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Dignidad humana, valores y criterio

Autocrítica humana (1)

Domingo 25 de mayo de 2003.


Hola, amigos:

Mientras más autocrítica humana tengamos, más fácilmente podremos defender el sentido de la humana existencia.


Breve preartículo


En mi artículo de hace dos semanas, el del 11 de mayo, titulado “Antropocentrismo cristiano bien entendido” incluí la siguiente cita del Papa:

    La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya “suerte”, es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo... Este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión: él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, camino que inmutablemente pasa a través del misterio de la Encarnación y de la Redención.

    Redemptor hominis, n. 14.

Luego vino el resto de mi artículo, que fue el noveno de una serie subtitulada “Autocrítica católica”. Pues bien, ese artículo, que habla de la necesidad de ser fieles al deseo de Cristo de salvar al hombre ―de que el hombre sea el camino de la Iglesia o de centrar la actividad salvífica de la Iglesia en el hombre― nos pone en bandeja de plata la conveniencia de iniciar otra serie de artículos, que se subtitule “Autocrítica humana”. Y éste es el primer artículo de esa nueva serie. En efecto, si hay lugar para una autocrítica católica, con igual o mayor razón hay lugar para una autocrítica humana.

Tal vez el principal tema de la autocrítica humana se refiera a la actitud del hombre de no querer ser lo que en realidad es, de ser infiel a su propio ser. Algunas veces parece que quiere ser ángel, y otras parece que quiere ser sólo animal. La realidad es que el hombre es un animal racional, es decir, un espíritu encarnado, espíritu y materia, alma y cuerpo. Cuando el hombre adopta actitudes inadecuadas, inauténticas o incoherentes con su verdadero ser, suele también tratar de ubicarse en lugares, tiempos y circunstancias que no le corresponden.

Por ejemplo, el púber a veces trata de comportarse como adulto, y a veces vuelve a comportarse como niño. Este tipo de fallas no es exclusivo del púber, sino que suele presentarse en los seres humanos de todas las edades y condiciones, sean varones o mujeres. La finalidad de la autocrítica humana es revisar y analizar todo eso.


Cuerpo del artículo

En el fondo de toda infidelidad del hombre a su propio ser suele estar una falla de conocimiento o una falla de voluntad, o ambas. El hombre puede no conocerse bien a sí mismo, o puede no aceptarse bien a sí mismo, o ambas cosas. De ahí el aforismo griego: Conócete a ti mismo. Y nosotros podemos añadir el otro aforismo: Acéptate a ti mismo. El desconocimiento de sí mismo puede dar lugar a la no aceptación propia; y ésta acaba por ser origen de la rebeldía.

La más profunda molestia y rebeldía que puede darse en el hombre es la de no aceptarse como creatura, es decir, como absolutamente dependiente de otro ser, Dios, quien le dio la existencia y su peculiar modo de ser, y de quien depende su vida y su felicidad. Y un aspecto importante de su modo de ser es el de persona libre y digna, sujeta a moralidad. Esto significa que Dios le indica al hombre lo que libremente debe hacer y dejar de hacer, y que el hombre debe libremente obedecerlo. Y Dios se lo indica de manera natural, “grabándoselo en su corazón”, y también revelándoselo en lenguaje humano.

Otra cosa que puede molestar profundamente al hombre, y provocarle gran rebeldía, es el no poder cambiar su modo de ser: no poder dejar de ser hombre, ni persona, ni libre, ni sujeto de moralidad, ni poder cambiar su auténtico destino ni el verdadero constitutivo de su felicidad. Si quiere ser feliz tiene obedecer, libremente, lo que Dios le pide; de otra forma, tarde o temprano le sobreviene la desdicha.

El hombre, por tanto, debe conocerse bien, y aceptarse bien, y obrar en consecuencia. Las posibles faltas a esta triple normatividad ―debe― pueden adoptar innumerables facetas en una infinidad de circunstancias; y a todas ellas debe dirigirse la autocrítica humana. En el presente artículo vamos a tratar algunos temas fundamentales.


La dignidad humana

El hombre no es digno por ser hombre; es digno por ser persona. Y aunque sea ya un tópico, vuelvo a decir que hoy se habla mucho de la dignidad de la persona humana; y una vez más digo que también son dignas las personas angélicas y las divinas; y también lo serán las personas extraterrestres, si existen, lo cual es ignorado por mí. Aunque la dignidad sea propia de las personas, no voy a hablar aquí de la persona, sino de la dignidad. Tan sólo diré que la persona es un ser inteligente, debido a su espiritualidad. No me refiero, pues, a lo que algunos entienden por inteligencia animal, como la “inteligencia” de los delfines, de los loros, etcétera.

En un primer intento, podemos decir que la dignidad es la conciencia de la propia valía. Y así como el concepto de ser es mejor captado al oponerlo al concepto de nada, o como el concepto de bien es mejor captado al oponerlo al concepto de mal, así también la dignidad es mejor entendida al oponerla a la indignación. Si a un perro hambriento le arrojamos un trozo de carne al suelo, mueve la cola, va y se lo come. En cambio, si a un limosnero hambriento le arrojamos al suelo el trozo de carne, ni va ni se lo come, sino que nos insulta, debido a la indignación.

¿Por qué surge la indignación en el limosnero, y no en el perro? Porque el limosnero, que es un hombre, una persona humana, debido a su inteligencia tiene conciencia de su propia valía; no así el perro, ni el delfín, ni el loro, etcétera. Y al hablar de valía me refiero a los valores. Tener conciencia de la propia valía es tener conciencia de los valores que porto, de los valores que llevo en mí, como el ser o el bien, por poner un par de ejemplos. Consideremos el valor ser. Se trata de un valor que tiene grados: la piedra es, el roble es, el caballo es, el hombre es, el ángel es y Dios Es.

Cuando ese valor ser llega a la riqueza del nivel espiritual, empieza a haber inteligencia y, por tanto, a haber conciencia de la propia valía; a ese nivel de la perfección del ser... ¡hay ya dignidad! Hasta aquí llega ese primer intento de lograr una noción de dignidad, como conciencia de la propia valía.

En un segundo intento, más acabado y definitivo, diremos que la dignidad es la capacidad de tomar conciencia de la propia valía. Lo digno no es la toma de conciencia, sino el sujeto inteligente ―persona― que es capaz de esa toma de conciencia, aunque no la haya tomado todavía.

Para mejor entender lo anterior, consideremos el ejemplo de Newton. Supongamos que unos días antes de descubrir sus famosas leyes, secuestramos a Newton de por vida, sin que nunca tuviera oportunidad de descubrirlas, y que nadie vuelve a saber de él. ¿Sería por eso Newton menos valioso? ¿Qué es lo valioso en Newton, la inteligencia que le permitiría descubrir las leyes ―inteligencia que tenía desde antes― o el hecho mismo de haberlas descubierto? ¿Es la inteligencia causa del descubrimiento o el descubrimiento causa de la inteligencia? Obviamente, la inteligencia es causa del descubrimiento, y por eso la inteligencia es lo valioso, aunque no haya descubierto aun.

La inteligencia, que es la capacidad de tomar conciencia de la propia valía, es la que hace digna a la persona, aunque no esté tomando conciencia de su propia valía en este momento, y aunque nunca la haya tomado todavía. Por eso la persona humana es digna incluso mientras duerme, o cuando está anestesiada, e incluso cuando está en forma de feto; y más aun, desde el instante mismo de su concepción. Bien, pero recordemos que hemos hablado de valía en referencia a los valores. ¿Y qué son los valores?


Los valores

Los valores pueden entenderse en sentido amplio o en sentido estricto. En sentido amplio son variadas realidades apreciables; y en este sentido, de hecho, diversos pensadores han elaborado su propias escalas de valores, con mayor o menor número de ellos, usualmente colocando los materiales y económicos en la parte baja de la escala, y los morales y religiosos en la parte alta.

En sentido estricto los valores son realidades que se justifican por sí mismas. Repetiré el ejemplo que tanto me gusta, por didáctico. Consideremos un testimonio cualquiera. ¿Lo aceptaremos, o no?, o ¿a condición de qué lo aceptaremos? Lo aceptaremos a condición de que sea verdadero. Por tanto, es la verdad lo que justifica al testimonio; éste no se justifica por sí mismo: el testimonio no es un valor. Consideremos ahora a la verdad misma. ¿A condición de qué la aceptaremos? Después de pensarlo un poco, caemos en la cuenta de que a la verdad hay que aceptarla sin condiciones, porque se justifica por sí misma: la verdad es un valor. Además, la verdad no tiene extremo malo, y Dios puede definirse como la Verdad.

Hay otros valores o realidades que se justifican por sí mismas, que no tienen extremo malo y que Dios puede definirse como cada una de ellas, escritas con mayúscula; con lo cual se quiere significar que esa realidad está considerada en su máxima expresión. Así, Dios es la Verdad, con mayúscula, o sea en su máxima expresión. No voy aquí a explicar ni a ejemplificar cada uno de los valores. Simplemente diré que son nueve ―tres ternas de tres― y los describiré ayudándome de sus opuestos, o antivalores, para facilitar su comprensión:

  1. El ser, al que se opone la nada.

  2. La verdad, a la que se opone el error.

  3. El bien, al que se opone el mal.



  4. La alteridad, a la que se opone la soledad.

  5. La complementariedad, a la que se opone la contraposición.

  6. La fecundidad, a la que se opone la esterilidad.



  7. El orden, al que se opone el desorden.

  8. La belleza, a la que se opone la fealdad.

  9. La unidad, a la que se opone la ruptura.

En estas tres ternas de valores hay un fuerte vestigio trinitario. Es interesante observar que Dios ha sido entendido como alguno de los valores: el Ser, la Verdad, el Bien, el Orden, la Belleza y la Unidad; y que igualmente puede ser entendido como el gran Otro, el gran Complementario y el gran Fecundo. Es muy claro que el ser, la verdad, el bien, la belleza y la unidad no tienen extremo malo. Mientras más ser, mejor; y lo mismo sucede con la verdad, el bien, la belleza y la unidad. Podría pensarse que el orden puede tener extremo malo; pero tal pensamiento se desvanece al considerar que todo extremo malo del orden es un desorden.

Finalmente, se entiende que la alteridad no tiene extremo malo, ya que mientras más creaturas, mejor. La complementariedad tampoco tiene extremo malo, ni lo tiene la fecundidad. La alteridad es un valor, pues ningún ser está solo. No lo está ninguna creatura, porque siempre tiene a ese gran Otro que es Dios. Y Dios nunca está solo, porque es una Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios existe necesariamente, y también es necesariamente Trino. La alteridad, por tanto, se da por necesidad, no como un simple hecho contingente.

Y la complementariedad también es necesaria entre Padre e Hijo, con la necesaria fecundidad en el Espíritu Santo. Y también, una vez que Dios crea, se da una necesaria complementariedad entre Creador y creaturas, lo mismo que una peculiar fecundidad. La complementariedad y la fecundidad entre Creador y creaturas es menos aparente, mas no por eso menos real.


Sapienciales juicios valorativos y pragmáticos juicios mundanos

En nuestro pragmático mundo consumista y egoísta llama la atención cómo se discute, por ejemplo, si habrá casos en que la mentira sea lícita; y algunos alegan que la mentira es lícita cuando es mentira blanca, o piadosa, o de algún otro tipo peculiar. En cambio, al nivel sapiencial de los juicios valorativos es clarísimo que ninguna mentira es lícita, por el simple hecho de ir contra el valor verdad. No hay nada más qué averiguar ni discutir: ¡caso cerrado!

La falta de criterio surge cuando el conocimiento humano no está iluminado por la verdadera Pedagogía, que a su vez debe estar iluminada por la verdadera Filosofía, que a su vez debe estar iluminada por la verdadera Teología, sobrenatural y revelada.

Es lamentable cómo en nuestro pragmático mundo consumista y egoísta se discute tanto sobre el control de la natalidad, cuando al nivel sapiencial de los juicios valorativos es clarísimo que ningún control natal artificial es lícito, por el sencillo hecho de ir contra el valor fecundidad. Y el control natal también va contra el valor alteridad, porque impide la creación divina de ese otro nuevo ser que es el alma humana del hijo, que habría de ser creada en el seno de la mujer-madre. La mujer tiene, por vocación y naturaleza, la altísima distinción, como madre, de ser anfitriona del acto creador de Dios.

El control de la natalidad viola el derecho divino de crear. Es verdaderamente increíble que la mujer renuncie a esa valiosísima y altísima distinción a cambio de “checar tarjeta” en alguna empresa, laboralmente, para así poder sentirse socialmente valiosa. El hombre nunca será anfitrión del acto creador de Dios; ésa es una distinción exclusiva de la mujer. Se trata del resultado de un feminismo mal entendido, sin criterios, sin sapienciales juicios valorativos. Hay, desde luego, un feminismo bien entendido. Lo malo no está en que la mujer trabaje, sino en que renuncie a ser madre, o que lo haga en gran medida.

Las lamentables leyes que permiten el divorcio, y los divorcios mismos, al igual que las separaciones conyugales y las anulaciones religiosas hechas “al vapor”, de cuya licitud tanto se discute un nuestro pragmático mundo consumista y egoísta, son clarísimamente ilícitas a la luz de los sapienciales juicios valorativos, por el simple hecho de ir contra el valor complementariedad. Y lo mismo sucede con las guerras y con la moderna competitividad.

Falta criterio en nuestro mundo porque falta el saber sapiencial del ser mismo del hombre, de su naturaleza, de su destino, etcétera. Estamos embobados con la tecnología y con los medios de comunicación, que casi siempre nos inundan de imágenes y sonidos sin dejarnos tiempo para pensar, para ponderar las cosas en nuestro corazón. Ya ni siquiera hace falta reírnos en los programas cómicos, porque la televisión misma suple nuestras risas. Padecemos un “embrutecimiento” televisivo: los hombres por exceso de competencias deportivas, las mujeres por exceso de telenovelas y los niños por exceso de caricaturas.

Todo eso requiere autocrítica humana, y a todo eso, en sus diferentes facetas y aspectos, ponderando lo positivo y lo negativo, se irán poco a poco dedicando los siguientes artículos de esta serie que ahora comienza.



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