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El Rey vencedor desde la cruz
En estos tiempos turbulentos y de mucho sufrimiento no dejemos de contemplar al Señor.


Por: Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate



Nos ha resultado verdaderamente apasionante acompañar a Jesucristo en ese viaje que había añorado tanto, de Galilea a Jerusalén, de acuerdo al relato del evangelio de San Lucas que hemos meditado durante este año litúrgico que estamos terminando. Ha sido un viaje prolongado, más que por la distancia geográfica, por la intensidad de los acontecimientos que vivió el Señor, por los lugares donde iba pasando.

Nosotros mismos hemos prolongado ese viaje de Jesús en la medida en que nos hemos ido metiendo con emoción y asombro en los acontecimientos que vivió con las personas y los pueblos que fue encontrando a su paso.

Después de documentarnos ampliamente sobre la vida del Señor, nos quedamos con grandes enseñanzas que nos han conmovido por la profundidad de sus palabras. Se ha generado un gran cariño y admiración por el Señor, al constatar su bondad y cercanía para tratar a los pobres, enfermos y pecadores. En esta travesía constatamos su mansedumbre, paciencia y carácter para ir guiando a sus discípulos, así como para enfrentar las insidias y malas intenciones de los grupos religiosos que lo abordan y cuestionan con el propósito de desacreditarlo. También nos ha edificado y contagiado su vida de oración.

Pero al término de este viaje, habiendo llegado a la ciudad santa de Jerusalén, Jesús nos ofrece la última lección de su vida, quizá la más sublime y definitiva de todas, porque esta vez no será por medio de la elocuencia y belleza de sus palabras, ni por la bondad de sus acciones, sino que en esta última lección estará de por medio la entrega de su propia vida.

De esta forma, contemplamos al Señor en los últimos momentos de su vida clavado en la cruz. Desde el madero de la cruz, injustamente condenado, despojado de sus vestiduras, injuriado por los hombres y coronado de espinas se asoma su realeza y lo reconocemos como nuestro rey, el rey del universo, que se vacía por completo para la redención de la humanidad.



Jesús, nuestro rey, levantado en el Calvario, reina desde un madero cuyos brazos son largos para alcanzar a los hombres hasta los abismos más profundos. La cruz se convierte así en el remedio, la medicina que nos puede reconstruir ante los sufrimientos más duros que podamos enfrentar. Esos brazos y ese misterio de amor, que llegan a todos los hombres, alcanzan a uno de los ladrones que fue crucificado juntamente con él y a quien el Señor le promete el paraíso.

Dice San Gregorio Magno: “El ladrón tuvo fe, porque creyó que reinaría con Dios, a quien veía morir a su lado; tuvo esperanza, porque pidió entrar en su reino, y tuvo caridad, porque reprendió con severidad a su compañero de latrocinios, que moría al mismo tiempo que él, y por la misma culpa” (Moralia, 18, 25).

Así, la muerte ha quedado rota; Jesús la ha probado, no es algo ficticio, sino que ha entrado en el corazón de la muerte y la ha roto. Jesús vence al pecado y a la muerte por la entrega voluntaria y amorosa de su propia vida.

Puede parecer paradójico que los cristianos nos gloriemos en reconocer y proclamar como rey a quien muere en la debilidad aparente de la cruz. Sin embargo, la cruz, desde este momento, se transforma en fuerza y poder salvador. Lo que era patíbulo e instrumento de muerte se convierte para nosotros en triunfo contra el pecado y la muerte, así como en causa de salvación.

Por eso, la fe cristiana consiste en proclamar a este hombre, que está siendo ejecutado como un malhechor entre malhechores, como nuestro Salvador y nuestro Dios.



Desde la entrega de Jesucristo, nuestro rey y Señor, en la cruz, creer en Dios significa creer que el bien es más poderoso que el mal; que la justicia siempre triunfa sobre la injusticia, que la luz termina por imponerse a la oscuridad, que la muerte no tiene la última palabra en nuestra vida, que el amor siempre triunfa sobre el odio y el egoísmo del mundo. Creer en Dios es creer que, al final, el bien y la verdad habrán de triunfar sobre el mal y la mentira.

Si eso es lo que proclamamos, entonces tenemos que apartarnos del reino de las tinieblas, del reino de las injusticias, del engaño, de la infidelidad, del egoísmo y de la violencia; del reino del pecado que ofende la dignidad del prójimo de muchas maneras, hasta llegar incluso a atentar contra la libertad, la seguridad y la vida de los demás.

Al terminar el año litúrgico quisiera agradecer a todos ustedes por acoger domingo a domingo la palabra de Dios y por hacer posible que Jesucristo sea amado, alabado, anunciado y aceptado en sus comunidades y en cada uno de sus hogares.

En estos tiempos turbulentos y de mucho sufrimiento no dejemos de contemplar al Señor que reina desde la cruz, para que con el arrojo y la emoción de nuestros mártires mexicanos, que son recordados especialmente estos días, podamos proclamar: ¡Viva Cristo rey y Santa María de Guadalupe!







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