenció. Se puso el som­brero, saludó y se fue. “Cruz, cruz… Cierto, cada uno tiene la suya, ¡pe­ro la mía es tan pesada!”

Rezongan­do salió de la cervecería, rezongan­do entró en su casa, y acostado se­guía rezongando: “Si cada uno tiene que cargar una cruz, ¡Dios me podría mandar otra más liviana!”



* * *

Schmerzen se durmió por fin. A mitad de la noche sintió que la man­ta no abrigaba su hombro, y empe­zó a buscarla a tientas, sin abrir los ojos. Nada. Abrió los ojos, se levan­tó y percibió que ya no estaba en su casa. Poco a poco fue disminuyen­do la oscuridad, y vio frente a sí un joven alto, vestido de blanco y con grandes alas en la espalda. Como si fuera…

–Sí. Soy tu ángel de la guarda. Dios escuchó tus reclamos. Mira a tu alrededor.

El zapatero echó un vistazo y se encontró en un inmenso valle rodea­do por altas montañas. A lo lejos vio lo que parecía un bosque de árboles y arbustos singulares, con un tronco muy recto y aparentemente sin hojas.

–No son árboles, Schmerzen. Va­mos más cerca.

Se pusieron a caminar, y cuando estuvieron cerca vio que se trataba de… cruces. Miles. Tal vez millones. De todas las formas y tamaños. Cla­ras y oscuras, de madera y de metal, lisas y ásperas. Schmerzen quedó im­presionado por su variedad; no había siquiera dos iguales, y cada una lleva­ba escrito el nombre de su dueño.

–En este valle guarda Dios la me­dida del sufrimiento que ha reserva­do a cada hombre y a cada mujer. Es el Valle de las Cruces. Ya que tanto reniegas de la tuya, el Altísimo per­mitió que eligieras otra. Anda… bus­ca a tu antojo y llévate la cruz que quieras.

Por un instante Schmerzen se sin­tió confundido, pero recordó las amarguras de su vida y se adentró en el bosque de cruces. Evitó las más grandes y fue donde estaban las pe­queñas. Tomó una, pero le pareció muy áspera. Probó con otra, pero el borde era muy afilado. Encontró lue­go una mucho más pequeña, pero era de plomo y pesaba más que el resto.

Por fin, casi tropezó con una minús­cula. La recogió: medía sólo un pal­mo y su madera era muy ligera, lisa y sin puntas. ¡La cruz ideal! Tomándo­la con firmeza como si se la pudieran quitar, dijo al ángel:

–¡Ésta es la que quiero!

–¿Seguro? Bien, amigo mío… lee su inscripción.

El zapatero la miró de cerca y leyó espantado: “Maestro Schmerzen” . ¡Esa cruz –la más liviana, la más lisa, la menos incómoda de todas– era de la que se quejaba tanto!

***

Un grito de vergüenza y asombro salió de su garganta, y Schmerzen se despertó. Sudoroso y con el corazón acelerado fue a la ventana, la abrió y vio que el sol de primavera brillaba en todo su esplendor.

–¡Qué bonito día!

Sólo entonces se percató de que era un día exactamente igual al an­terior. El mismo sol, la misma pri­mavera. Bajo la ventana, el hijo ma­yor, silbando alegremente, descarga­ba un nuevo paquete de cueros. “A decir verdad –pensó– mi hijo es uno de los pocos muchachos de la ciudad con trabajo asegurado”. Más allá oyó el correteo de los niños que jugaban cerca de su taller, y volvió a sentirse contento: “Después de todo, es una gran ventaja trabajar al lado de casa, porque puedo estar todo el día cerca de mi familia”.

Desde la cocina subía el delicioso aroma del desayuno… y la voz de su esposa:

–¡Schmerzen, querido, apúrate, tus huevos revueltos se van a enfriar!

“Es verdad que ella ya no tiene la juventud de antes –reflexionó el za­patero–, pero es tan buena mujer… ¡y qué bien cocina!” Al girar notó que había una pequeña cruz encima de la mesilla de noche. El ángel le había dejado un recuerdo… Schmerzen la tomó, mirándola un instante, pensativo. La besó, la colocó otra vez sobre la mesita, con reveren­cia, y bajó silbando contento al desayu­no, listo para continuar con su vida.

 

Imagen: Colina de las cruces, Lituania







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