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Los efectos del sacramento del matrimonio
¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio!


Por: Mon. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate



Hoy abrimos una página que enaltece de manera significativa el amor de los esposos. Respondiendo al lenguaje bíblico, la Iglesia presenta en sus normas el vínculo perpetuo y exclusivo. En efecto, con el lazo matrimonial, el hombre y la mujer se comprometen a compartir con amor las alegrías y las dificultades, la salud y la enfermedad, es decir, todo. Así es el amor conyugal, que va creciendo y se va alimentando incluso en medio de las grandes y pequeñas dificultades cotidianas.

“Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado” (Código de Derecho Canónico, canon 1134).

El vínculo matrimonial

El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios (cf Mc 10,9). De su alianza nace una institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad. La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los seres humanos: El auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino.

Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina.



La gracia del sacramento del matrimonio

¿Se puede perfeccionar el amor y fortalecer la unidad en el matrimonio? El Catecismo señala que ésta es la tarea más importante de los esposos, unidos en la carne y en el espíritu, es decir, en lo externo y en la intimidad. Por eso deben beber de la fuente de la unidad, que es el amor de Cristo.

El Concilio Vaticano II señala que, en su modo y estado de vida, los cónyuges cristianos tienen su carisma propio en el pueblo de Dios. Esta gracia conforme al sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos.

Cristo es la fuente de esta gracia. Ya que de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los seres humanos y esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos. Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar “sometidos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero.

“¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición? Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica. ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu” (Tertuliano).



(Texto basado en: Catecismo de la Iglesia Católica, 1638-1642; CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 4; Lumen gentium, 11.41; Código de Derecho Canónico, cánon 1141; JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 13).







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