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Familia, Matrimonio y Uniones de Hecho
Este documento se propone contribuir de manera positiva a un diálogo que clarifique la verdad de las cosas y de las exigencias que proceden del mismo órden natural, participando en el debate socio-político y en la responsabilidad por el bien común


Por: Cardenal Alfonso López Trujillo | Fuente: ACI



Presentacion
Introducción
Las Uniones de hecho
Familia fundada en el Matrimonio y Uniones de hecho
Las uniones de hecho en el conjunto de la sociedad
Justicia y bien social en la familia
Matrimonio cristiano y union de hecho
Guías cristianas de orientación
Conclusión


Presentación

Uno de los fenómenos más extensos que intepelan vívamente la conciencia de la comunidad cristiana hoy en día, es el número creciente que las uniones de hecho están alcanzando en el conjunto de la sociedad, con la consiguiente desafección para la estabilidad del matrimonio que ello comporta. La Iglesia no puede dejar de iluminar esta realidad en su discernimiento de los «signos de los tiempos».

El Pontificio Consejo para la Familia, consciente de las graves repercusiones de esta situación social y pastoral, ha organizado una serie de reuniones de estudio durante 1999 y los primeros meses del 2000, con la participación de importantes personalidades y prestigiosos expertos de todo el mundo, con el objeto de analizar debidamente este delicado problema, de tanta trascendencia para la Iglesia y para el mundo.

Fruto de todo ello es el presente documento, en cuyas páginas se aborda una problemática actual y difícil, que toca de cerca la misma entraña de las relaciones humanas, la parte más delicada de la íntima unión entre familia y vida, las zonas más sensibles del corazón humano. Al mismo tiempo, la innegable trascendencia pública de la actual coyuntura política internacional, hace conveniente y urgente una palabra de orientación, dirigida sobre todo a quienes tienen responsabilidades en esta materia. Son ellos quienes en su tarea legislativa pueden dar consistencia jurídica a la institución matrimonial o, por el contrario, debilitar la consistencia del bien común que proteje esta institución natural, partiendo de una comprensión irreal de los problemas personales.

Estas reflexiones orientarán también a los Pastores, que deben acoger y guiar a tantos cristianos contemporáneos, y acompañarles en el itinerario del aprecio al valor natural protegido por la institución matrimonial y ratificado por el sacramento cristiano. La familia fundada en el matrimonio corresponde al designio del Creador «desde el comienzo» (Mt 19, 4). En el Reino de Dios, en el cual no puede ser sembrada otra semilla que aquella de la verdad ya inscrita en el corazón humano, la única capaz de «dar fruto con perseverancia» (Lc 8, 15) esta verdad se hace misericordia, comprensión y llamada a reconocer en Jesús la «luz del mundo» (Jn 8, 12) y la fuerza que libera de las ataduras del mal.

Este documento se propone también contribuir de manera positiva a un diálogo que clarifique la verdad de las cosas y de las exigencias que proceden del mismo órden natural, participando en el debate socio-político y en la responsabilidad por el bien común.

Quiera Dios que estas consideraciones, serenas y responsables, compartidas por tantos hombres de buena voluntad, redunden en beneficio de esa comunidad de vida, necesaria para la Iglesia y para el mundo, que es la familia.

Ciudad del Vaticano, 26 de julio de 2000
Fiesta de S. Joaquín y Sta. Ana, Padres de la Stma. Vírgen María


Cardenal Alfonso López Trujillo
Presidente

S. E. Mons. Francisco Gil Hellín
Secretario

Introducción

(1) Las llamadas «uniones de hecho» están adquiriendo en la sociedad en estos últimos años un especial relieve. Ciertas iniciativas insisten en su reconocimiento institucional e incluso su equiparación con las familias nacidas del compromiso matrimonial. Ante una cuestión de tanta importancia y de tantas repercusiones futuras para la entera comunidad humana, este Pontificio Consejo para la Familia se propone, mediante las siguientes reflexiones, llamar la atención sobre el peligro que representaría un tal reconocimiento y equiparación para la identidad de la unión matrimonial y el grave deterioro que ello implicaría para la familia y para el bien común de la sociedad.

En el presente documento, tras considerar el aspecto social de las uniones de hecho, sus elementos constitutivos y motivaciones existenciales, se aborda el problema de su reconocimiento y equiparación jurídica, primero respecto a la familia fundada en el matrimonio y después respecto al conjunto de la sociedad. Se atiende posteriormente a la familia como bien social, a los valores objetivos a fomentar y al deber en justicia por parte de la sociedad de proteger y promover la familia, cuya raiz es el matrimonio. A continuación se profundiza en algunos aspectos que esta reivindicación presenta en relación con el matrimonio cristiano. Se exponen además algunos criterios generales de discernimiento pastoral, necesarios para una orientación de las comunidades cristianas.

Las consideraciones aquí expuestas no sólo se dirigen a cuantos reconocen explícitamente en la Iglesia Católica «la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15), sino también a todos los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades cristianas, así como a todos aquellos sinceramente comprometidos con el bien precioso de la familia, célula fundamental de la sociedad. Como enseña el Concilio Vaticano II, «el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con los que tienen gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión»[1].

I - Las Uniones de hecho

Aspecto social de las "uniones de hecho"

(2) La expresión «unión de hecho» abarca un conjunto de múltiples y heterogéneas realidades humanas, cuyo elemento común es el de ser convivencias (de tipo sexual) que no son matrimonios. Las uniones de hecho se caracterizan, precisamente, por ignorar, postergar o aún rechazar el compromiso conyugal. De esto se derivan graves consecuencias.

Con el matrimonio se asumen públicamente, mediante el pacto de amor conyugal, todas las responsabilidades que nacen del vínculo establecido. De esta asunción pública de responsabilidades resulta un bien no sólo para los propios cónyuges y los hijos en su crecimiento afectivo y formativo, sino también para los otros miembros de la familia. De este modo, la familia fundada en el matrimonio es un bien fundamental y precioso para la entera sociedad, cuyo entramado más firme se asienta sobre los valores que se despliegan en las relaciones familiares, que encuentra su garantía en el matrimonio estable. El bien generado por el matrimonio es básico para la misma Iglesia, que reconoce en la familia la «Iglesia domestica»[2]. Todo ello se ve comprometido con el abandono de la institución matrimonial implícito en las uniones de hecho.

(3) Puede suceder que alguien desee y realice un uso de la sexualidad distinto del inscrito por Dios en la misma naturaleza humana y la finalidad específicamente humana de sus actos. Contraría con ello el lenguaje interpersonal del amor y compromete gravemente, con un objetivo desorden, el verdadero diálogo de vida dispuesto por el Creador y Redentor del género humano. La doctrina de la Iglesia Católica es bien conocida por la opinión pública, y no es aquí necesario repetirla[3].

Es la dimensión social del problema la que requiere un mayor esfuerzo de reflexión que permita advertir, especialmente por quienes tienen responsabilidades públicas, la improcedencia de elevar estas situaciones privadas a la categoría de interés público. Con el pretexto de regular un marco de convivencia social y jurídica, se intenta justificar el reconocimiento institucional de las uniones de hecho. De este modo, las uniones de hecho se convierten en institución y se sancionan legislativamente derechos y deberes en detrimento de la familia fundada en el matrimonio. Las uniones de hecho quedan en un nivel jurídico similar al del matrimonio. Se califica públicamente de «bien» dicha convivencia, elevándola a una condición similar, o incluso equiparándola al matrimonio, en perjuicio de la verdad y de la justicia. Con ello se contribuye de manera muy acusada al deterioro de esta institución natural, completamente vital, básica y necesaria para todo el cuerpo social, que es el matrimonio.

Elementos constitutivos de las uniones de hecho

(4) No todas las uniones de hecho tienen el mismo alcance social ni las mismas motivaciones. A la hora de describir sus características positivas, más allá de su rasgo común negativo, que consiste en postergar, ignorar o rechazar la unión matrimonial, sobresalen ciertos elementos. Primeramente, el carácter puramente fáctico de la relación. Conviene poner de manifiesto que suponen una cohabitación acompañada de relación sexual (lo que las distingue de otros tipos de convivencia) y de una relativa tendencia a la estabilidad (que las distingue de las uniones de cohabitación esporádicas u ocasionales). Las uniones de hecho no comportan derechos y deberes matrimoniales, ni pretenden una estabilidad basada en el vínculo matrimonial. Es característica la firme reivindicación de no haber asumido vínculo alguno. La inestabilidad constante debida a la posibilidad de interrupción de la convivencia en común es, en consecuencia, característica de las uniones de hecho. Hay también un cierto «compromiso», más o menos explícito, de «fidelidad» recíproca, por así llamarla, mientras dure la relación.

(5) Algunas uniones de hecho son clara consecuencia de una decidida elección. La unión de hecho «a prueba» es frecuente entre quienes tienen el proyecto de casarse en el futuro, pero lo condicionan a la experiencia de una unión sin vínculo matrimonial. Es una especie de «etapa condicionada» al matrimonio, semejante al matrimonio «a prueba»[4], pero, a diferencia de éste, pretendenden un cierto reconocimiento social.

Otras veces, las personas que conviven justifican esta elección por razones económicas o para soslayar dificultades legales. Muchas veces, los verdaderos motivos son más profundos. Frecuentemente, bajo esta clase de pretextos, subyace una mentalidad que valora poco la sexualidad. Está influida, más o menos, por el pragmatismo y el hedonismo, así como por una concepción del amor desligada de la responsabilidad. Se rehuye el compromiso de estabilidad, las responsabilidades, los derechos y deberes, que el verdadero amor conyugal lleva consigo.

En otras ocasiones, las uniones de hecho se establecen entre personas divorciadas anteriormente. Son entonces una alternativa al matrimonio. Con la legislación divorcista el matrimonio tiende, a menudo, a perder su identidad en la conciencia personal. En este sentido hay que resaltar la desconfianza hacia la institución matrimonial que nace a veces de la experiencia negativa de las personas traumatizadas por un divorcio anterior, o por el divorcio de sus padres. Este preocupante fenómeno comienza a ser socialmente relevante en los países más desarrollados económicamente.

No es raro que las personas que conviven en una unión de hecho manifiesten rechazar explícitamente el matrimonio por motivos ideológicos. Se trata entonces de la elección de una alternativa, un modo determinado de vivir la propia sexualidad. El matrimonio es visto por estas personas como algo rechazable para ellos, algo que se opone a la propia ideología, una «forma inaceptable de violentar el bienestar personal» o incluso como «tumba del amor salvaje», expresiones estas que denotan desconocimiento de la verdadera naturaleza del amor humano, de la oblatividad, nobleza y belleza en la constancia y fidelidad de las relaciones humanas.

(6) No siempre las uniones de hecho son el resultado de una clara elección positiva; a veces las personas que conviven en estas uniones manifiestan tolerar o soportar esta situación. En ciertos países, el mayor número de uniones de hecho se debe a una desafección al matrimonio, no por razones ideológicas, sino por falta de una formación adecuada de la responsabilidad, que es producto de la situación de pobreza y marginación del ambiente en el que se encuentran. La falta de confianza en el matrimonio, sin embargo, puede deberse también a condicionamientos familiares, especialmente en el Tercer Mundo. Un factor de relieve, a tener en consideración, son las situaciones de injusticia, y las estructuras de pecado. El predominio cultural de actitudes machistas o racistas, confluye agravando mucho estas situaciones de dificultad.

En estos casos no es raro encontrar uniones de hecho que contienen, incluso desde su inicio, una voluntad de convivencia, en principio, auténtica, en la que los convivientes se consideran unidos como si fueran marido y mujer, esfozándose por cumplir obligaciones similares a las del matrimonio[5]. La pobreza, resultado a menudo de desequilibrios en el orden económico mundial, y las deficiencias educativas estructurales, representan para ellos graves obstáculos en la formación de una verdadera familia.

En otros lugares, es más frecuente la cohabitación (durante periodos más o menos prolongados de tiempo) hasta la concepción o nacimiento del primer hijo. Estas costumbres corresponden a prácticas ancestrales y tradicionales, especialmente fuertes en ciertas regiones de Africa y Asia, ligadas al llamado «matrimonio por etapas». Son prácticas en contraste con la dignidad humana, difíciles de desarraigar, y que configuran una situación moral negativa, con una problemática social característica y bien definida. Este tipo de uniones no deben ser, sin más, identificadas con las uniones de hecho de las que aquí nos ocupamos (que se configuran al márgen de una antropología cultural de tipo tradicional), y suponen todo un desafío para la inculturación de la fe en el Tercer Milenio de la era cristiana.

La complejidad y diversidad de la problemática de las uniones de hecho, se pone de manifiesto al considerar, por ejemplo, que, en ocasiones su causa mas inmediata puede corresponder a motivos asistenciales. Es el caso, por ejemplo, en los sistemas más desarrollados, de personas de edad avanzada que establecen relaciones solo de hecho por el miedo a que acceder al matrimonio les infiera perjuicios fiscales, o la pérdida de las pensiones.

Los motivos personales y el factor cultural

(7) Es importante preguntarse por los motivos profundos por los que la cultura contemporánea asiste a una crisis del matrimonio, tanto en su dimensión religiosa como en aquella civil, y al intento de reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho. De este modo, situaciones inestables que se definen más por aquello que de negativo tienen (la omisión del vínculo matrimonial), que por lo que se caracterizan positivamente, aparecen situadas a un nivel similar al matrimonio. Efectivamente todas aquellas situaciones se consolidan en distintas formas de relación, pero todas ellas están en contraste con una verdadera y plena donación recíproca, estable y reconocida socialmente. La complejidad de los motivos de orden económico, sociológico y psicológico, inscrita en un contexto de privatización del amor y de eliminación del carácter institucional del matrimonio, sugiere la conveniencia de profundizar en la perspectiva ideológica y cultural a partir de la cual se ha ido progresivamente desarrollando y afirmando el fenómeno de las uniones de hecho, tal y como hoy lo conocemos.

La disminución progresiva del numero de matrimonios y de familias reconocidas en tanto que tales por las leyes de diferentes Estados, el aumento del número de parejas no casadas que conviven juntos en ciertos países, no puede ser suficientemente explicado por un movimiento cultural aislado y espontáneo, sino que responde a cambios históricos en las sociedades, en ese momento cultural contemporáneo que algunos autores denominan «post-modernidad». Es cierto que la menor incidencia del mundo agrícola, el desarrollo del sector terciario de la economía, el aumento de la duración media de la vida, la inestabilidad del empleo y de las relaciones personales, la reducción del número de miembros de la familia que viven juntos bajo el mismo techo, la globalización de los fenómenos sociales y económicos, han dado como resultado una mayor inestabilidad de las familias y favorecido un ideal de familia menos numerosa. Pero ¿es esto suficiente para explicar la situción contemporánea del matrimonio? La institución matrimonial atraviesa una crisis menor donde las tradiciones familiares son más fuertes.

(8) Dentro de un proceso que podría denominarse, de gradual desestructuración cultural y humana de la institución matrimonial, no debe ser minusvalorada la difusión de cierta ideología de «gender». Ser hombre o mujer no estaría determinado fundamentalmente por el sexo, sino por la cultura. Con ello se atacan las mismas bases de la familia y de las relaciones inter-personales. Es preciso hacer algunas consideraciones al respecto, debido a la importancia de tal ideología en la cultura contemporánea, y su influjo en el fenómeno de las uniones de hecho.

En la dinámica integrativa de la personalidad humana un factor muy importante es el de la identidad. La persona adquiere progresivamente durante la infancia y la adolescencia conciencia de ser «sí mismo», adquiere conciencia de su identidad. Esta conciencia de la propia identidad se integra en un proceso de reconocimiento del propio ser y, consiguientemente, de la dimensión sexual del propio ser. Es por tanto conciencia de identidad y diferencia. Los expertos suelen distinguir entre identidad sexual (es decir, conciencia de identidad psico-biológica del propio sexo, y de diferencia respecto al otro sexo) e identidad genérica (es decir, conciencia de identidad psico-social y cultural del papel que las personas de un determinado sexo desempeñan en la sociedad). En un correcto y armónico proceso de integración, la identidad sexual y genérica se complementan, puesto que las personas viven en sociedad de acuerdo con los aspectos culturales correspondientes a su propio sexo. La categoría de identidad genérica sexual («gender») es, por tanto, de orden psico-social y cultural. Es correspondiente y armónica con la identidad sexual, de orden psico-biológico, cuando la integración de la personalidad se realiza como reconocimiento de la plenitud de la verdad interior de la persona, unidad de alma y cuerpo.

Ahora bien, a partir de la década 1960-1970, ciertas teorías (que hoy suelen ser calificadas por los expertos como «construccionistas»), sostienen no sólo que la identidad genérica sexual («gender») sea el producto de una interacción entre la comunidad y el individuo, sino incluso que dicha identidad genérica sería independiente de la identidad sexual personal, es decir, que los géneros masculino y femenino de la sociedad serían el producto exclusivo de factores sociales, sin relación con verdad ninguna de la dimensión sexual de la persona. De este modo, cualquier actitud sexual resultaría justificable, incluída la homosexualidad, y es la sociedad la que debería cambiar para incluir, junto al masculino y el femenino, otros géneros, en el modo de configurar la vida social[6]

La ideología de «gender» ha encontrado en la antropología individualista del neo-liberalismo radical un ambiente favorable[7]. La reivindicación de un estatuto similar, tanto para el matrimonio como para las uniones de hecho (incluso homosexuales) suele hoy día tratar de justificarse en base a categorías y términos procedentes de la ideología de «gender»[8]. Así existe una cierta tendencia a designar como «familia» todo tipo de uniones consensuales, ignorando de este modo la natural inclinación de la libertad humana a la donación recíproca, y sus características esenciales, que son la base de ese bien común de la humanidad que es la institución matrimonial.

Familia fundada en el matrimonio y uniones de hecho

Familia, vida y unión de hecho

(9) Conviene comprender las diferencias sustanciales entre el matrimonio y las uniones fácticas. Esta es la raiz de la diferencia entre la familia de origen matrimonial y la comunidad que se origina en una unión de hecho. La comunidad familiar surge del pacto de unión de los cónyuges. El matrimonio que surge de este pacto de amor conyugal no es una creación del poder público, sino una institución natural y originaria que lo precede. En las uniones de hecho, en cambio, se pone en común el recíproco afecto, pero al mismo tiempo falta aquél vínculo matrimonial de dimensión pública originaria, que fundamenta la familia. Familia y vida forman una verdadera unidad que debe ser protegida por la sociedad, puesto que es el núcleo vivo de la sucesión (procreación y educación) de las generaciones humanas.

En las sociedades abiertas y democráticas de hoy día, el Estado y los poderes públicos no deben institucionalizar las uniones de hecho, atribuyéndoles de este modo un estatuto similar al matrimonio y la familia. Tanto menos equipararlas a la familia fundada en el matrimonio. Se trataría de un uso arbitrario del poder que no contribuye al bien común, porque la naturaleza originaria del matrimonio y de la familia precede y excede, absoluta y radicalmente, el poder soberano del Estado. Una perspectiva serenamente alejada del talante arbitrario o demagógico, invita a reflexionar muy seriamente, en el seno de las diferentes comunidades políticas, acerca de las esenciales diferencias que median entre la vital y necesaria aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien común y aquella otra realidad que se da en las meras convivencias afectivas. No parece razonable sostener que las vitales funciones de las comunidades familiares en cuyo nucleo se encuentra la institución matrimonial estable y monogámica puedan ser desempeñadas de forma masiva, estable y permanente, por las convivencias meramente afectivas. La familia fundada en el matrimonio debe ser cuidadosamente protegida y promovida como factor esencial de existencia, estabilidad y paz social, en una ámplia visión de futuro del interés común de la sociedad.

(10) La igualdad ante la ley debe estar presidida por el principio de la justicia, lo que significa tratar lo igual como igual, y lo diferente como diferente; es decir, dar a cada uno lo que le es debido en justicia: principio de justicia que se quebraría si se diera a las uniones de hecho un tratamiento jurídico semejante o equivalente al que corresponde a la familia de fundación matrimonial. Si la familia matrimonial y las uniones de hecho no son semejantes ni equivalentes en sus deberes, funciones y servicios a la sociedad, no pueden ser semejantes ni equivalentes en el estatuto jurídico.

El pretexto aducido para presionar hacia el reconocimiento de las uniones de hecho (es decir, su «no discriminación»), comporta una verdadera discriminación de la familia matrimonial, puesto que se la considera a un nivel semejante al de cualquier otra convivencia sin importar para nada que exista o no un compromiso de fidelidad recíproca y de generación-educación de los hijos. La orientación de algunas comunidades políticas actuales a discriminar el matrimonio reconociendo a las uniones de hecho un estatuto institucional semejante o, incluso equiparándolas al matrimonio y la familia, es un grave signo de deterioro contemporáneo de la conciencia moral social, de «pensamiento débil» ante el bien común, cuando no de una verdadera y propia imposición ideológica ejercida por influyentes grupos de presión.

(11) Conviene tener bien presente, en la misma línea de principios, la distinción entre interés público e interés privado. En el primer caso, la sociedad y los poderes públicos deben protegerlo e incentivarlo. En el segundo caso, el Estado debe tan sólo garantizar la libertad. Donde el interés es público, interviene el derecho público. Y lo que responde a intereses privados, debe ser remitido, por el contrario, al ámbito privado. El matrimonio y la familia revisten un interés público y son núcleo fundamental de la sociedad y del Estado, y como tal deben ser reconocidos y protegidos. Dos o más personas pueden decidir vivir juntos, con dimensión sexual o sin ella, pero esa convivencia o cohabitación no reviste por ello interés público. Las autoridades públicas pueden no inmiscuirse en el fenómeno privado de esta elección. Las uniones de hecho son consecuencia de comportamientos privados y en este plano privado deberían permanecer. Su reconocimiento público o equiparación al matrimonio, y la consiguiente elevación de intereses privados a intereses públicos perjudica a la familia fundada en el matrimonio. En el matrimonio un varón y una mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole. A diferencia de las uniones de hecho, en el matrimonio se asumen compromisos y responsabilidades pública y formalmente, relevantes para la sociedad y exigibles en el ámbito jurídico.

Las uniones de hecho y el pacto conyugal

(12) La valoración de las uniones de hecho incluyen también una dimensión subjetiva. Estamos ante personas concretas, con una visión propia de la vida, con su intencionalidad, en una palabra, con su «historia». Debemos considerar la realidad existencial de la libertad individual de elección y de la dignidad de las personas, que pueden errar. Pero en la unión de hecho, la pretensión de reconocimiento público no afecta sólo al ámbito individual de las libertades. Es preciso, por tanto abordar este problema desde la ética social: el individuo humano es persona, y por tanto social; el ser humano no es menos social que racional[9].

Las personas se pueden encontrar y hacer referencia a la condivisión de valores y exigencias compartidos respecto al bien común en el diálogo. La referencia universal, el criterio en este campo, no puede ser otro que el de la verdad sobre el bien humano, objetiva, trascendente e igual para todos. Alcanzar esta verdad y permanecer en ella es condición de libertad y de madurez personal, verdadera meta de una convivencia social ordenada y fecunda. La atención exclusiva al sujeto, al individuo y sus intenciones y elecciones, sin hacer referencia a una dimensión social y objetiva de las mismas, orientada al bien común, es el resultado de un individualismo arbitrario e inaceptable, ciego a los valores objetivos, en contraste con la dignidad de la persona y nocivo al orden social.«Es necesario, por tanto, promover una reflexión que ayude no sólo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad, a redescubrir el valor del matrimonio y de la familia. En el Catecismo de la Iglesia Católica se puede leer: La familia es la ´célula original de la vida social´. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad[10]. La razón, si escucha la ley moral inscrita en el corazón humano, puede llegar al redescubrimiento de la familia. Comunidad fundada y vivificada por el amor[11], la familia saca su fuerza de la alianza definitiva de amor con la que un hombre y una mujer se entregan recíprocamente, convirtiéndose juntos en colaboradores de Dios en el don de la vida»[12].

El Concilio Vaticano II señala que el llamado amor libre («amore sic dicto libero»)[13] constituye un factor disolvente y destructor del matrimonio, al carecer del elemento constitutivo del amor conyugal, que se funda en el consentimiento personal e irrevocable por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, dando origen así a un vínculo jurídico y a una unidad sellada por una dimensión pública de justicia. Lo que el Concilio denomina como amor «libre», y contrapone al verdadero amor conyugal, era entonces –y es ahora– la semilla que engendra las uniones de hecho. Más adelante, con la rapidez con que hoy se originan los cambios socio-culturales, ha hecho germinar también los actuales proyectos de conferir estatuto público a esas uniones fácticas.

(13) Como cualquier otro problema humano, también el de las uniones de hecho debe ser abordado desde una perspectiva racional, más precisamente, desde la «recta razón»[14]. Con esta expresión de la ética clásica se subraya que la lectura de la realidad y el juicio de la razón deben ser objetivos, libres de condicionamientos tales como la emotividad desordenada, o la debilidad en la consideración de situaciones penosas que inclinan a una superficial compasión, o eventuales prejuicios ideológicos, presiones sociales o culturales, condicionamientos de los grupos de presión o de los partidos políticos. Ciertamente, el cristiano tiene una visión del matrimonio y la familia cuyo fundamento antropológico y teológico está enraizado armónicamente en la verdad que procede de la Palabra de Dios, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia[15]. Pero la misma luz de la fe enseña que la realidad del sacramento matrimonial no es algo sucesivo y extrínseco, sólo un añadido externo «sacramental» al amor de los cónyuges, sino que es la misma realidad natural del amor conyugal asumida por Cristo como signo y medio de salvación en el orden de la Ley Nueva. El problema de las uniones de hecho, consiguientemente, puede y debe ser afrontado desde la recta razón. No es cuestión, primariamente, de fe cristiana, sino de racionalidad. La tendencia a contraponer en este punto un «pensamiento católico» confesional a un «pensamiento laico» es errónea[16].

Las Uniones de hecho en el conjunto de la sociedad

Dimensión social y política del problema de la equiparación

(14) Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del «gender» a la que antes hemos hecho mención), tienen como consecuencia el deterioro de la institución familiar. «Aún más preocupante es el ataque directo a la institución familiar que se está desarrollando, tanto a nivel cultural como en el político, legislativo y administrativo…Es clara la tendencia a equipar a la familia otras formas de convivencia bien diversas, prescindiendo de fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico»[17]. Es prioritaria, por tanto, la definición de la identidad propia de la familia. A esta identidad pertenece el valor y la exigencia de estabilidad en la relación matrimonial entre hombre y mujer, estabilidad que halla expresión y confirmación en un horizonte de procreación y educación de los hijos, lo que resulta en beneficio del entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no está sólo asentada en la buena voluntad de las personas concretas, sino que reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del Estado, de la elección de vida conyugal. El reconocimiento, protección y promoción de dicha estabilidad redunda en el interés general, especialmente de los más débiles, es decir, los hijos.

(15) Otro riesgo en la consideración social del problema que nos ocupa es el de la banalización. Algunos afirman que el reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho no debería preocupar excesivamente cuando el número de éstas fuera relativamente escaso. Más bien debería concluirse, en este caso, lo contrario, puesto que una consideración cuantitativa del problema debería entonces conducir a poner en duda la conveniencia de plantear el problema de las uniones de hecho como problema de primera magnitud, especialmente allí donde apenas se presta una adecuada atención al grave problema (de presente y de futuro) de la protección del matrimonio y la familia mediante adecuadas políticas familiares, verdaderamente incidentes en la vida social. La exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos, sin referencia alguna a un orden de valores de relevancia social obedece a un planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y la familia, ciego a su dimensión social objetiva. Hay que tener en cuenta que la procreación es principio «genético» de la sociedad, y que la educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como núcleo esencial de su configuración estructural

El reconocimiento y equiparación
de las uniones de hecho discrimina al matrimonio


(16) Con el reconocimiento público de las uniones de hecho, se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los convivientes de las uniones de hecho, éstos no asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación puesto que privilegia a las uniones de hecho respecto de los matrimonios, al eximir a las primeras de deberes esenciales para con la sociedad. Se acepta de este modo una paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución familiar. Respecto a los recientes intentos legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales (conviene tener presente que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia la equiparación), es preciso recordar a los parlamentarios su grave responsabilidad de oponerse a ellos, puesto que «los legisladores, y en modo particular los parlamentarios católicos, no podrían cooperar con su voto a esta clase de legislación, que, por ir contra el bien común y la verdad del hombre, sería propiamente inicua»[18]. Estas iniciativas legales presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. Tal y como dice San Agustín «Non videtur esse lex, quae iusta non fuerit»[19]. Es preciso reconocer un fundamento último del ordenamiento jurídico[20]. No se trata, por tanto, de pretender imponer un determinado «modelo» de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de la exigencia social del reconocimiento, por parte del ordenamiento legal, de la imprescindible aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien común. Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila.

(17) La familia tiene derecho a ser protegida y promovida por la sociedad, como muchas Constituciones vigentes en Estados de todo el mundo reconocen[21]. Es este un reconocimiento, en justicia, de la función esencial que la familia fundada en el matrimonio representa para la sociedad. A este derecho originario de la familia corresponde un deber de la sociedad, no sólo moral, sino también civil. El derecho de la familia fundada en el matrimonio a ser protegida y promovida por la sociedad y el Estado debe ser reconocido por las leyes. Se trata de una cuestión que afecta al bien común. Santo Tomás de Aquino con una nítida argumentación, rechaza la idea de que la ley moral y la ley civil puedan determinarse en oposición: son distintas, pero no opuestas, ambas se distinguen, pero no se disocian, entre ellas no hay univocidad, pero tampoco contradicción[22]. Como afirma Juan Pablo II, «Es importante que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene una condición jurídica específica, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto a otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a atajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad, que permite vivir diariamente.

En la búsqueda de soluciones legítimas para la sociedad moderna, no se la puede poner al mismo nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de vida y amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la vida»[23]

(18) Cuantos se ocupan en política deberían ser conscientes de la seriedad del problema. La acción política actual tiende en Occidente, con cierta frecuencia, a privilegiar en general los aspectos pragmáticos y la llamada «política de equilibrios» sobre cosas muy concretas sin entrar en la discusión de los principios que puedan comprometer difíciles y precarios compromisos entre partidos, alianzas o coaliciones. Pero dichos equilibrios ¿no deberían, más bien, estar fundados en base a claridad de los principios, fidelidad a los valores esenciales, nitidez en los postulados fundamentales? «Si no existe ninguna verdad última que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones pueden ser fácilmente instrumentalizadas con fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo abierto o sutil, como la historia lo demuestra»[24]. La función legislativa corresponde a la responsabilidad política; en este sentido, es propio del político velar (no sólo a nivel de principios sino también de aplicaciones) para evitar un deterioro, de graves consecuencias presentes y futuras, de la relación ley moral-ley civil y la defensa del valor educativo-cultural del ordenamiento jurídico[25]. El modo más eficaz de velar por el interés público no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho, sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas, y que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la política social, y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia[26]. A este aspecto la Santa Sede ha dedicado espacio en la Carta de los Derechos de la Familia[27], superando una concepción meramente asistencialista del Estado.

Presupuestos antropológicos de la diferencia entre el matrimonio y las "uniones de hecho"

(19) El matrimonio, en consecuencia, se asienta sobre unos presupuestos antropológicos definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión, y que -superando el mero ámbito del obrar, de lo «fáctico»- lo enraízan en el mismo ser de la persona de la mujer o del varón.

Entre estos presupuestos, se encuentra: la igualdad de mujer y varón, pues «ambos son personas igualmente»[28] (si bien lo son de modo diverso); el carácter complementario de ambos sexos[29] del que nace la natural inclinación entre ellos impulsada por la tendencia a la generación de los hijos; la posibilidad de un amor al otro precisamente en cuanto sexualmente diverso y complementario, de modo que «este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio»[30]; la posibilidad -por parte de la libertad- de establecer una relación estable y definitiva, es decir, debida en justicia[31]; y, finalmente, la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco (que contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana)[32].

(20) Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor inclina (de por si) a una intimidad, a una determinada exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida: cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón que constituye la comunión conyugal. Hay una donación y aceptación recíproca de la persona humana en la comunión conyugal . «Por tanto, el amor coniugalis no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente eso califica dicho amor, transformándolo en coniugalis. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter»[33]. A esto, en la tradición histórica cristiana de occidente, se le llama matrimonio.

(21) Por tanto se trata de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma: «Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico»[34]. Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad -aun contra las tendencias naturales-, otras formas de convivencia en común, otras relaciones de amistad -basadas o no en la diferenciación sexual-, otros medios para traer hijos al mundo. Pero la familia de fundación matrimonial tiene como específico que es la única institución que aúna y reúne todos los elementos citados, de modo originario y simultáneo.

(22) Resulta, en consecuencia, necesario subrayar la gravedad y el carácter insustituible de ciertos principios antropológicos sobre la relación hombre-mujer, que son fundamentales para la convivencia humana, y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las personas. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad. Es el ser del matrimonio como realidad natural y humana el que está en juego, y es el bien de toda la sociedad el que está en discusión. «Como todos saben, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar, a este respecto, el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho (cf. Familiaris consortio, n. 81), y las insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo»[35].

Se trata de un principio básico: un amor, para que sea amor conyugal verdadero y libre, debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial. «A la luz de esos principios -concluye el Papa- puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad»[36].

En efecto, el matrimonio -fundante de la familia- no es una «forma de vivir la sexualidad en pareja»: si fuera simplemente esto, se trataría de una forma más entre las varias posibles[37]. Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas: esta característica se da habitualmente en todo amor de amistad. El matrimonio es más que eso: es una unión entre mujer y varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón: recíproca entrega y transmisión de la vida. A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro, se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana»[38].

Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales

(23) La verdad sobre el amor conyugal permite comprender también las graves consecuencias sociales de la institucionalización de la relación homosexual: «se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano fisico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer...»[39]. El matrimonio no puede ser reducido a una condición semejante a la de una relación homosexual; esto es contrario al sentido común[40]. En el caso de las relaciones homosexuales que reivindican ser consideradas unión de hecho, las consecuencias morales y jurídicas alcanzan una especial relevancia[41]. «Las ´uniones de hecho´ entre homosexuales, además, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en recíproca donación abierta a la vida»[42]. Todavía es mucho más grave la pretensión de equiparar tales uniones a «matrimonio legal», como algunas iniciativas recientes promueven[43]. Por si fuera poco, los intentos de posibilitar legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales añade a todo lo anterior un elemento de gran peligrosidad[44]. «No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o de dos mujeres, y mucho menos se puede a esa unión atribuir el derecho de adoptar niños privados de familia»[45]. Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor conyugal y, en consecuencia, el grave error que supondría el reconocimiento o incluso equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no supone discriminar, en ningún modo, a estas personas. Es el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protegan la unión matrimonial como base de la familia, que se vería, de este modo, perjudicada[46].

Justicia y Bien social en la familia

La familia, bien social a proteger en justicia

(24) El matrimonio y la familia son un bien social de primer orden: «La familia expresa siempre una nueva dimensión del bien para los hombres, y por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente ‘difícil’ (‘bonum arduum’), pero atractivo»[47]. Ciertamente no todos los cónyuges ni todas las familias desarrollan de hecho todo el bien personal y social posible[48], de ahí que la sociedad deba corresponder poniendo a su alcance del modo más accesible los medios para facilitar el desarrollo de sus valores propios, pues «conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, ‘soberana’. Su ‘soberanía` es indispensable para el bien de la sociedad»[49].

Valores sociales objetivos a fomentar

(25) Así entendido, el matrimonio y la familia constituyen un bien para la sociedad porque protegen un bien precioso para los cónyuges mismos, pues «la familia, sociedad natural, existe antes que el Estado o cualquier otra comunidad, y posee unos derechos propios que son inalienables»[50]. De una parte, la dimensión social de la condición de casados postula un principio de seguridad jurídica: porque el hacerse esposa o esposo pertenece al ámbito del ser -y no del mero obrar- la dignidad de este nuevo signo de identidad personal tiene derecho a su reconocimiento público y que la sociedad corresponda como merece el bien que constituye [51]. Es obvio que el buen orden de la sociedad es facilitado cuando el matrimonio y la familia se configuran como lo que son verdaderamente: una realidad estable[52]. Por lo demás, la integridad de la donación como varón y mujer en su potencial paternidad y maternidad, con la consiguiente unión -también exclusiva y permanente- entre los padres y los hijos expresa una confianza incondicional que se traduce en una fuerza y un enriquecimiento para todos[53].

(26) De una parte, la dignidad de la persona humana exige que su origen provenga de los padres unidos en matrimonio; de la unión íntima, íntegra, mutua y permanente -debida- que proviene del ser esposos. Se trata, por tanto, de un bien para los hijos. Este origen es el único que salvaguarda adecuadamente el principio de identidad de los hijos, no sólo desde la perspectiva genética o biológica, sino también desde la perspectiva biográfica o histórica[54]. Por otra parte, el matrimonio constituye el ámbito de por sí más humano y humanizador para la acogida de los hijos: aquel que más fácilmente presta una seguridad afectiva, aquel que garantiza mayor unidad y continuidad en el proceso de integración social y de educación. «La unión entre madre y concebido y la función insustituible del padre requieren que el hijo sea acogido en una familia que le garantice, posiblemente, la presencia de ambos padres. La contribución específica ofrecida por ellos a la familia, y a través de ella, a la sociedad, es digna de gran consideración»[55]. Por lo demás, la secuencia continuada entre conyugalidad, maternidad/paternidad, y parentesco (filiación, fraternidad, etc.), evita muchos y serios problemas a la sociedad que aparecen precisamente cuando se rompe la concatenación de los diversos elementos de modo que cada uno de ellos viene a actuar con independencia de los demás[56].

(27) También para los demás miembros de la familia la unión matrimonial como realidad social aporta un bien. En efecto, en el seno de la familia nacida de un vínculo conyugal, no sólo las nuevas generaciones son acogidas y aprenden a cooperar con lo que les es propio, sino que también las generaciones anteriores (abuelos) tienen la oportunidad de contribuir al enriquecimiento común: aportar las propias experiencias, sentir una vez mas la validez de su servicio, confirmar su dignidad plena de personas siendo valoradas y amadas por sí mismas, y aceptadas en un diálogo intergeneracional tantas veces fecundo. En efecto, «la familia es el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y a armonizar los derechos individuales con las demás exigencias de la vida social»[57]. A la vez, las personas de la tercera edad pueden mirar con confianza y seguridad el futuro porque se saben rodeadas y atendidas por aquellos a quienes han atendido durante largos años. Por lo demás, es conocido que, cuando la familia vive realmente como tal, la calidad en la atención a las personas ancianas no puede ser suplida -al menos en determinados aspectos- por la atención prestada desde instituciones ajenas a su ámbito, aunque sea esmerada y cuente con avanzados medios técnicos[58].

(28) Se pueden considerar también otros bienes para el conjunto de la sociedad, derivados de la comunión conyugal como esencia del matrimonio y origen de la familia. Por ejemplo, el principio de identificación del ciudadano, el principio del carácter unitario del parentesco -que constituye las relaciones originarias de la vida en sociedad- así como su estabilidad; el principio de transmisión de bienes y valores culturales; el principio de subsidiariedad: pues la desaparición de la familia obligaría al Estado a la carga de sustituirla en tareas que le son propias por naturaleza; el principio de economía también en materia procesal: pues donde se rompe la familia el Estado debe multiplicar su intervencionismo para resolver directamente problemas que deberían mantenerse y solucionarse en el ámbito privado, con elevados costes traumáticos y también económicos. En resumen, además de lo expuesto hay que recordar que «la familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad»[59] Por lo demás, la desmembración de la familia, lejos de contribuir a una esfera mayor de libertad, dejaría al individuo cada vez más inerme e indefenso ante el poder del Estado, y lo empobrecería al exigir una progresiva complejidad jurídica.

La sociedad y el Estado deben proteger y promover la familia fundada en el matrimonio

(29) En definitiva, la promoción humana, social y material de la familia fundada en el matrimonio y la protección jurídica de los elementos que la componen en su carácter unitario, no sólo es un bien para los componentes de la familia individualmente considerados, sino para la estructura y el funcionamiento adecuado de las relaciones interpersonales, de los equilibrios de poderes, de las garantías de libertad, de los intereses educativos, de la personalización de los ciudadanos y de la distribución de funciones entre las diversas instituciones sociales: «el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible»[60]. No podemos olvidar que si la crisis de la familia ha sido en determinadas ocasiones y aspectos la causante de un mayor intervencionismo estatal en su ámbito propio, también es cierto que en muchas otras ocasiones y aspectos ha sido la iniciativa de los legisladores la que ha facilitado o promovido las dificultades y rupturas de no pocos matrimonios y familias. «La experiencia de diferentes culturas a través de la historia ha mostrado la necesidad que tiene la sociedad de reconocer y defender la institución de la familia (...) La sociedad, y de modo particular el Estado y las Organizaciones Internacionales, deben proteger la familia con medidas de carácter político, económico, social y jurídico, que contribuyan a consolidar la unidad y la estabilidad de la familia para que pueda cumplir su función específica»[61]

Hoy más que nunca se hace necesaria -para la familia, y para la sociedad misma- una atención adecuada a los problemas actuales del matrimonio y la familia, un respeto exquisito de la libertad que le corresponde, una legislación que proteja sus elementos esenciales y que no grabe las decisiones libres: respecto a un trabajo de la mujer no compatible con su situación de esposa y madre[62], respecto a una "cultura del éxito" que no permite a quien trabaja hacer compatible su competencia profesional con la dedicación a su familia[63], respecto a la decisión de tener los hijos que en su conciencia asuman los cónyuges[64], respecto a la protección del carácter permanente al que legítimamente aspiran las parejas casadas[65], respecto a la libertad religiosa y a la dignidad e igualdad de derechos[66] respecto a los principios y ejecución de la educación querida para los hijos[67], respecto a al tratamiento fiscal y a otras normas de tipo patrimonial (sucesiones, vivienda, etc.), respecto al tratamiento de su autonomía legítima y al respeto y fomento de su iniciativa en el ámbito social y político, especialmente en lo referente a la propia familia[68]. De ahí la necesidad social de distinguir fenómenos diferentes en sí mismos, en su aspecto legal, y en su aportación al bien común, y de tratarlos adecuadamente como distintos. «El valor institucional del matrimonio debe ser reconocido por las autoridades públicas; la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído»[69].

Matrimonio cristiano y unión de hecho

Matrimonio cristiano y pluralismo social

(30) La Iglesia, más intensamente en los últimos tiempos, ha recordado insistentemente la confianza debida a la persona humana, su libertad, su dignidad y sus valores, y la esperanza que proviene de la acción salvífica de Dios en el mundo, que ayuda a superar toda debilidad. A la vez, ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a la persona humana y su dignidad, haciendo notar también algunos presupuestos ideológicos típicos de la cultura llamada «postmoderna», que hacen difícil comprender y vivir los valores que exige la verdad acerca del ser humano. «En efecto, ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de







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