La paz, don de Dios y tarea nuestra
Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate

Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).
Durante el régimen del antiguo imperio romano, se sostenía el lema latino: Si vis pacem, para bellum (Si quieres la paz, prepara la guerra), como se proclamaba en sus majestuosos desfiles militares, en los que lucían sus poderosos armamentos, sus estandartes y desde luego la numerosa caballería. Este lema lo presenta el escritor romano Vigencio (del siglo IV), extraído del epítome Rei militaria, que se atribuye al emperador Julio César. De esta manera, los promotores del imperio romano consideraban que estaban en paz, porque nadie se metía con ellos, ya que si lo hacían comenzaban la lucha armada. Sin embargo, la verdadera paz, no se da por la amenaza de guerra, porque cualquier motivo puede abrir un grande conflicto. Por eso Jesús con toda claridad anuncia una paz que él da, distinta a la que ofrece el mundo (cf Jn 14,27). La paz es fruto del amor, no sólo ausencia de guerra.
La paz de Cristo es distinta a la apatheía de los griegos, que es una práctica de relajamiento, semejante a la propuesta de las religiones orientales, que pretenden crear un vacío mental, sin Dios, sin referencia a nadie y a nada. No son malas en sí, pero no suplen la verdadera oración que nos une con Dios.
“La paz es al mismo tiempo un don y una tarea. Si bien es verdad que la paz entre los individuos y los pueblos –la capacidad de convivir unos con otros, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad– supone un compromiso permanente, también es verdad, y lo es más aún, que la paz es un don de Dios. En efecto, la paz es una característica del obrar divino, que se manifiesta tanto en la creación de un universo ordenado y armonioso como en la redención de la humanidad, que necesita ser rescatada del desorden del pecado. Creación y redención muestran, pues, la clave de lectura que introduce a la comprensión del sentido de nuestra existencia sobre la tierra” (BENEDICTO XVI, La persona humana, corazón de la paz, Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1 enero 2007). Dios trabaja por la paz del mundo. Dice el profeta: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva y proclama la salvación, que dice a Sión: ‘Ya reina tu Dios!’ ” (Is 52,7). Así cada discípulo de Cristo, en su valiosa labor profética, ha de procurar vivir en paz con Dios y con sus hermanos, y ser sembrador de unidad y de paz.
La séptima bienaventuranza dice: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”. Junto con la de los misericordiosos, ésta es la única bienaventuranza que no dice propiamente cómo hay que ‘ser’ (pobres, afligidos, mansos o puros de corazón), sino más bien qué se debe ‘hacer’.
El término griego (eirenopoioi) significa aquellos que trabajan por la paz, que “hacen la paz”, artesanos de la paz. Hacer la paz significa no sólo reconciliarse con los propios enemigos, sino también ayudar a los enemigos a reconciliarse entre sí. ‘Trabajar’ por la paz no es, por tanto, un sinónimo de pacíficos, esto es, de personas tranquilas y calmadas que evitan lo más posible los choques o conflictos (éstos son proclamados bienaventurados en la 2ª bienaventuranza, la de los mansos); no es tampoco sinónimo de pacifistas, si por ello se entiende aquellos que, por estar a favor de la paz del mundo, se colocan en contra de la guerra. El término más justo es pacificadores. Todo seguidor de Jesús debe amar la paz y trabajar por ella en su comunidad.
En boca de Cristo, la bienaventuranza de los que trabajan por la paz es una aplicación del mandamiento nuevo de la caridad fraterna; es una forma muy práctica y directa en la que se expresa el amor al prójimo. “Este es mi mandamiento: Que se amen los unos a los otros como yo les he amado” (Jn 15,12). El Papa Francisco nos exhorta atinadamente, diciendo: Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad (Gaudéte et exultáte, 89).