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Autor: | Editorial:



Introducción, La ilustración antropológica de la moral sexual católica
INTRODUCCIÓN

LA ILUSTRACIÓN ANTROPOLÓGICA DE
LA MORAL SEXUAL CATÓLICA



«Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pidiere» (1 Pet 3, 15)

Desde el comienzo de la década de los ochenta, la sexualidad se ha convertido en un tema cultural de interés prioritario en los países de raíces cristianas. La secularización de Occidente, manifiesta de modo particularmente expresivo en su desmoralización sexual, ha conducido, de la euforia libertina de los años setenta, que encontró sus expresiones en el ámbito teológico moral, a un pesimismo individual y a una alarma social verdaderamente preocupantes.
En mayor o menor medida, las ideologías y bastantes posturas pseudo-religiosas habían propuesto el erotismo como una alternativa del amor conyugal, válida para la realización sexual. Y, al escamotear el compromiso excluyente y permanente de la auténtica donación sexual humana, provocaron una desmoralización social generalizada. Pues, en lo que aquella oferta tenía de inmoral, se encerraba también una renuncia a pretender alcanzar esa integración personalista de los impulsos sexuales que permite una realización sexual gratificante y duradera. Y así, ese conformismo inicial ante unas ofertas de sexualidad light -vulgar y pobretona, degradante y neurotizante, epidérmica y vacía, arbitraria y pasajera-, condujo enseguida a una frustración socialmente muy generalizada.
La actual ansiedad patológica de sexualidad verdaderamente gratificante da buena muestra de ello y manifiesta el fracaso del modelo libertino de la sexualidad humana3. No es frecuente acordarse de la salud más que cuando se está enfermo; ni pensar en la felicidad, sino cuando uno se siente infeliz. Por eso el pansexualismo, esa obsesión por lo sexual tan extendida en nuestra cultura, es un buen exponente de la profunda crisis de sus modelos operativos sexuales, y manifiesta la intensidad con que nuestra sociedad demanda unos criterios sólidos que permitan afrontar una relación sexual que funcione establemente y que resulte satisfactoria.
Además, las repercusiones sociales del consiguiente derrumbamiento de ese pilar fundamental de cualquier sistema de seguridad social, que es la familia, han acabado haciendo sonar la alarma en las estructuras estatales occidentales (cf FM). Sus efectos inquietantes están obligando a replantearse los parámetros que habían inspirado el actual estado de cosas y a caer en la cuenta de la trascendencia social del ejercicio de la sexualidad. Pues, como decía Chesterton, el sexo es como la puerta de «cientos de aspectos que no son de ninguna manera sexuales» (cit. por `Atlántida´ 4, 1993, p. 129); y, si esa puerta se cierra, las consecuencias no tardan en aparecer.
En los capítulos siguientes se intentará responder a esas inquietudes presentando los principios fundamentales que parece preciso tener en cuenta para remediar la actual situación. Pero antes, con el objeto de poner de relieve más claramente la importancia de disponer de esos principios, parece conveniente mostrar que ha sido precisamente una generalizada falta de formación ético-antropológica en materia sexual el factor cultural que posiblemente más haya favorecido el actual deterioro moral de nuestra civilización. Veámoslo examinando -aunque, por la limitación de espacio, sólo sea de manera muy sintética- las repercusiones que esa deficiencia cultural ha ido provocando con ocasión de las principales transformaciones sociales que se han producido en Occidente en los últimos siglos.


1. GÉNESIS DE LA PROBLEMATIZACIÓN DEL SEXO EN LA CULTURA OCCIDENTAL

Se podría afirmar que, durante siglos, la civilización occidental contó con una ritualización de la sexualidad que le permitía un funcionamiento relativamente sereno y pacífico. Como consecuencia de la incidencia cultural que el espíritu cristiano venía teniendo en la sabiduría secular, existían unas directrices prácticas basadas en unas normas morales, comúnmente aceptadas. Se tenían claras unas pautas de acción sexual: cómo emprender y llevar un noviazgo y un matrimonio, y cómo repartirse las cargas familiares y organizar la convivencia social atendiendo a las diferencias sexuales, etc. Sin embargo, aún no habían sido suficientemente racionalizados los elementos de juicio -los criterios de valoración ética- de los que se derivaban aquellas directrices. Es decir, no estaban tan claros los principios antropológicos en que se funda la normativa sexual; esos porqués naturales que muestran el carácter universal y permanente de aquellas normas sexuales.
La existencia de una ley natural en materia sexual era más una creencia religiosa -es decir, una cuestión confesional- que una convicción ético-antropológica, tal vez porque el espíritu cristiano aún no había conseguido eliminar todos los resabios de la ancestral visión maniquea del sexo4; y, con ello, la reflexión ético-antropológica acerca de las normas morales contenidas en la Revelación, se encontraba todavía poco desarrollada5.


a) DEFICIENCIAS ÉTICO-ANTROPOLÓGICAS DE LA MORAL SEXUAL DE OCCIDENTE

Esta carencia conceptual, de índole ético-antropológica, acerca de la sexualidad, constituía una grave deficiencia en el proceso de implantación cultural de la moral sexual revelada. Pues la falta de comprensión profunda de las leyes impresas por el Creador en la naturaleza del sexo, impedía contar con la fuerza motivadora de la racionalidad a la hora de practicar la normativa aceptada por motivos religiosos. La acción transformadora del Espíritu perdía así un apoyo natural importante: el de entender que la rectitud sexual no sólo es una exigencia moral-religiosa, ni sólo un requerimiento civil necesario para la integración social de la persona; sino que es también un valor sexual que merece la pena por sí mismo, algo imprescindible para que la propia conducta sexual resulte satisfactoria6.
Además, que quedara restringida al orden religioso la fundamentación de la normativa sexual socialmente aceptada, tenía también el inconveniente de inducir a descargar sobre las autoridades eclesiásticas la responsabilidad de intervenir en la educación sexual de los individuos. No es que se hubiera llegado aún a considerar la moral sexual como un asunto privado, puesto que lo que constituía su principal fundamento social -la religión- todavía mantenía un estatuto público. Pero, al faltar la necesaria preparación intelectual ético-antropológica, ni los padres eran capaces de transmitir los preceptos sexuales con una suficiente fundamentación racional natural, ni los educadores y gobernantes contaban con la preparación racional que les permitiera ayudar a los padres en el cumplimiento de este derecho-deber suyo inalienable (cf SH, 1, 23-24, 41-44, 47, 113-120, 129-134, 145); con lo que se hacía grande la tentación de inhibirse en el plano instructivo de la educación sexual, y de transferir esta responsabilidad a las autoridades religiosas (cf SH, 47).
A las instancias seculares de la sociedad les quedaba la posibilidad de intervenir en el aspecto coercitivo de la promoción de los valores sexuales, tratando de intimar su cumplimiento. Pero esta función, al consistir en corregir desviaciones más que en potenciar las virtualidades de la sexualidad, estaba teñida de un tono más bien negativo que, lamentablemente, tampoco podía subsanarse con las oscuras ilustraciones de una teología moral todavía insuficientemente desarrollada en el plano ético-antropológico.
La doctrina moral aproximaba a la comprensión del sentido positivo de la sexualidad sólo implícitamente. No lo mostraba de manera clara porque se centraba sobre todo en la exposición de las prohibiciones reveladas, y éstas sólo indirectamente delimitan el significado nupcial del cuerpo humano (cf EV, 75). Por eso, mientras no se explicitaran los distintos perfiles de la inclinación amorosa del cuerpo, resultaba inevitable una cierta visión negativa de la ascesis sexual (cf VS, 90,92,95-96; CF, 11 y 19).
Además, como las directrices prácticas contienen un ámbito de aplicación más restringido que los principios de los que se derivan, mientras éstos no se mostraran con nitidez resultaba más difícil que las personas dispusieran de la orientación moral adecuada para aquellos supuestos menos inmediatamente relacionados con las normas ya conocidas. Y por ello, no podía esperarse que los individuos se manejaran con soltura moral en los momentos de su biografía sexual en que carecieran de experiencia suficiente; con lo que quedaban fácilmente expuestos al fracaso matrimonial.
Ante la falta de otros remedios, se hacía necesario compensar de forma proteccionista esa insuficiente formación sexual de los particulares para evitar a la sociedad el previsible deterioro de lo que constituye su cimiento más primario: la familia. Pero esa intervención social redundaba en perjuicio de la actitud personal que deben adoptar los esposos en el matrimonio. Pues, por una parte, constituía un intervencionismo que ocasionaba que la civilización occidental no acabara de superar aquella excesiva institucionalización tribal del matrimonio, propia del paganismo7. Y por otro lado, inducía a sobrevalorar la finalidad procreativo-educativa del matrimonio (más inmediatamente relacionada con la supervivencia del género), en detrimento de su finalidad conyugal. Con lo cual además venía a oscurecerse la indisociable vinculación y la recíproca dependencia de ambos fines.


b) ACEPTACIÓN DE LA ÉTICA RACIONALISTA EN OCCIDENTE

Estos inconvenientes, aunque dificultaran una consideración positiva de la ascesis sexual y que los individuos adoptaran una actitud adulta y madura en el ejercicio de la sexualidad, no convertían el sexo en un asunto socialmente problemático, pues estaban amortiguados en el orden pragmático por la aceptación generalizada de una normativa que, por ser de origen divino, resultaba socialmente funcional. Mientras perdurara la unidad religiosa de Occidente, estaba garantizado un aceptable equilibrio social en materia sexual.
Pero en la medida en que el Occidente cristiano vió resquebrajarse su unidad religiosa, las deficiencias que encerraba el insuficiente desarrollo racional de la doctrina moral vigente hasta entonces, convirtieron el sexo en un serio problema social. Primero, en los ambientes afectados por la Reforma protestante. Y desde el siglo XIX, en que las migraciones provocadas por la revolución industrial derribaron las anteriores barreras culturales, también entre los católicos (cf VS, 46).
La convicción social de la existencia de una ley natural en materia sexual, esto es, del carácter universal y permanente de las respectivas normas morales, había dependido de motivaciones religiosas. No se debía a la comprensión racional de que las leyes morales proceden internamente de la naturaleza humana, puesto que el significado esponsalicio del cuerpo humano no había sido explanado suficientemente8. Por eso, en el momento en que se perdió la unidad religiosa de Occidente, no existieron razones en los países afectados por la Reforma, para mantener la anterior normativa sexual.
Las discrepancias morales de las nuevas corrientes religiosas imposibilitaban seguir postulando socialmente el carácter natural y, por tanto, universal e irreformable de unas normas cuyos aspectos menos inmediatamente evidentes no habían sido suficientemente racionalizados. Derivadamente, las nuevas normativas sexuales debían quedar socialmente relegadas al ámbito religioso o confesional, dependiendo la conducta sexual de las convicciones personales de los particulares. Y como consecuencia, cualquier intento de sancionar socialmente los preceptos morales de algún sistema religioso habría de considerarse inaceptable, algo equivalente a lo que hoy se denomina fundamentalismo religioso.
La pérdida de la unidad religiosa de Occidente no sólo ocasionó que, según se acaba de señalar, una cuestión estrictamente antropológica como la sexualidad, pasara a convertirse, en los países afectados por la Reforma, en un asunto puramente confesional; sino que provocó también otros dos errores sociales importantes, que condujeron a Occidente -primero, en sus ambientes reformistas y, más adelante, entre los católicos- a la aceptación del permisivismo sexual.
Por una parte, la falta de comprensión antropológica del carácter intrínseco y natural de aquellas leyes morales, que tantas veces se experimentan como contrarias a los propios impulsos sexuales, condujo a considerar como represiva9 cualquier pretensión de someter esos impulsos a la anterior normativa, fundada en lo religioso, que comenzó a ser entendida no sólo como extrínseca sino, peor aún, como contraria a la sexualidad.
Por otro lado, la debilidad espiritual a que condujo el resquebrajamiento de la unidad religiosa ocasionó que se oscurecieran las exigencias ético-sociales de la fe; con lo que la sexualidad y la misma religión dejaron de ser entendidas como un asunto de relevancia pública, y fueron relegadas al ámbito privado, siendo despojadas de su derecho a ser reconocidas públicamente en sus aspectos que trascienden al ámbito social10.
El buen sentido y la experiencia de la sociedad, así como la inercia cultural, retardaron la aceptación pública del permisivismo sexual en los ambientes reformistas, ocasionando esa contradicción cultural que es el puritanismo: aceptar aquella corrupción social que no trascienda a la vida pública. Pero en cuanto fue posible contar con una justificación racional del relativismo moral, la modernidad acabaría otorgando carta de ciudadanía al permisivismo.
El racionalismo (vt) habría de ser el sistema filosófico que casaría de manera tristemente fecunda con los postulados teológicos de los reformistas. La separación entre espíritu y materia, y el consiguiente desprecio del ámbito sensorial, propios del racionalismo cartesiano y kantiano (cf CF, 19), se correspondían perfectamente con la justificación luterana del «divorcio entre la fe y la vida diaria» (GS, 43), cuyo pesimismo antropológico -su negación de la libertad moral y, consiguientemente, de la responsabilidad moral- convertía la vida ordinaria en irrelevante desde el punto de vista moral y religioso (cf VS, 65-70). Sólo el espíritu, la actitud interior de la persona, tendrá a partir de ahora trascendencia religiosa. Y, por tanto, la ley del amor será la única norma moral universalmente vinculante, porque sólo ella concierne a la dimensión que queda como personal en el racionalismo: un amor genérico, vago y desencarnado que no comportará ninguna exigencia concreta, sino que él mismo justificará cualquier conducta por el solo hecho de postularse su presencia11.
Para este nuevo gnosticismo, el ámbito de lo corpóreo, que es precisamente en el que se encuentra la sexualidad, empieza a ser considerado como algo espiritualmente impenetrable y, por tanto, insignificante desde el punto de vista personal. El sexo aparece como una dimensión que no depende de la propia libertad y, en consecuencia, como algo marginal a la vida moral-religiosa de la persona. La actuación externa del hombre será entendida como un proceso meramente psicosomático, ajeno a los criterios del acto propiamente humano. La existencia cotidiana deberá atender simplemente a intereses pragmáticos, con el objeto de calibrar su utilidad meramente material o técnica. Lo que la persona haga en este terreno podrá ser acertado o equivocado, pero no bueno o malo moralmente. Es considerado como una dimensión pre-moral de la persona (cf VS, 65-75).
Con estos presupuestos se comprende que las directrices sexuales que aparecen en la Biblia no se entiendan ya como normas morales universalmente vinculantes, sino como modelos operativos acertados, útiles o adecuados a las circunstancias históricas en que fueron escritos los libros sagrados, pero irrelevantes desde el punto de vista moral12. Cada época histórica será conforme al Evangelio con tal de que mantenga la ley `trascendental´ (vt) del amor, y busque, en el orden intramundano, las directrices prácticas más útiles para satisfacer las expectativas vigentes en cada momento: las que maximicen los beneficios y minimicen los perjuicios que puedan seguirse de la conducta de los componentes de la sociedad13.
De este modo, la sexualidad humana quedó desprovista de su condición personal, convertida en una cosa. Es decir, quedó prostituida, en el sentido etimológico del término (de pros-tízemi, que en griego equivale al ob-iectare latino, esto es, objetivar, convertir en objeto o cosa, cosificar). Y, como sólo lo personal es un fin en sí mismo que no debe supeditarse a otros intereses (cf GS, 24), al despojar a la sexualidad de su condición personal, quedó reducida a un objeto que puede manipularse sin ningún reparo moral. Si la sexualidad contiene unas leyes, éstas son de índole meramente biofísica, y puede ser usada del modo que resulte más útil en cada situación14.


c) DEVALUACIÓN DE LA NORMATIVA MORAL ENTRE LOS CATÓLICOS

La renovación tridentina preservó en gran medida a los católicos, durante dos siglos y medio, de la influencia de los mencionados planteamientos reformistas. Pero, al producirse la revolución industrial, los anteriores resortes pastorales se fueron haciendo insuficientes para afrontar los profundos cambios sociales que se derivaron de esa transformación de la anterior estructura socio-económica, eminentemente agraria y artesanal.
Por un lado, las condiciones laborales inhumanas y el desempleo, así como la masificación y despersonalización urbanas, condicionaron negativamente la vida matrimonial y la educación de los hijos, haciendo más difícil la práctica de la moral sexual católica. Y por otro, la cultura sexual de los ambientes católicos carecía de la hondura ético-antropológica necesaria para no dejarse influir por el inevitable intercambio de ideas y costumbres provocado por las migraciones masivas y los nuevos medios de comunicación. Con lo que el relativismo ético encontró un terreno cultural abonado para arraigar paulatinamente sin excesivas dificultades15.
Durante los dos últimos siglos, la jerarquía católica reaccionó ante estos problemas siguiendo una doble dirección. De una parte, promovió una renovación evangélica entre los católicos. Por otra, a través de su magisterio, que no sólo puso de manifiesto los errores racionalistas que subyacían a los planteamientos de algunos teólogos católicos, sino que también realizó un esfuerzo colosal por iluminar las nuevas situaciones desde una mejor comprensión de la ley natural, sobre todo en lo que se refiere a los desórdenes morales que la nueva configuración social, aquejada de secularismo, venía ocasionando en el ámbito económico, laboral y político: problemas todos ellos que, al repercutir en la vida familiar, dificultaban el recto ejercicio de la sexualidad, hasta el extremo de que la moral católica venía resultando a algunos, cada vez más, como un ideal casi inalcanzable16.
La revolución tecnológica de la segunda mitad del siglo XX agravaría esta situación. No sólo por la intensificación de sus efectos despersonalizantes en las nuevas estructuras sociales, que hacían cada vez más difícil la comunión conyugal y la educación de los hijos. Sino también porque las tecnologías descubiertas posibilitaban una manipulación antes inimaginable de la fisiología sexual, permitiendo la separación técnica de los dos aspectos aptitudinalmente indisociables de la sexualidad: el unitivo y el procreativo. Es decir, se hacía posible un sexo sin hijos y un tener hijos sin sexo; con lo que la tentación de solucionar las dificultades que se presentaban para el ejercicio de la sexualidad, con el empleo de las nuevas tecnologías, se hizo demasiado fuerte.
La intensidad con que se desarrolló en los años 60 el debate teológico correspondiente, hizo necesaria la intervención magisterial de la suprema autoridad de la Iglesia, para aclarar la confusión reinante acerca del matrimonio y del celibato que, como se verá en su momento, son los cauces de realización de la masculinidad y feminidad. Un estudio histórico que ignorara la asistencia del Espíritu Santo al magisterio de la Iglesia, encontraría asombroso que, en el contexto cultural de esos años, se hubieran promulgado las encíclicas Humanae vitae y Sacerdotalis caelibatus, e inexplicable el carácter profético de su contenido.
En todo caso, no parece sorprendente, desde el punto de vista cultural, que los dictámenes morales de estas encíclicas encontraran tanta resistencia y provocaran un disenso doctrinal tan organizado, en un ambiente intelectual que carecía de la profundidad ético-antropológica necesaria para afrontar sin complejos un diálogo sereno con ese mundo cultural de tinte racionalista, que venía avasallando con sus logros científico-técnicos. Por eso, las ilustraciones teológicas con que Pablo VI explicaba la doctrina católica sobre la moral sexual en las mencionadas encíclicas, contuvieron tan abundantes consideraciones de índole antropológica. Era la medicina que se necesitaba; y se presentaba de la manera más adecuada para ser asimilada eficazmente una vez que se serenaran los ánimos17.
El magisterio moral de Juan Pablo II ha continuado ese mismo estilo argumentativo. Primero, en sus catequesis de los miércoles, entre septiembre de 1979 y noviembre de 1984; y, después, en sus exhortaciones apostólicas Familiaris consortio y Mulieris dignitatem, en sus encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae y en sus Cartas a las familias y a las mujeres -por citar sus documentos amplios que se refieren más directamente a la doctrina cristiana sobre la sexualidad humana-, no sólo ha refutado los errores de planteamiento de la así llamada `nueva moral´, sino que ha realizado una profunda explicación racional de lo que denomina `lenguaje del cuerpo´ humano.
Esta profundización ético-antropológica era necesaria, pues constituía -con una mayor fundamentación escriturística- la asignatura pendiente de la anterior teología moral católica: «Siento el deber de dirigir una acuciante invitación a los teólogos, a fin de que, uniendo sus fuerzas para colaborar con el magisterio jerárquico, se comprometan a iluminar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas y las razones personalistas de esta doctrina» (FC, 31; cf VS, 29, OT, 16 y GS, 62).
Parece indudable que la dificultad para aceptar intelectualmente la existencia de los así llamados absolutos morales18, procede de razones existenciales, es decir, de una falta de confianza en que el ser humano pueda vivir los preceptos morales que el magisterio enseña como revelados (cf CU, 175-177); y que esa desconfianza conduce a rechazar la posibilidad de un magisterio en materia moral, y a interpretar en clave racionalista el significado de esas normas. Pero no es menos cierto que una comprensión natural -antropológica y trascendental- de la sexualidad habría desmantelado esos planteamientos, al poner de manifiesto que los preceptos morales bíblicos están en consonancia con lo que el hombre es por naturaleza19.
Cuando algunos moralistas elaboraron las teorías de la opción fundamental, del consecuencialismo moral, de la moral de actitudes, o cualesquiera otras versiones de la moral de situación (vt), lo que, en el fondo, se estaba mostrando era el mismo desconocimiento del significado esponsalicio del cuerpo humano, que manifestaban los debates sociales del momento acerca de la equivalencia del varón y la mujer, de la validez de la homosexualidad, la anticoncepción y la fecundación in vitro (FIVET), del reduccionismo zoológico de las campañas gubernamentales de educación sexual y de planificación familiar, o de la irrelevancia social de la trivialización del sexo20.
Antes que un oscurecimiento moral, estos debates ponían de relieve el profundo desconocimiento social del lenguaje con que el cuerpo expresa los significados internos del ser personal. Esas discusiones mostraban, sobre todo, la ignorancia generalizada acerca de la existencia de unos `mecanismos´ interiores en la sexualidad humana, que son insoslayables si se pretende que ésta funcione de modo satistactorio. Es decir, se estaba poniendo de manifiesto la necesidad de profundizar ontológicamente -a nivel trascendental y antropológico- y éticamente, en la existencia de unas leyes naturales humanas.
Cuando se postulaba la imposibilidad de definir dogmas morales, más que subrayar el estatuto epistemológico en que se suelen mover las definiciones dogmáticas, se estaba mostrando el olvido de que las directrices morales prácticas que se contienen en la Revelación, que, en lo que se refieren a los problemas del momento, son circunstanciales21, se fundan en unos criterios éticos y en unos principios ontológicos -antropológicos y trascendentales- que son inmutables22. Es decir, se estaba perdiendo de vista que existen leyes morales inamovibles porque la naturaleza humana es permanente, aunque en su realización existencial y en la consiguiente aplicación de las leyes que de la naturaleza se derivan, se especifique -sin ser alterada- de maneras diferentes.
Por todo ello, no resulta nada extraño que, entre los abundantes pronunciamientos del magisterio reciente sobre estas cuestiones, hayan sido precisamente dos tan dispares como la Encíclica Veritatis splendor y la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, los que han encontrado una contestación tan airada y manifiesta como la que han protagonizado algunos de los promotores de la así llamada `nueva moral´ (cf OM). Y no resulta sorprendente una reacción así, si se piensa que ambos documentos apuntan letalmente contra los fundamentos mismos de esos planteamientos morales: el primero, por el tono no autoritario, sino argumentativo, con que refuta los principios en que se apoyan estas teorías; y, el segundo, por constituir una confirmación formal, por parte de la máxima autoridad de la Iglesia, de la pertenencia al depósito de la fe, y de su consiguiente carácter irreformable, de una doctrina que atañe a una cuestión tan práctica como la imposibilidad de conferir a mujeres el sacerdocio ministerial.

2. DEMANDA SOCIAL DE UNA `OFERTA SEXUAL´ COMO LA QUE REALIZA
LA IGLESIA CATÓLICA

En todo caso, conviene advertir que la experiencia generalizada de los efectos negativos de los mencionados errores, ha provocado también una creciente demanda social de una ética de la sexualidad que posibilite su funcionamiento estable y gratificante. Mucha gente está saturada de las frustraciones sexuales que le ha producido ese erotismo que le aseguraban que resultaría satisfactorio.
Cuando se experimenta la traición y la infidelidad afectivas -o, simplemente, el desengaño y la pérdida de la ilusión-, se descubre la inconsistencia de esos enamoramientos sin compromiso, que se extinguen apenas invade el hastío de una actividad venérea egoísta, cerrada a la fecundidad (cf GS, 49). En cuanto se comprueba que el sexo, por sí solo, es un gran estafador que promete lo que nunca da, las personas se sienten desconcertadas y deseosas de averiguar las claves necesarias para que la sexualidad deje de ser una caja de sorpresas que inspira desconfianza.
Provisional y momentáneamente, el ser humano puede conformarse con una sexualidad egoísta. Pero, mientras hay vida, queda una reserva de esperanza. Y por eso la desmoralización o renuncia a una auténtica realización sexual, sólo puede ser una actitud pasajera. Más pronto o más tarde, aparece la frustración, que es la voz tensa de una inclinación insatisfecha, que reclama el abandono de ese conformismo. Y cuando esa sensación se produce, el corazón se encuentra a la expectativa, abierto a que alguien le muestre el camino verdadero (cf VS, 1).
Esto es lo que está pasando, por desgracia y por suerte, en un número cada vez mayor de hombres y mujeres que, de una manera u otra, han probado las hieles de una sexualidad pervertida. Y, especialmente, entre quienes se encuentran en su primera juventud. Pues, por muy estragada que se encuentre desde el punto de vista sexual, la gente joven conserva psíquica y biológicamente un deseo de realización sexual auténticamente humana. Y la experiencia del fracaso del modelo que, en este sentido, le ofrece la sociedad permisiva, les pone en condiciones de llegar a interesarse por la oferta que realiza la Iglesia católica en nombre de Dios (cf CU, 131-133).
Pues, a pesar de los difundidos prejuicios anticatólicos, a nadie se le oculta que el magisterio auténtico de la Iglesia católica es, prácticamente, la única instancia que queda en el planeta, que ofrezca un modelo sexual que promete una gratificación duradera (de por vida) y suficiente (basta una sola persona como pareja para sentirse plenificado sexualmente); es decir, que no ha devaluado su modelo de sexualidad por considerarlo como un auténtico valor por el que merece la pena pagar un alto precio.
Satisfacer esta demanda social requiere, por parte de los católicos, no sólo transmitir con fidelidad el mensaje moral de la Iglesia católica23, sin rebajar sus exigencias -como han pretendido los protagonistas del disenso doctrinal en materia de moral sexual, desde los tiempos de Pablo VI-, puesto que éstas constituyen un atractivo especial en un mercado de productos rebajados (cf CF, 14); sino también saber hacerlo con don de lenguas, esto es, mostrando la adecuación de esas normas morales a las exigencias naturales del ser humano24: es decir, transmitiendo la antropología cristiana de la sexualidad.
En los últimos 30 años ha avanzado mucho, desde el punto de vista antropológico, la doctrina moral católica sobre la sexualidad. Según manifiesta la relación de documentos relativos a esta cuestión, que aparece en la tabla de abreviaturas (cf además GS, 47-52 y CEC, 356-373, 1601-1666, 2331-2400 y 2514-2533), el debate teológico y social ha provocado abundantes intervenciones del Magisterio, que han establecido las bases para una elaboración sistemática de una antropología cristiana de la sexualidad.
Además, la hermeneútica teológica sobre el cuerpo humano realizada por Juan Pablo II en las audiencias generales de los miércoles de los primeros años de su pontificado, entre septiembre de 1979 y noviembre de 198425, en diversos lugares de sus documentos sobre la sexualidad26 y en su predicación durante el Año Internacional de la Familia y el Año Internacional de la Mujer, ha esclarecido los principios con que realizar una fundamentación trascendental y trinitaria de la comunión sexual.
No obstante, se echa en falta una presentación más sistemática y ordenada de tantos elementos especulativos como han aparecido en los últimos años, en el ámbito de la teología moral. Pues bien, éste es el objetivo al que apuntan las páginas siguientes. En ellas no se pretende tematizar la sexualidad humana de manera exhaustiva; sino presentar, de modo introductorio pero orgánica y sistemáticamente, los presupuestos antropológicos contenidos en la doctrina católica, que fundamentan, enmarcan y explican las exigencias evangélicas en materia de moral sexual27. Aunque de modo sintético, por el carácter introductorio de este trabajo, se ha procurado que la exposición de las distintas cuestiones relativas a la sexualidad, se realice con una suficiente fundamentación escriturística y con una adecuada fundamentación antropológica -predicamental y trascendental-: pues, como ya se ha señalado, ésos son los principales requerimientos que la nueva evangelización plantea a la teología moral.
Por su preponderante carácter antropológico, estas consideraciones pueden servir a todo tipo de personas, cualesquiera que sean sus convicciones religiosas. Sin embargo, para quienes, por ser católicos, aceptan la moral sexual revelada por Dios y transmitida por el magisterio auténtico de la Iglesia, pueden tener un cuádruple interés: por una parte, facilitar la incorporación a sus vidas de esas normas sexuales, así como la delicada tarea de enseñar esta doctrina moral a otros creyentes, que encuentran en la mentalidad permisiva reinante serios obstáculos para asimilarla; por otra, capacitarles para la misión que les compete en cuanto católicos, como parte de su vocación divina, de sanear éticamente las estructuras civiles de esta sociedad pluralista; y, finalmente, contar con un arsenal apologético de enorme utilidad evangelizadora en relación a las personas que carecen de fe: pues, según se viene a decir en el texto de Juan Pablo II que se recoge a continuación, el hecho de que encuentren en la Iglesia católica los resortes que les permitan satisfacer la intensa ansiedad de realización sexual que aqueja hoy a tantos individuos, puede suponer para muchos la ocasión de disponer su alma a abrirse a la Revelación:

«A los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida» (EV, 82).



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