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La Iglesia: un pueblo nuevo, variado y unido
En los momentos de oscuridad está María y su amor de madre hace posible la fidelidad para aguardar la irrupción del Espíritu Santo.


Por: Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate



En el día de Pentecostés -afirma el Papa Francisco- el Espíritu bajó del cielo en forma de lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. De este modo, “la Palabra de Dios describe la acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad”. En otras palabras, “el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal.

Así nació la Iglesia: de los apóstoles que se mantuvieron unidos en torno a la Santísima Virgen María en el cenáculo. Compartían su dolor y sus miedos pero la comunión entre ellos y la fortaleza espiritual que recibían de María mantenían encendida la vacilante llama de la fe, en medio de tanta oscuridad.

Aunque pasemos por grandes dificultades y no vivamos nuestro mejor momento lo fundamental es estar unidos, no romper los vínculos con la familia, con la Iglesia y con Dios. La Iglesia, que conserva la fragancia de Jesús y recuerda las promesas del Señor, hará todo lo posible para que se mantenga encendido el don de la fe; para que recibamos el calor de la fraternidad, cuando seamos golpeados por el desamor; y su poderosa intercesión, así como su abandono en las manos de Dios alcanzarán para todos nosotros el don del Espíritu Santo.

Por eso, el libro de los Hechos de los apóstoles destaca que, el día de Pentecostés, todos estaban reunidos. Había muchos motivos para la dispersión y la capitulación, pues se habían desmoronado sus ilusiones y la hostilidad hacia los discípulos de Jesús aumentaba peligrosamente. Pero la comunidad seguía siendo una referencia, un vínculo de comunión con Jesús y una fuerza de atracción que les ayudó a cargar lo que personalmente no podían soportar y que fue logrando lo que de manera personal no se podía conseguir.

Así irrumpe el Espíritu Santo: cuando estamos unidos; cuando giramos en torno a la comunidad; cuando aguardamos unidos el cumplimiento de las promesas de Jesús; cuando comulgamos con el evangelio del Señor; cuando conservamos la esperanza, a pesar de los pronósticos adversos; cuando nos mantenemos fieles, a pesar del cansancio y del dolor que podamos experimentar.



Y cuando llega el Espíritu todo lo hace nuevo y no deja rastro del hombre viejo. Por eso, en ese ambiente cosmopolita, personas venidas de distintas partes del mundo quedan atónitas y sobrecogidas al escuchar a los apóstoles hablar en su propio idioma las maravillas de Dios.

No dan crédito a lo que ven y escuchan, pues como reflexiona Benedicto XVI: “El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador”.

Por lo tanto, el Espíritu Santo no es una emoción pasajera ni un estado afectivo. El Espíritu Santo es el don del Señor que provoca una trasformación y que nos da un corazón nuevo. No deja, pues, una emoción fugaz, sino un estado permanente de renovación y alegría en la vida de un cristiano.

Sobre los efectos que causa en la vida de los fieles, señala Benedicto XVI: “El Espíritu Santo se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del amor divino”.

Santa Teresita del Niño Jesús relataba de esta forma el día de su confirmación: “¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo... Por fin, llegó el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb”.



Al recibir el Espíritu -reunidos en el cenáculo, constituyendo la Iglesia-, los apóstoles perdieron el miedo y salieron con ímpetu a anunciar el evangelio del Señor. Eso es ahora lo que espera la Iglesia: la fortaleza y la alegría, la inspiración y la sabiduría; que seamos alcanzados por ese hálito de vida, por ese fuego que renueva la faz de la tierra.

Ahora que se abre la mente y el corazón caemos en la cuenta que cuando Jesús aseguraba que no los dejaría huérfanos, se estaba refiriendo, por supuesto, al Espíritu Santo, pero también a la Virgen María. Los apóstoles se reunieron en torno a María que les infundió fortaleza y que sostuvo su esperanza.

En los momentos de oscuridad está María y su amor de madre hace posible la fidelidad para aguardar la irrupción del Espíritu Santo. Como reflexiona el papa Francisco:

«“No los dejaré huérfanos”. Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz».

Que la Iglesia nos siga acogiendo y que la ternura maternal de la Santísima Virgen María nos congregue en torno suyo, para que acurrucados a su regazo aguardemos expectantes el acontecimiento de Pentecostés.







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