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Reciban al Espíritu Santo.
Para llegar a este conocimiento no bastan las luces ordinarías de la fe, es necesaria la intervención especial del Espíritu Santo que recibimos en la medida que se correspondamos a la gracia, a nuestra pureza del corazón y a nuestros deseos de santidad.


Fuente: Tiempos de Fe, libro 1, año 1, No. 1, Noviembre 1998.



Reciban al Espíritu Santo

* Descubre a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús.
* El Espíritu Santo nos guía de manera segura por el camino que conduce a Dios.
* Asiste a la Iglesia y a cada uno de sus miembros hasta el fin de los siglos.

La tarde del primer día de la semana, después de haber resucitado, vino Jesús con sus discípulos y les dijo: “La paz sea con ustedes.” Diciendo esto, sopló sobre ellos diciendo: “Reciban al Espíritu Santo”.(JN20,19-22)

El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, que llegamos a conocer por la revelación con la fe, con el corazón y con la ayuda de sus dones. 

Sabemos que todas las obras vienen de Dios; sin embargo, fundándose en las Escrituras y la Tradición, los teólogos señalan a cada una de las Personas de la Trinidad, funciones y caracteres propios. Al Padre se le atribuye la Creación: dio al hombre el soplo de la vida; al Hijo la Redención; murió en la cruz para que nuestros pecados nos fueran perdonados, y al Espíritu Santo el camino por el cual llegaremos a nuestra salvación. 



Cuando Jesús resucitó abrió paso al Espíritu Santo, que en la fiesta de Pentecostés (fiesta agrícola que los judíos celebran cincuenta días después de su pascua) descendió sobre María, la madre de Jesús, y los Apóstoles, con un gran viento, y después, lenguas de fuego que se posaron sobre la cabeza de cada uno de ellos, llenándolos de sus dones y haciéndoles comprender todo lo que les había enseñado y que hasta ese momento entendieron plenamente. Ese día, gracias a la venida del Espíritu Santo, comenzó la evangelización y nació la Iglesia.

Cuando las virtudes, que se nos comunican con la gracia de los sacramentos o por cualquier otro medio, no son suficientes para encontrar el camino adecuado, el Espíritu Santo nos impulsa, nos ayuda y nos dirige con regalos especiales que llamamos “Dones del Espíritu Santo”, receptores sobrenaturales para captar las inspiraciones que Dios pone en nuestra alma para lograr nuestra santificación. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, es el que enseña a  los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús.

Los dones del Espíritu Santo son siete:

-    Don de entendimiento
-    Don de ciencia
-    Don de sabiduría
-    Don de consejo
-    Don de piedad
-    Don de fortaleza
-    Don de temor de Dios

Mediante el don de entendimiento nos permite descubrir con claridad la fe; con este don se nos da un conocimiento más profundo de los misterios revelados.



Para llegar a este conocimiento no bastan las luces ordinarías de la fe, es necesaria la intervención especial del Espíritu Santo que recibimos en la medida que se correspondamos a la gracia, a nuestra pureza del corazón y a nuestros deseos de santidad.

El don de entendimiento nos hace captar el sentido más hondo de las Sagradas Escrituras. Con este don contemplamos a Dios en medio de las tareas ordinarias y los acontecimientos agradables o dolorosos de la vida de cada uno y nos ayuda a descubrir a Dios en todas las cosas creadas. 

David, en el salmo 119, le pide a Yaveh este don: “Dáme entendimiento para que guarde tu ley y la cumpla de todo corazón”. 

No se trata de una ayuda extraordinaria que se concede únicamente a personas excepcionales, sino a todos aquellos que quieran ser fieles al Señor en cualquiera que sea su vocación, santificando sus alegrías y sus dolores, su trabajo y su descanso. 

Gracias al don de ciencia se hace más fácil al hombre ver las cosas creadas como medios para llegar a Dios, juzgar con rectitud las cosas y Mantener su corazón en Él.

Con el don de la ciencia, el cristiano percibe y entiende con toda claridad que toda la creación ha venido de Dios y de Él depende. Es una disposición sobrenatural por la que el alma participa de la misma ciencia de Dios, descubre las relaciones entre lo creado y su Creador y en qué medida sirven para la salvación del hombre.

Debemos aprender, con este don, a ver las cosas a través de Dios.

Mediante este don el cristiano, dócil al Espíritu Santo, sabe discernir con perfecta claridad lo que lleva a Dios y lo que le separa de Él en las artes, en el ambiente, en las modas, en las ideologías…. Se tiene verdadera necesidad de este don para convertir las actividades diarias, propias de nuestro estado, en medio santidad y apostolado.

El don de la sabiduría está íntimamente ligado a la virtud de la caridad y el Espíritu Santo lo pone al alcance de las almas que aman al Señor.

Este don nos hace aprovechar las ocasiones de mostrar amor a nuestro prójimo y acercarlo eficazmente a Dios; nos hace entender que aún lo inexplicable coopera al bien de los que lo aman; entendemos mejor, poco a poco, el plan providencial de Dios, precisamente en las cosas que antes no entendíamos, en los casos dolorosos o imprevistos, permitidos por el señor en vista de un bien mayor.

“Preferí la sabiduría a los cetros y a los troncos y en comparación con ella, tuve en nada la riqueza. Todo el oro es ante ella como un grano de arena. La amé más que a la salud y a la hermosura y antepuse a la luz su posesión. Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, porque la sabiduría es quien los trae. Es para los hombres un tesoro inagotable y los que de este tesoro se aprovechan, se hacen partícipes de la amistad de Dios”. (sab 7, 8-14)

Como una madre conoce a su hijo a través del amor que le tiene, así el alma mediante el amor, llega a un conocimiento profundo de Dios que permite a quien lo ama comprender mejor sus misterios.

Es un don del Espíritu Santo porque es fruto de la caridad infundida por Él en el alma, a la que hace participar de su sabiduría infinita.

El don de la sabiduría nos trae una gran paz, nos ayuda a llevar la alegría allí donde vamos y a encontrar esa palabra oportuna que ayuda a reconciliar a los que están desunidos. A este don corresponde la bienaventuranza de los pacíficos, aquellos que teniendo paz en sí mismos, la comunican a los demás.

En muchas ocasiones nos desviamos del sendero que nos conduce a Dios. Pero el Señor nos ha asegurado. “Yo le haré saber y te enseñaré el camino; seré tu consejero y estarán mis ojos sobre ti”. El Espíritu Santo es el mejor guía, el más sabio maestro. Jesús prometió a sus Apóstoles: “No se preocupen de qué o de cómo hablarán, porque se les dará en aquella hora lo que deban decir. No serán ustedes  los que hablarán, sino el Espíritu del Padre será el que hable por ustedes”.

El Espíritu Santo, mediante el don de consejo, nos guía de manera segura por el camino que nos conduce a Dios, nos hace prudentes al escoger los medios que debemos emplear en cada situación difícil y nos ayuda a tomar la decisión que más nos beneficie, con rectitud y rapidez. Infunde el amor en nuestros corazones, nos da paz, alegría; hace en nosotros mayor el espíritu de sacrificio, nos auxilia en el cumplimiento de nuestro deber. En fin, insinúa el camino que debemos tomar en cada circunstancia, sobre todo si tenemos duda. Este don es particularmente necesario a quienes tienen la misión de orientar a otras personas. 

El don del consejo está íntimamente ligado con la prudencia que necesitamos en cada acto de nuestra vida; nos hace prever las posibles consecuencias de nuestras acciones, echar mano de la experiencia, pedir consejo oportuno cuando lo necesitemos.

Es la prudencia natural que cada quien tiene, agudizada por la gracia. 

El sentirnos hijos de Dios, efecto del don de piedad, nos enseña y nos facilita tratar a Dios como a un padre y a nuestro prójimo como hermano.

En el Antiguo Testamento se nos enseña cómo el pueblo manifiesta este don de muchas maneras: sacrificios, actos de satisfacción por las faltas cometidas, alabanzas, salmos…. En el Nuevo Testamento, Jesucristo mismo nos enseñó cómo debemos dirigirnos a Él : “Cuando oren, deben decir: Padre….” Y nos dejó la más bella oración que puede haber: el Padre nuestro, oración que rezamos tanto en alegrías, como en tristezas y dificultades, cuando andamos de viaje, cuando damos gracias…. Es una de las primeras oraciones que nos enseñaron nuestros padres y una de las primeras que enseñamos a nuestros hijos.

El don de piedad nos une a Dios por nuestras oraciones y demás actos de adoración.

Con este don, oramos a nuestro Padre de muchas formas: a veces, quizá nos quejemos con Él, otras le demos gracias, o le pedimos que tenga paciencia con nosotros, que estamos luchando por portarnos como verdaderos hijos suyos. Hay mil maneras de hablar con un padre y, si algunas veces no sabemos qué pedir o cómo hacerlo, el Espíritu Santo pedirá por nosotros. Debemos pedir insistentemente, hasta que nos escuche, sin olvidar decirle que si esto que pedimos es también su voluntad, nos lo conceda. 

La confianza que sentimos al sabernos en manos de Dios, nuestro Padre, nos hace sentirnos seguros, firmes; aleja de nosotros la angustia y la inquietud, nos ayuda a estar serenos ante las dificultades y nos impulsa a tratar a los que están cerca de nosotros con respeto, a compadecernos de sus necesidades y tratar de remediarlas. La piedad hacia los demás nos hace juzgarlos sin dureza y nos dispone a perdonar con facilidad las ofensas recibidas.

En la historia del pueblo de Israel se habla de la continua protección de Dios. La misión de los que los conducían a la tierra prometida era superior a sus fuerzas. Así cuando Moisés le dice al Señor que él no es capaz de liberarlos de Egipto, el Señor le contesta: ”yo estaré contigo”. Esa misma ayuda la da a los Profetas y a todos los que reciben misiones especiales, que no pueden llevarse a cabo sin la fortaleza que han recibido de Dios. Yaveh es la Roca de Israel, su fortaleza, su seguridad.

El Señor promete a sus Apóstoles “que serán revestidos por el Espíritu Santo, de la fuerza de lo alto”. Él asistirá a la Iglesia y a cada uno de sus miembros hasta el fin del mundo. La virtud de la fortaleza, la ayuda de Dios, es necesaria al cristiano para vencer los obstáculos que se le presentan en el cumplimiento de su deber y en aumentar cada día su amor a Dios. Esta virtud se refuerza con el don de la fortaleza.

Con este don, nos sentimos capaces de las acciones más difíciles y de soportar las penas más duras por amor a Dios, sabiendo que no lo logramos por nuestro propio esfuerzo sino por la ayuda que se nos da; casi oímos, en estas pruebas, que Dios nos dice al oído. ”Estoy contigo”, y si Él está con nosotros, ¿a qué le vamos a temer? quién podrá separarme del amor de Cristo? ¿A caso la tribulación o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el riesgo, o la persecución, o el cuchillo. De todo esto triunfamos por virtud de Aquél que nos amó”. Seguramente San Pablo, al escribir esta carta, había recibido del Espíritu Santo una buena dosis del don de Fortaleza, que realmente necesitaba, y termina diciendo: “Todo lo puedo en Aquél que me conforta”. Y así pudo sembrar la palabra de Dios entre los gentiles y finalmente, morir por amor a su Maestro, porque el Espíritu siempre lo acompañó prodigándole sus dones.

Ante tantas tentaciones y pruebas a las que tendremos que enfrentarnos, santa Teresa decía que Dios nos había puesto dos remedios: “amor y temor; el amor nos hará apresurarnos los pasos y el temor hará ir mirando para no caer”. Santa Teresa habla del temor de Dios, temor que nace del amor que se le tiene a Dios y el temor de ofenderlo; temor de un hijo que teme causar dolor y tristeza a su Padre; es la conciencia de saber la distancia infinita que existe, entre nosotros pecadores y Él, nuestro Creador, es el deseo de “quedar bien” con el que tanto nos da. Quien teme al Señor se aparta del mal camino. Este hace al hombre precavido y vigilante para no pecar.

Cuando se pierde el temor de Dios, se pierde también el sentido del pecado; se pierde el sentido de la Majestad de Dios y del honor que se le debe; se olvida quien es Dios y quienes somos nosotros. 

Entre los efectos principales que genera el temor de Dios, está una actitud interior de vigilancia para evitar las ocasiones de pecar, deja una particular sensibilidad para detectar lo que puede entristecer al Espíritu Santo.

Del don de temor nace la humildad, ya que el alma se da cuenta de su lugar ante la Majestad de Dios, sin querer ocupar el de Dios, sin desear recibir honores que sólo a Él corresponden. Una de las manifestaciones de la soberbia es el desconocimiento de este don.

Nuestra vida es un camino que nos lleva a Dios, un sendero corto. Importa, sobre todo, que al llegar se nos abra la puerta y entremos. Para lograrlo debemos, mientras caminamos, buscar la voluntad de Dios y en esa búsqueda, nos serán de gran ayuda los dones del Espíritu Santo.







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