Ruega por nosotros, pecadores
Por: Remedios Falaguera | Fuente: Catholic.net
“Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del Señor, de decirle cosas buenas de mí”. (Oración de la Santa Misa de la festividad de María Mediadora de todas de todas las gracias)
¡María, la Madre de Dios, es mi Madre! Ella, la Madre por excelencia, me quiere , se preocupa de mis cosas, me disculpa, me regala su sonrisa y sus cuidados, y lo que es más maravilloso, “La maternidad de María con respecto a nosotros no consiste sólo en un vínculo afectivo: por sus méritos y su intercesión, ella contribuye de forma eficaz a nuestro nacimiento espiritual y al desarrollo de la vida de la gracia en nosotros(…)María es nuestra Madre: esta consoladora verdad, que el amor y la fe de la Iglesia nos ofrecen de forma cada vez más clara y profunda, ha sostenido y sostiene la vida espiritual de todos nosotros y nos impulsa , incluso en los momentos de sufrimiento, a la confianza y a la esperanza” (1)
Ella, como la mejor de las madres, nos colma de besos y abrazos, nos alberga en su regazo como hijos pequeños, y nos brinda, sin ostentaciones y sin esperar nada a cambio, su ayuda y su cuidado. En su corazón de Madre cabemos todos, pues “con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora (2)
Nadie como Ella conoce mejor nuestros corazones y sabe comprender nuestras palabras y gestos para presentárselas al Señor con una sonrisa cómplice de la que se sabe Mediadora de todas las gracias. Y ante nuestras vacilaciones, penas e imperfecciones nos susurra al oído: “No pasa nada, ven conmigo. Yo te acompáñame y te enseñaré el camino”.
Y, en los “momentos de cansancio, de desilusión, de amargura por las dificultades de la vida, por las derrotas sufridas, por la falta de ayudas y de modelos, por la soledad que lleva a la desconfianza y a la depresión, por la incertidumbre del futuro”, llena de amor por nosotros nos coge de la mano y “nos ayuda, nos exhorta, nos indica con su espiritualidad dónde están la luz y la fuerza para proseguir el camino de la vida. Siendo todavía joven, el padre Maximiliano Kolbe escribía desde Roma a su madre: «¡Cuántas veces en la vida, pero especialmente en los momentos más importantes, he experimentado la protección especial de la Inmaculada…!” (3)
De hecho, ¿a quién se dirige un niño pequeño cuando quiere que se le perdone por alguna “trastada” que acaba de cometer? No hay ninguna duda. Primero, a su madre, ¡claro! El sabe que ella le quiere con locura. Que a pesar de la regañina justa y necesaria para hacerle mejor persona, mejor hijo de Dios, ella le perdonará, y le ofrecerá su ayuda para corregirse y luchar contra las malas inclinaciones. De hecho, como dice la canción, una madre no se cansa de esperar: “Aunque el hijo se alejara del hogar/una madre siempre espera su regreso/ que el regalo más hermoso que a los hijos da el Señor/ es su Madre y el milagro de su amor...”.
“Por tu inmensa bondad, no abandonas a los que andan extraviados, sino que los llamas para que puedan volver a tu amor: tú diste a la Virgen María, que no conoció el pecado, un corazón misericordioso con los pecadores. Éstos, percibiendo su amor de madre, se refugian en ella implorando tu perdón; al contemplar su espiritual belleza, se esfuerzan por librarse de la fealdad del pecado, y, al meditar sus palabras y ejemplos, se sienten llamados a cumplir los mandatos de tu Hijo”. (4)
Así pues, con la alegría y orgullo de ser hija de Santa María, entono esta entrañable oración:
¡María es mi Madre!
Bajo su manto me amparo, con sus frutos me alimento, con el Pan Eucarístico que me proporciona.
¡Ella es mi Madre!
Me arrojo en sus brazos y Ella me estrecha contra su corazón.
La escucho y su palabra me instruye.
La miro y su belleza me alumbra.
¡Ella es mi Madre!
Si estoy débil me sostiene, la invoco y su bondad me atiende.
Si enfermo me sana, si muerto por el pecado me da la vida de la gracia.
¡Ella es mi Madre!
En la lucha me socorre, en la tentación me auxilia, en la angustia me consuela, en el trabajo me sostiene, en la agonía me acompaña.
¡Ella es mi Madre!
Cuando voy a Jesús, me conduce, cuando llego a sus pies, me presenta.
Cuando le pido favores, me protege.
¡Ella es mi Madre!
Si soy constante en mi súplica, me escucha. Si la visito me atiende.
En la vida me guía al cielo y en la muerte recibiré de sus manos la eterna corona.
¡Ella es mi Madre!
Que buena es María, que dulce y hermosa es!
¡Ella es mi Madre!
Todo eso es María, nuestra Madre. Más aún, María, nos concede más de lo que pedimos, consiguiendo de Su Hijo no solo el perdón y el consuelo que necesitamos, sino la gracia, la reconciliación y la paz. Dice Juan Pablo II en "Redemptoris Mater":"...Sólo en el cielo seremos capaces de abarcar y medir el radio de acción de María en la Historia de la Iglesia, de la Humanidad y de cada uno de nosotros".
Cada vez que rezamos el Avemaría acudimos a Nuestra Señora, Madre de Dios y Madre nuestra, como almas sedientas de ayuda y esperanza, diciendo: “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Por lo tanto, llenos de confianza y cariño filial llámala fuerte, fuerte. Refúgiate en su regazo y pídele su mediación para obtener de Su Hijo el perdón. “Ella es, como la ha llamado la Iglesia, la Omnipotentia supplex, la omnipotencia suplicante. Pues bien, si un buen hijo no se atreve a negar nada de lo que su madre le pide, ¿cómo habría de hacerlo Jesús, que ama con amor infinito a María y siendo Dios lo puede todo? (5)
No estamos solos, María nunca falla porque es madre. Y recuerda: “Antes, solo, no podías... —Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!”(6)
(1) Juan Pablo II, Audiencia general, 25-X-1995
(2) Lumen Gentium, n. 62).
(3) Juan Pablo II. Pensamientos extractados del Libro "Orar".
(4) Prefacio de la Sta. Misa de la Bienaventurada Virgen, Refugio de los pecadores y Madre de la reconciliación
(5) Antonio Fuertes Mendiola, La aventura divina de Maria, pag.227
(6) S. Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 513.
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