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Carácter constitutivo de la diferenciación sexual
CARÁCTER CONSTITUTIVO DE LA
DIFERENCIACIÓN SEXUAL
«Hombre y hembra los creó» (Gen 1, 27)
El debate social provocado por el feminismo radical de los años 60 y 70 puso de relieve la importancia de que quede culturalmente más clara la profundidad con que la diferenciación sexual afecta a cada persona humana, por concernir constitutivamente a la corporeidad psíquica y biofísica de cada varón y de cada mujer30. Ciertamente, sus discusiones encontraron tan amplia repercusión social porque respondían a un problema real que venía arrastrándose secularmente: la propensión al subordinacionismo femenino, que ya había sido anunciada por el Creador desde la caída original, manifestando indirectamente su carácter antinatural31.
Pero aquellos movimientos feministas, aunque atacaran ese error (cf CU, 211), no ofrecieron el remedio adecuado. Pues, afectados por la misma mentalidad cuyos efectos pretendían combatir, propusieron solucionar el problema siguiendo «modelos machistas» (EV, 99), a saber, impulsando a la mujer a despojarse de su feminidad y a adoptar la condición masculina. Con lo cual, no sólo no remediaron la tradicional discriminación sexista de la feminidad, sino que contribuyeron a agravar aún más la cuestión, ya que, como es obvio, el varón está más dotado que la mujer para ejercer las actitudes masculinas.
1. CAUCES DE SUPERACIÓN DE LA MISOGINIA
Desde los inicios de la década de los 90, se viene fraguando un «nuevo feminismo» (EV, 99) que, superando los errores de aquel feminismo igualitarista y dialéctico, reclama la igual dignidad del varón y de la mujer insistiendo en la complementariedad de sus diferencias sexuales32.
En todo caso, esos debates han contribuído a que se reconozca cada vez más claramente que el sexo es una condición esencial de cada individuo y que, por ende, la diferenciación sexual no puede trivializarse pretendiendo su anulación. Va calando culturalmente que los sexos son aptitudinalmente complementarios, y que resultan complementarios en la vida personal, familiar y social, en la medida en que se desarrollen según su distinción propia y se ejerciten de modo bien definido; mientras que, si se pretende desdibujar sus diferencias, éstas pierden su eficacia individual y social33.
Socialmente, se va entendiendo la importancia de aprender el significado familiar y social de la propia masculinidad o feminidad: de entender las peculiaridades fisiológicas y psíquicas de la feminidad como unas virtualidades grandiosas para acoger la vida, para criarla y para rodearla de ternura y delicadeza; y de descubrir en las propiedades psicosomáticas de la masculinidad, su capacidad de iniciativa, fortaleza y energía para servir a la esposa y proteger y sacar adelante a los hijos.
Pues en la medida en que se aprende a discernir las peculiaridades psicosomáticas masculinas y femeninas, se hace posible, primero, potenciar las propias virtualidades y corregir sus defectos más comunes; y, luego, valorar y fomentar, en las personas del sexo complementario, las que deben desarrollar, así como saber interpretar sus reacciones desconcertantes y disculpar sus defectos.
A nadie se le oculta la importancia de estas disposiciones. Ante todo, son importantes en orden a la vida matrimonial, para saber encontrar, entre las personas del sexo complementario, alguna con la que establecer un consorcio sexual estable y gratificante; y para lograr convivir matrimonialmente. Y son también necesarias para aprender a convivir socialmente con las personas del otro sexo, apreciando la importancia de sus aportaciones masculinas o femeninas en todas aquellas actividades en las que están ausentes los intereses procreativo-conyugales.
2. FUNDAMENTO BIOLÓGICO DE LAS DIFERENCIAS PSICOSEXUALES
Son abundantes los estudios descriptivos sobre las virtualidades psico-diferenciales del varón y de la mujer. En ellos se pone de relieve que sus diferencias no constituyen propiedades exclusivas de la masculinidad o de la feminidad, sino aptitudes más acentuadas en cada uno, que les predisponen a afrontar idénticas situaciones de modos distintos y complementarios.
No obstante, en algunos de esos estudios no queda tan clara la correspondencia entre las predisposiciones psicoafectivas de cada sexo y su constitución biofísica; o, lo que es equivalente, la conexión que existe entre las peculiaridades de la fisiología de la psicoafectividad masculina y femenina y las de la respectiva fisiología biosexual. Parece importante mostrar claramente esa correspondencia, si se desea superar ese relativismo cultural que atribuye la distinción entre el varón y la mujer a prejuicios ideológicos o a motivos meramente culturales.
Es evidente que la tradición cultural ha reconocido en cada uno unas aptitudes que les capacitan para ejercitar de manera diferente determinadas funciones familiares y sociales. Pero de ello no puede inducirse que la distinción psicosexual provenga solamente de la educación. Pues, como se procurará mostrar en el siguiente apartado, las diferencias psíquicas de la masculinidad y la feminidad son una prolongación, en el orden cognoscitivo y emocional, de los caracteres primarios y secundarios de la biosexualidad de cada uno.
Esta correspondencia de las diferencias psicosexuales y biosexuales se debe a que el cuerpo humano está sexuado en la totalidad de sus estructuras y funciones, tanto a nivel psíquico como biofísico: desde cada célula hasta sus funciones cerebrales, pasando por su programa genético, su sistema endocrino, sus órganos genitales internos y externos y su figura corporal global. De ahí que el enraizamiento de lo psicosexual en lo biológico sea una evidencia común, perceptible a simple vista. Basta observar la dependencia de los impulsos y conductas psicosexuales respecto del estado físico general o, más concretamente, de la situación hormonal o de los cambios que se producen en la pubertad y en la menopausia.
No obstante, esta realidad, que se manifiesta también en la dependencia de la diversidad psicosexual respecto de las diferencias biosexuales del varón y la mujer, fue cuestionada en las últimas décadas por distintas corrientes psicológicas que, tratando de presentar como científicos postulados que obedecían más bien a prejuicios ideológicos, sostenían que las diferencias psíquicas que puedan encontrarse entre el varón y la mujer no tienen ninguna base biofísica sino que proceden simplemente de la interiorización individual del rol o función social que cada civilización haya asignado a los miembros del género masculino o del género femenino34.
En el capítulo tercero de esta primera parte, se hará referencia a las repercusiones sociales negativas del experimento occidental que, negando el fundamento biosexual de las diferencias psicológicas del varón y la mujer, pretendió tal equiparación entre los roles de los géneros, que contrariaba toda posible conjunción eficaz de las peculiaridades psicodiferenciales de la masculinidad y de la feminidad.
La progresiva comprobación de los inconvenientes derivados de la aceptación de esos postulados psicológicos han ido poniendo en cuestión la validez pragmática de esas propuestas. Y esto explica el creciente interés social que han suscitado los recientes experimentos de neurofisiología cerebral, que ha hecho posible el PET (tomografía por emisión de positrones).
En efecto, esta nueva tecnología, que permite visualizar el tejido cerebral en funcionamiento, al evidenciar que son distintos los modos de funcionar del cerebro masculino y femenino, está echando por tierra aquellos prejuicios ideológicos: el scaneo del cerebro de varones y de mujeres mientras realizaban ejercicios matemáticos, espaciales, linguísticos, musicales y emocionales, ha llevado a concluir, a los científicos del Instituto de Salud Mental USA y de las universidades de Pensylvania, Yale, UCLA y Berkeley, que han realizado los susodichos experimentos, que, por ejemplo, el varón tiene mayor capacidad para asuntos espaciales, mientras que la mujer posee mayor sensibilidad para detectar las emociones y es más apta para la melodía y el lenguaje porque emplean distintas zonas cerebrales al afrontar los mismos asuntos (cf A.Murr-A.Rogers, Grays matters, `Newsweek´, 27.III.1995, 42-48).
Esta diversidad funcional, que se vislumbraba por la experiencia común y que ahora se ha verificado científicamente, parece deberse, según Roger Gorski, neuroendocrinólogo de UCLA, a que el cuerpo calloso (el conjunto de nervios que comunica el hemisferio cerebral derecho -emocional- con el izquierdo -racional-) en su parte posterior es 23 veces más grande en la mujer que en el hombre, aunque no contenga más neuronas en uno que en otro. Y esto ocasiona que la mujer sea más intuitiva porque suma de modo espontáneo la emocionalidad del cerebro derecho a la racionalidad del izquierdo; y que el varón sea más abstracto, porque pone menos en juego las emociones en los asuntos racionales.
Es decir, como apunta el psicólogo Mac Breedlove, de Berkeley, aunque es indudable la influencia en el cerebro de las experiencias acumuladas durante la vida, no se debe obviar que esas experiencias inciden sobre unas diferentes predisposiciones cerebrales, que se deben a causas biológicas.
De esta forma, al quedar más patente la raíz orgánica de la distinción psicosexual, se puede entender con mayor facilidad que las diferencias sexuales no son propiedades superficiales que puedan intercambiarse, según las ideologías en boga, sin que se desconcierte el individuo y se tambalee el entramado socio-familiar; sino que la masculinidad y la feminidad son dos modos de ser persona, distintos y complementarios, que afectan constitutiva y esencialmente a las dos dimensiones -biofísica y psíquica- de su corporeidad (cf PC, 427). Por eso, mientras que puede variar culturalmente -sin que ello comporte desequilibrio alguno para los individuos o para la sociedad- la distribución de roles o funciones familiares y sociales; en cambio, supondría una equivocación perniciosa pretender que los varones y las mujeres realizaran esas tareas de la misma manera, esto es, prescindiendo de su particular estilo de plantearlas y ejecutarlas: actuando en contra de esas peculiaridades psicodiferenciales que afloran inmediatamente en cuanto un varón y una mujer afrontan la misma cuestión.
La masculinidad y la feminidad no son roles culturales. Ciertamente, ser varón o mujer confiere una específica preponderancia en alguno de los distintos aspectos que están presentes en cada tarea humana. Pero esa primacía de cada sexo en su ámbito, lejos de excluir la participación del otro en el mismo, debe llevar a buscar la adecuada complementación en aquello en que sí son distintos: a saber, en su específico modo masculino o femenino de ser, pensar, sentir y actuar.
3. PECULIARIDADES PSICOSOMÁTICAS DE LA MASCULINIDAD Y LA FEMINIDAD
Desde una perspectiva fenomenológica u observadora es fácil comprender que las propiedades psicoafectivas del varón y de la mujer proceden de la distinta y complementaria constitución biofísica de que han sido provistos para su conjunción procreativa y educativa de la prole, que es lo que, en primer término, origina la diversidad sexual. Para mostrarlo, se comenzará señalando las consecuencias que se derivan, en el plano psíquico de la personalidad masculina y femenina, de sus diferentes funciones en la procreación y crianza de la prole. Después se mostrarán las consecuencias psicosexuales de sus diferentes modos de comportarse en las relaciones maritales.
Sin embargo, conviene advertir previamente que estas derivaciones psíquicas de la diversidad biosexual no constituyen el único elemento determinante de la personalidad de cada individuo. Existen otros muchos factores asexuales -genéticos, ambientales, culturales, educativos y, sobre todo, volitivos- que también influyen en la personalidad y que, en ocasiones, pueden resultar más importantes que los sexuales en orden a explicar determinadas reacciones del individuo. Pero, que esto sea así, no resta interés al estudio de las predisposiciones psíquicas que se derivan de la peculiar constitución masculina o femenina, puesto que, cualesquiera que sean los factores asexuales que en cada caso influyan en la conducta, siempre resultan modulados por aquéllas en un sentido u otro.
a) CONSECUENCIAS PSICOSEXUALES DE LAS APTITUDES PATERNALES Y MATERNALES
Desde el punto de vista de la capacidad procreativo-educativa de las personas humanas, conviene advertir que, como la mujer desempeña el papel de protagonista en la gestación y crianza de los hijos, en el aspecto del cuerpo femenino su dimensión sexual maternal destaca sobre las restantes dimensiones de su persona: su capacidad de amamantar y de gestar y proteger con su ser corpóreo a los hijos resultan llamativas. En cambio, en el aspecto del cuerpo del varón, su capacidad generadora tiene menor relevancia, destacando más bien en su fisonomía su fuerza, agilidad y libertad de movimientos. Y éstas son cualidades relacionadas con el trabajo extradoméstico con que sacar adelante a la familia, más inmediatamente que con la crianza directa de los hijos. Por eso se puede afirmar que, desde este punto de vista, el aspecto del varón es, sexualmente, más insignificante que el de la mujer35.
El varón vive su paternidad psicobiológica mediatizadamente, a través de la ayuda a su mujer: el varón sólo engendra, pero no puede concebir, ni gestar, ni alumbrar, ni amamantar a los hijos. Y esto condiciona que, aunque tienda a protegerlos y defenderlos, tampoco posea la sensibilidad y sentido práctico con que ha sido dotada la mujer para la crianza y educación inmediatas de la prole; que sea, en general, menos detallista y práctico, más abstracto y racionalista en sus motivaciones, más reflexivo y capacitado para dirigir en el plano de los principios generales. En cambio, la mujer suele ser más intuitiva y práctica, más capacitada para la gestión, más tierna y acogedora, más sensible para lo concreto y los trabajos humanitarios36.
La raíz biológica de estas actitudes psíquicas no sólo aparece, como se ha visto, considerando los caracteres biosexuales primarios de la masculinidad y feminidad, sino que se ve reforzada al reparar en sus caracteres sexuales secundarios: la configuración esquelética más fuerte del varón, su sistema locomotor y su desarrollo muscular le capacitan para abrirse al exterior, para dominar y manipular su entorno, para la creatividad de la acción. La configuración corporal femenina, de formas menos abruptas, de piel menos pilosa, más suave, sensible y delicada, la proveen de una mayor sensibilidad para lo humano, para lo que repercute de modo inmediato en la persona y para regular mejor sus movimientos. El varón es centrífugo; la mujer, centrípeta. Aquél propende hacia la eficiencia; ésta presta más atención a las formas de realizar las cosas. Él está mejor dotado para la confrontación transformadora de las cosas; ella es más apta para la dedicación inmediata a las personas.
Estas propiedades se ven subrayadas por el diferente modo como el varón y la mujer vivencian su paternidad y su maternidad. En efecto, el varón propende al eficiencismo y a la actividad porque su servicio inicial al hijo concebido es indirecto: lo presta principalmente a través de su trabajo extradoméstico, buscando recursos para mantenerle. En cambio, la mujer, aunque sea quien geste a la prole, como su maternidad es un proceso que `se obra´ en ella, la experimenta inicialmente de forma pasiva y con un sentido de misterio que la predisponen a la aceptación y al respeto al hijo; es decir, a considerarlo como persona y no como un producto susceptible de fabricación o de ser considerado como un objeto utilizable: justo lo contrario de lo que originan las actitudes que se derivan del hacer cosas37.
b) DERIVACIONES PSICOSEXUALES DE LAS PECULIARIDADES CONJUNTIVAS DEL VARÓN Y DE LA MUJER
Por otra parte, respecto de las consecuencias que tienen las peculiaridades conjuntivas del varón y de la mujer en sus relaciones maritales, parece interesante poner de relieve también algunos detalles que, por obvios, no dejan de tener su importancia a la hora de comprender los diferentes modos psíquicos de reaccionar, que son propios de la condición masculina y femenina. Podrían resumirse diciendo que, en el orden de la actuación sexual, el varón es efusivo y, la mujer, receptiva; mientras que, en el orden de la motivación sexual, el varón es receptivo y la mujer es desencadenante, efusiva38.
De esto se deriva que el varón sea, psicosomáticamente, una persona prevalentemente energética, que necesita y busca sensibilidad para sentirse complementado; y que la mujer sea predominantemente estética y busque lo energético para sentirse plenificada en el plano psicosomático de su personalidad. De ahí que, en sus intereses sexuales, el varón se dirija hacia la mujer como hacia un fin, mientras que ella entienda al varón, en cierto sentido, como un medio para su maternidad, como alguien a quien atraer para que le ayude a hacer efectivos sus impulsos donativos maternales; es decir, que él sea psicosomáticamente el amante, y ella, la amada: «El Esposo es el que ama. La Esposa es amada; es la que recibe el amor, para amar a su vez» (MD, 29b): una diversidad que se ve subrayada por el hecho de que mientras que el varón es impulsado a la masculinidad y a la paternidad con una única hormona -la testosterona: lo cual manifiesta que se inclina igualmente como hacia un fin tanto a la mujer como a la prole-, en cambio esto no se da en la mujer, que dispone de una hormona para la maternidad y otra para la feminidad (la progesterona y la estrogénica, respectivamente: y esto muestra que sus intereses maternales y esponsales son de signo diverso).
No quiere decir esto que la mujer no ame sexualmente al varón, sino que la forma esponsal del amor femenino, esto es, de satisfacer psicosomáticamente a su cónyuge, es dejarse querer por el varón, aceptar la inclinación amorosa de éste hacia ella, acoger sus deseos, convertirse para él en el motivo por el que gastar sus energías masculinas: una actitud acogedora que, lejos de dificultar a la mujer el ejercicio de su capacidad amorosa espiritual, la predispone al más auténtico amor de benevolencia, que no consiste en entregar lo que a uno le gusta, sino en dar lo que a uno se le pide. De ahí que Juan Pablo II atribuya a la mujer una especial misión testimonial respecto del contenido del amor verdadero: «Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquél don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal» (EV, 99).
En todo esto influyen también otros factores. Por una parte, el hecho de que la capacidad procreadora del varón sea simple y estable, no rítmica: puede actualizarse en cualquier momento en que resulte atraído por la mujer. Por eso, el varón posee un interés sexual permanente y es, desde este punto de vista, más activo sexualmente que la mujer y, a la vez, más estable temperamentalmente y menos extremista que ella; y por eso es también más sencillo. En cambio, como la fertilidad femenina depende de unos ritmos periódicos que van de la ovulación a la menstruación, el interés sexual de la mujer es más cíclico que el del varón. Y, por eso, tiende a ser temperamentalmente más variable y extremista, y a buscar seguridad y estabilidad en el varón; y, por ese contraste entre sus estados ginecológicos, posee una sensibilidad interior más rica y variada, pero también más compleja.
Por otra parte, el resultado del ejercicio de la biosexualidad del varón es transitivo, queda fuera de su cuerpo, resultando menos afectado por aquél que el organismo de la mujer, para quien esta actividad produce un efecto inmanente. Por esto, intencionalmente, en la sexualidad masculina juega un papel preponderante el acto conyugal, atendiendo menos a sus resultados y quedando menos afectado por ellos. En cambio, en la sexualidad de la mujer las consecuencias del acto conyugal pesan más que el acto mismo, tendiendo a ser más remisa a éste cuando se ve sobrecargada por el hogar y cuando el varón no se preocupa de rodear el abrazo conyugal de la riqueza afectiva que ella necesita para motivarse. Además, esta condición de receptora y conservadora del fruto de la relación conyugal ocasiona, en el orden emocional, que a ella le cueste olvidar las afrentas más que al varón, que suele ser menos rencoroso y más dispuesto a la reconciliación.
La biosexualidad del varón mira directamente hacia el cónyuge, e indirectamente hacia los hijos. En la morfología de la mujer, en cambio, son ostensibles sus virtualidades maternales, y están ocultas en su cuerpo sus virtualidades esponsales (sus órganos conjuntivo-procreadores), porque su biosexualidad se ordena directamente a los hijos, aunque necesite del varón para tenerlos39.
Esta preponderancia en la feminidad de lo maternal sobre lo esponsal no sólo aparece durante la gestación y crianza de los hijos, en que se producen en el organismo de la mujer una serie de procesos biofísicos que la predisponen psíquicamente a una notable absorción por lo concerniente a su maternidad. Su aptitud maternal es también predominante en cualquier mujer, con independencia de que sea madre o no, a causa de las resonancias que tienen en su psiquismo las alteraciones biofísicas que cíclicamente se producen en su organismo, desde la menarquia hasta la menopausia: unas variaciones -las del ciclo menstrual- que guardan una relación directa con su fertilidad y que sólo indirectamente tienen que ver con sus actitudes esponsales.
Además, a diferencia del varón, la excitación femenina no está vinculada necesariamente con su fertilidad, que es lo que más afecta biofísicamente a la mujer. Por esto, el interés espontáneo de la mujer hacia las relaciones maritales en sus días infértiles es menor que el que habitualmente demuestra el varón, dependiendo del afecto que le exprese el varón, el que se despierte en ella el interés hacia el acto conyugal. Lo cual explica que el varón sea más sensual, y la mujer, más sensible o afectiva; que él se enamore por la vista -que percibe lo morfológico-, y ella, por el oído -que capta lo emocional-, como apunta Wilkie Collins: «Las mujeres pueden resistir el amor, la fama, la hermosura y hasta el dinero de un hombre, pero no resisten a su palabra si el hombre sabe cómo hablarles» (La dama de blanco, 7ª ed., Barcelona 1986, 176).
Por estas razones, el varón necesita intencionalmente de la mujer más que ésta de él. Es, psíquicamente, más esposo que padre; mientras que ella es más madre que esposa40, conyugalmente más pasiva, pero más acogedora, amable y delicada. En cambio, el varón es conyugalmente más activo y conquistador, pero más violento y agresivo41. Y, como consecuencia de su función primaria de esposo, el varón posee más espíritu de iniciativa y aventura y es más dinámico y emprendedor; pero tiende a encerrarse en sí mismo ante los problemas por sentirse responsable de ellos en solitario. Por el contrario, ella, por su condición primordial de madre, tiende a ser más conservadora, a buscar en el varón la seguridad y acostumbra a ser más comunicativa ante los preocupaciones.
De esto se desprende también que el varón, por su distancia afectiva respecto de la prole, tenga ordinariamente más capacidad para ser objetivo en los aspectos de fondo y de futuro de la educación de los hijos, sin dejarse llevar por el sentimentalismo; mientras que la mujer, al mirar más hacia los hijos que hacia el marido, sea más fría y calculadora a la hora de escoger la pareja con que formar un hogar, y esté más capacitada para tomar esa decisión en función del bien de la prole.
Es decir, primariamente, el varón busca a la mujer como compañera, mientras que ella necesita de él para concebir. Aunque lo que atrae al varón son las virtualidades maternales de la mujer42, sólo secundariamente la busca para procrear, viéndola sobre todo como esposa. Y aunque lo que atrae a la mujer es objetivamente la aptitud del varón como compañero, sólo secundariamente le busca como esposo, sino que procura atraerle para ser madre, viendo en él, primariamente, al `marido´ (del latín, maritus, que tiene la misma raíz que matris o madre: es decir, un varón que `maritalmente´ le dé hijos, convirtiéndola en `madre´) o padre de sus hijos.
En su interés primario, él depende de ella conyugalmente, y ella depende de él para ser madre. La satisfacción conyugal es el don que ella le entrega; la maternidad es el don que recibe de él. En cambio, la paternidad es la consecuencia del don femenino; y la satisfacción conyugal femenina es la consecuencia de la entrega del varón. Por eso, en las relaciones entre los sexos, la mujer primariamente pretende motivar y atraer sexualmente al varón, y sólo secundariamente satisfacerse ella; mientras que el varón busca primariamente satisfacer la inclinación que la mujer le ha desencadenado y, secundariamente, agradar a la mujer.
Todo esto no significa, según se ha dicho ya, que los varones y las mujeres no puedan presentar las virtudes y limitaciones que aquí se atribuyen, respectivamente, a la feminidad y a la virilidad: pues su condición masculina o femenina no es más que uno de los factores que integran su personalidad. También influyen el temperamento, las condiciones ambientales, la educación recibida y las decisiones adoptadas.
No obstante, la existencia de esas diferentes y complementarias peculiaridades del varón y de la mujer en su comportamiento sexual espontáneo, explica que cada persona humana posea unas aptitudes psíquicas, procedentes de su específica condición masculina o femenina, que la predisponen a adoptar -con más facilidad que las personas del otro sexo- unas determinadas actitudes en los restantes aspectos de su personalidad.
Dicho de otro modo, no existen virtudes ni defectos que sean exclusivos del varón o de la mujer. Lo que existe es un modo masculino y femenino de ejercer las virtudes y de incurrir en los defectos humanos, así como unas distintas predisposiciones espontáneas de índole sexual que -junto con otros factores temperamentales, ambientales y culturales- les facilitan o dificultan, según los casos, la adquisición de las virtudes humanas.
4. IGUAL DIGNIDAD DE LAS DIFERENCIAS SEXUALES
En el capítulo siguiente, se hará referencia a los conflictos que se derivan de la diversidad sexual entre el varón y la mujer cuando éstos no enfocan sus relaciones de forma auténticamente amorosa o altruista. Pero antes de pasar a esa cuestión, conviene preguntarse por el origen del subordinacionismo femenino, puesto que después de lo que se ha señalado, parece evidente que el varón no ocupa el papel prioritario en todos los aspectos de la sexualidad, sino tan sólo en algunos que, por cierto, no son los más importantes.
De hecho, el mismo sentido etimológico del término matrimonio (del latín, matris-munus, que significa oficio o función de la madre) reconoce a la mujer una función preponderante en la vida familiar. Y no se trata de una atribución gratuita, ya que, como se ha visto, en la gestación y educación de los hijos es la protagonista; y en la vida conyugal, es no sólo el elemento desencadenante o motivador (y el motivo es lo primero en el orden de la intención), sino también el factor más decisivo en el orden de la ejecución, puesto que dispone de mayor libertad y autocontrol respecto del acto conyugal, al considerarlo como un medio para su maternidad más que como un objetivo inmediato, como le sucede al varón.
El relato de la creación de la mujer del segundo capítulo del Génesis parece subrayar esa misma preponderancia, desde varios puntos de vista:
-se le atribuye un origen material -el cuerpo del varón (cf Gen 2, 21)- superior al de éste -inanimado e informe (cf Gen 2, 7)-: cuestión que viene subrayada por el contraste entre el primer nombre que recibió la mujer -Ishshah o «Varona, porque del varón (ish) ha sido sacada» (Gen 2, 23)- y el significado del nombre Adán (`De tierra´), que, si bien puede aplicarse colectivamente a la primera pareja humana (cf Gen 5, 2), es el empleado para referirse al hombre;
-posee una posterioridad temporal, lo que, en un proceso genético, comporta un mayor acabamiento43;
-en las metáforas bíblicas, el varón es comparado con la cabeza (cf Ef 5, 23), mientras que a ella se la compara con el corazón -al subrayar su función materna- y con el cuerpo (Ef 5, 23.28), los cuales representan dos momentos del proceso operativo humano -la decisión y la ejecución- que constituyen, respecto de la intención, una mayor consumación del acto humano.
Por otra parte, que la mujer fuera tentada directamente por el diablo (cf Gen 3, 1-6), induce a pensar en su papel primordial en la familia, y en su mayor firmeza (MD, 15 in fine, 19f y 30d): hizo falta que fuera tentada por un ser de naturaleza superior, mientras que el hombre sucumbió ante un semejante.
Asimismo, el texto sagrado del Protoevangelio (cf Gen 3, 15) parece subrayar, esta vez de modo positivo, esa preponderancia de la mujer en la vida familiar y, derivadamente, en toda la vida de la sociedad: si antes la había presentado, en la persona de Eva, como primer cómplice del diablo, ahora aparece, en la `nueva Eva´, como su mayor enemiga y como «la primera aliada de Dios» (MD, 11).
Además, el hecho de que fuera escogido el varón -y no la mujer- para representar la soledad que cada sexo padece sin su complementario, que fuera el varón quien necesitaba una ayuda («No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él»: Gen 2, 18), parece insinuar también un mensaje dirigido a los destinatarios del texto sagrado: que el varón está constitutivamente menos dotado que la mujer para cumplir una de las finalidades naturales de la condición sexuada de todo ser humano, la procreación y la educación de los hijos; y que, por tanto, no sólo necesita de ella para ser padre más que ella de él para ser madre, sino que además, para realizarse como persona en la entrega a otros (cf GS, 24), necesita de la motivación esponsal más que la mujer, puesto que ésta ya está motivada donativamente por su predisposición maternal.
Esta insinuación del segundo capítulo del Génesis, según la cual el subordinacionismo femenino sería antinatural, se convierte en una afirmación explícita y clara, en el siguiente capítulo de este libro sagrado, al presentarlo como una consecuencia del pecado original -«Buscarás con ardor a tu marido y él te dominará» (Gen 3, 16)-, que puede ser vencida con la ayuda de Dios: pues, a pesar de que el egoísmo sexual suele inducir al varón a una actitud autosuficiente respecto de la mujer, y a ésta, a una actitud servil en su relación con aquél; en realidad ella, por ser psicobiológicamente más madre que esposa, es más autosuficiente que el varón tanto en el plano conyugal (la mujer mira más hacia los hijos que hacia el marido, y, por eso, necesita del varón menos que éste de ella), como en el orden procreador y educativo (sólo necesita del varón para concebir; todo lo demás podría hacerlo sin que éste le prestara su ayuda).
Tanto desde un punto de vista fenomenológico, como desde un punto de vista teológico, el subordinacionismo femenino no tiene, pues, fundamento. Varón y mujer son recíprocamente complementarios: si él es preponderante como principio, ella lo es como término; si él tiene la primacía en los aspectos abstractos y deliberativos de la convivencia, ella la posee en el ámbito afectivo y práctico: «Si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón y, como aquél tiene la primacía del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa propia, la primacía del amor» (CC). Ambos se necesitan mutuamente, pero de modos diferentes: el varón necesita realizarse como esposo más que como padre, y por eso necesita de la mujer más que de los hijos; y esto confiere a la mujer una cierta prioridad conyugal. Ahora bien, como la mujer necesita ser madre más que el varón ser padre, la anterior subordinación masculina se ve compensada por el hecho de que, en este orden, ella le necesita más que él. Son dos necesidades distintas y complementarias, que manifiestan en el ámbito corporal de sus naturalezas, la igual dignidad que poseen en el ámbito espiritual.
Como subrayan los dos relatos bíblicos de la creación del ser humano44, el varón y la mujer son iguales e idénticos en dignidad, ante todo por su mismo origen divino, su espiritualidad indistinta y su idéntico destino eterno; es decir, porque no se diferencian en la dimensión espiritual de sus naturalezas, que es lo que origina que éstas posean una condición personal y los iguala fraternalmente por encima de sus diferencias sexuales: «El varón y la mujer, antes de convertirse en marido y esposa..., surgen del misterio de la creación ante todo como hermano y hermana en la misma humanidad» (JG, 13.II.1980, 5). Pero también porque, aunque las dos dimensiones corporales de la naturaleza del varón y de la mujer -la emocional y la biofísica- son distintas, sus diferencias no anulan su igual dignidad, ya que se trata de diferencias correlativas, aptitudinalmente unitarias, complementarias.
Es decir, el varón y la mujer tienen la misma dignidad personal no sólo por su igualdad espiritual, sino por la complementariedad y unidad de sus diferencias sexuales. Por eso, glosando Efesios 5, 21-33 (cf MD, 24), Juan Pablo II afirma que la ley bíblica de la ayuda y del servicio esponsal no es unilateral sino recíproca, pues atañe igualmente al varón y a la mujer: de manera idéntica, en el plano espiritual de sus personalidades: «Someteos recíprocamente en el temor de Cristo» (Ef 5, 21); y, en el orden sexual, de formas complementarias, puesto que el deber de «sumisión de la casada a su marido... como la Iglesia se somete a Cristo»45, se corresponde con el deber de los maridos de «amar a sus mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25).
5. FUNDAMENTO DEL SUBORDINACIONISMO FEMENINO
Ahora bien, en el momento en que la mentalidad egoísta desvirtúa la relación sexual, convirtiéndola -de una donación de uno al otro y de ambos a los hijos- en una utilización hedonista recíproca cerrada a la fecundidad, las tornas se invierten y «la primera víctima de tal mentalidad es la mujer» (FC, 24). En efecto, en el momento en que la relación varón-mujer se deja afectar por las consecuencias del egoísmo, se cumple a la letra la maldición consiguiente al pecado original: «Buscarás con ardor un marido, y éste te dominará» (Gen 3, 16). Pues, como el varón necesita menos de los hijos que de la compañera sexual, en la relación sexual anticonceptiva él se siente más satisfecho que ella, que no ha realizado su inclinación sexual primaria: la maternidad.
De ahí surge el «ardor» con que la mujer busca, para realizarse, comprometer a un varón en un consorcio estable que le permita concebir, convirtiéndole en `marido´. Y ésa es también la causa de que, cuando se mueve por ese interés, le resulte difícil rechazar a quien no le ofrezca garantías de ayudarle en su maternidad: con lo que habrá conseguido llegar a ser madre, sí, pero a costa de pagar el alto precio de esclavizarse, puesto que tendrá que desarrollar su maternidad sin contar con la ayuda de ese marido al que poco le interesa la paternidad: «él te dominará»46.
Y así, las cualidades femeninas, ofrecidas generosa y desinteresadamente al matrimonio y a la vida social, profesional o cultural, realzan su condición personal; pero, afectadas por el egoísmo y la soberbia, conducen a la mujer a la actitud servil a que se ha rebajado en las culturas machistas. Movida por el amor, la mujer es inexpugnable: nada pueden contra ella las pretensiones dominadoras del varón, puesto que apenas le necesita47. Pero vacía del espíritu, o bien intentará equipararse al varón en su `libertad´ respecto de los hijos, desconociendo la riqueza de sus aptitudes maternales; o bien tratará de afirmarse como madre utilizando -no entregando- su encanto femenino hasta conseguir un marido, prostituyéndose (en el sentido etimológico del término). Y entonces, en la relación erótica o venérea con el varón, lleva las de perder, puesto que o no se realizará en su preponderante condición maternal o, por su condición inmanente respecto del fruto del ejercicio sexual, tendrá que ser quien más cargue con las consecuencias del desorden sexual.
Desde esta perspectiva, se puede entender muy bien el desequilibrio que ha aquejado a las personas que siguieron las propuestas del feminismo dialéctico de los años 60: si imitaron al varón en su despego respecto de los hijos, se vieron frustradas en su feminidad primaria -su aptitud maternal- y convertidas en objeto siempre disponible para el hombre; y si concibieron algún hijo en una relación sexual libertina, ser mujer las hizo esclavas de la obligación de tener que sostenerlo en solitario o, peor aún, de ese remordimiento por haber quitado abortivamente la vida a su propio hijo, del que ella más que el varón, por su natural predisposición a acoger la vida, difícilmente podrá desprenderse alguna vez48.
No se debe, pues, actuar varonilmente, si se es mujer: primero, porque no conseguirá liberarse de las limitaciones que se derivan de enfocar egoístamente la inclinación femenina primaria a la maternidad; y, después, porque añadirá a esa servidumbre la debilidad típicamente masculina, esto es, la búsqueda ardorosa del otro sexo49.
6. ERROR DE REIVINDICAR PARA LA MUJER EL SACERDOCIO MINISTERIAL,
Y FEMINISMO ECLESIAL AUTÉNTICO
Estas consideraciones sobre la determinación constitutiva que supone ser persona humana masculina o femenina, y las diferentes aptitudes existenciales que se derivan para el varón y la mujer de su específico modo de ser, permiten comprender fácilmente que plantear la posibilidad del sacerdocio ministerial femenino como una reivindicación de la dignidad de la mujer, es un camino erróneo. Principalmente porque contradice la significación del sacramento del Orden. Pero también porque presupone una minusvaloración del papel fundamental que, por sus específicas cualidades femeninas, corresponde a la mujer en la vida de la Iglesia: tanto en el ámbito primordial de expresión y realización de ésta -en esa «iglesia doméstica» (FC, 49) que es la familia-, como en los niveles extrafamiliares de la vida eclesial. Veamos primero esto último.
a) CLERICALISMO ECLESIOLÓGICO Y MACHISMO ANTROPOLÓGICO DE ESTA REIVINDICACIÓN
En efecto, pensar que la mujer está eclesialmente relegada a un plano secundario porque no desempeña las funciones propias del ministerio ordenado, supone un grave desconocimiento de que «la Iglesia es esencialmente misterio de comunión» (VC, 41) con Dios y entre los seres humanos (cf LG, 1; CN), así como una banalización de la preponderancia eclesial que la mujer posee por sus mayores aptitudes comunionales.
El ministerio ordenado no es una instancia de poder (entendido en clave dominativa), sino un servicio que se ordena a posibilitar la comunión eclesial. El fin de la Iglesia del Señor Jesús, lo importante para ella, es esa doble comunión con el Padre y entre los hombres que obra el Espíritu al identificarnos con Jesucristo. Por eso, el sacerdocio ministerial -la dimensión petrina de la Iglesia- se ordena a la comunión, a la vida de la gracia, al ejercicio del sacerdocio real o bautismal de los cristianos; esto es, a la dimensión carismática o mariana de la Iglesia (cf MD, 27): y, en ésta -no debe olvidarse-, las mujeres poseen una misión de profetismo y ejemplaridad en la que aventajan a los fieles varones (cf MD, 16d).
En efecto, tanto para las relaciones trascendentes con Dios como para las relaciones interhumanas, la mujer está mejor dotada que el varón por su específica condición femenina50. En el orden trascendente de la dimensión espiritual de la personalidad, todos los humanos estamos llamados igualmente a ser esposa de Jesucristo: «Como miembros de la Iglesia, también los hombres están incluidos en el concepto de `Esposa´. Y esto no puede causar asombro ... En la Iglesia cada ser humano -hombre y mujer- es la `Esposa´, en cuanto recibe el amor de Cristo Redentor como un don y también en cuanto intenta corresponder con el don de la propia persona» (MD, 25d). Y, por eso, la mujer cuenta con una mayor predisposición psicosomática que el varón, derivada de su corporeidad femenina, para asumir en el plano espiritual-religioso la actitud receptiva y de respuesta que todas las personas debemos adoptar en nuestro trato con Dios51.
De esta singular sensibilidad de la feminidad para la vida de piedad (cf MD, 3e, 5d y 16a), se deriva la primacía profética de las mujeres en el orden carismático o de la santidad (cf MD, 27b), así como la especial importancia que tiene para la Iglesia que ellas ejerciten el sacerdocio real que recibieron en el bautismo. Pues, según ha puesto de relieve Juan Pablo II, este sacerdocio, no obstante su universalidad, posee una particular significación que lo vincula con la actitud específica de la esposa (cf MD, 27a y 30h).
Además, esta primacía comunional de la feminidad contiene también una dimensión interhumana que permite reconocer el especial profetismo personalista que está presente en la vocación eclesial de la mujer: «En el conjunto de las relaciones interpersonales..., la mujer representa un valor particular como persona humana ... por el hecho de su femineidad ... El texto de la Carta a los Efesios (5, 21-33) que analizamos nos permite pensar en una especie de `profetismo´ particular de la mujer en su femineidad» (MD, 29e-f). Por eso, según recordó el Concilio Vaticano II en su Mensaje a las mujeres, de ellas depende que la sociedad no se deshumanice en todos los niveles de la existencia personal: la vida del hogar, la protección de la vida que comienza y que termina, la transmisión de los valores humanos, la paz social, el consuelo y la fortaleza en el sufrimiento, dependen especialmente de la feminidad.
Se trata de un aspecto de la vocación cristiana de la mujer, que debe ejercitar no sólo en esos ámbitos de la vida secular, sino también en el seno de la vida de la Iglesia, enriqueciéndola con sus virtualidades específicas. Y la trascendencia de esta misión es tal que se ha llegado a afirmar que la calidad de una comunidad eclesial depende de la calidad de sus mujeres (cf Mensaje del Sínodo africano, 8.V.1994, 68). Y es que, como aseguraba Juan Pablo II, «las mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero son también un modelo para todos los cristianos, un modelo de la sequela Christi -seguimiento de Cristo-, un ejemplo de cómo la esposa ha de responder con amor al amor del esposo» (MD, 27).
De todo esto se desprende que la reivindicación del sacerdocio femenino no sólo contiene un planteamiento antropológico de índole machista52, en cuanto que minusvalora el papel que corresponde a la mujer por sus aptitudes femeninas; sino que, inseparablemente, refleja una eclesiología aquejada de clericalismo, en cuanto que ignora que el ministerio ordenado es eso, un ministerio o servicio que se subordina a la dimensión carismática de la Iglesia, y no una instancia de dominio, de privilegios, de poder o de protagonismo (cf CM, 11).
b) SOTERIOLOGÍA NEOGNÓSTICA DE ESTE FEMINISMO
No obstante, según se apuntaba al comienzo de este apartado, el error más grave de estos planteamientos, desde una perspectiva de fe, estriba en que pretenden para la mujer una misión eclesial que Jesucristo no le confirió: una pretensión basada en el convencimiento neognóstico de que los aspectos materiales de la personalidad humana no pueden contener una significación religiosa permanente ni, por tanto, una relevancia antropológica que encierre una significación salvífica decisiva.
En efecto, puesto que la diferencia sexual es una propiedad del cuerpo, si lo corpóreo se considera como antropológicamente irrelevante, el hecho de que el Salvador no incluyera a ninguna mujer entre sus Apóstoles no puede considerarse definitivamente vinculante ni que respondiera a una positiva y libérrima voluntad fundacional de Jesucristo; sino que ha de entenderse como una actitud fundacionalmente insignificante y condicionada por las circunstancias culturales del momento53. Por consiguiente, si la condición varonil no puede contener ningún significado intrínsecamente vinculado al ministerio apostólico, mantenerla actualmente como requisito para recibir este sacramento no sólo supondría una injusta discriminación eclesial de las bautizadas54, sino una postura anacrónica que desaprovecharía pastoralmente los avances culturales del tiempo presente.
Esta derivación teológica del feminismo dialéctico reclamaba la adecuada clarificación magisterial. Ésta se produjo durante el pontificado de Pablo VI, quien en 1976 mandó publicar la Declaración Inter insigniores. No obstante, la persistencia de esas propuestas requirieron, dieciocho años más tarde, una nueva intervención del Magisterio, esta vez directamente a cargo de Juan Pablo II, quien en su Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis confirmó el carácter definitivo -por pertenecer al depósito de la fe- de esta ininterrumpida praxis eclesial, profundizando en las ilustraciones antropológico-soteriológicas que ya se habían ofrecido en el pontificado de Pablo VI55.
En ocasiones anteriores, Juan Pablo II había señalado que la reivindicación para la mujer del ministerio ordenado proviene de una eclesiología errónea que desconoce que «la igualdad de los bautizados, una de las grandes afirmaciones del cristianismo, existe en un cuerpo variado en el que los hombres y las mujeres no desempeñan meramente papeles funcionales, sino arraigados profundamente en la antropología cristiana y en los sacramentos. La distinción de funciones no implica en absoluto la superioridad de unos sobre otros: el único don superior al que podemos y debemos aspirar es el amor (cf 1 Cor 12-13). En el reino de los cielos los más grandes no son los ministros, sino los santos (cf II, 6)» (Al 6º grupo de obispos USA en visita `ad limina´, 2.XII.1993, 6; cf CU, 35).
Es decir, el error principal de la postulación del sacerdocio ministerial femenino estriba en ignorar que el ministerio apostólico no es un mero `rol´ eclesial, sino una función eclesial que no puede ejercerse sin una especial configuración `sacramental´ con Cristo Cabeza y Esposo de la Iglesia, que -para ser expresada válidamente- requiere de quien la recibe una determinada condición ontológica -la condición masculina del Sacerdote eterno- que sólo poseen los varones. No se trata de que la condición femenina sea menos adecuada que la masculina para ejercer alguno de los roles eclesiales que se derivan del sacerdocio común que los cristianos reciben por el bautismo, sino de su inhabilidad ontológica para representar sacramentalmente a Jesucristo-varón: esto es, para ser un signo e instrumento adecuados de la segunda Persona divina en esa intransferible misión redentora suya que, para ser expresada adecuadamente también, llevó al Hijo de Dios a asumir una naturaleza humana masculina.
Según advierte Juan Pablo II, éste es el punto que no se puede comprender desde los planteamientos antropológicos que subyacen al feminismo dialéctico. Pues, si lo material es considerado como irrelevante desde el punto de vista antropológico, ¿cómo una cuestión tan material como la índole masculina o femenina del cuerpo humano puede contener una significación salvífica tan importante? Veamos por partes su enseñanza al respecto.
En la mencionada Carta Apostólica, el Papa explica que los planteamientos del feminismo teológico dialéctico trivializan el hecho de que Jesucristo no llamara al sacerdocio ministerial a mujeres ni confiriera a sus Apóstoles la facultad de hacerlo (cf OS, 4), porque no admiten que esa conducta del Señor responde a una expresa voluntad institucional que se deriva de la antropología teológica que quiso asignar a su Iglesia (cf OS, 2). En la raíz de esta trivialización se encuentra el erróneo dualismo neognóstico que está presente en los planteamientos racionalistas que, según se mostrará más adelante, inspiraron el feminismo dialéctico. Y así, al dar «por supuesto como cosa evidente que no necesita demostración ..., que la masculinidad de Jesús pertenece a su biología, pero no a su función de salvador» (A. Bandera, O.P., Redención, mujer y sacerdocio, Madrid 1995, 263), ese feminismo no ve inconveniente en que la mujer pueda ser llamada al ministerio ordenado.
De ahí que el Papa advierta también respecto de la trascendencia de este error que lleva, en el orden eclesiológico, a prescindir de la distinción de ministerios y funciones establecida por Jesucristo: lo más grave no son las falsas reivindicaciones y expectativas que ha creado, ni las insatisfacciones que ha producido respecto de la postura de la Iglesia, sino que conduce a socavar, por caminos similares a los que siguó el docetismo gnóstico (vt) la misma fe cristiana (cf JD al 6º grupo de obispos USA en visita `ad limina´, 2.VII.1993, 5).
¿Cómo la trivialización de la materia puede resultar compatible con una fe que afirma la dependencia de la presencia real de la Humanidad de Dios Hijo entre los mortales, de la conservación de las especies eucarísticas; o que cifra el inicio de la Redención en algo tan material como la maternidad biofísica de la Virgen María; y que presenta la resurrección corporal de Jesús de Nazaret como su máximo argumento de credibilidad; con una fe, en definitiva, que es consciente de que el desorden espiritual de la primera pareja trajo la enfermedad, el dolor y la muerte; y que asegura que la reconciliación de los humanos con el Padre no será completa hasta su consumación en la resurrección de la carne, aunque se obra ya en el tiempo presente mediante signos visibles sacramentales?
Una fe así, tan divinamente materialista, no puede menos que oponerse frontalmente a cualquier deformación gnóstico-espiritualista de la vida cristiana (cf EB, 113-116, 121-122), y afirmar que, si el Hijo de Dios es varón, y el sacerdocio ministerial constituye una configuración con Jesús que permite al presbítero «actuar en la persona de Cristo Cabeza» y Esposo de la Iglesia (PO, 2c), la pretensión del sacerdocio femenino, además de contradecir lo que la Iglesia ininterrumpidamente ha entendido que fue la voluntad constitucional de su Fundador, supone considerar como banal el hecho de que la Encarnación se ha realizado en una naturaleza humana varonil: «Cristo es el Esposo. De esta manera se expresa la verdad sobre el amor de Dios, `que ha amado primero´ (cf 1 Jn 4, 19)... El Esposo -el Hijo consustancial al Padre en cuanto Dios- se ha convertido en el hijo de María, `hijo del hombre´, verdadero hombre, varón. El símbolo del esposo es de género masculino. En este símbolo masculino está representado el carácter humano del amor con el cual Dios ha expresado su amor divino a Israel, a la Iglesia, a todos los hombres... El amor divino de Cristo es amor de Esposo» (MD, 25e).
Por eso, al salir al paso de ese error, Juan Pablo II se ha ocupado de ilustrar antropológicamente la convicción constante de la Iglesia acerca de que existe un significado soteriológico en el hecho de que el Salvador asumiera la condición sexual masculina. Posiblemente, la explicación teológicamente más pormenorizada que haya dado acerca de este punto, sea la siguiente:
«Si tratamos de comprender el motivo por el que Cristo reservó para los varones la posibilidad de tener acceso al ministerio sacerdotal, podemos descubrirlo en el hecho de que el sacerdote representa a Cristo mismo en su relación con la Iglesia. Ahora bien, esta relación es de tipo nupcial: Cristo es el Esposo (cf Mt 9, 15; Jn 3, 29; 2 Co 11, 2; Ef 5, 25), y la Iglesia es la esposa (cf 2 Co 11, 2; Ef 5, 25-27.31-32; Ap 19, 7; 21, 9). Así pues, para que la relación entre Cristo y la Iglesia se exprese válidamente en el orden sacramental, es indispensable que Cristo esté representado por un varón. La distinción de los sexos es muy significativa en este caso, y desconocerla equivaldría a menoscabar el sacramento. En efecto, el carácter específico del signo que se utiliza es esencial en los sacramentos. El bautismo se debe realizar con el agua que lava; no se puede realizar con aceite, que unge, aunque el aceite sea más costoso que el agua. Del mismo modo, el sacramento del orden se celebra con los varones, sin que esto cuestione el valor de las personas. De esta forma se puede comprender la doctrina conciliar, según la cual los presbíteros, ordenados `de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza de la Iglesia´ (PO, 2), `ejercen el oficio de Cristo, cabeza y pastor, según su parte de autoridad´ (ib., 6). También en la carta apostólica Mulieris dignitatem se explica el porqué de la elección de Cristo, conservada fielmente por la Iglesia católica en sus leyes y en su disciplina (cf 26-27)» (JG, 27.VII.1994, 5).
Aunque el texto es sobradamente expresivo, cabe glosarlo subrayando sus dos afirmaciones más ilustrativas, a saber, la pertenencia de la condición masculina a los aspectos imprescindibles -y, por tanto, inmutables- del signo sacramental del Orden ministerial, y las razones de conveniencia por las que el Redentor debía ser varón.
En relación a lo primero, el texto no sostiene que las peculiaridades psicosomáticas de la mujer le impidan ser apta para recibir el sacerdocio ministerial porque sean menos dignas que las correspondientes aptitudes masculinas; sino que afirma que su condición femenina no permite la peculiar configuración ontológica con Cristo-varón, que se realiza en el sacramento del Orden ministerial (cf MD, 26). Dicho de otro modo, la mujer no puede ser ministro ordenado porque para recibir válidamente el sacerdocio ministerial hay que poseer la condición masculina de Jesucristo; y no porque carezca de las virtualidades que ensalzan por igual a los hombres y mujeres, y que constituyen la razón por la que Jesucristo se hizo Sacerdote-Servidor de la Humanidad.
Por otra parte, el texto aclara que la razón por la que convenía que el Salvador se encarnara en una naturaleza masculina, se descubre al considerar que la salvación se realiza como una relación nupcial en la que Cristo desempeña el papel del esposo, al ocupar, como Redentor, el puesto de Cabeza de la Iglesia y de principio de su salvación. Por eso, como en la correlación sexual la masculinidad desempeña el papel de iniciativa, actividad y principio, convenía que fuera varonil la Humanidad de la Persona divina que había de revelar la iniciativa misericordiosa trinitaria -que «Dios nos amó primero» (1 Jn 4, 19)- y obrar nuestra redención, que es el principio en virtud del cual nuestros esfuerzos pueden resultar salvíficos.
A los humanos, en cambio, nos toca corresponder a esa iniciativa divina salvífica; cooperar con la gracia para que ese principio de salvación llegue a su término; aceptar esa oferta: actitudes, todas ellas, que, en la relación nupcial, son propias de la feminidad, y que, como consecuencia, nos constituyen por igual, a los varones y a las mujeres, a través de la comunión eclesial, en la Esposa de Jesucristo56.
Por eso, como en la correlación sexual la feminidad es término, respuesta y receptividad, la mujer está psicosomáticamente mejor predispuesta que el varón para adoptar en el orden espiritual la actitud requerida para la santificación57. Y así, posee en la economía de la salvación, como ya se ha señalado, un papel de ejemplaridad en la correspondencia al Amor trinitario: de hecho, la persona humana que mejor respondió a la gracia es una mujer, María Santísima.
De ahí la insistencia de Juan Pablo II en que la contemplación de la figura de María es el camino más adecuado para comprender el valor otorgado en el plan divino a la persona y a la misión de la mujer; y, como consecuencia, para promover un auténtico feminismo que no sólo enriquezca humanizadoramente todas las estructuras familiares y extrafamiliares de la vida social (cf EV, 99), sino que reconozca su primacía vocacional `carismática´ -esto es, en el orden de la santidad-, que le corresponde en la Iglesia por las especiales aptitudes personalistas que se derivan de su diferencial constitución psicosomática (cf MD, 29-30).
En efecto, si la consideración de que la «llena de gracia» es una mujer excluye atribuir a la condición femenina cualquier inferioridad, la dignidad de su misión resulta fuera de toda sospecha al percibir que, en la Alianza definitiva entre Dios y la humanidad, no fue un hijo sino una Hija de Sión la persona humana llamada a intervenir del modo más excelso de la historia de los hombres, dependiendo de su consentimiento esa transformación de todo el destino humano que obró el Hijo de Dios; o al comprender que fue una mujer la persona humana que más cooperó -con su actividad y su sacrificio femeninos- en la misión redentora del Salvador, tanto en su vida oculta como en su ministerio público (cf JG, 22.VI.1994, 6):