Reflexión sobre la castidad
Por: Jorge Enrique Mújica, LC | Fuente: GAMA-Virtudes y valores
Ciertamente conviene hacer una distinción entre la castidad y ese grupo de virtudes que, digámoslo así, son parte de la misma familia y, en el lenguaje popular, se toman como equivalentes. Es el caso de la virginidad, la pureza, la continencia y el celibato. ¿No son palabras sinónimas? Estrictamente no. En el fondo guardan implicaciones comunes pero no significados idénticos.
Virgen es la persona que jamás ha tenido relaciones sexuales; puro es aquello libre y exento de toda mezcla de otra cosa (se dice por ejemplo que es oro puro cuando no tiene mezcla con otro mineral y se aplica por analogía al ser humano); continente es aquel que modera sus pasiones y sentimientos, quien se abstiene sexualmente; célibe es aquel que no ha tomado matrimonio; casto es aquel que se abstiene de todo goce carnal, esté casado o no. En el fondo subyace un elemento común: el físico relacionado con la sexualidad.
En el Cantar de los cantares, ese gran poema divino de amor, hay un versículo que me cautivó desde la primera vez que lo leí. Lleva en sí la frescura más radical de una auténtica declaración de amor; es la afirmación de querer entregar libre y totalmente el don más absoluto de sí mismo a la persona amada de una vez y para siempre: “Todos mis frutos deliciosos los he guardado para ti, oh Amado mío” (Ct 7, 14). Cómo no penetrar en la riqueza guardada en este minúsculo verso.
“Todos mis frutos deliciosos…”
Le sucedió a san Bernardo, muy joven, cuando todavía no entraba en la vida monástica. En cierta ocasión, cabalgando lejos de su casa con varios amigos, les sorprendió la noche, de forma que tuvieron que buscar hospitalidad en una casa. La dueña les recibió bien, e insistió en que Bernardo, como jefe del grupo, ocupase una habitación separada. Durante la noche, la mujer se presentó en la habitación con intenciones deshonestas. Bernardo, en cuanto se percató de lo que se avecinaba, fingió con gran presencia de ánimo creer que se trataba de un intento de robo, y con todas sus fuerzas empezó a gritar: “¡ladrones, ladrones!” La intrusa se alejó rápidamente.
Al día siguiente, cuando el grupo se marchaba cabalgando, sus amigos empezaron a bromear acerca del imaginario ladrón; pero Bernardo contestó con toda tranquilidad: –“No fue ningún sueño; el ladrón entró indudablemente en la habitación, pero no para robarme el oro y la plata, sino algo de mucho más valor”.
Algo de mucho más valor… mis frutos deliciosos… Sólo se da todo lo más valioso a quien en verdad lo merece. Sólo se puede dar lo más valioso de una vez y para siempre. Y darlo todo de una vez y para siempre implica que jamás se ha dado nada a nadie, ni una parte.
"...los he guardado…”
Angela Ellis Jones, abogada británica de poco más de 47 años, no puede sentirse en desventaja ante lo que suele llamarse una mujer “liberada”. Ha dirigido una asociación universitaria, ha intervenido muchas veces en programas de televisión y es activista política. No es creyente. El 12 de diciembre de 1996 escribió en el “Daily Telegraph”: “Hoy día, la mayoría de las mujeres sostiene su derecho a la libertad sexual. Pero la única libertad sexual que yo he deseado es la de estar felizmente casada. Desde mi adolescencia sabía que había de guardarme para el matrimonio, y nunca he tenido la más mínima duda sobre mi decisión”.
Darlo todo de una vez y para siempre significa que se ha ido acumulando eso que se desea dar porque quiere entregarse como el mejor y más pleno regalo en su momento; darlo todo de una vez y para siempre lleva en sí el plus del esfuerzo, las fatigas, la fidelidad, las luchas y combates por velar y defender íntegramente aquello que se ha guardado con tanto esmero para ofrecerlo sin mancilla.
“…para Ti, oh Amado mío.”
Se atribuye al pianista y compositor Isaac Albéniz un hecho que demuestra cómo se ha de guardar el corazón para impedir la infidelidad, cueste lo que cueste. Se encontraba en París cuando envió a su mujer, que se hallaba en España, un telegrama que decía: “Ven pronto. Estoy gravísimo”. Cuando la esposa llegó a toda prisa a la capital francesa, encontró al marido en la estación esperándola, y parecía a primera vista rebosar de salud por todos los poros. Un tanto indignada preguntó:
– “¿Pero no estabas enfermo?”
– “Sí –contestó el músico–, gravísimo. Estaba empezando a enamorarme
Darlo todo de una vez y para siempre es el culmen del amor. No es “a ti y a ti y a ti y a ti” sino a esa persona Amada y sólo a ella.
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Históricamente la castidad ha estado muy vinculada a la opción de vida que muchos hombres y mujeres hacen en la Iglesia católica. Ciertamente no es únicamente el elemento externo el que prima aquí.
Podemos decir que aunque la virtud es siempre la misma, el modo de actuarla es distinto en un matrimonio que para un consagrado a Dios. Indiferentemente podemos afirmar que es una virtud a la cual estamos llamados todos.
Para los consagrados a Dios, la institución de este estado se encuentra descrita en el capítulo 19 del Evangelio de san Mateo: “Porque hay eunucos que nacieron así en del vientre de su madre, los hay que fueron hechos por los hombres y los hay que se hicieron a sí mismo tales por el Reino de los cielos. El que pueda entender que entienda”.
La palabra “eunuco” (hombre castrado que se destinaba en los serrallos a la custodia de las mujeres) suena algo dura a nuestros oídos actuales y efectivamente también lo era a los oídos de los hombres de los tiempos de Jesús. Pero para Jesús la palabra “eunuco” adquiere un significado diverso, no físico sino moral. Nació así la carta magna de la castidad, un estado de vida hasta entonces inexistente en el ambiente judío –y en muchos otros ambientes– e instituido por el mismo Jesús.
La castidad no significa esterilidad sino máxima fecundidad. El pueblo cristiano lo sabe bien al grado de haber atribuido espontáneamente el título de “padre” a los sacerdotes y de “madre” a las religiosas. Para los religiosos (as) y sacerdotes católicos no se trata de renunciar a un amor “concreto” por un amor “abstracto”, a una persona real por una persona imaginaria; se trata de renunciar a un amor “concreto”, a una persona real por otra Persona infinitamente más real.
Todos los motivos para escoger la castidad se resumen en la expresión: “Por el Reino de los cielos” que es lo mismo que por el Reino de Dios. No se escoge la castidad para entrar en el Reino de los cielos sino porque el Reino ha entrado en uno.
Pero en la enseñanza de Jesús no todo queda reducido a la parte física externa de la sexualidad, como habíamos señalado. También mira a la parte afectiva. Así, podemos hablar de una castidad en los afectos; una castidad con la misma importancia y valor que la física y a la que también están llamados los matrimonios. La castidad afectiva es una manifestación de la fidelidad.
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La castidad es una virtud muy humana que el tiempo no podrá despojar de su valor. Como todas las virtudes no viene nunca sola sino acompañada de algunas que le preceden (humildad -hay una gran afinidad entre soberbia y lujuria: la lujuria es el orgullo de la carne y el orgullo la lujuria del espíritu-, generosidad y amor) y otras que le nacen como fruto (dominio de sí, fidelidad, coherencia, etc.). En todo caso, la castidad siempre es un don de Dios que está en nuestras manos cultivar o dejar se marchite. Digo, si la dejamos marchitar algún día nos presentáremos ante el juez que nos pedirá cuenta de los donde recibidos, ¿qué le responderemos entonces? No está de sobra recordar que nuestras respuestas se construyen ahora, no luego.
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