Autor: | Editorial:
Doble sentido amoroso de la inclinación sexual
DOBLE SENTIDO AMOROSO DE
LA INCLINACIÓN SEXUAL
«Onám derramaba en tierra el semen para que no nacieran hijos con el nombre de su hermano. Por lo cual Dios le hirió de muerte, en castigo de acción tan detestable» (Gen 38, 9-10)
Al tratar de las diferencias que existen entre la inclinación sexual del varón y la de la mujer, se ha apuntado que esta diversidad constitutiva se ordena a a su recíproca complementación. Pues bien, ahora conviene reparar en el sentido amoroso de esta complementariedad. Y esto se hará mostrando dos cuestiones, hoy especialmente oscurecidas, que resultan fundamentales para entender el sentido de la sexualidad: a saber, que la relación entre los sexos o se enfoca de modo amoroso, o resulta conflictiva; y que el carácter aptitudinalmente amoroso de la relación conyugal es inseparable de la segunda significación oblativa de la sexualidad: la apertura a la donación paternal o maternal. Dicho más brevemente, que la tendencia sexual es una inclinación amorosa y que, como tal, no se agota en la pareja.
Ambas propiedades son predicables de la sexualidad en general, es decir, están presentes en la sexualidad humana y en el sexo de los restantes vivientes corpóreos. No obstante, por tratarse de un estudio antropológico, este doble sentido amoroso de la inclinación sexual será tematizado aquí teniendo en cuenta las peculiaridades personalistas que le advienen en el nivel humano y que no existen fuera de este orden. Por eso, en las páginas sucesivas aparecerán diversas derivaciones de esta doble propiedad genérica de lo sexual que, según se desprende fácilmente del contexto correspondiente, sólo son aplicables a la sexualidad humana y no tienen sentido en el orden animal y vegetal, donde las relaciones sexuales son meramente conjuntivas y no comunionales (vt).
Estas características de la sexualidad contienen una importante trascendencia pedagógica y ética. En efecto, entender el `idioma de la sexualidad´ es indispensable, en el orden pedagógico, para no reducir la educación sexual a una mera información fisiológica del sistema reproductor; sino para concebirla como una enseñanza que se ordena a poner al educando en situación de comprender el sentido amoroso que se encierra en la inclinación sexual, así como la imposibilidad de hacer efectiva esa tensión amorosa sin secundar la orientación natural de los sexos a su conjunción profunda aptitudinalmente procreativa (cf SH, 11).
Desde el punto de vista ético, la comprensión de estas propiedades permite entender que los impulsos sexuales, en su despliegue natural, no contienen ninguna significación utilitarista o hedonista porque, tanto en el orden humano como fuera de éste, se dirigen al placer no como a un fin sino como a una consecuencia de los fines a que se ordenan. Además, captar que un acto psicosexual o biosexual no puede ser amoroso si es despojado de su aptitudinal estructura interna unitiva y procreativo-educativa, no sólo permite discernir con soltura cuándo una actividad sexual es recta o desordenada, sino que hace posible que ese discernimiento sea entendido por el interesado de una manera positiva.
En efecto, entender que la licitud o ilicitud de una acción provienen, respectivamente, de la concordancia o discordancia que ella posea respecto de la ordenación natural de la sexualidad, es lo que posibilita adoptar una actitud ética no represiva. Pues permite comprender que la privación arbitraria de uno de los dos aspectos de la sexualidad -el conyugal o el procreativo- afectaría al otro e imposibilitaría la realización sexual de la persona, el ejercicio satisfactorio de su condición masculina o femenina.
Dicho de otro modo, aprender el `lenguaje del cuerpo´ es importante porque pone a la persona en condiciones de captar el doble sentido que encierra la célebre exhortación paulina: «No hagamos el mal para que venga el bien» (Rom 3, 8), a la que tan ampliamente se refiere Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor: su sentido moral y su sentido pragmático. Es decir, permite entender en esa exhortación del Apóstol no sólo una afirmación de que no debemos pretender bienes obrando mal, en cuanto que la bondad de las intenciones nunca puede justificar la inmoralidad de los actos que se realicen para hacerlas efectivas; sino también una advertencia acerca de que tampoco podemos obtener el bien obrando mal, puesto que el desorden del acto realizado impediría lograr el bien que se pretende; y que, por tanto, el obrar inmoral nunca es un camino para algo enteramente satisfactorio.
En síntesis, ésas son las cuestiones que se desarrollarán en este capítulo. En él se indicará qué actitudes psicosexuales y qué conductas biosexuales son rectas y cuáles no lo son, explicando las razones que justifican cada parecer. Pero antes se habrá mostrado que un afecto o un acto sexual es recto o no según contenga los elementos necesarios para ser amoroso, o carezca de ellos; y que, por ese motivo, sólo puede resultar humanamente gratificante una vida sexual éticamente bien planteada.
1. LA DONACIÓN CONYUGAL Y PROCREATIVA, IMPRESCINDIBLES PARA QUE
LA DIVERSIDAD SEXUAL NO RESULTE DIALÉCTICA
Fuera del orden humano, es fácil reconocer que la relación entre los sexos es doblemente donativa: con su complementación mutua se ayudan instintivamente a realizarse como macho y hembra, así como a proteger a la prole. Pero los humanos no contamos con un instinto que diriga nuestras aspiraciones esponsales y parentales de modo acorde con su natural ordenación donativa o amorosa. Por eso, no sólo es posible desvirtuarlas, buscando el placer venéreo o erótico sin atender amorosamente a la pareja, o pretendiendo satisfacer los deseos de paternidad o maternidad sin tratar respetuosamente a los hijos; sino que cabe intentar justificar esas actitudes postulando que no es antinatural buscar como fin el placer venéreo y erótico o la satisfacción paterna o materna, y que, por tanto, el hedonismo sexual es una opción plausible y tan válida como la amorosa para la propia realización masculina o femenina.
Tal vez el modo más sencillo de refutar estos planteamientos y hacer ver que la sexualidad humana no está programada hedonistamente sino de forma amorosa, sea mostrar que las relaciones entre el varón y la mujer, así como entre padres e hijos, no funcionan cuando se desatiende su dimensión donativa y los interesados sólo se preocupan de su propio beneficio. Ahora bien, si parece fácil reconocer que las relaciones de los padres con los hijos, cuando están presididas por el egoísmo, se vuelven conflictivas porque su diversidad intergeneracional genera una distancia que resulta insalvable sin amor; en cambio, no es tan inmediatamente evidente que suceda lo mismo entre el varón y la mujer.
En efecto, como el varón y la mujer son y se perciben mutuamente como recíprocamente complementarios, cada uno puede pensar que es posible aprovechar hedonistamente las complementarias aptitudes del otro sin necesidad de entregarle las propias ni de integrarse con él para atender a los hijos. Por eso, al mostrar ahora que los impulsos sexuales contienen por naturaleza un sentido amoroso, nos centraremos sobre todo en las relaciones intersexuales, dando por sobrentendido lo concerniente a las relaciones intergeneracionales de padres e hijos.
a) EL HEDONISMO CONVIERTE LA COMPLEMENTARIEDAD DEL VARÓN Y LA MUJER EN INCOMPATIBILIDAD SEXUAL
Se puede comprender fácilmente el carácter aptitudinalmente amoroso -esto, es donativo y no utilitarista- de la relación entre los sexos complementarios, simplemente considerando sus diferentes pretensiones constitutivas. En efecto, como ya se ha mostrado, el contenido potencial de la masculinidad y de la feminidad son distintos: el varón posee una estabilidad y fortaleza que se ordenan primariamente a la esposa y secundariamente a los hijos (a la mujer y, a través de ella, a los hijos); en cambio, la mujer es capacidad de acogida y ternura ordenadas primariamente a los hijos y secundariamente al varón (a los hijos, por el varón).
Primariamente, el varón es esposo, y ella es madre. En esto divergen, no coinciden. Y por eso, sólo pueden acoplarse y complementarse si ambos se comportan amorosamente, es decir, si cada uno pone a disposición del otro aquello en que es requerido. Pues entonces no sólo encuentran lo que les falta a cada uno -al varón, la esposa; a la mujer, el padre o marido-, sino que además descubren una dimensión en que coinciden -su ordenación a los hijos-, encontrando un elemento de unión -la prole- que les funde en un interés común (cf JG, 22.VI.1994, 4).
En cambio, cuando el egoísmo les lleva a descuidar la atención de las preferencias del otro, esta relación entre personas que tratan de utilizarse hedonistamente desde el punto de vista sexual, resulta conflictiva. Su diversidad sexual, que podría llevarles a complementarse si respetaran su orientación donativa, les convierte en sexualmente incompatibles. Pues, al pensar sólo en sí mismos, él buscará como compañera sexual a alguien que intencionalmente se siente reductivamente madre. Y ella buscará como padre, pidiéndole una dedicación prioritaria al hogar, a quien intencionalmente se siente reductivamente esposo. Lo cual se agrava cuando el hedonismo les lleva a excluir además su total unión conyugal y la consiguiente apertura a la fecundidad; pues al apagarse en la mujer su primaria condición maternal, que es lo que más la predispone a comportarse como esposa, se encontrará cada vez menos dispuesta a ser utilizada por el varón: «Cuando la pareja rechaza colaborar con Dios para transmitir el don de la vida muy difícilmente tiene en sí los recursos necesarios para alimentar su entendimiento recíproco» (JD a las familias en Asti, Italia, 25.IX.1993, 2).
Es decir, la ausencia de la doble actitud donativa -conyugal y procreativa- ocasiona que los esposos conviertan su convivencia sexual en una relación discordante que se resiste a sus recíprocas pretensiones. El varón no encontrará a la esposa, ni la mujer al padre. Se constituyen así en dos fuerzas divergentes y encontradas que, además, por su cerrazón a la fecundidad, han renunciado a lo que podría servirles de elemento de unión: los hijos. La relación sexual deja entonces de entenderse como amorosa o dialógica y se transforma en una confrontación dialéctica. Cada sexo deja de aparecer ante el otro como `complementario´, y se convierte en su sexo `opuesto´. Y se origina entre ellos una discordancia que suele conducir a tres derivaciones patológicas: a la homosexualidad, puesto que la afinidad es más apta que la diversidad para satisfacer deseos egoístas; y a que la violencia -en forma de sadismo o de masoquismo- se convierta en elemento imprescindible para la satisfacción venérea.
Estas consideraciones manifiestan que las paradojas de la sexualidad no se solucionan más que enfocando las relaciones conyugales como una búsqueda de ayuda al cónyuge en sus funciones propias. Pues cuando el varón procura ayudar a la mujer en su maternidad, se la encuentra como esposa encantadora. Y cuando ella procura agradarle como esposa, se lo encuentra como marido o compañero de su maternidad. Es decir, estas paradojas demuestran que la masculinidad y feminidad resultan complementarias sólo en una relación amorosa; pero que, en una relación egoísta, se convierten progresivamente en incompatibles; con aquella incompatibilidad que experimentó la primera pareja humana al cometer el pecado original: «La diversidad, o sea, la diferencia de sexo masculino y femenino, fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas; así viene atestiguado por la concisa expresión de Gen 3, 7: `vieron que estaban desnudos´, y por su contexto inmediato» (JG, 4.VI.1980, 2).
b) INTEGRACIÓN AMOROSA DE LA DIVERSIDAD SEXUAL
Por esto, para adquirir la madurez sexual, más importante aun que conocer las peculiaridades psicobiológicas de la masculinidad y feminidad, es entender su sentido donativo o amoroso: que sólo con una actitud generosa la convivencia conyugal enriquece mutuamente, porque sólo entonces se hace posible que cada uno procure poner al servicio del otro los valores propios y corregir los propios excesos, así como valorar y fomentar las virtualidades del sexo complementario y disculpar sus deficiencias, sin sentirse desconcertado ante sus reacciones y sabiendo interpretarlas adecuadamente.
En efecto, con generosidad cada cónyuge se pone en condiciones de esforzarse en tener en cuenta los aspectos psicológicos del sexo complementario, que tiende a minusvalorar y que son precisamente los más determinantes de su personalidad sexual; y de disculpar sus defectos más comunes. El varón conseguirá no olvidar que, al buscar una pareja, antes que la futura esposa debe buscar una buena madre. Y, una vez casado, será capaz de valorar su labor maternal y de no quejarse de sus deficiencias como esposa, sino más bien ayudarle a serlo. Por su parte, la mujer tendrá muy presente que, más que un padre o marido, ha de buscar al esposo que le ayude a ser buena madre; en lugar de pretender absorberle exigiéndole una dedicación cuasi-exclusiva al hogar, que, en todo caso, sería propia de la madre y no del padre, sabrá valorar su sacrificio fuera del hogar, consciente de que ésa es la primera manera de ayudarle a ella a ser madre; y procurará motivarle en los asuntos domésticos, atrayéndole hacia éstos con sus recursos esponsales.
En el orden biosexual, la generosidad permite también a los esposos tener en cuenta que los ritmos del proceso que conduce a la satisfacción venérea de cada uno son diferentes y contienen unas connotaciones emotivas diversas: que el varón es más sensual y la mujer, más afectiva y sensible; que él tiende a buscarla, y ella, a atraerle; que él es más impulsivo y activo, y ella es más receptiva y prefiere ser conquistada; y que sólo atendiendo a esas diferencias y procurando satisfacerse mutuamente, conseguirán acoplarse debidamente. Pues cuando el varón rodea su entrega conyugal del afecto que la mujer necesita para motivarse, consigue que la biosexualidad de su esposa se haga receptiva; y, al estar dispuesto a consumar la unión biofísica que puede convertirla en madre, contribuirá a que el organismo de su mujer reaccione adecuadamente, facilitándole a él su satisfacción venérea. Y otro tanto le sucederá a la mujer, no sólo porque, como es obvio, no podría concebir sin comportarse maritalmente como esposa; sino porque conseguirá contar con la ayuda de su esposo atrayéndole precisamente mediante su esmero en el cuidado de sus virtualidades femeninas.
Parece clave, por tanto, aprender a interpretar rectamente los impulsos de la afectividad sexual y de la facultad generadora, encauzándolos hacia la doble finalidad amorosa -esponsal y parental- que constitutiva e intrínsecamente contienen. Cada cónyuge debe aprender a ver en sus propios impulsos sexuales una llamada a la paternidad o maternidad y un requerimiento hacia la realización amorosa conyugal del propio ser. Ha de entenderlos como inclinación a darse plenamente al otro cónyuge y a hacerle feliz, y a dar juntos a otros seres lo que él y ella son; y no a buscarse una satisfacción egoísta que prescinda del bien del sexo complementario, o que instrumentalice a los hijos o los busque para disfrutar de ellos. Asimismo, ha de entender las peculiaridades del otro sexo como virtualidades que se han de respetar, las complementarias del propio sexo para la propia realización sexual; que no son valores para consumir, sino para compartir, aportando cada uno los suyos en orden a complementarse recíprocamente en una comunión interpersonal que cree el clima adecuado para una procreación y educación de la prole que sean verdaderamente humanas (cf C. Caffarra, SIDA: aspectos éticos generales, `Dolentium hominum´ V, 13, 1990, 70).
Al mismo tiempo, cada cónyuge ha de comprender que desear el propio gozo sexual conyugal no es malo, siempre y cuando se busque sólo como una consecuencia de la propia entrega conyugal y no se convierta en un objetivo que se se antepone a los valores de los que por naturaleza debe derivarse, y se pretende excluyendo éstos: esto es, no pretendiéndolo al margen de la unión aptitudinalmente procreativa ni de la satisfacción del otro cónyuge, sino entendiéndolo como un `don´ con el que Dios ha querido premiar, a cada cónyuge a través del otro, su generosidad conyugal y que, por tanto, sólo es lícito desear como derivación de una entrega esponsal total y efectiva, abierta a la fecundidad.
Así lo manifiesta el hecho, tan significativo, de que el Creador haya vinculado la plenitud del placer venéreo al cumplimiento del aspecto sexual que suscita en cada uno un interés secundario: que, en el caso del varón -para quien su interés esponsal prevalece sobre su interés procreativo-, acompañe a la emisión de sus gametos; y que esto no suceda en el caso de la mujer, cuyo interés maternal es predominante, sino que dependa de su acogida al cónyuge. Y por eso cabe suscribir, aplicándola también a la mujer, la siguiente afirmación de G.K. Chesterton, con la que este autor advierte sabiamente que el éxito matrimonial es algo que cada cónyuge encuentra cuando se trasciende a sí mismo como fin y se entrega al otro: «Muchos hombres han tenido la suerte de casarse con la mujer que aman (que les agrada). Pero tiene mucha más suerte el hombre que ama a la mujer con la que se ha casado» (cit. por `Atlántida´ 4, 1993, 147).
Además, cuando se viven así las relaciones sexuales interpersonales, el respeto al cónyuge se prolonga en el respeto a los hijos. Pues, de igual manera que no buscarán la satisfacción sexual como un objetivo que se pretende por sí mismo, tampoco perseguirán la satisfacción procreativa como un objetivo hedonista. Pues los esposos comprenderán que no se debe querer tener hijos para disfrutar de ellos, ni valorar el tenerlos en la medida en que interesen, evitándolos a cualquier precio, o pretendiéndolos a toda costa. Habrán entendido que ser procreador -padre o madre- ni es un disvalor ni es un derecho, sino un regalo que -como la satisfacción conyugal psíquica y física- se recibe del Creador a través del cónyuge.
2. INDISOCIABILIDAD DE LOS ASPECTOS UNITIVO Y PROCREATIVO DEL AMOR SEXUAL
Se acaba de mostrar que la tendencia sexual humana está constitutivamente ordenada a la donación conyugal y parental y que, por ello, es preciso secundar esta orientación natural si se quiere que las diferencias sexuales se complementen en una comunión interpersonal enriquecedora para los esposos y para los hijos. Sin embargo, para completar esta explicación sobre el sentido amoroso de los impulsos sexuales, es preciso mostrar también que estos dos aspectos oblativos de la inclinación sexual -la donación conyugal y la donación parental- son aptitudinalmente indisociables (cf HV, 12).
Advertir esta indisociabilidad tiene su importancia en orden a reconocer el hedonismo que se encierra en ciertos planteamientos que postulan la legitimidad de las relaciones sexuales contraceptivas o de la procreación que no es fruto de la unión conyugal, aduciendo que estas conductas pueden ser plausibles, como expresión de afecto al cónyuge, en el primer caso, o como medio para satisfacer un laudable deseo de paternidad o de maternidad, en el segundo. Pues esta justificación presupone que se ignora no sólo el egoísmo que entraña la disociación de lo unitivo y lo procreativo en la sexualidad, sino la necesidad de que los afectos sexuales subjetivamente donativos se expresen con actos biosexuales objetivamente amorosos.
Por eso es preciso mostrar en primer lugar que la verdadera unión amorosa biosexual entre los cónyuges no puede producirse sino a través de actos aptitudinalmente procreativos, y que la procreación no puede ser auténticamente humana si no procede de una unión de gametos que sea la consumación del natural proceso de conjunción biosexual, ejercido por los conyuges en su integridad. Ambas cuestiones deben ser advertidas tanto por el varón como por la mujer. No obstante, teniendo en cuenta sus diferentes predisposiciones primarias -la esponsal y la maternal, respectivamente-, él tendrá que esforzarse más para no descuidar la dimensión procreativa o paternal de sus impulsos sexuales, y ella, el aspecto unitivo o esponsal de su feminidad.
En segundo lugar, es preciso comprender este `lenguaje del cuerpo´ para no estropear las buenas relaciones afectivas de una pareja con actos biosexuales egoístas. Pues de poco serviría saber que el sexo no resulta satisfactorio más que ejercitándolo de manera objetivamente amorosa, si se ignorara qué actos biosexuales pueden expresar objetivamente el verdadero amor psicosexual y se consideraran objetivamente amorosos actos que, aun cuando se realizasen con una motivación subjetivamente donativa, instrumentalizan hedonistamente a otra persona en el orden objetivo, como sucede en la contracepción, la homosexualidad y la FIVET: «La sexualidad -advierte Juan Pablo II- constituye un lenguaje al servicio del amor ...; posee una típica estructura psicológica y biológica, cuyo fin es tanto la comunión entre un hombre y una mujer como el nacimiento de nuevas personas ... Gracias a esa verdad, perceptible también a la luz de la razón, son moralmente inaceptables el llamado `amor libre´, la homosexualidad y la anticoncepción. En efecto, se trata de comportamientos que falsean el significado profundo de la sexualidad y le impiden ponerse al servicio de la persona, de la comunión y de la vida» (JA,, 26.VI.1994, 2) y que, por lo tanto, no sólo son inmorales sino que tampoco pueden resultar humanamente gratificantes.
Sólo discerniendo cuándo un acto biosexual es interna u objetivamente amoroso y cuándo es egoísta se puede entender que, por mucha importancia que se otorgue a las intenciones de la persona, no cabe obviar el significado interior de los actos mediante los cuales se pretende realizar esas intenciones: «No se puede prescindir del cuerpo y destacar la psique como criterio y fuente de moralidad: el sentir y el desear subjetivos no pueden dominar y desatender las determinaciones objetivas corpóreas» (AS, 41). Al contrario, precisamente porque las intenciones son importantes desde el punto de vista personal, resulta imprescindible que éstas se expresen con actos que no sean discordantes respecto de la inclinación amorosa y la dignidad personal del individuo: pues, si lo fueran, afectarían negativamente a la condición amorosa y personal de esas intenciones, desnaturalizándolas progresivamente.
En efecto, el ser humano puede desnaturalizarse en su obrar, es decir, adoptar decisiones contrarias a la ordenación natural impresa por Dios en su naturaleza. Pero no puede conseguir que los actos así desnaturalizados no se conviertan en fuente de problemas. Pues como el querer humano no tiene poder sobre el ser de las diferentes dimensiones de su personalidad, está abocado a la frustración cuando no respeta y secunda la ordenación natural de cada una de ellas. Concretamente, el ser humano, por ser imagen del Dios-Amor, está llamado a realizarse amorosamente, a ejercer el amor con todas las dimensiones de su ser. Por eso, para alcanzar su plenitud no bastaría que realizase actos espirituales que sean amorosos. Ni bastaría que sus actos corporales psicoafectivos poseyeran el carácter donativo y unitivo que convierten en amorosa una acción psíquica. Es preciso además que este amor psicoespiritual se exprese también mediante actos corporales biofísicos que sean internamente unitivos y donativos, es decir, biofísicamente amorosos.
Cada persona es una unidad en la que existe como una interrelación orgánica entre sus diferentes dimensiones. Esta conexión funcional, que es expresión y consecuencia de la unicidad de su principio vital, da lugar a constantes influencias entre los distintos órdenes de la personalidad (cf AS, 104). Y estas influencias se producen no sólo en el sentido de que las superiores influyan en las inferiores; sino también en el sentido inverso. Por eso no sólo se desordenaría lo biofísico si la afectividad se desviara, sino que todo desorden en la conducta exterior repercute negativamente en la afectividad, predisponiéndola al egoísmo.
De ahí la importancia de comprender el `lenguaje del cuerpo´ en orden a expresar adecuadamente el afecto, con el convencimiento de que los actos biosexuales desviados, aunque se realicen con una `intención´ afectiva amorosa, no son `objetivamente´ donativos y, por ello, desvirtúan -por la correlación existente entre la biosexualidad y la afectividad sexual- el afecto recto con que los novios o esposos puedan realizar esos actos, sofocándolo progresivamente; y como consecuencia, al llevarles a considerar admisible una actividad biosexual no totalmente unitiva ni comprometedora, les predisponen a mantener ese mismo tipo de relaciones con otras personas en cuanto surjan entre ellos desavenencias afectivas.
a) REQUISITOS PARA QUE SEAN AMOROSAS LAS EXPRESIONES BIOSEXUALES DEL AMOR PSICOSEXUAL
Bastaría la consideración meramente fenomenológica de la sexualidad para percibir como un hecho incontestable que, en todos los niveles de la creación corpórea, la unión de los sexos complementarios es aptitudinalmente fecunda. En efecto, la sexualidad dispone a todos los vivientes diferencialmente sexuados, a una relación, no ya con uno, sino con otros dos individuos de la especie: al padre, respecto de la madre y de la prole; a la madre, respecto del padre y de la prole; y a ésta, respecto del padre y de la madre. Y así sucede también en el orden humano, como lo manifiesta el hecho de que «los actos con los cuales los cónyuges realizan plenamente e intensifican su unión son los mismos que generan la vida y viceversa» (AS, 16).
Es evidente por tanto, desde el punto de vista fenomenológico o descriptivo, que la relación conyugal no es de suyo una relación bilateral, sino constitutivamente ternaria. Tan evidente es que hasta Sigmund Freud lo reconoce abiertamente: «Es una característica común de toda perversión sexual el hecho de que en ellas la reproducción como fin está excluída. Es éste el criterio mediante el cual juzgamos si una actividad sexual es perversa: si en sus objetivos prescinde de la reproducción y persigue una gratificación independiente de aquélla» (cit. por C. Caffarra, SIDA: aspectos..., 71).
Parece claro, pues, desde esta mera perspectiva fenomenológica, que «en el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro» (JG, 22.VIII.1984). No obstante, conviene examinar más detenidamente esta indisociabilidad natural de lo esponsal y lo parental, a fin de destacar sus dos principales consecuencias éticas: que la cerrazón a la fecundidad impide a los cónyuges unirse plenamente y entregarse sin reservas; y viceversa, que la pretensión de satisfacción parental al margen de la unión conyugal tampoco es verdadera donación a los hijos.
En el epígrafe anterior, estas exigencias éticas ya han aparecido como intrínsecamente implicadas en el sentido amoroso de la tendencia sexual, al mostrar que la donación conyugal masculina se continúa en la donación paternal y que la donación materna femenina presupone su donación esponsal. Pues bien, comprender esto último, esto es, que no existe auténtico amor parental si se realiza la procreación prescindiendo de alguno de los elementos integrantes de la unión conyugal, requiere reparar en que esta conducta atenta contra el respeto que, como persona, el hijo merece. Pues entraña un ensañamiento reproductivo que le priva «de su derecho a nacer de un acto de amor verdadero y según los procesos biológicos normales, y así queda marcado desde el comienzo por problemas de orden psicológico, jurídico y social que lo acompañarán durante toda su vida» (JA, 5.VIII.1994).
Los esposos no tienen, pues, derecho a realizarse parentalmente a costa de los derechos del hijo. Y por eso no deben pretender procrear prescindiendo de su unión marital. Pues sólo ésta, en cuanto constituye la dimensión biofísica de su amor conyugal, es el cauce adecuado para el origen de un ser que, por su dignidad personal, debe ser objeto de amor y nunca tratado como un objeto. Y porque sólo ella es capaz de reflejar aquella unidad originaria con que fueron creados el varón y la mujer, en la que, según advierte Juan Pablo II, Dios ha establecido que esté enraizado el origen de cada nuevo ser humano, a fin de que, cada vez que los esposos actualicen esa unidad, recuerden el misterio del amor divino que creó al ser humano y que a través de esta unidad se renueva (cf JG, 21.XI.1979, 4).
Por lo demás, conviene tener en cuenta también que intentar ser padres por estos caminos es no sólo una pretensión éticamente inadmisible, sino antropológicamente imposible. Pues, cuando se procrea un ser humano de forma artificial, aunque los interesados hayan satisfecho sus deseos, sin embargo no han conseguido llegar a ser padres `humanos´, ya que la persona así procreada no procede de un acto de amor biosexual de sus padres `genéticos´ ni de una actitud psicosexual de éstos que sea respetuosa con el `hijo genético´ ni, desde luego, con los embriones que hayan muerto en el proceso. Es decir, en este aspecto de la sexualidad sucede algo similar a lo que acontece, en sentido inverso, cuando los esposos pretenden expresarse su amor con actos anticonceptivos: que no consiguen hacer efectivos sus deseos por pretender realizarlos mediante actos objetivamente desnaturalizados.
En efecto, la conducta anticonceptiva es éticamente inadmisible porque se opone al doble sentido amoroso de la inclinación biosexual. Pues no sólo contradice la ordenación natural de la relación conyugal a ser fuente de la vida humana, como es obvio; sino que también impide la donación entre los cónyuges, al sustituir su unión por un contacto meramente hedonista: cuestión ésta, que suele subrayarse menos a menudo y que, sin embargo, parece oportuno destacar porque no es infrecuente que se considere justificada la contracepción como medio de salvaguardar el amor y la unión de los esposos cuando éstos piensan que no deben tener más hijos.
Según estos planteamientos, la contracepción sería una práctica inmoral cuando respondiera a una motivación egoísta; pero no lo sería de suyo -siempre y en cualquier circunstancia- porque esta conducta, a pesar de carecer del significado donativo parental de la relación biosexual, mantendría la significación amorosa esponsal de ésta en cuanto que permitiría la recíproca satifacción venérea de los cónyuges: esta relación biosexual light, aunque no les compenetraría de forma total, al menos les uniría parcialmente, pues entrarían en contacto físico mutuo y, a través de él, se darían placer; y en consecuencia, habría de ser considerada como una válida expresión biosexual del amor psicosexual.
Este modo de entender la cuestión no parece ajustarse a la realidad, puesto que el contacto biosexual o es total o no es unitivo ni recíprocamente donativo. En efecto, el contacto sexual no consumado no es verdaderamente donativo porque el placer que cada uno provoca al otro, con independencia de que sea pretendido o no con una intención utilitarista, al derivarse en este caso de un acto desnaturalizado, no puede considerarse como un bien y, por tanto, otorgarlo no sería un beneficio: como satisfacer un capricho perjudicial ajeno no sería beneficiar a quien lo pide.
Además, el contacto sexual contraceptivo tampoco es propiamente unitivo porque quienes lo efectúan están juntos sin que nada de uno quede unido a algo del otro, comprometiéndoles recíprocamente. En efecto, la mera consecución del placer no es una vivencia que, de suyo, pueda resultar unitiva. Pues el placer -sea biofísico, psíquico o espiritual- es un acto inmanente, esto es, intransferible, que no puede compartirse. Y por eso el placer no une a las personas más que cuando se procura como derivación de una acción íntimamente donativa y unitiva. En cambio, si ésta falta, el placer las encierra en su soledad egoísta: incluso cuando, para conseguirlo, hayan tratado de producírselo a la persona mediante la cual se pretendía obtenerlo.
Por eso cuando el acto biosexual -con que los cónyuges pretenden expresarse su afecto recíproco y satisfacerse recíprocamente en el orden venéreo- no es aptitudinalmente procreativo, tampoco puede resultar unitivo ni recíprocamente donativo. Esto no quiere decir que la unión recíproca del hombre y la mujer tenga «como fin solamente el nacimiento de los hijos, (puesto) que es, en sí misma, mutua comunión de amor y de vida. Pero (para que lo sea) siempre debe garantizarse la íntima verdad de tal entrega... La persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de `placer´. La persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona» (CF, 12).
Resumiendo, la relación sexual light es antinatural no sólo por estar privada del significado procreativo inherente a la inclinación sexual, sino porque carece de significación unitivo-donativa. Y como consecuencia, no es apta para expresar el amor. Con esta afirmación no se prejuzga que no pueda existir amor psicosexual entre las personas que mantienen ese tipo de contactos biosexuales objetivamente egoístas. Lo que se afirma es que ese tipo de actos, aunque por ignorancia puedan ser realizados por amor, no pueden formar parte de las realidades que expresen su afecto recíproco o que les ayuden a consolidarlo; sino que, muy al contrario, independientemente de las intenciones con que se realicen, por su entraña objetivamente egoísta contribuyen a desnaturalizar en sentido hedonista y utilitarista el amor que puedan profesarse en el orden afectivo.
Es decir, lo que se afirma es que los esposos nunca llegarían a amarse si se cerraran en sí mismos, puesto que su unión afectiva tiende espontáneamente a expresarse en su total unión biosexual, y ésta a su vez se ordena de suyo, interna y naturalmente, a ser fuente de una nueva vida humana; que se equivocarían si consideraran a los hijos como unos intrusos que vendrían a disturbar las relaciones afectivas de la pareja. La prole es parte del don que cada cónyuge hace al otro, «un don para ambos: un don que brota del don» (JD, 17.X.1989, 5) que se hacen mutuamente los esposos; un regalo o bendición divina que viene a sumarse a la que Dios ya hace a cada uno a través del don de su cónyuge (cf CF, 11; Ps 127, 3 y 128, 3-4). Por el contrario, es la exclusión de la fecundidad lo que impediría a los esposos consumar su afecto y lo que lo desnaturalizaría progresivamente en sentido hedonista y utilitarista.
b) LA ANALOGÍA QUE EXISTE ENTRE EL AMOR SEXUAL Y EL AMOR DIVINO SUBRAYA LA INDISOCIABILIDAD NATURAL QUE EXISTE
ENTRE EL ASPECTO ESPONSAL Y PARENTAL DE LA INCLINACIÓN SEXUAL
Estas consideraciones muestran que la mera comprensión antropológica del significado natural de la sexualidad constituye un fundamento racional suficiente de la necesidad de ajustar su ejercicio a las susodichas exigencias éticas, si se pretende que éste se adecúe a la orientación natural del sexo y, derivadamente, pueda resultar humanamente satisfactorio. No obstante, para entender mejor que el amor al cónyuge no sería real si no se prolongara en la apertura a la fecundidad, parece conveniente subrayar esta indisociabilidad de los aspectos conyugal y parental de la relación sexual natural, recurriendo al modelo amoroso perfecto, del que la sexualidad es su analogado más elemental: el Amor trinitario.
Así lo ha hecho Juan Pablo II, siguiendo en su itinerario teológico el procedimiento pedagógico de la sagrada Escritura, donde se revela que el ser humano, como aparece ya en los dos primeros capítulos del Génesis, es imagen y semejanza del Ser trinitario en cuanto varón y varona tomada del varón (cf Gen 1, 26-27; 2, 23), y por tanto también en cuanto ordenados a los hijos que proceden de ambos. En efecto, glosando el texto bíblico: «Y exclamó Adán: Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne: ha de llamarse, pues, varona (ishsháh), porque del varón (ish) ha sido sacada» (Gen 2, 23), el Pontífice explica que esta denominación permite entender que en la relación sexual al varón corresponde un papel paternal respecto de la mujer, que es similar al que ambos adoptan respecto del hijo procreado por ellos: esto es, cuando «dan comienzo a un ser semejante a ellos, del que pueden decir juntos que `es carne de mi carne y hueso de mis huesos´ (Gen 2, 23)» (JG, 26.III.1980, 3), que es lo que el primer varón exclamó ante la primera mujer cuando Yahveh se la puso delante.
De ahí que el hombre, la mujer y la prole, aunque en el orden espiritual son igualmente hijos del Padre y -como consecuencia- hermanos entre sí (cf JG, 14.XI.1979, 1 y 13.II.1980, 5); no obstante, en el plano de la comunión sexual, guarden entre sí -como varón, varona y descendencia de ambos- análogas relaciones a las que en la Comunión trinitaria desempeñan respectivamente el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pues, según se advierte al comparar las propiedades de las Personas divinas con las peculiaridades diferenciales del varón y la mujer, hay una correspondencia entre la condición personal del Padre y del varón (Aquél vive para el Hijo y -con Él- para el Espíritu Santo, como el hombre para la hembra y -con ella- para los hijos), entre la del Hijo y la varona (Aquél vive por el Padre y -con Él- para el Espíritu Santo, como la mujer por el varón y -con él- para los hijos), y la del Espíritu Santo y la prole (Aquél vive por el Padre y el Hijo, como los hijos por el varón y la mujer)58.
Como puede apreciarse, esta consideración de la comunión familiar humana desde la Comunión amorosa que es su modelo y origen, resulta muy útil para comprender que el amor es un asunto de tres, pues ilustra trascendentalmente la indisociabilidad aptitudinal que se percibe fenomenológicamente en los sentidos unitivo y procreativo de la sexualidad. Y así, al contemplar la inclinación sexual a la luz de su modelo trascendente, se entiende que el ejercicio de la sexualidad no es amor si no se ordena a la constitución de esa comunión trinitaria que debe existir entre el varón, la varona y la descendencia de ambos (cf MD, 7b y f). Pues el amor o incluye a tres o no es amor, ya que la esponsalidad no es una relación que consista en la sola referencia al cónyuge, sino que se consuma en el acto aptitudinalmente procreador.
Asimismo, examinando la convergencia que existe entre el subordinacionismo cristológico de Arrio (cf CEC, 465) y el subordinacionismo femenino, se descubre que tienen en común idéntica raíz: la mentalidad dialéctica del egoísmo materialista, que no concibe una comunión total entre dos personas, ni entiende que puedan distinguirse sin oponerse dialecticamente. Y, por eso, al tiempo que, en el orden de la igualdad, sustrae al Hijo su consustancialidad con el Padre y, a la mujer, la idéntica dignidad personal que comparte con el varón; en el plano de la diversidad, atribuye la distinción entre las Personas divinas a una relación de oposición dialéctica y habla de sexos opuestos.
Este egoísmo hedonista es también lo que incapacita para comprender tanto que la Paternidad y la Filiación divinas serían inconcebibles si no se prolongaran en la Co-espiración de la tercera Persona -lo que ignora el error de Macedonio (cf CEC, 245)-; como que la comunión sexual no existiría si excluyera la apertura a la procreación de los hijos, cuestión que es ignorada por la mentalidad contraceptiva. Así parece insinuarlo el siguiente texto de San Pablo, en que se expresa la correlación que existe entre el desorden de la sensualidad y la incapacidad para entender al Espíritu Santo: «El hombre carnal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente» (1 Cor 2, 14).
3. USOS DE LA SEXUALIDAD CONTRARIOS A SU SIGNIFICACIÓN AMOROSA
Después de mostrar la significación antropológica más elemental de la sexualidad -esto es, la natural orientación amorosa de la diferenciación sexual y el carácter indisociable de los sentidos unitivo y procreativo del amor sexual-, se puede discernir fácilmente, desde el punto de vista ético, cuándo una actividad sexual -psíquica o biofísica- es recta o antinatural.
Este discernimiento resulta importante desde distintos puntos de vista. De una parte, para valorar éticamente la mayor o menor gravedad de las diferentes desviaciones sexuales, así como para determinar la especie moral de cada acto sexual desordenado. Esto último contiene un interés práctico para los católicos, en orden a la acusación de los propios pecados en el sacramento de la Penitencia. Pues, al ser moralmente graves las desviaciones biosexuales y psicosexuales plenamente consentidas con advertencia de su malicia, su manifestación sacramental debe ser -en este caso, como en las restantes materias graves- formalmente íntegra no sólo desde el punto de vista numérico, sino también desde el punto de vista de su especificación teológico-moral59.
Sin embargo, por la perspectiva predominantemente antropológica del presente estudio, en los subapartados de este epígrafe no se hará una exposición exhaustiva de los diversos tipos de desorden sexual. Se hará referencia sólo a aquéllos cuyo carácter antinatural puede entenderse con la sola consideración de los principios ético-antropológicos que se han mostrado hasta ahora. Para captar el carácter desviado de otros desórdenes sexuales -como la poligamia y la poliandria, el incesto, etc.- es preciso considerar más profundamente el modo personalista con que los impulsos sexuales humanos realizan la tensión donativo-unitiva de la sexualidad en general: y esto será objeto de la segunda parte. El lector que desee disponer de una relación sintética y completa de todos ellos, puede encontrarla en los nn. 2350-2391 y 2521-2524 del Catecismo de la Iglesia católica.
Por otra parte, esta comprensión del sentido unitivo y procreativo de los impulsos sexuales del cuerpo facilita algo todavía más básico y a todo tipo de personas, con independencia de sus creencias: que puedan rechazar los impulsos desviados de la sexualidad, porque comprendan su carácter negativo en el orden sexual y no sólo como una exigencia moral-religiosa; y que el ejercicio de la continencia sexual -afectiva o biofísica-, en las situaciónes en que ésta sea necesaria, no sea entendido subjetivamente como una ascesis represiva, sino como lo que es en realidad: como libertad y autodominio, como un autocontrol que salvaguarda la auténtica capacidad esponsal y parental de la propia personalidad y que se ejerce desde el convencimiento de que no hay amor ni «libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad» (EV, 96) del don, esto es, del amor desinteresado.
De esta forma, la claridad antropológica acerca de estas cuestiones éticas permite también desenmascarar la falsedad de tantos dilemas que se suelen plantear entre seguir la Voluntad divina y secundar la propia `inclinación´ sexual. Pues facilita comprender que, en realidad, no existe tal oposición entre la ley divina y la propia naturaleza porque, en rigor, una conducta no es inmoral porque Dios lo haya revelado, sino porque se opone a la inclinación natural que Él ha impreso en cada criatura. Y así, cuando aparece como especialmente dificultoso cumplir el deber moral de no dejarse llevar por determinadas inclinaciones desordenadas, al interesado le resulta más fácil asumirlo porque entiende que consentir esa desviación no resultaría ni siquiera humanamente gratificante; y quien ha de orientar moralmente a otros puede superar más fácilmente el riesgo de proporcionar un parecer permisivo, que, además de apartar del «empeño de vivir correctamente el amor conyugal» (JD al IV Congreso para la familia de África y de Europa, 14.III.1988), más pronto o más tarde acabaría acarreando otras «consecuencias graves y disgregadoras» (ibidem) a quienes -por el mal consejo recibido- hubieran secundado ese error.
Por eso, como advierte Juan Pablo II a los teólogos y a los pastores de almas, ensombrecer «la percepción de una verdad que no puede ser discutida» (ibidem) eclesialmente, «no es un signo de `comprensión pastoral´, sino de incomprensión del verdadero bien de las personas» (ibidem). Pues, aunque «el mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; no obstante, tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo» (VS, 63).
La sexualidad tiene, en efecto, un contenido objetivo altamente positivo, ya que es uno de los modos de amar que ejercen los seres vivos: es la inclinación amorosa del viviente corporal, la vocación amorosa de su corporeidad. Pero la actividad sexual afectiva o biofísica es positiva y dignificante con tal de que sea natural, es decir, conforme al doble sentido amoroso de esa inclinación: de uno al otro, y de ambos a terceros. En consecuencia, si se quiere que la actividad sexual fomente la unión afectiva de la pareja, se ha de respetar la unidad de ambos significados. En cambio, «separar sexo, amor y fecundidad desarticula la naturaleza de la sexualidad humana» (PF, 10). Y, por ello, dar cabida a actos sexuales objetivamente egoístas60, esto es, a actos en los que se disocia voluntariamente su sentido unitivo y procreativo, lejos de ser un modo de evitar que disminuya el afecto de aquellos novios o cónyuges que no deben procrear, es el procedimiento más eficaz para destruir el amor que se tengan:
«He aquí por qué la Iglesia nunca se cansa de enseñar y de testimoniar esta verdad. Aun manifestando comprensión materna por las no pocas y complejas situaciones de crisis en que se hallan las familias, así como por la fragilidad moral de cada ser humano, la Iglesia está convencida de que debe permanecer absolutamente fiel a la verdad sobre el amor humano; de otro modo se traicionaría a sí misma... La conciencia de la entrega sincera de sí, mediante la cual el hombre `se encuentra plenamente a sí mismo´, ha de ser renovada sólidamente y garantizada constantemente, ante muchas formas de oposición que la Iglesia encuentra por parte de los partidarios de una falsa civilización del progreso» (CF, 11).
Veamos, pues, las consecuencias más directas de los susodichos principios ético-antropológicos.
a) DESVIACIONES SEXUALES FUERA DEL MATRIMONIO
Usos desviados de la biosexualidad
De los mencionados principios se desprende fácilmente el carácter antinatural de toda búsqueda de placer venéreo fuera del matrimonio. Esto resulta evidente en el caso de la masturbación (cf PH, 9; CEC, 2352) y de la sodomía (cf CH; PH, 8; AH, 101-105; UH, 9; CEC, 2357-2359), en cuanto que estas prácticas, con independencia de otras consideraciones reprobatorias que pueden hacerse, contradicen radicalmente tanto el sentido procreativo de la sexualidad, como su ordenación a la relación de complementación entre personas de sexos diferentes61.
Asimismo, resulta antinatural cualquier actividad biosexual entre personas de distinto sexo que no estén casadas: «Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia... Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal» (CEC, 2350). Y esto no sólo cuando se trata de una actividad fisiológicamente completa (cf CEC, 2353, 2355-2356), por cuanto supondría un desorden grave unirse físicamente sin haberse unido volitivamente, entregarse totalmente en el orden biosexual sin haber realizado esa total entrega psicoespiritual que constituye el hábitat afectivo que permite la digna procreación y educación de la prole (cf FC, 11; SH, 14). También sería antinatural entre solteros provocarse voluntariamente una conmoción biosexual incompleta, por el desorden que supondría realizar unas acciones que -por desencadenar un proceso que se ordena de suyo a la unión plena o aptitudinalmente procreativa- guardan una relación intrínseca y directa con un acto -la unión marital- que no tienen derecho a realizar62. Desorden que se agravaría en caso de adulterio porque, a esas desviaciones, se añadiría una grave injusticia para con el cónyuge y la prole con él procreada, así como el grave atentado al propio honor, que comporta incumplir tan importante compromiso (cf CEC, 2380-2381).
De esos principios se deduce también el carácter desordenado de la pornografía, por lo que supone de exhibición ante terceros de una actividad que por su natural condición exclusivista debería permanecer en la intimidad de sus protagonistas, y que puede resultar biosexualmente provocativa para quienes la contemplen (CEC, 2354). Por motivos análogos, resulta también inaceptable la inmodestia sexual, es decir, la falta de comprensión de que la manifestación provocativa de los propios valores corporales debe realizarse exclusivamente en la intimidad conyugal.
Respecto de esto último conviene tener en cuenta que la preocupación por vivir la modestia debe inculcarse más a las mujeres que a los varones, por varias razones: ante todo porque, según se explicó en el capítulo anterior, el cuerpo femenino es sexualmente más significativo que el del varón; después porque, según se indicó también entonces, a la mujer le afectan sexualmente menos que al varón los estímulos visuales; y finalmente porque, según advierte Juan Pablo II, como consecuencia de lo anterior le resulta más difícil que a los varones ser espontáneamente consciente del efecto, más venéreo que erótico, que su inmodestia puede causar en éstos: «El varón fue el primero que -después del pecado- sintió la vergüenza de su desnudez y el primero que dijo: `He sentido miedo, porque estaba desnudo, y me escondí´ (Gen 3, 10)» (JG, 12.III.1980, 2)63.
Desórdenes psicosexuales extramatrimoniales
Por otra parte, conviene tener en cuenta que, de igual forma que son desordenados los actos biosexuales privados de su natural aptitud unitivo-procreativa, los afectos psicosexuales no serían amorosos sino egoístas y, por tanto, antinaturales, si no se plantearan en orden al compromiso esponsal y se mantuvieran simplemente por el placer erótico que producen.
De diversas maneras eso es lo que sucede en los afectos homofílicos, en que no existe la posibilidad conyugal ni procreativa (cf CEC, 2357); en los llamados `ligues´ o noviazgos light, en que se busca la satisfacción momentánea y ni se plantea la estabilidad; en las denominadas `uniones libres´, en que se pretende una comunión afectiva sin compromiso de fidelidad (cf CEC, 2390); en las `uniones a prueba´, en que se hace depender -ilusoriamente- la futura decisión de casarse, del buen funcionamiento de una convivencia actual basada en un afecto egoístamente interesado (cf CEC, 2391; y en los flirteos o amoríos adulterinos, tanto de personas que quieren seguir conviviendo con sus cónyuges (cf CEC, 2380), como de aquéllas que están separadas o divorciadas: pues, en este segundo caso, por el vínculo anterior, no es posible la esponsalidad, es decir, la donación de una totalidad ya entregada (cf CEC, 2382); y, en el primero, ésta, además de no ser posible, ni siquiera se pretende.
Independientemente de las intenciones y pretensiones de quienes consienten este tipo de afectos, esas actitudes están objetivamente cargadas de egoísmo, puesto que no buscan un cónyuge a quien ayudar y con quien complementarse para dar vida, sino solamente alguien que agrada. Por eso, esto es, por oponerse al natural sentido donativo de la sexualidad, esas relaciones resultan insustanciales desde el punto de vista afectivo; además suelen inducir, de ordinario, al desorden biosexual; y como consecuencia, por más que se intente evitarlo, están abocadas al fracaso.
b) DESVIACIONES SEXUALES CONYUGALES
En el análisis que se ha hecho hasta ahora de las consecuencias éticas que se derivan del principio de indisociabilidad entre el sentido conyugal y parental de la inclinación sexual, han aparecido ya las que atañen a las personas casadas. No obstante, para completar esta exposición, parece conveniente, por motivos pedagógicos, recordarlas resumidamente a continuación: tanto porque algunas de aquellas exigencias éticas no conciernen a los casados, como porque no parece superfluo recordar que el compromiso matrimonial no justifica cualquier conducta entre los cónyuges.
La primera consecuencia de los susodichos principios es la reprobación del adulterio, sea ocasional, sea institucionalizado en forma de divorcio. Pues, además de lesionar la justicia y deshonrar a quien lo comete, es desordenado, por inauténtico: es decir, porque después de haberse entregado nupcialmente el corazón y el cuerpo, se ejercitan sexualmente con alguien con quien no existe un compromiso afectivo total (cf CEC, 2380-2386).
También son desordenados -aunque por la razón inversa, esto es, por carecer de sentido amoroso objetivo- los actos biosexuales que, aun procediendo de un afecto recto, estuvieran privados en el orden biofísico de su significación unitiva o de su sentido procreativo. En efecto, si los esposos pretendieran la procreación prescindiendo de alguno de los momentos del proceso unitivo marital (como sucede en la inseminación artificial y en la FIVET), cosificarían sus respectivas virtualidades generadoras y su paternidad/maternidad resultaría mermada e incompleta64: cuestión que debe trasladarse al plano de la educación de los hijos para que ninguno de los esposos la pretenda al margen de la aportación de su cónyuge.
Asimismo, la actividad biosexual de los esposos resulta intrínsecamente desordenada -esto es, no justificable por ningún motivo y circunstancia (cf HV, 11 y 14)- cuando es privada intencionadamente de su natural virtualidad procreativa (cf CEC, 2366 y 2370). Pues esta conducta, además de excluir artificialmente el natural sentido donativo parental de la sexualidad, impide la unión donativa biosexual de estos cónyuges que, para evitar los hijos, no permiten la unión de sus gametos; y, como consecuencia, al poner una barrera entre ellos en el orden biofísico, contribuyen a su distanciamiento afectivo.
Se ha subrayado `intencionadamente´, porque la infertilidad involuntaria no dificulta el amor, ya que la entrega de los cónyuges es plena e, intencionalmente, fecunda. De ahí también, que no entrañe desorden alguno mantener relaciones maritales en los días del ciclo femenino que son previsiblemente infecundos; y, según se desarrollará ampliamente más adelante, aun limitarlas a esos días cuando los esposos, por motivos serios, deciden espaciar los nacimientos: pues, en este supuesto, además de respetarse el funcionamiento natural de la biosexualidad, no se excluye la fertilidad, sino que se admite que pueda producirse, aunque se prevea que no se dará (cf CEC, 2368-2371): por eso se subrayó también la palabra `natural´.
De estos principios se desprende también que las expresiones biosexuales no consumadas del afecto conyugal son rectas si no son desprovistas voluntariamente de su condición de preparación más o menos próxima del acto aptitudinalmente procreativo: es decir, tanto si los esposos están dispuestos a consumarlas en la unión marital, como si -no deseando realizar ésta en ese momento- están dispuestos a suspender esas expresiones de afecto en cuanto previeran que, de proseguirlas, provocarían la consumación venérea al margen de su producción natural en la unión biosexual completa: aunque no perderían su rectitud si la unión no llegara a consumarse por falta de respuesta de la naturaleza, esto es, por causas ajenas a su voluntad, como sucede, p. ej., al producirse el declive del varón. Por lo demás, estos principios ilustran una cuestión ya mencionada: que los novios no pueden lícitamente expresarse biosexualmente su afecto, ni siquiera mediante actos que les produzcan una conmoción venérea incompleta, puesto que también ésta guarda una relación intrínseca y directa, aunque remota, con ese acto -la unión marital- que, por no haber unido aún sus vidas matrimonialmente, no tienen derecho a realizar.
Resumiendo, se puede decir que la mentalidad antipaternal altera esencialmente la capacidad relacional de los amantes, porque les impide su unión plena. Pues como afirma gráficamente Saint-Éxupery, amar no es mirarse uno al otro en un aislamiento egoísta, sino mirar los dos en la misma dirección (cf Tierra de hombres, en Obras completas, Barcelona 1967, 324). Y viceversa, la actitud anticonyugal atenta sustancialmente contra la aptitud parental de los esposos: pues, o anula la procreación, o les convierte, de servidores de la vida, en usufructuarios de la vida de esos hijos a los que habrán prostituido -en sentido etimológico- al procrearlos fuera de su unión amorosa marital.
Esto explica varias cuestiones. De una parte, que las diversas derivaciones de ambas actitudes constituyan desviaciones personales graves, según se mostrará en el siguiente capítulo. Por otra parte, que éstas, por contradecir el más alto valor de la corporeidad -su ordenación amorosa-, sean experimentadas de un modo especialmente vergonzante, que induce al sorprendente fenómeno de que «en todos los otros campos de la vida moral, la mayor parte de los cristianos aceptan sin demasiado esfuerzo que, a veces, son pecadores y, a veces, no se inquietan por ello desmedidamente. Saben que faltan cotidianamente al ideal de la caridad y de la justicia, y no piden que se les disculpe por el simple hecho de que el ideal se oponga a sus tendencias espontáneas. En cambio, en materia sexual, muchos católicos querrían ser blanqueados a priori. Desearían que la Iglesia les declarase que la masturbación no es un pecado, que las relaciones prematrimoniales están permitidas, que la contracepción es un bien, etc.» (A. Léonard, La moral sexual explicada a los jóvenes, Madrid 1994, 114). Y, finalmente, que ese espontáneo sentido de rechazo ético-estético de estas desviaciones sea tan intenso que ni siquiera los argumentos que se aducen para justificarlas consiguen acallar las conciencias ni ocultar su fealdad, como demuestra la profusión de eufemismos que se emplean para referirse a tantos tipos de desórdenes biosexuales o psicosexuales.
Asimismo, el carácter antinatural de esas actividades sexuales ocasiona que resulten progresivamente frustrantes e insatisfactorias, y que sea preciso un esfuerzo cada vez mayor para conseguir placeres venéreos y eróticos cada vez menos intensos: piénsese en la ansiedad y anestesia sexuales que produce el ejercicio desordenado de la biosexualidad, y en las desnaturalizaciones sádicas, masoquistas, sodomíticas, etc. que aquéllas suelen inducir; o en la desmotivación derivada de los desórdenes afectivos, que conduce a la necesidad de cambiar de pareja, de multiplicar simultáneamente las parejas, y a acabar en el rechazo del sexo complementario.
Todo ello muestra la importancia de aprender el `lenguaje del cuerpo´, esto es, de captar la doble significación amorosa -conyugal y parental- de los impulsos sexuales, así como la natural indisociabilidad de ambas finalidades de la sexualidad. Pues de este modo no sólo se hace posible respetar el sentido natural de la sexualidad humana, sino que se facilita la asunción gozosa de sus exigencias éticas, aun cuando éstas puedan suponer mayor esfuerzo, porque se habrá comprendido que ese camino es el único que puede conducir a una vida sexual humanamente gratificante.