Las virtudes necesarias en el vículo amistoso
Por: Zelmira Seligman | Fuente: Jornadas de Psicología Cristiana

Trataré de exponer – de una manera más bien práctica, y fundamentado en mi experiencia de largos años en la psicoterapia – el tipo de vínculo amistoso que tiene el neurótico y por el que sufre constantemente debido a su conflictividad. Lo haré contraponiéndolo a las actitudes sanas basadas en las virtudes y su expresión en la vida social.
Siempre se les pregunta a los que buscan ayuda psicológica, si es que tienen amistades; y podría decirse que la mayoría ha establecido este tipo de vínculos, aunque no siempre en estas amistades se ven con claridad la benevolencia y concordia recíprocas que – según Santo Tomás – las caracteriza. Algunos tienen muchos amigos, otros pocos, pero en general, todos reconocen tener “amigos” y valorar la amistad. Sin duda, como decía Aristóteles, nadie elegiría vivir sin amigos. Son pocos los que concurren con este motivo explícito de consulta, o sea con su sufrimiento por no tener amigos, ni lograr hacer amistades a pesar del esfuerzo que ponen por obtenerlas y, cuando tienen amigos, hacen cualquier cosa por mantenerlos, pero aún así no lo consiguen y sufren mucho por esto. Sin embargo, la mayoría no traen este problema como motivo de consulta, pero tienen verdaderos trastornos en las relaciones amistosas y – en sentido estricto – se puede decir que no tienen amigos con todas las características de la amistad como hablaba Aristóteles y después completó Santo Tomás, al incluir en el tema la riqueza de la Revelación.
Entonces podríamos preguntarnos ¿porqué algunos tienen buenos amigos y para otros es tan difícil disfrutar de este inmenso bien? ¿porqué algunos pueden mantener esas amistades por largos años y otros son tan inestables y cambiantes?, pero sobre todo habría que preguntarse si – en la mayoría de los casos – se trata de verdaderas amistades o si sólo puede hablarse de conocidos, simpatías, cómplices, compañeros de aventuras, etc.
Aquí pretendo analizar algunas características que debe tener la personalidad para establecer amistades, siguiendo la experiencia propia y la ajena: desde la sabiduría de Aristóteles y Santo Tomás hasta el pensamiento de psiquiatras del siglo XX, como son Adler y Allers. Para tal fin voy a partir del principio dado por Santo Tomás al comentar la Ética a Nicómaco de Aristóteles, donde dice que la virtud es causa de la verdadera amistad (1)y aún más, la amistad se fundamenta en la virtud y es efecto de la misma. La personalidad virtuosa tiene ya lo básico para establecer verdaderas amistades, porque la amistad perfecta se da entre los que se asemejan según la virtud.(2)
Los virtuosos quieren el bien del amigo en cuanto son buenos en sí mismos (3) ; el que se quiere bien a sí mismo, quiere bien al otro. Quieren el bien mutuo, y esta amistad es estable y duradera como permanente es la virtud.(4)
Recordemos que la virtud es un hábito que nos induce a obrar el bien porque nos conecta rectamente al fin. Cito a Santo Tomás donde dice: «Como la verdadera amistad se fundamenta sobre la virtud, todo lo opuesto a ésta es un impedimento para la amistad, y todo lo virtuoso sirve para acrecentarla».(5)
Trataré de analizar algunas virtudes que me parecieron más importantes en relación al tema de la amistad, y contrapuestas al problema de la neurosis y al sufrimiento psíquico en esta cuestión. Veremos virtudes más fundamentales como la caridad y la humildad, y otras que podríamos decir que son secundarias, pero que también regulan la sana relación entre las personas. Asimismo podemos afirmar que la amistad es psicoterapéutica, porque si la virtud es causa de la verdadera amistad, podemos decir que la amistad cura las enfermedades del alma en la medida en que requiere del desarrollo de las virtudes y de su auténtica expresión.
Siendo esto así, podríamos comenzar diciendo que la amistad más importante es con Dios, ya que Dios es el amigo que nos comunica sus bienes(6) , y esto se da en la virtud teologal de la caridad (7) . La personas que se perfeccionan y alcanzan altos grados de caridad (pensemos en los santos), por su amor a Dios, aman también a aquellos que Dios ama y tienen verdaderos amigos, que son “como otro yo” para el que se quiere todo bien.(8)
La primera virtud que hay que tener para fundamentar sólidas amistades, es la caridad. O sea, las amistades humanas deben cimentarse en esa amistad con Dios, que es la caridad. Y como cuando es muy grande el amor al amigo, uno ama también a sus allegados, asimismo en la caridad, cuando el amor a Dios es muy grande, se ama también mucho a los que son amigos de Dios y a todos los que Dios ama(9).
Por eso podemos afirmar que la amistad es la virtud curativa por excelencia si se fundamenta en la caridad, porque ordena toda la personalidad respecto del fin último del hombre, y su relación con los demás. Sin duda no existirían las neurosis si todos obráramos con amor de caridad, y viviéramos de la caridad (como sucede en la felicidad del cielo).
Santo Tomás (siguiendo a Aristóteles) dice que hay una doble amistad (10)
1) una que consiste en los afectos con que se ama a otra persona, consiguiente a la virtud, y a esta pertenece la caridad de la cual recién hablamos;
2) y otra que consiste en hechos, palabras, conductas y manifestaciones que – si bien no es la amistad perfecta – es una virtud que ordena las relaciones recíprocas y los vínculos amistosos.
La virtud de la amistad, y otras virtudes añadidas a ésta, son también necesarias para expresar y mantener viva la caridad. Es más, si no se tienen en cuenta estas virtudes, y la persona se deja llevar por los vicios contrarios, corre el riesgo de perder no sólo los amigos, sino hasta la misma caridad.
La amistad como virtud es parte de la justicia y – si bien no se rige por un débito estricto y legal – hay una exigencia de orden moral, de un deber natural de honestidad que obliga al virtuoso al buen trato, a la afabilidad, a la delicadeza para con su prójimo(11). Sin lugar a dudas, en los neuróticos donde prevalece el egocentrismo – y esto ha sido bien estudiado y confirmado por el psiquiatra A. Adler, que era de origen judío –, no se puede dar la amistad en su sentido más propio. Algunas corrientes de psicología hablan incluso de narcisismo, expresando así una más profunda atención y encierro en el propio yo neurótico. El que se ama desordenadamente a sí mismo y busca sólo su propio bien no puede establecer verdaderas amistades. Como dice Santo Tomás: «si no queremos el bien para las personas amadas, sino que apetecemos su bien para nosotros, como se dice que amamos el vino, un caballo, etc., ya no hay amor de amistad sino de concupiscencia». (12)
Hay casos en que la persona psicológicamente enferma – y que no es capaz de ver sus intenciones más profundas relacionadas con su egocentrismo – dice buscar amistades y sin embargo sólo pretende satisfacciones y deleites sensibles y egoístas. Obviamente su afán de amistades quedará siempre vacío, porque lo más elevado, lo espiritual de la amistad, no se puede dar si la intención es sólo buscar el propio placer.
También podemos considerar otro aspecto de este tema, desde el punto de vista psicológico, y es que el bien exige un cierto orden. En las personalidades muy desequilibradas, donde las pasiones no se ordenan a la recta razón y la patología se afirma con ciertos vicios que la estructuran, es difícil lograr la amistad con otras personas, porque ello requiere de lo racional del hombre. Es necesario comprender que la amistad no es una pasión o algo solamente sensible, sino una virtud.
Por eso puede hablarse de una virtud capaz de cambiar una personalidad enferma, y sanarla, porque debe ejercitar cierta racionalidad que obra por el verdadero fin.
Y justamente por su valor en la salud mental, quisiera hablar de una virtud también necesaria para el establecimiento de vínculos amistosos y para su estabilidad: es la virtud de la verdad o veracidad(13).
Esta virtud moral exige que las palabras y las conductas sean conformes a la realidad; es preciso que haya una manifestación al exterior de lo que se es interiormente, ni más ni menos. Como vicio contrario a la verdad está la mentira. Según el psiquiatra católico Rudolf Allers, en el carácter neurótico se da siempre una subversión del orden de la realidad, que es fruto de una rebeldía, sea consciente o no, pero que conduce a la mentira.
Podría decirse que el neurótico vive una “mentira existencial” por la no-aceptación de la realidad que le toca vivir, la cual se manifiesta en el rasgo más característico de la neurosis, que es la inautenticidad. El hombre está obligado por cierto deber de honestidad a decir y vivir la verdad frente a los otros. Y hasta es una exigencia de orden social; pues no es posible vivir en sociedad sin la verdad.
Dice Santo Tomás:
«es necesario para tal convivencia el dar mutuo crédito a las palabras y creer que nos dicen la verdad» (14) .
Sin la virtud de la verdad o veracidad, no se pueden establecer verdaderas amistades, pues se lesiona gravemente la confianza. Para consolidar una amistad es necesario creer en el otro. En la mentira se falsea la realidad, se engaña al otro, se muestra lo que uno no es. Por el contrario en la amistad, la benevolencia mutua no es oculta, no se finge, no se distorsiona según las ventajas que pueda sacar cada uno para sí mismo sin pensar en el bien del otro. Para Allers el neurótico siempre es artificioso, construye un mundo propio, vive una ficción que dirige su comportamiento y toda la personalidad.
A la virtud de la verdad, está unida la simplicidad, que se opone a los dobleces, que es una manera rebuscada de aparentar algo diferente de los que se es, de manifestar algo distinto de lo que realmente se piensa. Y también así se destruye la amistad. Lo propio de la simplicidad es preservar del engaño al que tiende la mentira(15).
Asegura Allers que los neuróticos son siempre complejos; y afirma: «Se dice que los neuróticos son de naturaleza complicada; sería más justo decir que las naturalezas complicadas están amenazadas por la neurosis»(16).
También se daña la amistad con otros vicios relacionados a la mentira y contrarios a la virtud de la verdad, que son la jactancia (vanidad, petulancia, pedantería, arrogancia) y la ostentación. La jactancia consiste en ensalzarse a sí mismo, elevarse a sí mismo, hablando de sí por encima de lo que es en realidad (17). La persona se arroga interiormente una superioridad ficticia, imaginaria, y hace ostentación externa de cualidades mayores de las que en realidad tiene. «Porque, como dice Aristóteles, “el jactancioso se ensalza a sí mismo sobre la realidad, a veces sin ningún motivo, otras por motivo de gloria o alabanza, o también, finalmente por interés de lucro”»(18). Igualmente siempre es una mentira y un engaño. Dice Santo Tomás que su causa es la soberbia y la vanagloria (19). Confirmando esta tesis del santo Doctor, los psiquiatras del siglo XX: Adler, Allers, y las escuelas que de su pensamiento surgieron, vieron la centralidad de estos vicios (soberbia, la vanagloria) en la causalidad de las patologías psíquicas(20).
Santo Tomás también cita el libro de los Proverbios donde dice que «el hombre jactancioso y codicioso suscita litigios» (21). Por eso también podemos relacionar esto con otro mal contrario a la virtud de la amistad, y que se da con bastante frecuencia, y que es la pelea, el litigio, el pleito (22). Hay personas que traen a la consulta su imposibilidad de tener amigos y se ve que siempre pelean, contradicen, disgustan a los demás, que lógicamente terminan alejándose. Los enojos, los caprichos, están siempre presentes en el neurótico porque no acepta las cosas como son, y eso despierta su ira.
Aristóteles contrapone directamente el litigio a la amistad, que significa convivir agradablemente con otros. Esta discordia puede nacer de la falta de caridad, porque ciertamente no se ama al prójimo y no le importa disgustarlo, afligirlo y hasta hacerle la vida imposible. Dice Santo Tomás siguiendo a San Pablo (II Tim. 3,2) «el litigio desdice más que nada del estado espiritual» (23).
Pero vemos también que el neurótico se enoja mucho cuando percibe un impedimento en la consecución de sus caprichos, que son contrarios a la realidad que no acepta. Asimismo se irrita cuando imagina que lo menosprecian, que no lo quieren, que no lo valoran lo suficiente, aunque esto no sea real; porque en muchas patologías la persona está siempre atenta a la imagen que causa en los otros, al afecto que despierta, y a menudo piensa que quieren hacerle daño y que los demás están pendientes de ella. Estas actitudes deterioran las amistades o directamente impiden tenerlas.
Dice Santo Tomás – comentando a Aristóteles – que los ásperos, los díscolos, los que tienen recelo de los demás, hoy en día diríamos los amargos, los antisociables, no tienen amigos (24).
Sin embargo, hay que aclarar que también la adulación (25) es un defecto contrario a la virtud de la amistad, porque si bien uno tiene que agradar a los que nos rodean, no debe temer el desagradar al amigo si hay que evitar un mal o conseguir un nuevo bien. Recordemos que es una exigencia de la caridad la corrección fraterna que nos enseña el Evangelio. Sin duda la alabanza es buena si hay que animar al prójimo a las buenas obras o alentarlo a progresar en la virtud, pero cuando esa alabanza es exagerada porque no responde a la realidad, incita a la vanagloria, es adulación, y esto es malo.
Otra virtud que es muy importante para mantener el vínculo amistoso, es la gratitud o agradecimiento. (26) Como en la amistad hay una donación de bienes, ésta se afianza por la retribución o recompensa de los beneficios dados gratuitamente. Y esta retribución no se limita a devolver igual que lo recibido – lo cual sería como una paga de los favores – sino que requiere agradecerlo con creces, exceder lo que nos dieron generosamente. Esta virtud especial pertenece también a la justicia, aunque – como la misma virtud de la amistad – no se fundamenta en una obligación legal, sino más bien en un débito moral, de honestidad. Gratitud debemos a nuestros bienhechores, a aquellos de quienes recibimos beneficios especiales y con quienes tenemos una obligación personal. Santo Tomás afirma que es de orden natural el ser agradecidos en todo, y no sólo exteriormente cuando la persona puede oírnos porque está presente, sino en todo lugar, pero principalmente con el afecto. Porque lo principal de la gratitud está en el afecto y el reconocimiento de los beneficios que hemos recibido de los otros sin que ellos tuvieran obligación de dárnoslos. Por eso también se debe honrar y dar testimonio de la excelencia de esa persona, mediante palabras, signos exteriores o mediante obsequios y regalos (27).Inclusive si la circunstancia lo requiere, de debe prestar apoyo y auxilio de una manera especial a aquel amigo de quien hemos recibido los bienes.
Contrariando esta virtud los neuróticos piensan que todo lo que hacen los demás por ellos, es porque se lo merecen; y que siempre los que están en deuda, son los otros.
La deuda de la gratitud nace de la caridad y es cada vez más exigente. Por eso dice San Pablo: «Nadie tenga deudas con otros, a no ser la del amor mutuo».(28) La ingratitud(29) es una falta muy grave que lesiona o destruye la amistad, incluso la amistad con Dios que es la caridad, como hemos dicho.
Ya que nos hacemos deudores de los demás cuando recibimos sus beneficios, quiero considerar de una manera especial una virtud muy olvidada en nuestros días, que es la piedad (30).Se refiere principalmente a Dios, a la patria a y los padres. En este culto de los padres, se incluye el de los cosanguíneos; y en el de la patria se incluyen los conciudadanos y los amigos (31).
Es interesante hacer una ampliación de esta virtud a los amigos, porque la comunicación que existe entre ellos, se parece a una generación o principio del ser en cuanto uno crece con los bienes que recibe en la amistad. Pero además creo que podemos plantear aquí un tema muy difícil en la psicología contemporánea, y es el de la amistad entre padres e hijos.
Desgraciadamente el psicoanálisis ha pervertido este bien inmenso, llevándolo a la máxima conflictividad, hasta el punto de que parecería absolutamente imposible dicha amistad. La cultura contemporánea se ha hecho eco de estas nefastas teorías y ha polarizado los grupos y unificado las relaciones, las cuales parece que sólo pueden darse “entre pares”: entonces todo debe ser “de jóvenes” o “de adultos”. La cultura actual ha limitado la amistad a las edades biológicas y no quiere referirse al nivel de virtud o nivel espiritual. Por eso hoy en día lo que llaman “amistades” son sólo relaciones superficiales, que fracasan fácilmente, y se disuelven en simples conocidos o compañeros “de la vida”.
Para Aristóteles – y el comentario que de la Ética hace Santo Tomás – la amistad perfecta es la que se da la semejanza según la virtud (32).Las personas siendo buenas, se quieren y quieren el bien del otro, en cuanto son buenos en sí mismos. En la verdadera amistad, sólo pueden hacerse amigos los que son buenos, porque hay una razón para quererse (33). El que es bueno, hace también el bien a su amigo.(34) Por eso Aristóteles considera la posibilidad de la amistad entre desiguales respecto de determinadas diferencias (como padre e hijo, rico y pobre, etc.), siempre y cuando se dé al otro lo que le corresponde y se requiera del otro lo requerible (35). O sea, la igualdad necesaria para fundamentar la amistad, la hace la virtud que ambos poseen, y que despliegan en la debida proporción según a cada uno le corresponda. Por eso el buen padre puede y debe ser amigo de un buen hijo, en la medida en que hay bienes que se dan mutuamente porque llevan una vida virtuosa, el padre como padre y el hijo como hijo. Y un abuelo puede y debe ser amigo de su nieto si a ambos los une la virtud. Es más, la amistad se da muchas veces como recompensa por los beneficios recibidos (36). Una persona, al reconocer todo lo que el otro le ha dado, quiere ser buena y virtuosa para merecer esa amistad. Y esto puede pasar con los hijos, los nietos, los sobrinos, etc. respecto de sus mayores.
Pero recordemos además que la amistad supone una concordia recíproca por esa donación mutua de bienes, y ésta ha sido destruida en sus mismos cimientos por el psicoanálisis, al poner en tela de juicio la relación amistosa y benévola paterno-filial. Para el psicoanálisis el complejo nuclear, el más básico, es el que reproduce el conflicto de Edipo, donde – como ustedes sabrán – el hijo mata al padre. Y la resolución de este conflicto se da cuando el hijo se identifica con el padre y se pone en su lugar, luego del “parricidio”. Vemos con horror cómo las personas que han tenido largos años de psicoanálisis no logran “reconciliarse” con sus padres (interiormente con la gratitud, demostrarles afecto y cariño); no logran ver ni siquiera el bien que significa el haberles dado la vida. Ya de por sí los neuróticos, con su egocentrismo, son muy exigentes con los demás, y siempre se sienten acreedores, como si sólo a ellos les debieran todo. Pero el psicoanálisis aumenta este sentimiento desordenado, llevándolo – en algunos casos – hasta el odio.
No podemos desconocer que también estamos sumergidos, en la sociedad actual, en debates como el del aborto, donde los padres no desean a sus hijos y los matan, cometiendo el más atroz de los homicidios, muchas veces apoyados por los consejos de algunos profesionales y – en algunos países – hasta amparados por la ley positiva. Aún así, dice Santo Tomás que si nuestro bienhechor se ha pervertido, debemos agradecerle igualmente, procurando que vuelva al buen camino. (37) . Hay personas que han sobrevivido al intento de aborto, aún quedando con lesiones graves y, sin embargo, han sabido perdonar y reconciliarse (al menos interiormente) con sus padres.
Por último quiero analizar otra virtud fundamental en el desarrollo de la vida mentalmente sana y virtuosa – necesaria para entablar amistades verdaderas – y es la humildad. Y me parece importante hablar de ella porque como dice el psiquiatra Allers: «Para curar una neurosis es necesaria una verdadera metanoia, una revolución interior que sustituya el orgullo por la humildad, el egocentrismo por el abandono» (38).
La virtud de la humildad significa un rebajarse a sí mismo, reprimiendo el deseo de la propia excelencia, de manera que no se busquen cosas que – aún siendo buenas – superan el orden de la razón, confiando en las propias fuerzas.(39) Este rebajarse no puede hacerse como un puro formalismo exterior (que sería hipócrita), como pasa en la falsa humildad que, en el fondo, no es más que una gran soberbia, como dice San Agustín, porque se busca la propia gloria (40). Se puede aspirar a grandes bienes confiando en el auxilio divino; por eso cuanto más nos acercamos a Dios y nos sujetamos a Él, más humilde se es. (41)La humildad dispone para los bienes espirituales y divinos. Esta virtud consiste en una actitud interior en la que es necesario el reconocimiento de los propios defectos, los propios límites y lo que excede a las propias fuerzas, de manera de saber realmente lo que a uno le falta para alcanzar la perfección de la virtud y de lo que es incapaz de lograr por sí mismo (42).
La humildad, en cuanto expulsa a la soberbia, hace que el hombre sea “ubicado” podríamos decir, que reconozca su lugar de “creatura” y el del Creador, que se someta a Dios y a lo que Él manda (43). Por eso esta virtud es el fundamento del edificio espiritual y el principio de la salud mental. El psiquiatra Alfred Adler afirma que en el fondo de toda enfermedad psíquica, hay siempre una postura falsa y perniciosa, como es el “exaltado afán de autodivinización” (44).
Dice Santo Tomás que: «la humildad como virtud especial, considera principalmente la sujeción del hombre a Dios, en cuyo honor se humilla sometiéndose incluso a otros»(45).La humildad, así como nos ubica en la relación con Dios, también nos enseña la relación que debemos tener con los demás hombres. Se pregunta Santo Tomás si por la virtud de la humildad uno debe someterse a los demás. Y contesta diciendo que en el hombre se pueden considerar dos cosas: lo que tiene de Dios (toda perfección y gracia) y lo que es propio del hombre (lo defectuoso y limitado). Por eso concluye, que así como por la humildad nos sometemos a Dios, también debemos someternos a los hombres, en lo que tienen de Dios. Es también posible suponer que los demás tienen más bondad que nosotros o que nosotros poseemos más defectos, y justamente por eso, pensar en su superioridad (46).
El neurótico se compara siempre con los demás y, con su afán de dominio y voluntad de poder – características bien analizadas por Adler – desprecia al prójimo buscándole siempre los defectos, para resaltar así la propia excelencia y superioridad. Respecto de esta soberbia y su causalidad en las enfermedades mentales, afirma Echavarría: «Adler se dio cuenta que este objetivo de superioridad no se encontraba solamente en lo que comúnmente se reconoce como neurosis, sino en otros cuadros que generalmente se separan (o hasta se contraponen a la neurosis) como las perversiones y algunas psicosis, como así también en las personalidades de los alcohólicos, antisociales, delincuentes, etc. La voluntad de poder aparece en la obra de Adler como una patología central, que causa (a modo de fin) toda una serie de conductas y rasgos de carácter de muy diferente tipo (e incluso contrarios entre sí), pero siempre orientados a este mismo objetivo de superioridad» (47).
Estos rasgos neuróticos terminan inevitablemente en el choque con las otras personas, no sólo espantando las amistades, sino también perturbando el orden familiar y social. Por eso Adler considera el carácter neurótico como una patología del sentimiento de comunidad, como un problema que trastorna la relación con los demás (48). Afirma: «La desvalorización del semejante es el fenómeno más común en los enfermos neuróticos» (49). Contrariamente a esta actitud negativa, podemos asegurar con Allers, que la humildad no sólo nos garantiza la salud mental, sino también la vida virtuosa que es fundamento de la amistad.
Para concluir citaré un sermón de San Gregorio Nacianceno recordando su amistad con San Basilio Magno (Padres Capadocios, ambos santos obispos y doctores de la Iglesia del siglo IV). La Iglesia misma considera el modelo de esta amistad, por lo cual ha instituido su fiesta el mismo día (2 de enero). Podemos ver con un testimonio vivo y en unos pocos renglones, las características fundamentales de la amistad que analizamos siguiendo a Santo Tomás de Aquino.
Como si una misma alma sustentase dos cuerpos De los sermones de san Gregorio Nacianceno, obispo
Sermón 43, en alabanza de San Basilio Magno, 15. 16-17. 19-21
Nos habíamos encontrado en Atenas, como la corriente de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y que, de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios. [...]
[Basilio] fue casi el único, entre todos los estudiantes que se encontraban en Atenas, que sobrepasaba el nivel común y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Éste fue el preludio de nuestra amistad; ésta la chispa de nuestra intimidad; así fue como el mutuo amor prendió en nosotros.
Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y, ya para entonces, éramos el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idénticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo.
Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia.
Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Y, si no hay que dar crédito en absoluto a quienes dicen que todo se encuentra en todas las cosas, a nosotros hay que hacernos caso si decimos que cada uno se encontraba en el otro y junto al otro.
Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud; y, a no ser que decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido.
Y, así como otros tienen sobrenombres, o bien recibidos de sus padres, o bien suyos propios, o sea, adquiridos con los esfuerzos y orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este nombre.
Notas
1.SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario de la Ética a Nicómaco, CIAFIC, Buenos Aires, 1983, nº 1538
2. 1574
3. 1575
4. 1576
5. S. Th. II-II q 106 a 1 ad 3
6. Cf. S. Th. II-II q 23 a 1
7. Cf. S. Th. II-II q 23 a 1
8. 1543
9. Cf. S. Th. II-II q 23 a 1 ad 2
10. Cf. S. Th. II-II q 114 a 1 ad 1
11. Cf. S. Th. II-II q 114 a 2 corpus
12. S. Th. II-II q 23 a 1 corpus
13. Cf. S. Th. II-II q 109
14. S. Th. II-II q 109 a 3 ad 1
15. Cf. S. Th. II-II q 111 a 3 ad 2
16. RUDOLF ALLERS, “El amor y el instinto, estudio psicológico”, en ANDEREGGEN-SELIGMANN, La psicología ante la gracia, EDUCA, Buenos Aires 1999, 336.
17. Cf. S. Th. II-II q 112 a 1.
18. S. Th. II-II q 112 a 2 ad 3
19. Ibid
20. Cf. La obra de Alfred Adler y Rudolf Allers. Ver el extenso y profundo estudio de MARTÍN ECHAVARRÍA, “La soberbia y la lujuria como patologías centrales de la psique en A. Adler y Santo Tomás”, en ANDEREGGEN-SELIGMANN, La psicología ante la gracia, EDUCA, Buenos Aires 1999.
21. S. Th. II-II q 112 a 2 . Cita Prov. 28,15
22. Cf. S. Th. II-II q 116
23. S. Th. II-II q 116 a 2 sc
24. 1607
25. Cf. S. Th. II-II q 115
26. Cf. S. Th. II-II q 106
27. Cf. S. Th. II-II q 103
28. Rom. 13,8. Citado en S. Th. II-II q 106 a 6 ad 2
28. Cf. S. Th. II-II q 107
29. Cf. S. Th. II-II q 101
30. Ibid, a 1 corpus
32. 1574 - 1575
33. 1591
34. 1605
35. 1629
36. Cf. S. Th. II-II q 106 a 5 corpus
37. Cf. S. Th. II-II q 106 a 3 ad 5
38. RUDOLF ALLERS, El amor y el instinto, 336.
39. Cf. S. Th. II-II q 161 a 1
40. Cf. S. Th. II-II q 161 a 2 ad 2
41. Cf. S. Th. II-II q 161 a 2 ad 2
42. Cf. S. Th. II-II q 161 a 2 corpus
43. Cf. S. Th. II-II q 161 a 5 ad 2
45. ALFRED ADLER, El carácter neurótico, Barcelona 1994, 8.
46. S. Th. II-II q 161 a 2 ad 5
Cf. S. Th. II-II q 161 a 3 corpus
47. MARTÍN ECHAVARRÍA, “La soberbia y la lujuria como patologías centrales de la psique en A. Adler y Santo Tomás”, en ANDEREGGEN-SELIGMANN, La psicología ante la gracia, 54.
48. Cf. ALFRED ADLER, El carácter neurótico
49. ALFRED ADLER, Práctica y teoría de la psicología del individuo, Buenos Aires 1967, 204.
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