San Enrique
No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma
Por: Mons. Enrique Díaz | Fuente: Catholic.net
Las dos lecturas de este día nos invitan a tener una gran confianza en el Señor. Primeramente, Isaías habiendo contemplado la gloria del Señor se siente indigno no ya de llevar un mensaje, sino aún de vivir.
¿Cómo contemplar al Señor y continuar viviendo? ¿Cómo experimentar su gloria y seguir en medio de los mortales? Isaías se siente pequeño, pequeñísimo. Impuro e indigno para estar frente al Señor. Pero el ángel del Señor toca sus labios y purifica todo su ser. Por eso es invitado, y yo diría hasta exigido, a aceptar una misión, y exclama humildemente: “Aquí estoy, Señor, envíame”. Nadie es digno de hablar en nombre del Señor, nadie es lo suficientemente bueno para proclamar palabras en su nombre; nadie es lo suficientemente sabio para asumir situaciones en las que lo representa.
Sin embargo, toda persona tiene esa misión: ser rostro de Dios y continuar su misma tarea. Papá, mamá, tienen esa grandísima misión de ser rostro del Padre creador, educadores en el amor, formadores de conciencia ¿quién se siente preparado? Así cada misión y cada vocación es una verdadera responsabilidad frente a la que nos sentimos impotentes y superados. Pero si miramos más lejos, nos daremos cuenta de que la tarea no es nuestra, que solamente somos servidores y que el dueño y señor está a nuestro lado y es quien realiza la misión.
Así también Jesús transmite paz a sus discípulos y les anima para que no se atemoricen frente a los problemas y dificultades que enfrentarán en nombre del evangelio y a causa de la justicia. No promete aplausos y reconocimientos; anuncia agresiones y condenas… porque así le ha sucedido al señor de la casa. Invita a la confianza y a un entusiasmo grande para anunciar el evangelio a los cuatro vientos. Que nada quede oculto, que todos vean la luz. Las imágenes de un cabello que no cae sin la voluntad de Dios, o de los pajarillos que gozan de su cuidado, no tienen la finalidad de hacernos caer en un falso providencialismo, sino más bien en una seguridad y confianza grandes en quien sabemos que nos ama. El verdadero cristiano no puede vivir en la angustia y en el temor, sus sentimientos serán siempre la esperanza, la alegría y el sano optimismo. Dios está con nosotros, nos cuida con cariño y estamos en sus manos. ¿Habrá algo más poderoso que el amor de Dios? Entonces a nada debemos temer.