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Lealtad: La otra belleza de Penélope
La mitología griega nos ofrece un testimonio de lealtad en Penélope, la mujer de Ulises. Como el sello que autentifica la lealtad se encuentran el sufrimiento y la paciencia.


Por: Manuel Alvarez Arriola, LC | Fuente: Gama - Virtudes y Valores



 

 

 

 

La larga espera de la bella Penélope por su esposo, mientras él regresaba de la guerra de Troya, representa una de las más grandes epopeyas que la humanidad recuerda sobre la lealtad. La paciencia de la reina de Ítaca, los recursos que utilizó para no ceder a las insidias de los pretendientes, su constancia y su amor leal la convierten en uno de los personajes memorables de la mitología griega.

Las lealtades de un hombre configuran el mosaico que muestra la clase de persona que cada uno ha escogido ser en la vida. Tus lealtades configuran en cierto sentido tu personalidad.

Lealtad indica la cualidad interior de rectitud y franqueza, de fidelidad y constancia a la palabra dada, a las personas e instituciones y también al propio honor personal. La lealtad es muy diferente del servilismo en el que con frecuencia caen los hombres cuando esperan o buscan conseguir algo que los ha cegado. La lealtad obra en un nivel más alto. Es como el coraje que se manifiesta con mayor claridad cuando se trabaja bajo presión. La lealtad sobrevive a las dificultades, sean externas o internas, a los contratiempos, resiste la tentación y no se acobarda ante los ataques. La lealtad vivida por un hombre engendra la confianza y conserva la amistad.

Incluye algunos elementos constitutivos como la necesaria adhesión de la persona humana a otro, particularmente a la religión, a la patria, a los jefes, a los grupos, a los movimientos en cuanto éstos representan un conjunto de valores dentro de la historia. Por tanto, la lealtad como superación del individualismo, y que engendra ineludiblemente un vínculo interior correspondiente a los lazos externos. Otro rasgo constitutivo es su triunfo sobre el tiempo, la lealtad no es pasajera: perenniza amistades e instituciones, a pesar y gracias a las tribulaciones y crisis por las que puedan pasar. Estas crisis y dificultades son la autentificación de la lealtad.

Sin embargo, esta virtud no garantiza siempre una acción correcta que requiere algo más que buenas intenciones. Esto lo demuestra una especie de enloquecimiento de la lealtad que se dio en los regímenes de inspiración nazi en el siglo pasado, fundada en una fidelidad incondicional al jefe, a veces confirmada por un juramento. La acción correcta requiere además la sabiduría para discernir lo correcto y la voluntad para realizarlo. La lealtad no implica tampoco de por sí simpatía con aquellos a quienes somos leales, ni de ellos a nosotros. La lealtad es muy diferente de la amistad, aunque a menudo van de la mano.

Podemos descubrir dos niveles: lealtad como vínculo interpersonal y como compromiso social. En el primer caso es una adhesión de naturaleza espiritual que une a dos personas en un tipo de promesa de fidelidad más o menos implícita. Un ejemplo muy concreto es el de David que permanece leal al rey Saúl, el ungido del Señor, aún cuando éste intenta matarlo. En dos ocasiones, nos narra la Biblia, David tiene la oportunidad de acabar con la vida de Saúl pero se abstiene de hacerlo por lealtad. La ruptura de este vínculo personal constituye una traición o desprecio a la palabra dada de manera recíproca. La deslealtad ha sido siempre considerada como un envilecimiento de la persona en todas las culturas. Como botón de muestra basta pensar en la traición de Judas que resulta incomprensible o en la negación de Pedro que nos confunde y en la que tantas veces nos vemos identificados.

En el segundo caso se trata de una lealtad en el campo social que establece un vínculo interior, una adhesión propiamente humana, es decir, consciente, constructiva, y permanente a la sociedad, a los regímenes, a las instituciones y a los guías que los gobiernan. Es el caso del juramento de lealtad que presta el presidente a la constitución o los ciudadanos a la bandera. Es, aunque en otro plano superior, la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento: Dios en el Sinaí comprometiéndose da su palabra e igualmente el pueblo de la Alianza se empeña en guardar lealmente el pacto con el Señor: «Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo».

Nuestras lealtades van evolucionando con nuestra vida en la medida que vamos descubriendo en ellas la verdad. Y puede llegar el momento de encontrarnos con lealtades aparentemente conflictivas que pueden imponernos decisiones desagradables. Conviene clarificar la diferencia entre una decisión desagradable y una decisión difícil, porque a menudo se confunden decisiones fáciles pero desagradables llamándolas difíciles. Para los mártires de la guerra cristera en México la decisión era fácil: «Viva Cristo Rey», pero no por ello dejaba de ser desagradable.

Se necesita muchas veces una inteligencia perspicaz para resolver las dificultades que las lealtades conflictivas nos presentan. Cristo lo hizo con su memorable frase: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt. 22,21). La mayoría de los casos no son tan excepcionales. Son raras las veces en que no podemos ser leales a Dios y a la patria al mismo tiempo.

Grande y bella es el alma de aquel que ha sabido conservarse leal a sus valores toda una vida y más bella es aún el alma de aquellos que han recibido el sello que autentifica su lealtad: el sufrimiento y no se han echado atrás, como Penélope que supo esperar y conservarse leal en medio de las dificultades. Las personas más leales en este sentido son los mártires.

 



 

 

 

 

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