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La -Vocación de san Mateo- Caravaggio
De un Miguel Ángel a otro


Por: Giorgio Alessandrini | Fuente: L´Osservatore Romano



En la poética de Miguel Ángel Merisi, Caravaggio, la búsqueda de los efectos de luces y de sombras, más que un virtuosismo pictórico es un medio para transmitir mensajes simbólicos.

En la "Vocación de san Mateo" de la capilla Contarelli de la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma el pintor traduce en imágenes un tema del evangelista Juan: Cristo, el Verbo encarnado, luz del mundo, se expone a la aceptación o al rechazo de los hombres, la aceptación de quien en la fe se le entrega, el rechazo de quien prefiere las tinieblas a la luz. Dice el prólogo del cuarto Evangelio: "La luz verdadera que ilumina a todo hombre vino a este mundo. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (1, 9-12).

En el cuadro, la contraposición resulta de la actitud de los personajes retratados bajo el rayo que corta netamente la oscuridad del ambiente. La oscura bodega del publicano Mateo es el lugar consagrado al culto del "Mamón de iniquidad". Este nombre, evocador del dios de la riqueza en el panteón de los antiguos fenicios, designa en el Evangelio la idolatría del dinero. Jesús hace uso de él cuando amonesta: "No podéis servir a dos señores, Dios y Mamón" (Mt 6,24). La mesa funge de altar de un culto que recoge una pequeña asamblea de "devotos" dedicados al conteo de las monedas. Al centro está Mateo que parece oficiar la peculiar liturgia de la que se ha hecho ministro.

La irrupción de Jesús acompañado de Pedro provoca reacciones diferentes. Las dos figuras a la izquierda están tan absorbidas en la operación de conteo que no hacen el más mínimo caso a la entrada y mucho menos a la invitación de Cristo a Mateo. Al contrario, la luz improvisa no hace sino agudizar la atención a las monedas revisadas incluso con un par de lentes.

Sobre la misma mesa, frente al "oficiante" Mateo está en clara evidencia el libro de las escrituras donde la pluma del publicano anota con diligencia los movimientos de ida y venida de aquel "señor" hasta ese momento patrón de su vida y de sus pensamientos y proyectos. Bien distintas serán en un tiempo por venir - pero que ya se anuncia con el visitante que se muestra en la puerta - las escrituras que Leví Mateo entregará con su Evangelio para memoria del pueblo de Dios y de todo hombre de fe.

Junto al libro la bolsa de las monedas hace referencia por contraste a las prescripciones de Cristo: "No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas" (10,9). No es extraña a la "liturgia" en curso la presencia de hombres armados; también la espada del que está sentado de espaldas parecería una pieza que hace parte del ritual. No por nada Francisco de Asís hará a su tiempo notar al obispo Guido: "Si poseyéramos bienes deberíamos proveernos de armas para poder defenderlos". De modo diferente a los dos primeros personajes, Mateo y el joven armado se dejan sacudir por la interrupción de los dos nuevos que llegan; lo dice el movimiento de los ojos, de los rostros y la torsión de los cuerpos. Las manos del publicano señalan un evidente contraste. La derecha está rígida sobre la mesa y sobre las monedas, mientras que la izquierda se la lleva vivazmente sobre el pecho. La cara interroga el rostro de Cristo como para preguntar: "¿Has venido por mí? ¿Precisamente aquí donde no se hace más que negociar y tratar dinero?" La mano extendida de Cristo y la de Pedro no dejan espacio a dudas: "Tus asuntos y tu dinero son para ti una prisión, viene a ti el Reino de Dios, se hace presente conmigo a la puerta de tu vida y te llama".

El resto, referente al estilo de vida ligado a la nueva aventura, lo dice la vestimenta humilde y básica de los dos apenas llegados, en contraste evidente con los ricos vestidos de los presentes, buscados en el modo de vestir según el gusto contemporáneo del pintor. El trazo anacrónico remite a la perenne actualidad de un dilema, que no cambia con el tiempo o con un cambio de vestimenta, entre el culto de Dios y la idolatría del dinero.

Observando la escena con mayor atención se nota un detalle que se debe indagar ulteriormente: la mano de Jesús, en el gesto y en la posición de los dedos copia con sorprendente exactitud el gesto estampado en la bóveda cubierta de frescos de la Sixtina, donde otro Miguel Ángel había retratado la creación del hombre.

La mano de Adán de la Sixtina que por el toque del dedo de Dios despierta a la vida, la encontramos en el cuadro de San Luis de los Franceses, y es la de Jesús que, según la teología de san Pablo, es el nuevo Adán venido a infundir en el hombre la vida divina según el Espíritu.

La mano tendida hacia el pecador Mateo por parte del Hijo del Hombre en quien es plena la gracia divina, viene a colmar la distancia entre Dios y el hombre, el abismo excavado por el pecado de nuestro común progenitor, en perjuicio propio y de su descendencia. Será a través de la mano del Hijo, nuevo Adán, que el Padre podrá generar para sí otros hijos según el Espíritu, fortalecidos por el poder invencible que los sujeta a la esclavitud de la muerte. Con él y por él podrá tener inicio un nuevo éxodo de liberación hacia la vida. Es precisamente en vistas a ese nuevo éxodo que al publicano Mateo se le pide dejar todo para tener parte entre los doce que seguirán al Señor más de cerca.

El detalle de la mano pone por lo demás una pregunta relativa al fresco de la Sixtina: ¿por qué Miguel Ángel al interpretar el relato del Génesis ha tomado distancia de la imagen bíblica (Gn 2,7): "Dios insufló en sus narices [del hombre] aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente"? ¿Es sólo por una opción formal que el pintor ha evitado retratar al Creador en el acto estéticamente menos agradable de soplar sobre el rostro de Adán y ha preferido el movimiento armonioso de las dos manos extendidas? La respuesta se encuentra en el himno muy conocido de la liturgia romana, el "Veni Creator" que designa al Espíritu Santo con el título de "digitus paternae dexterae", dedo de la diestra del Padre. En los versos siguientes encontramos luego invocaciones que son del todo en concordancia con el tema de la vida divina infusa en el hombre: ¡Accende lumen sensibus, infunde amorem cordibus"!, enciende de luz los sentidos, infunde el amor en los corazones.

El fulgor de la luz y las resonancias interiores obra del Espíritu, son aún más claramente figuradas que el rayo que irrumpe en el lugar, simultáneamente al ingreso de Jesús y de Pedro, y que da vida al contraste de colores, de sombras y de expresiones, en las figuras y en los rostros de la pequeña corte reunida.

Es precisamente con el ingreso de Cristo que la oscura habitación se ilumina. De hecho, de la ventana ninguna débil luz trasluce para vencer la sombra que se impone. En cambio, en esa habitación de ventana oscurecida, sobre la mano de Jesús extendida hacia delante, se perfila una cruz desnuda de toda apariencia gloriosa, pero colocada en posición eminente respecto a la escena, con un más que probable significado simbólico.

Una última observación se refiere a un hecho fuera de lo normal en la iconografía clásica: la figura de Cristo está colocada en segundo plano mientras en primer plano, retratada de espaldas, está la figura de Pedro. Si el primero de los apóstoles - que con la mano imita a su modo, casi con timidez, el gesto de Cristo - es en la intención la figura simbólica de la Iglesia, el pintor nos está poniendo de frente a una indicación precisa: la invitación a seguir a Cristo pasa por una Iglesia que une grandezas y miserias, fe vigorosa y también renegada.

La obediencia por parte de una fe madura comporta frecuentemente la aceptación del límite histórico que siempre condiciona a la Iglesia en camino y que es necesario poder trascender. Es precisamente pasando y sufriendo las muchas contradicciones advertidas que frecuentemente a la gente de fe se le pide buscar el encuentro con Cristo, hasta volver a encontrar la nobleza de su rostro y la autoridad del gesto con el que nos llama a seguirlo.
 







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