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Principios de la ética católica
Ante los problemas morales, conforme a la recta razón y a la revelación divina.


Por: Antonio Orozco-Delclós | Fuente: Catholic.net




Es claro que no hay quien hable en serio de «ética» sin que reconozca, como principio más primario de la ley moral, la necesidad de hacer siempre el bien y evitar el mal en toda su amplitud.

Sin embargo, debido a la limitación humana no sólo es preciso a veces renunciar a ciertos valores deseables para realizar otros más altos, sino también arriesgarse a poner una buena acción de la que seguramente se seguirán efectos malos. No pocas veces se plantean problemas morales como los siguientes: ¿es bueno vender una escopeta de caza que acaso se use para matar personas? ¿o fármacos que pueden curar, pero también dañar? ¿se puede arriesgar la propia vida o la ajena para realizar un bien muy importante? ¿es moralmente licito el aborto en caso de que sea inevitable al curar una enfermedad grave de la madre?

Se trata de preguntas que plantean ciertos casos que son límite, extremos, anómalos, pero no infrecuentes. En la práctica, hay quienes aprovechan para fines injustos el bien que otros hacen. De otra parte hay acciones de doble o múltiple efecto: de ellas se derivan bienes, pero también males. La persona con sentido ético se pregunta entonces si es lícito hacer ese bien importante del que pueden seguirse males, incluso en el sentido más estricto del término, es decir, pecados.

Estos, son casos que han de iluminarse con los principios que ha sostenido siempre la ética católica, conforme a la recta razón y a la revelación divina. Son los siguientes:


I. SIEMPRE DEBE QUERERSE EL BIEN, NUNCA EL MAL

El mal es siempre una inadmisible ofensa a Dios y, al mismo tiempo, un daño para la persona que lo realiza. Por tanto, en modo alguno debe estar el mal en nuestra intención. Si en algunos casos debemos tolerar algún efecto malo de nuestras acciones buenas, habrá de ser con la condición de que el efecto malo no sea intentado, sino sólo permitido, después de agotar todos los recursos, si los hay, para evitar la acción de doble efecto. El efecto malo habrá de lamentarse de veras, sin hipocresías, como tributo que se padece y sufre al hacer el bien necesario.

II. JAMAS SE PUEDE HACER UN MAL PARA CONSEGUIR UN BIEN

El fin bueno no justifica medios malos. Si se negara este principio universalmente reconocido, podrían justificarse en la práctica todas las aberraciones morales, todas las injusticias todos los crímenes. Hasta Hitler y Stalin quizá invocarían nobles ideales, fines magníficos que justificarían sus genocidios .

Aristóteles decía que el bien nace de causas enteramente buenas; en cambio, para que proceda el mal basta que una sola causa sea mala (Bonum consurgit ex integra causa, malum autem ex quoqumque). Para que un guiso sea bueno, digestivo, es menester que sean buenos todos sus ingredientes. Y es claro que los medios se suman como ingredientes o causas a la unidad que constituye el acto humano.

El fin no sólo no justifica los medios injustos, sino que él mismo se adultera al derivarse de ellos.

Así, por ejemplo, si se pretendiera defender el bien de «la humanidad» eliminando vidas humanas inocentes, se estaría revelando que lo pretendido no era realmente el bien de «la humanidad», sino de un sector de ella, privilegiado y discriminante por injustas razones. Evidentemente, hacer el mal «para conseguir el bien» encierra una absurda contradicción ética en el seno del mismo acto humano.

No hace mucho tiempo que un considerable número de personas murieron en nuestro país a causa de un mal ingrediente de buenos alimentos: el aceite de colza adulterado. Si después de esa experiencia, alguien afirmase: «a mí lo que me importa es el huevo frito; ¡qué más da si el aceite contiene tóxico o no!», con razón lo tendríamos por loco o necio.

Si otro dijese: «lo que ahora me interesa a mi es gozar, no me importa cómo; veré ese programa de televisión: no me importa que esté intoxicado o no, manipulado, orientado a socavar el orden moral objetivo; no me interesa considerar si ofendo a Dios o al diablo»; no habríamos de tenerlo por menos loco que el anterior, por diferentes que fueran las especies de locura.

No debemos hacer el mal para que venga el bien, decía precisamente San Pablo (1). Sería como poner una enorme bomba en los cimientos del orden moral. Podríamos llegar con coherencia a lo que humorísticamente sugería Chesterton: como las cabezas no se adaptan a la clase de sombreros de moda, deben cortarse las cabezas de la gente, como medio indispensable para hacer frente al déficit o pérdidas causadas por el llamado Problema del Sombrero.

III. SE DEBE VALORAR CADA ACTO EN SU SINGULARIDAD

El hombre es responsable de cada uno de los actos que realiza libremente. Cada uno tiene su valor moral propio, aunque se halle en conexión con un conjunto de actos de diverso valor. Por tanto, no se puede apelar al llamado «principio de totalidad» para justificar actos sustancialmente malos.

Pablo Vl, fundándose--como él mismo hace notar--«en la doctrina de la Iglesia, de la cual es el Sucesor de Pedro, con sus Hermanos en el Episcopado, depositario e intérprete» (2), salía al paso de este error, aplicado a la vida conyugal, en su Encíclica Humanae vitae, tantas veces remachada por Juan Pablo II: «Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirían después, y que, por tanto, compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de la vida conyugal fecunda» (3).

Los términos son inequívocos: aunque pueda haber dificultades superlativas, nunca hay razones suficientes para hacer, con un acto positivo de voluntad, lo que es sustancialmente malo. Se puede a veces tolerar el mal que sucede sin querer, pero nunca hacer voluntariamente el mal, ni siquiera para que se siguiera un bien colosal, ni para evitar una catástrofe cósmica.

IV. A VECES PUEDE TOLERARSE EL EFECTO MALO QUE ACASO SE SIGA DE UNA ACCION BUENA

Siguiendo, como ejemplo, el caso contemplado en el apartado anterior: «La Iglesia, en cambio, no considera de ningún modo ilícito el uso de medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido» (4). Las palabras están muy medidas y no debe perderse ninguna. Se trata de una acción que tiene:

--un fin bueno: la salud del organismo;

--la intención buena: curar, no impedir la concepción;

--el medio empleado, bueno: su efecto inmediato es curativo, aunque tiene un efecto secundario--que sucede a modo de accidente--malo y no deseado: impedir la procreación.

Con estas condiciones y razones proporcionalmente graves, es lícito permitir o tolerar la esterilización.

Caso sustancialmente diverso es el de los anticonceptivos--de cualquier especie que sean--que no tienen efectos curativos de enfermedad alguna, sino el mero impedimento de la fecundidad de un acto intrínsecamente ordenado a ella. Aquí tenemos:

--el fin malo: la alteración voluntaria del orden natural, creado por Dios para el bien integral de la persona humana.

--la intención, mala (aunque pueda coexistir con otras intenciones buenas): la consecución del mal fin, cegar artificiosamente las fuentes de la vida.

--el efecto inmediato es malo: no cura enfermedad alguna el organismo, sólo impide la consecuencia natural del uso del matrimonio.

Por eso, insiste Juan Pablo II, «la contracepción debe juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que jamás puede, por razón alguna, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale a defender que en la vida humana se pueden producir situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios» (5). Seria absurdo decir a estas alturas que la doctrina de la Iglesia sobre el tema aún no está definida. Las dificultades que plantea una obligada continencia no deben temerse: «¡Todo es posible para el que cree!» (6). Dios no deja de prestar su omnipotencia a quien la necesita y la solicita con humildad.

En resumen: sólo pueden tolerarse las malas consecuencias que se derivan de un acto cuando éste produce de por sí, de modo necesario e inmediato, un efecto bueno; y en virtud de particulares circunstancias que se dan contra la voluntad del que obra.

Otro ejemplo: el tabernero puede vender vino a una persona que suele emborracharse, porque el efecto que se sigue de tal acto es lícito y honesto. Que el cliente se emborrache no depende del tabernero, ni va unido necesariamente a la venta del vino. No obstante, si el tabernero, sin grave incómodo, puede negarse a vender en ese caso concreto, debe hacerlo. Porque es preciso tener en cuenta otro principio a la hora de resolver el problema de la licitud en la tolerancia de accidentales pero previsibles efectos malos:

V. HA DE HABER CAUSA PROPORCIONALMENTE GRAVE

Ha de haber, como es lógico, una causa proporcionalmente grave a la entidad del daño y a la probabilidad con que puede seguirse de la acción buena. Hace falta una razón positiva que compense con el bien que se pretende realizar, la gravedad de los males que le puedan suceder. Esta razón positiva y compensadora del efecto malo, deberá juzgarla en cada caso --después de solicitar consejo oportuno, si es menester-- la persona agente, teniendo siempre en cuenta que tal razón «debe ser tanto más importante cuanto más graves sean las consecuencias previstas, cuanto más próxima y estrecha es la conexión causal entre el acto y las malas consecuencias» (7).

Vl. AGOTAR LOS MEDIOS PARA EVITAR EL MAL

No debe olvidarse que el mal, aunque esté fuera de la intención del que realiza esas acciones de doble efecto (sólo es voluntario indirecto), siempre es «malo», y aunque se produzca sin culpa del agente, es materia de pecado, como en el caso del tabernero; y cabe el riesgo de que éste se insensibilice ante el pecado del que se emborracha con sus vinos, y llegue a convertirse en cómplice culpable.

EN RESUMEN:

Un acto que produce indirectamente efectos malos, sólo puede ser lícito cuando reúne los siguientes requisitos:

1) Que el acto en sí sea bueno o al menos indiferente.

2) Que el efecto inmediato, directo, de la acción sea el bueno. Nunca el efecto bueno puede ser causado por el malo.

3) Que el fin de quien obra sea honesto.

4) Que las circunstancias sean proporcionalmente graves.

UN CASO PARTICULAR: EL ABORTO INDIRECTO

Evidentemente, la provocación voluntaria y directa del aborto es siempre un asesinato, un pecado gravísimo. Jamás se podrá justificar moralmente, por bueno que fuese el fin: sería justificar por el fin un medio intrínsecamente malo.

El llamado «aborto terapéutico», perpetrado con el fin de interrumpir un embarazo que se considera peligroso para la vida de la madre, es siempre un homicidio directo: la intervención médica tiene un efecto único inmediato (y hay una finalidad única directa de la voluntad eficaz de ese acto), que es eliminar una vida inocente y con pleno derecho a vivir. Cierto que se considera lamentable tal homicidio, porque sobre todo se intenta salvar a la madre. Pero la acción primera no hace más que matar directamente a un inocente, y tal cosa es absolutamente mala. No sería lícito ni para salvar a la entera humanidad. Muchas manzanas valen más que una sola manzana. Pero la persona no es una cosa; y si se comprende lo que es una persona y su dignidad--creada a imagen y semejanza de Dios--se comprenderá que muchas personas no valen más que una sola. La vida humana sólo es de Dios, y sólo Dios es Señor de la vida y de la muerte.

Caso totalmente distinto es el del tratamiento médico o intervención quirúrgica para remediar un mal cierto y grave de una mujer embarazada, previendo que con tal intervención se provocaría ocasionalmente un aborto. No se trata de curar a la madre por medio de la muerte del niño, sino de realizar una acción en sí misma buena, por ejemplo, extirpar un tumor maligno, que accidentalmente puede causar la muerte del niño. Es lo que se llama «aborto indirecto», que es lícito (8):

--si la vida de la madre urge a la intervención;

--si no existe otro procedimiento eficaz que no arriesgue la vida del feto;

--si no se puede esperar a que el feto sea viable .

Veamos que los casos de aborto indirecto y aborto directo son radicalmente distintos en el orden moral:

En el 1°: el efecto inmediato es la vida (de la madre).

En el 2°: el efecto inmediato es la muerte (del niño).

En el 1°: la intervención excluye la muerte del niño.

En el 2°: la intención incluye (como medio) la muerte del niño.

En el 1°: el medio es bueno: el fármaco o intervención quirúrgica que son curativos.

En el 2°: el medio es malo: eliminar al niño, matar.

En el 1.°: el efecto bueno no es consecuencia del malo.

En el 2.°: el efecto bueno es consecuencia del malo.

El 1.° se puede realizar si hay circunstancias proporcionalmente graves;

el 2.° nunca («Quién procura el aborto --dice el cánon 1398 del nuevo Código de Derecho Canónico-- si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae).

VENTA DE OBJETOS DESTINADOS A REALIZAR ACCIONES MORALMENTE MALAS

Es claro que «nunca es lícito vender cosas que, por su misma naturaleza, no tienen más que un uso malo» (9), como la venta de veneno que sólo sirve para matar al hombre.

Vender, ceder la propiedad de un objeto a cambio de un precio, es una acción moralmente lícita en sí. Pero la moralidad resulta afectada --como ya vimos (10)-- por las circunstancias, entre las que se cuenta el qué; en nuestro caso: qué es lo que se vende, cuál es su cualidad, inseparable y determinante de la venta.

El Magisterio de la Iglesia confirma este criterio general aplicado a los farmacéuticos: «A veces, tenéis que oponeros a la importunidad, a la presión y a las peticiones de clientes que llegan a vosotros con el fin de haceros cómplices de sus intenciones criminales. Pero vosotros sabéis que cuando un producto, por su naturaleza y por la intención del cliente, está indudablemente destinado a una finalidad criminal, no podéis, bajo ningún pretexto o presión, acceder a tomar parte en esos atentados contra la vida, contra la integridad de los individuos o contra la propagación de la salud corporal o mental de la humanidad» (11).

De modo que nunca es lícito vender una cosa que el hombre no puede usar sin pecar: fármacos o dispositivos destinados únicamente al aborto o a impedir la generación; vestidos manifiestamente provocativos; libros, revistas, periódicos, películas, etc.

De otra parte, es de advertir que la responsabilidad moral en la acción de vender se debe considerar de modo diverso según que quien venda sea propietario de la cosa en venta o, por el contrario, un intermediario o un simple empleado a sueldo fijo, etc. Del empleado, por ejemplo, puede decirse que, en sentido estricto, no vende, porque la cosa vendida no es suya ni es para él su precio. Coopera con el vendedor; por eso su caso hay que contemplarlo a la luz de los principios del voluntario indirecto aplicados a la cooperación al mal. Es lo que haremos en el próximo artículo de esta serie de «Apuntes de Etica».

 

 


(I) Cfr. Rom 3, 8; (2) PABLO Vl, Humanae vitae, n. 31 (3) Ibid., n. 14; los subrayados son nuestros, (4) Ibidem, n. 15 (5) JUAN PABLO II, Discurso, 17-lX-1983; (6) Mc 9, 23; (7) MAUSBACH-ERMERKE, Teología Moral calólica, t. 1, Pamplona 1971, p. 379; (8) Cfr. M. ZALBA, Voluntario directo e indirecto, Gran Enciclopedia Rialp, t. 23, p. 6887; (9) PRUMER, Manuale Theologiae Moralis, 1, n. 623; cfr. V ERMEERSCH, Theologiae Moralis principia, responsa, consilia, 11, n. 137; LANZA-PALAZZINI, Theologia Moralis, ll, ll. 177, 2; NOLDIN, Summa Theologiae Moralis, 11, n. 126, a; (10) DOCUMENTACION DOCTRlNAL, n° 44: (11) PIO Xll, Alocución. 2-lX-1950; cfr. Alocucion, Il-IX-1954.







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