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El Sacrificio perfecto
La Eucaristia como sacramento


Por: Cristina Cendoya de Danel, Educadora en la Fe, Sede Lomas | Fuente: Tiempos de Fe, Anio 3 No. 13, Noviembre - Diciembre 2000



En la Misa, en el momento de la consagración, se lleva a cabo el sacramento de la Eucaristía y al mismo tiempo se renue­va el sacrificio de Jesús, su Pasión y Muerte. La Eucaristía es sacramento porque Cristo se nos da como alimen­to para el alma, y a la vez es sacrificio porque se ofrece al Padre como obla­ción.

El sacramento tiene como fin la san­tificación del hombre, pues se le da como alimento de vida eterna, mien­tras que el sacrificio tiene como fin darle gloria a Dios, es a Él a quien va dirigido el Santo Sacrificio del altar. También es sacrificio de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, que unión con Jesucristo se ofrece a Dios.

El sacramento y el sacrificio son una misma realidad, aunque se pueden considerar por separado sus dos dimensiones. Se entiende como sacra­mento la hostia ya consagrada y es una realidad permanente y se entiende como sacrificio en la Misa, es decir, cuando se lleva a cabo la consagra­ción, siendo una realidad transitoria.

Desde el principio de la Creación, el sacrificio es el principal acto de cul­to de las diversas religiones, ha sido una manera de rendirle a Dios home­naje. A través de la Biblia vemos como los diferentes personajes ofrecían sacrificios a Dios. Adán y sus hijos acos­tumbraban a ofrecer lo mejor de sus rebaños y de sus cosechas en sacrificio. Cuando Noé salió del Arca sacrifi­có animales en acción de gracias. Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su único hijo con tal de agra­dar a Dios. Melquisedec ofrece como sacrificio pan y vino para agradecer una victoria. Luego, vemos el sacrificio del cordero pascual que libró de la muerte al pueblo judío en Egipto, dan­do inicio a la celebración de la pascua judía, que hasta el día de hoy se cele­bra.

Otro motivo para los sacrificios es que el hombre siempre ha buscado reparar sus pecados privándose de algo que le es valioso.



Cuando hablamos de sacrificio como acto de culto a Dios, nos referi­mos a que hay un ofrecimiento a Dios de algo que se inmola o se destruye, que lo lleva a cabo alguien que posee una legítima autoridad, para reconocer el poder de Dios sobre todas las cosas.

¿Por qué requiere de una inmola­ción o de la destrucción de algo? Por­que es una manera de manifestar el dominio de Dios sobre todo lo creado, de lo que se destruye nada queda.

Aunque Dios pedía sacrificios al pueblo elegido, todos ellos eran imper­fectos. Únicamente eran un anticipo del verdadero sacrificio que su Hijo le ofre­cería al hacerse hombre y morir en la Cruz. Estos sacrificios eran llamados de la Antigua Ley, faltaba el único sa­crificio, el de la Nueva Ley.

La Santa Misa es el mismo sacrifi­cio de la Cruz, con todo su valor infini­to. En él se cumplen todas las características del sacrificio, el sacerdote y la víctima son el mismo Cristo, quien se inmola con el fin de darle gloria a Dios. El sacrificio Cristo en la Cruz era ne­cesario dado a la gravedad del peca­do. Solamente el Hijo de Dios podía reparar los pecados de los hombres.

La Pascua del Señor se hace pre­sente y operante en la asamblea litúrgica. Cristo el "verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo al Padre como víctima de salvación y nos mandó a perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya". ( Misal Ro­mano, Prefacio de la Santísima Euca­ristía I).



El sacrificio de la Misa instituido en la Última Cena, es renovado bajo las especies de pan y vino. El sacrificio de la cruz no se repite, como tampoco se repiten los hechos históricos de Jesús, pero si se actualizan en la acción sacramental. No es una representa­ción, es una renovación. En cada Misa se renueva el sacrificio de la Cruz de forma incruenta, es decir, sin derrama­miento de sangre. La Misa es el per­fecto sacrificio porque la víctima es perfecta.

Cuando Cristo en la Última Cena consagró el pan y el vino, le dio un carácter de sacramento, pues su inten­ción era darse como alimento, quedar­se con nosotros siempre. Pero tam­bién, tuvo el carácter de sacrificio por­que aunque todavía no se había inmo­lado la víctima, sí se ofreció para ser inmolada.

La esencia misma de la Misa como sacrificio es la doble consagración del pan y del vino, no es la palabra, como tampoco lo es la sola comunión.

Cristo ofrece su vida para rescatar­nos del pecado y es Él quien se ofrece al Padre. Nosotros de­bemos unir nuestro sacrificio al suyo en la Misa. En ella po­demos ofrecer un sacrificio digno de Dios, además al ofrecer nuestros propios sacrificios por pequeños que sean, al sacrificio de Cristo, éstos adquieren valor de reden­ción al ser incorporados al propio sa­crificio de Cristo.

En la Misa, Cristo está presente en el sacerdote, quién lo representa como mediador universal en la acción sacramental. También está presente en los fieles, que se unen y participan con el sacerdote y con Cristo en la Eucaristía. Nosotros nos unimos a su sacrificio y lo ofrecemos con Él. Cristo es la Palabra del Padre que nos revela tos misterios divinos y el sentido de la ac­ción litúrgica. Al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos unimos todos, física y espiritualmente, formando un solo Cuerpo. La Comunión es el gran don de Cristo que anticipa la vida eter­na.

La Santa Misa, como renovación que es del sacrificio redentor de la Cruz, tiene los mismos fines y produce los mismos efectos.

La Misa tiene un fin latreútico

En la Misa le damos a Dios todo el honor que se le debe, le rendimos a Dios una adoración totalmente digna de Él. Nos debemos acostumbrar a ala­bar a Dios, pues Él es nuestro Crea­dor, a quien le debemos todo lo que somos y tenemos.

Por otro lado, hay un fin propiciato­rio, de reparación. Son muchos los pecados que debemos reparar y en la Misa es momento para hacerlo.

El fin impetratorio, de petición, es con la finalidad de pedirle gracias y fa­vores. No olvidemos que la Misa tiene la eficacia infinita de la oración del mis­mo Cristo.

Si nuestra participación se encuen­tra libre de obstáculos, nos alcanza la gracia actual necesaria para el arrepentimiento de nuestros pecados. Nada más eficaz para obtener de Dios la conversión de un pecador como ofre­cer por esa intención el Santo Sacrifi­cio de la Misa, rogando al mismo tiem­po al Señor que quite del corazón del pecador cualquier obstáculo que pudie­se existir para obtener la gracia de la conversión. Recordemos que Dios siempre nos ofrece su gracia, pero res­peta la libertad de cada uno y no la im­pone.

Disposiciones necesarias

A través de la Misa, Dios recibe de modo infinito y sobreabundante méri­tos remisorios de los pecados de vi­vos y difuntos.

Por todo esto, es necesario que cuando vamos a participar en la Euca­ristía nos preparemos adecuadamen­te para poder participar con las debi­das disposiciones y obtener todos sus frutos.

Estas disposiciones deberán ser externas, que en el caso del sacerdo­te consistirán en el perfecto cumpli­miento de las rúbricas y ceremonias que la Iglesia señala. Para los fieles respeto, modestia y atención para par­ticipar activamente.

Deberán ser también internas, iden­tificándose con Cristo. Ofrecerse al Pa­dre, a si mismo en Cristo, con Él y en Él. La entrega deberá ser profunda, una en­trega total, nada de quedarse con algo para sí. Esta donación debe ser vital, existencial, no sólo de palabra, eso se­ría demasiado fácil, hay que ofrecer to­dos y cada uno de los actos de la propia vida. Siempre teniendo una confianza ili­mitada en la bondad y misericordia de Dios.

Pero sobre todo debemos de tener hambre y sed de comulgar. Esta es la que más afecta la eficacia santificadora de la gracia, ensancha nuestra capaci­dad del alma y la dispone a recibir la gra­cia sacramental en proporciones enor­mes. La cantidad de agua que se reco­ge de la fuente depende del tamaño de la vasija.







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