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Trascendencia individual y social del ejercicio de la sexualidad
TRASCENDENCIA INDIVIDUAL Y SOCIAL
DEL EJERCICIO DE LA SEXUALIDAD
«Has tomado a la mujer de Urías, heteo, para mujer tuya, matándole con la espada de los hijos de Ammón» (2 Sam 12, 9)
Después de haber mostrado que la distinción sexual es una condición esencial de la corporeidad de los vivientes sexuados, así como su doble significación amorosa -unitiva y generativa-, pueden deducirse fácilmente las graves consecuencias que acarrearía a la pervivencia de las especies sexuadas su comportamiento contrario a esas propiedades. No obstante, teniendo en cuenta las peculiaridades con que esas propiedades sexuales aparecen en el orden humano, parece conveniente detenerse ahora en mostrar la singular importancia con que el reconocimiento de la distinción sexual y el respeto de su significado amoroso afectan al ser humano y, derivadamente, a la comunidad familiar y social.
Esta trascendencia del ejercicio de la sexualidad es subrayada en la Biblia de manera recurrente al recalcar la gravedad moral tanto del ejercicio egoísta de la sexualidad, como de la trivialización de la distinción existente entre la masculinidad y la feminidad. De ahí que esta doctrina haya sido reconocida constantemente en la tradición viva de la Iglesia católica y enseñada de modo unánime por su magisterio auténtico65.
En efecto, por lo que se refiere al respeto de la diversidad sexual, indispensable para «reflejar en la complementariedad de los sexos, la unidad interna del Creador» (CD, 6), la Sagrada Escritura no sólo subraya la gravedad de la perversión que entraña el comportamiento homosexual (cf Gen 1, 27; 19, 1 11; Lev 18, 22; 20, 13; Rom 1, 18-32; I Cor 6, 9; I Tim 1, 10); sino que, además, pone de relieve las distintas funciones familiares y sociales de la masculinidad y feminidad (cf Gen 3, 16-19), y reprueba duramente la trivialización de las expresiones externas de las diferencias sexuales (cf Deut 22, 5).
Por otro lado, en el texto sagrado se califican como graves los pecados de lujuria, y se motiva su gravedad por el deterioro personal que producen: incapacitan para ver a Dios (cf Mt 5,8), atrofian la dimensión espiritual del hombre (cf 1 Cor 2, 14), e imposibilitan la salvación eterna (cf 1 Cor 6, 9). También se muestra su gravedad por las repercusiones sociales de este desorden, hasta el extremo de imponerse la pena de muerte, en el Antiguo Testamento, para los culpables de delitos sexuales (cf Lev 20, 10-21): conducen al asesinato (cf 2 Sam 11, 14-17), a la sodomía (cf Rom 1, 24-27) y a todo tipo de desórdenes.
Además, la Escritura deja bien claro que esta gravedad no sólo atañe a los pecados de lujuria externa y consumada, sino que también existe cuando se trata de su iniciación interior -esto es, de los pecados internos (cf Mt 5, 28)-. De lo cual se deduce, a fortiori, la gravedad de su iniciación exterior, es decir, de la lujuria externa incompleta (cf DZ, 1140), según explica santo Tomás de Aquino: «La mirada libidinosa es menos grave que los tocamientos, abrazos o besos libidinosos. Ahora bien, la mirada libidinosa es pecado mortal, según se desprende de Mt 5, 28: `Quien miró a una mujer deseándola, ya adulteró en su corazón´. Luego, con mayor motivo, el beso libidinoso y otras acciones así son pecados mortales» (S. Th. II-II, q.154, sed c. 1; cf De veritate q.15, a.4; In Ephes 4, lect. 2; De malo q.15, a.2, ad 18).
Todas estas afirmaciones morales de la Revelación acerca del valor de la sexualidad humana y de la consiguiente gravedad de cualquier violación de su significado amoroso y esponsalicio, se corresponden plenamente con lo que se ha mostrado en los dos capítulos anteriores. En efecto si, como ya se ha visto, la diferenciación sexual y su condición amorosa afectan esencialmente al viviente corpóreo, y contienen un carácter sagrado -en cuanto constituyen un destello corpóreo del Amor divino trinitario-, resulta evidente que la rectitud o la desviación sexuales no pueden afectar al individuo -y, derivadamente, a la sociedad- de modo periférico, sino de forma decisiva (cf SH, 105).
No obstante, aun cuando se haya mostrado el fundamento antropológico y trascendental de la importancia con que la rectitud o el abuso sexuales afectan a la persona y a la sociedad, conviene examinar estas cuestiones más pormenorizadamente desde un punto de vista más bien fenomenológico. Es decir, no se trata ahora de explicar las causas de la gravedad de los atentados a la dignidad sexual del ser humano, sino de mostrar que efectivamente la integridad individual y la armonía social resultan seriamente distorsionadas cuando se desconocen -teórica o prácticamente- los significados internos del sexo. Con el objeto de ajustarnos al orden de exposición que se viene siguiendo, se hará referencia primero a los efectos familiares y sociales del respeto o la trivialización de las diferencias sexuales; y después, a las consecuencias públicas y privadas del ejercicio generoso o egoísta de la sexualidad.
1. EFECTOS FAMILIARES Y SOCIALES DEL RESPETO Y DE LA TRIVIALIZACIÓN
DE LAS DIFERENCIAS SEXUALES
En el capítulo primero, se ha mostrado ampliamente que la complementariedad y la distinción entre la masculinidad y la feminidad son de índole esencial o constitutiva. No obstante, conviene ahora contrastar ese principio antropológico con los correspondientes parámetros que rigen actualmente en Occidente los complejos entramados de la vida familiar y social, a fin de que pueda comprenderse mejor que necesitan con urgencia diversos correctivos.
En efecto, las repercusiones que en este punto han tenido los cambios sociales obrados en Occidente desde la revolución industrial y que se han acentuado con la revolución tecnológica, han ocasionado abundantes problemas matrimoniales y conflictos laborales que proceden de unos planteamientos deshumanizantes de corte machista, que no reconocen suficientemente en la práctica la diferencia y complementariedad de los sexos66. Curiosamente, el descuido de la vida familiar y la deshumanización utilitarista de las relaciones sociales se han acentuado precisamente cuando cabría esperar que la incorporación masiva de la mujer a las estructuras extradomésticas de la vida social produjera el efecto contrario. Por eso no parece superfluo preguntarse por las causas de que esta mayor presencia actual de las mujeres en la vida social extrafamiliar no esté enriqueciendo nuestra civilización desde un punto de vista humanizador.
No se trata de poner en cuestión la validez social de ese proceso de mayor participación de la mujer en la vida social, que promueve su presencia en las estructuras extradomésticas, sin restringirla al ámbito familiar. Sino, justamente al contrario, se pretende esclarecer los factores ideológicos que han ocasionado que ese proceso no sólo no haya enriquecido la vida social extrafamiliar con los valores de la feminidad, sino que haya depauperado la convivencia doméstica, minusvalorando el papel insustituible de la mujer en el hogar y obstaculizando su dedicación efectiva a la familia.
Esta clarificación parece importante si se desea mejorar las relaciones interpersonales, en el ámbito familiar y extrafamiliar, maximizando la aportación específica que la mujer está llamada a realizar no ya como ser humano, sino como persona femenina. Pues constituiría un grave error social reconocerle los derechos humanos que le pertenecen como persona que es (igual en esto al varón), a costa de exigirle que se despoje de su feminidad y trate de adoptar las actitudes masculinas67. Esto supondría un nuevo modo de machismo social inadmisible, que postularía que sólo los valores masculinos son socialmente relevantes y dignos de consideración. Y constituiría una pérdida incalculable para la vida social -en sus niveles doméstico y extrafamiliar-, que requiere, para su equilibrada configuración, la complementariedad de lo masculino y femenino.
Pues bien, a mi juicio, el mencionado fenómeno obedece sobre todo a dos motivos. Por una parte, a que se ha fomentado la intervención de la mujer en la vida pública al modo masculino, en una especie de igualitarismo sexual que -en lugar de subrayar la urgencia social de que se reconozcan y respeten los papeles más adecuados para los varones y las mujeres en todo el entramado social- en el fondo postula que la mujer debe equiparse al varón en sus peculiaridades para poder obtener el reconocimiento social de que éste disfruta. Pero hay que reconocer también que esta mayor presencia femenina en la vida laboral extrafamiliar y en la vida social, está enriqueciendo insuficientemente nuestra cultura desde el punto de vista de la feminidad, porque esa trivialización de las diferencias sexuales ha conducido además a ignorar la importancia de la modestia sexual68.
Es decir, se echa en falta, de una parte, que la estructura social favorezca que se tenga más en cuenta la distinción entre las diferentes aptitudes masculinas y femeninas, a fin de que puedan complementarse en el orden laboral y familiar, enriqueciendo las estructuras extrafamiliares con una mayor participación femenina, y la convivencia doméstica, con una mayor responsabilidad por parte de los varones. Y, al mismo tiempo, parece imprescindible remediar esa trivialización social de la atracción que cada sexo ejerce sobre su complementario, si se quiere evitar que en la convivencia laboral y social surjan interferencias eróticas y venéreas desviadas que disminuyan el rendimiento profesional y afecten a la estabilidad de los matrimonios.
Ignorar estos factores de la psicobiología diferencial de la sexualidad humana y estructurar la vida familiar, la economía de un país y la convivencia social al margen o en contra de esos principios son, a mi juicio, unos de los más graves errores de nuestra civilización, que tienen su origen en la desmoralización sexual reinante. Afortunadamente algunos países occidentales ya han empezado a reaccionar, aunque tímidamente, contra estos desenfoques: por ejemplo, con incentivos a las familias para que aumenten la natalidad, reorganizando el trabajo en las empresas para aprovechar mejor en la vida laboral las virtualidades femeninas, etc. (cf Echart y G.-Purroy, Hacia un nuevo feminismo, `Nuestro Tiempo´ 469-470, VII-VIII.1993, 42-49). Sin embargo, la reacción que parece más necesaria es la relativa a la mentalidad de los individuos, que habrá de procurarse mediante una más adecuada educación sexual.
a) FEMINISMO DIALÉCTICO Y COMPLEMENTARIEDAD DIALÓGICA DE LAS DIFERENCIAS SEXUALES
Uno de los elementos más positivos de la actual situación cultural de Occidente es la conciencia de la necesidad de una mejor conjunción y complementación de los valores masculinos y femeninos en la convivencia familiar y social; y de que, para conseguirlo, es menester fomentar una mayor participación de la mujer en las estructuras sociales extradomésticas, así como una mayor responsabilidad del varón en las tareas familiares. No obstante, este avance cultural se ha visto empañado en sus realizaciones concretas recientes por el equívoco ocasionado por ideologías materialistas, de confundir la igualdad del varón y la mujer en dignidad y responsabilidad sexuales, con la identidad y equivalencia funcional de las peculiaridades masculinas y femeninas.
Parece indudable que era preciso subrayar lo primero para erradicar definitivamente esa milenaria subordinación femenina a que se ha hecho amplia referencia en el primer capítulo de esta primera parte. Pero los resultados del camino empleado para conseguirlo, tan contrarios al fin que se pretendía, han puesto en evidencia el carácter erróneo del igualitarismo sexual subyacente a los movimientos feministas de los años 60.
El igualitarismo sexual del `feminismo débil´
En efecto, los `feminismos débiles´ no llegaron a postular la igual dignidad de los valores femeninos respecto de los masculinos. Sino que, resignándose al exclusivo reconocimiento social de los valores varoniles, se conformaron con propugnar que las mujeres alcanzaran la pretendida consideración social adoptando socialmente las actitudes masculinas: es decir, no en cuanto mujeres, sino a costa de renunciar a su condición femenina.
Resulta curioso que esos movimientos feministas pretendieran revalorizar la consideración de la mujer renunciando al reconocimiento de la dignidad de los valores femeninos y de su importancia para el funcionamiento social. Es decir, parece paradójico que trataran de promocionar socialmente a la mujer propugnando conseguir los privilegios masculinos mediante la demostración de su capacidad para ejercer las mismas funciones que el varón: pues esto no sólo suponía adoptar una actitud resignada respecto de la falta de valoración de la importancia social de la feminidad, sino que, peor aún, constituía una postura acomplejada respecto de las peculiaridades masculinas. Sin embargo, resulta comprensible que sucediera así, si se considera la entraña materialista y dialéctica que inspiró este movimiento cultural.
En efecto, el feminismo débil fué una réplica materialista a unos planteamientos materialistas que, por sobrevalorar el eficiencismo típicamente varonil por encima de la sensibilidad personalista propia de la mujer, primaba la masculinidad en perjuicio de la feminidad y, derivadamente, el trabajo extrafamiliar en detrimento del trabajo doméstico. No se propuso ese feminismo reivindicar los valores femeninos, promoviendo tanto el reconocimiento de la importancia social del trabajo doméstico, como la necesidad de la aportación femenina en las estructuras extrafamiliares; sino que sacrificó la feminidad, al fomentar el menosprecio de la dedicación de la mujer al hogar, y al inducirla a participar de manera hombruna en las estructuras sociales extradomésticas.
De esta forma, el feminismo débil, lejos de remediar los errores que -justamente- denunciaba, ocasionó lo que podría denominarse como un verdadero holocausto de la feminidad. Pues al anterior desconocimiento de la importancia de lo femenino en las estructuras sociales extradomésticas, este feminismo añadió el oscurecimiento de la trascendencia de su presencia en la vida familiar. Todo ello contribuyó a un empobrecimiento social que ahora muchos lamentan. Pues esa solución machista69 a los efectos sociales del machismo no sólo desaprovechó en gran medida -desde un punto de vista humanizador- la mayor presencia de la mujer en las estructuras sociales extradomésticas, sino que ocasionó una notable deshumanización de la vida familiar.
Con todo, ese movimiento social contenía una componente plenamente válida: a saber, el reconocimiento de la necesidad social de la incorporación de la mujer a las diversas estructuras extradomésticas de la vida civil. Y así, el movimiento feminista no sólo contribuyó a que la sociedad occidental haya ido comprendiendo progresivamente esta exigencia, sino que con sus dislates ha provocado que Occidente se plantee la necesidad de su adecuada clarificación. Además, las tensiones que ha provocado el feminismo débil están poniendo en cuestión la raíz dialéctica de su modo de entender las relaciones entre los sexos, y haciendo surgir una nueva mentalidad que no propugna la dignidad femenina en confrontación con el varón, sino, al contrario, mostrando la diferenciación sexual completa de ambos y el sentido correlativo dialógico y complementario de esa distinción.
Líneas de fuerza del feminismo dialógico.
Desde esta nueva perspectiva, la promoción de la dignidad femenina ya no se concibe como un empeño simplemente encaminado a demostrar que la mujer es capaz de desempeñar las funciones sociales extrafamiliares que tradicionalmente se venían reservando casi exclusivamente al varón (cuestión, por lo demás, bastante evidente, como se señalará a continuación); y consiguientemente, a conseguir que se reconozca el correspondiente derecho a ejercer las mencionadas tareas sociales cuando así lo desee. La perspectiva dialógica o complementarista de la distinción de los sexos conduce mucho más lejos. Pues se basa en el convencimiento de que el equilibrio en la convivencia familiar y extrafamiliar requiere la conjunción de lo masculino y lo femenino, y de que por tanto la presencia de la feminidad es necesaria en todos los ambientes sociales por la misma razón por la que es absolutamente insustituible en el ámbito familiar (MD, 18f y 19a).
De ahí que esta convicción induzca a no conformarse con promover que las estructuras civiles hagan posible en la práctica el derecho de la mujer a participar en las tareas sociales extradomésticas; sino que conduce a reclamar que se arbitren soluciones para que el ejercicio de ese derecho no le exija renunciar a su otro derecho a realizarse femeninamente también como madre y esposa, ni descuidar su irreemplazable servicio dentro de la familia, como primera promotora del amor y primera protectora de la vida que comienza y que termina70.
Es decir, el feminismo dialógico71 parte de la base de que el varón y la mujer son igualmente capaces de ejercitar tanto las tareas educativas y materiales que conlleva sacar adelante un hogar, como los trabajos extrafamiliares necesarios para la transformación humanizadora del universo. Y por consiguiente, considera que la vida social debe articularse de manera que permita la participación de la mujer en la vida extrafamiliar sin descuidar su función familiar, y de forma que no obstaculice la dedicación del varón a sus responsabilidades domésticas. Pero este «nuevo feminismo» (EV, 99) no ignora la diversidad de las aptitudes del varón y la mujer para esas ocupaciones. Y por tanto, tiene muy en cuenta que la eficacia social de la conjunción de ambos en las tareas familiares y extrafamiliares depende de que cada uno las ejerza según sus diferentes peculiaridades sexuales psicosomáticas.
Esta visión diferencial de la masculinidad y la feminidad valora como igualmente imprescindibles para el bienestar social las distintas aptitudes del varón y de la mujer, porque reconoce que, en el orden intelectual, la primacía analítica y abstractiva del varón es complementaria respecto de la mayor capacidad intuitiva y práctica de la mujer; y que, en el plano afectivo, la mayor estabilidad teleológica del varón -su capacidad para no perder de vista el fin que pretende, derivada de su distancia afectiva respecto de lo inmediato- se corresponde con la mayor sensibilidad y tenacidad para lo concreto, que caracterizan el «genio femenino» (CM, 2). Más aún, esta perspectiva diferencial y complementarista, al confrontar estas peculiaridades masculinas y femeninas, reconoce a la mujer como portadora de las propiedades más específicamente humanistas o personalistas (cf EV, 99b); es decir, de aquellos valores que más distinguen al ser humano respecto de las restantes criaturas terrenas. Y, por consiguiente, entiende que su presencia es insustituible en esa estructura social que más directamente afecta a la maduración personalista del individuo concreto: la familia.
En efecto, por las peculiaridades neurofisiológicas apuntadas en el capítulo primero, la capacidad de integrar razón y sentimiento es superior en la mujer que en el hombre (cf CM, 2). Además, aunque es cierto que la facultad de abstraerse respecto de las necesidades inmediatas es un distintivo psicológico humano, en el que predomina el varón; no cabe duda de que la capacidad humana de trascender el ámbito utilitario, mediante la sensibilidad estética o contemplativa, es la propiedad psíquica más personalista de la corporeidad humana, puesto que es la que mejor refleja la libertad y el desinterés de la afectividad espiritual. Y en este orden, parece indiscutible que la feminidad está también mejor dotada que la masculinidad. Ésta es la razón por la que el feminismo dialógico exige el reconocimiento del papel insustituible de la mujer en la estructura más personalista de la sociedad -la familia-: porque entiende que ser mujer es un modo de ser persona humana, psicosomáticamente más personalista que ser varón (cf MD, 29e y 30).
Esta perspectiva induce también a propugnar la necesidad de la participación femenina en las restantes estructuras sociales: necesidad especialmente acuciante en la actualidad, en que se está malbaratando el progreso tecnológico al emplearlo en perjuicio de los valores propiamente humanos. Pero es consciente de que sería contradictorio -aparte de contraproducente- promover esa presencia en aras a una mayor humanización de esas estructuras sociales, en detrimento de su participación en la estructura social más básica y fundamental para la existencia personalista de los seres humanos72. Es decir, el feminismo dialógico considera que la masculinidad y la feminidad han sido creadas no sólo para servirse recíprocamente, sino también, simultánea e inseparablemente, para conjuntarse en el servicio de todas las personas, comenzando por las que son miembros de sus familias73; y que, en este segundo plano, de índole conjuntiva, la misión servicial de la mujer, por su carácter inmediato y directo, es más importante para la maduración personalista de los seres humanos, que la misión del varón.
En efecto, si en el orden biofísico la mujer -por su facultad de gestar, alumbrar y criar- tiene la primacía en el servicio inmediato a la vida humana; en el orden psicoafectivo posee una capacidad para sintonizar con las exigencias afectivas de las personas y sus necesidades más perentorias e inmediatas, que está menos desarrollada en el varón. Éste es más apto para la confrontación directa con las cosas exteriores, que hayan de utilizarse para la supervivencia. Ella es más apta para tratar a las personas y disponer las cosas ya transformadas, de la manera más agradable posible74. El varón es más capaz en el orden energético o de la causa eficiente. La mujer lo es en el orden estético o de la causa formal. De ahí que lo masculino, por su función de principio informe, se sitúe en el orden instrumental o de los medios más que lo femenino, que, por su condición de realidad configurada, es más próximo al fin. Y por eso, si bien en el plano de las relaciones recíprocas el varón y la mujer existen igualmente cada uno para el servicio del otro, en el orden de su servicio conjunto a la vida personal, lo masculino debe subordinarse a lo femenino, y no a la inversa.
Esta cercanía de la feminidad con el fin es, por tanto, el fundamento de la superioridad personalista de los valores femeninos sobre los masculinos, cuya primacía energética está aquejada de una rudeza que hace al varón menos apto para el servicio directo a la condición personalista de los seres humanos. Pues, como señala Juan Pablo II, ella «quizá más aún que el varón ve al hombre, porque lo ve con el corazón» (CM, 12). Y esta superioridad personalista de la corporeidad de la mujer explica que -según se indicó en el primer capítulo de esta primera parte- necesite del varón menos que éste de aquélla; así como la experiencia común de que su capacidad para suplir la ausencia del varón en las tareas extrafamiliares con que mantener el hogar, contrasta con la notable inhabilidad del varón para suplir a la mujer en los quehaceres domésticos75.
Quien puede lo más, puede lo menos. Por eso, al inicio de este subapartado, se calificaba de depreciativo para la feminidad cifrar la promoción de la mujer en que se reconozca su capacidad de desempeñar las funciones más adecuadas a las virtualidades masculinas. ¿Qué persona con un mínimo de experiencia vital y de cultura histórica76, pondría en duda tal capacidad, así como la menor aptitud del varón para lo inverso? Por eso la auténtica promoción de la mujer no puede consistir sino en maximizar socialmente los valores femeninos, es decir, en aprovechar al máximo sus aptitudes: ante todo, reconociendo la función social de primerísimo orden de su insustituible dedicación al hogar; inseparablemente, promoviendo una mayor conciencia social de la indeclinable responsabilidad del varón en lo que se refiere a ayudar a la mujer en el trabajo doméstico educativo y material; y además, exigiendo que la participación de la mujer en las estructuras sociales extrafamiliares, tan necesaria en una sociedad tecnificada, se ajuste a sus aptitudes propias y no se realice en detrimento de su insustituible -y socialmente inapreciable- dedicación al hogar77.
Plantear el derecho de la mujer al trabajo extradoméstico como alternativo respecto de su derecho a su dedicación familiar, aparte de constituir una pretensión machista, denigratoria respecto de los valores femeninos, supondría una pérdida social incalculable: pues consistiría en emplear lo mejor exclusivamente para lo bueno. Pues si se considera que el fin de la organización social es el bien de cada uno de sus integrantes, se comprende la primacía axiológica de la familia respecto de todas las demás estructuras sociales, por su carácter básico y fundamental para la realización personalista de los individuos; así como la subordinación de todas ellas a la familia, para el servicio de los seres humanos: «Es verdad que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifica plenamente el acceso de la mujer a las tareas públicas. Sin embargo, una verdadera promoción de la mujer exige de la sociedad un reconocimiento particular de las tareas maternas y familiares, porque éstas son un valor superior respecto a todas las demás tareas y profesiones públicas» (JD, 13.VI.1987).
En consecuencia, las tareas extradomésticas han de subordinarse a las ocupaciones familiares. Y por eso, el varón, menos dotado para la organización inmediata de éstas, deberá emplearse fundamentalmente en las tareas extrafamiliares con actitud de servicio a su hogar y sin olvidar que en él tiene también una responsabilidad directa: la de orientar en las líneas de fondo y contribuir con su esfuerzo físico. Por su parte, la mujer que sea consciente de la primacía personalista de la familia respecto de lo extrafamiliar -al saberse insustituible en lo relativo a la dirección `estética´ de las tareas materiales de su hogar y en lo referente a la salud afectiva de su familia-, considerará siempre prioritaria su dedicación al hogar y entenderá que su aportación femenina a las estructuras sociales personalistamente secundarias sería desordenada si perjudicara a su indeclinable función esponsal y maternal.
Es decir, la comprensión de las diferencias sexuales y de la necesidad de su complementación conduce a entender que el esfuerzo por promover la presencia de la mujer en las estructuras sociales extrafamiliares será verdaderamente feminista si favorece que participe según su condición femenina e, inseparablemente, si considera esta aportación social -tan necesaria en la actualidad- como secundaria en comparación con la aportación social que se efectúa a través de su dedicación al hogar: y por consiguiente, subordinada a ella y nunca en detrimento de ella. Resulta evidente la ganancia social, desde un punto de vista personalista, de esta revalorización de la feminidad. Pero, para conseguir la asimilación cultural de esta nueva mentalidad, que prima los valores humanistas de la mujer por encima de las actitudes eficiencistas del varón, parece necesario promover una más profunda toma de conciencia de la distinción y de la complementariedad de la masculinidad y la feminidad.
b) EL RECONOCIMIENTO DE LAS PECULIARIDADES MASCULINAS Y FEMENINAS, IMPRESCINDIBLE PARA SU CONJUNCIÓN EFICAZ
De lo anterior se desprende que la construcción de esa nueva `civilización de la verdad y del amor´ (cf GS, 24) -a la que tan recurrentemente se refiere Juan Pablo II-, que prime a las personas sobre las cosas (cf CF, 13), el ser sobre el tener (cf GS, 35; EV, 98), el querer sobre el hacer, lo estético sobre lo energético, y lo ético sobre lo eficiente; todo esto requiere una labor educativa que resalte la distinción aptitudinal que existe entre los valores propios de cada sexo, y que permita comprender la importancia de respetar en la práctica sus peculiaridades, a fin de conseguir su armónica y eficaz conjunción en la vida familiar y social (cf GE, 1). Esta tarea educativa constituye, a mi juicio, el primer correctivo que ha de aplicarse para contrarrestar los efectos sociales negativos que ha ocasionado el igualitarismo sexual subyacente a los planteamientos feministas que acompañaron a movimiento revolucionario del mayo francés de 1968.
En el ámbito familiar
Concretamente, no se debería olvidar, de una parte, que en el ámbito familiar el varón y la mujer deben asumir las funciones más acordes con sus diferentes aptitudes psicosexuales, así como valorar las del cónyuge y ayudarle en ellas, en la medida de sus posibilidades. En este sentido, es enormemente ilustrativo el hecho de que la tradición multisecular de nuestra civilización, expresada en el lenguaje, haya distribuido las funciones necesarias para sacar adelante un hogar atribuyendo al varón la responsabilidad patrimonial (de patris-munus, oficio o función del padre) y, a la mujer, la responsabilidad matrimonial (de matris-munus, oficio o función de la madre).
En el ámbito familiar corresponde al varón, por su constitución psicobiológica, llevar el peso de la economía (de oikon-nomos, que significa, en griego, gobierno o administración de la casa) extradoméstica, aunque no deba desentenderse de aportar su masculinidad en los asuntos domésticos materiales, ayudando con su energía física, y en los asuntos domésticos educativos, perfilando las líneas de fondo que deben seguirse en cada situación. Por su parte, a la mujer casada le corresponde el peso de la economía doméstica, es decir, aportar -en los quehaceres domésticos materiales y educativos- su capacidad de gestión y sentido práctico, su sensibilidad y constancia, su paciencia y capacidad de sacrificio para los asuntos menudos (tan importantes para la vida cotidiana), y su corazón y ternura femeninos (cf EB, 87).
Pero esa primacía de la mujer en el ámbito familiar no le debe llevar a despreciar la ayuda doméstica -material y orientadora- de su esposo78. Asimismo, el carácter imprescindible de su dedicación al hogar tampoco le debe inducir a minusvalorar la repercusión personalista y la consiguiente importancia de los asuntos extradomésticos: lo cual deberá manifestarse en su reconocimiento del valor doméstico del trabajo extrafamiliar de su marido, y en su empeño por no desentenderse de esas actividades y por participar en ellas -y con su estilo propio- en la medida en que le sea posible hacerlo sin desatender sus responsabilidades familiares, en las que es insustituible.
Es decir, las tareas domésticas y extradomésticas no son exclusivas de la mujer y del varón, respectivamente. Lo específico de cada uno en esas tareas es el modo de plantearlas y de realizarlas (cf CM, 6; IG; EB, 90c). No obstante, el estilo y las capacidades propias de cada uno conllevan que cada cual sea también insustituible y tenga la primacía en uno de estos aspectos de la vida familiar y extrafamiliar. Por eso constituiría un grave error social tanto ignorar el deber del varón de cooperar en los asuntos domésticos, como admitir la posibilidad de que descargue totalmente en su esposa la responsabilidad del sostenimiento económico del hogar. Asimismo, tan socialmente pernicioso resultaría desconocer el derecho de la mujer a estar presente en la vida pública, como no reconocer su función insustituible en el ámbito familiar y el valor social inestimable de su dedicación a las tareas domésticas materiales y educativas (cf JM, 1.I.1995, 9).
De ahí que no suela ser prudente, por ejemplo, que un varón emprenda un noviazgo -que, de ordinario, debe ser breve- cuando todavía no tiene una perspectiva profesional clara a no muy largo plazo, o cuando está descentrado académicamente: pues estas deficiencias, en cuanto están relacionadas con su futura capacidad patrimonial, podrían dificultarle vivir esa relación de un modo exitoso en la medida en que le condujeran a plantear el noviazgo como remedio o consuelo de su frustración masculina. Como tampoco parece aconsejable que se contraiga matrimonio cuando sólo la mujer tiene una fuente de ingresos estable.
Paralelamente, una chica que, escudándose en sus estudios, no se hubiera acostumbrado al sacrificio escondido y silencioso de la ayuda en las tareas domésticas de la casa de sus padres, y no hubiera desarrollado su generosidad y sensibilidad femeninas lo suficiente como para realizarlas con gusto y eficiencia, tendería a afrontar egoísta y vanidosamente el noviazgo. Y, una vez casada, propendería a sentirse agobiada cuando pudiera hacer compatible su trabajo doméstico y su trabajo extrafamiliar, y frustrada si -para atender a los hijos- tuviera que recortar esa actividad profesional extradoméstica, que es la única tarea que aprendió a desarrollar de manera gratificante (cf JG, 20.VII.1994, 1-2, 4; JA, 14.VIII.1994, 1).
Asimismo, resultaría ilógico que una madre pasara el día sin apenas tratar a sus hijos para ganar el dinero que le habría de costar la guardería y la asistenta. Pues, aun cuando materialmente estuvieran atendidos, éstos carecerían de la relación afectiva que no puede dar otra mujer que no sea su madre. Por eso, aunque la progresiva incorporación de los pequeños a instituciones infantiles puede tener una positiva repercusión en el desarrollo de su sociabilidad, máxime cuando tienen pocos hermanos; sin embargo, esta asistencia a guarderías y jardines de infancia no resultaría beneficiosa si se concibiera como sustitutivo de la debida atención familiar: pues ésta es imprescindible para el desarrollo de otro aspecto de la personalidad del niño -de su identidad originaria-, que es más básico que su sociabilidad extrafamiliar y presupuesto de ésta.
Parte de la madurez sexual de los varones es, pues, que aprendan a apreciar el trabajo doméstico y a contribuir generosamente en la medida de sus posibilidades y aptitudes. Y, por lo que se refiere a las mujeres, que valoren la trancendencia de su dedicación al hogar, y aprendan a hacer compatibles sus estudios y su posterior trabajo extradoméstico con sus ocupaciones familiares. De este modo, si llegan a casarse, ellas podrán saberse insustituibles en el hogar y en la educación de sus hijos, y serán capaces de supeditar su actividad extradoméstica a su función maternal; y ellos valorarán adecuadamente la tarea de su cónyuge y asumirán debidamente su indeclinable responsabilidad de ayudar a su esposa en las ocupaciones familiares.
Así se favorece la armónica conjunción matrimonial que llena de eficacia la educación de la prole. En cambio, se perdería su complementariedad si se confundiera la igual dignidad y responsabilidad que el varón y la mujer tienen en el ámbito familiar, con una supuesta equivalencia funcional o identidad de sus aptitudes masculinas y femeninas. Pues, según se viene señalando, el varón y la mujer poseen igual dignidad sexual por ser sexualmente complementarios, y no porque sean idénticos. Y como, a su vez, la complementariedad requiere distinción, en cuanto se desconocen sus diferencias, no sólo se impide que lleguen a complementarse eficazmente en el orden familiar y social, sino que se acaba ignorando también el idéntico valor de la masculinidad y de la feminidad, ordinariamente en perjuicio de ésta79.
En el ámbito social
Resulta, además, que esta maduración, en el ámbito familiar, respecto de las propias peculiaridades psicosexuales masculinas o femeninas, condiciona también que la sociedad pueda enriquecerse con las aportaciones peculiares que los varones y las mujeres deben realizar en las estructuras extradomésticas de la vida social, complementándose recíprocamente en todos los niveles de su organización: pues «la función social de la familia no puede reducirse a la acción procreadora y educativa, aunque encuentra en ésta su primera e insustituible forma de expresión» (FC, 44).
En efecto, sería difícil descubrir los roles más adecuados para el varón y para la mujer en las actividades extradomésticas, si no se hubiera aprendido a discernirlos atinadamente en el nivel familiar de la socialidad de las personas, que es el más básico y fundamental, y en el que aquélla se ejercita de forma más intensa. Y por eso, de esa formación depende en gran medida que, en las relaciones interpersonales de la vida social y profesional, el varón y la mujer no olviden la diversidad aptitudinal o funcional de sus respectivas peculiaridades sexuales; y que, por consiguiente, en idénticos quehaceres sociales, ambos hayan de realizar aportaciones distintas y complementarias, por las diferentes aptitudes psicosomáticas que ponen en juego al realizar esas actividades.
El complejo entramado de la vida laboral, económica y política de una sociedad debe ser enriquecido por las peculiaridades con que el varón y la mujer ejercen esas tareas: «La instauración del orden temporal debe brotar de la cooperación del hombre y de la mujer» (JG, 22.VI.1994, 4). Pero, para ello, debería favorecerse socialmente que cada uno asumiera las funciones que puede desarrollar mejor según sus peculiaridades. Por desgracia la cultura occidental adolece en gran medida de la aportación femenina extraconyugal. Es actualmente una civilización primordialmente machista y, por ende, deshumanizada. Es una cultura notablemente economicista que adolece de las actitudes de desinterés, afecto, concordia, paciencia y fidelidad que son propios de la condición femenina (cf RM, 46). Es una civilización marcadamente eficiencista que necesita urgentemente ajustarse a un modelo más `maternal´ en todas las dimensiones de su organización80.
Esto explica que el magisterio eclesiástico, especialmente desde el Concilio Vaticano II, ampliara su perspectiva en lo concerniente a la misión del varón y de la mujer en su complementario servicio a la vida humana. En efecto, si a partir de la revolución industrial había centrado sus enseñanzas relativas a estas cuestiones, en el papel insustituible de la mujer en la vida familiar, puesto que éste era el punto más afectado por las repercusiones de aquellos cambios sociales; en cuanto se empezaron a sentir los efectos deshumanizantes del abuso del progreso tecnológico, su insistencia no se limitó a subrayar aquella enseñanza, sino que incluyó una llamada apremiante a las mujeres para que asumieran en la vida pública el protagonismo humanizador que les corresponde, a fin de salvaguardar los valores humanos en un mundo en que la «técnica corre peligro de convertirse en inhumana: Reconciliad a los hombres con la vida» (C. Vaticano II, Mensaje a las mujeres, 8.XII.1965, 5).
En sus enseñanzas sobre el significado de la sexualidad humana, Juan Pablo II se ha ocupado de explicar el fundamento antropológico por el que a la mujer, desde su mayor sensibilidad personalista, le corresponde constituir la vanguardia de ese proceso de pacificación y «humanización del mundo» mediante la extensión de una «nueva cultura de la verdad y del amor» (CF, 13). En efecto, la aptitud femenina para la maternidad favorece en la mujer «una aguda sensibilidad hacia las demás personas» (EV, 99), «una actitud hacia el hombre -no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general-, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer» (MD, 18). Pues, desde la experiencia de su maternidad, «la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no por otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud» (EV, 99).
Es decir, es esta condición maternal propia de la feminidad, que se manifiesta en la peculiar sensibilidad y aptitud de la mujer para los aspectos más humanitarios de la convivencia, lo que le confiere un papel humanizador que puede calificarse no sólo como decisivo para la sociedad, sino de absolutamente imprescindible para compensar la actual propensión machista a esa «psicologización de la ética y del derecho, que deduce de los deseos individuales (y de las posibilidades técnicas) la licitud de los comportamientos y de las intervenciones sobre la vida» (AS, 41). «No es, pues, exagerado -concluye Juan Pablo II- definir `lugar-clave´ el que la mujer ocupa en la sociedad y en la Iglesia» (JG, 20.VII.1994, 6). Y, por lo mismo, tampoco parece exagerado subrayar la importancia de que la cultura actual reconozca la trascendencia social de que la mujer ocupe ese `lugar´ que le corresponde por sus específicas aptitudes sexuales.
c) LA PRUDENCIA ANTE LA RECÍPROCA ATRACCIÓN ENTRE LOS SEXOS, IMPRESCINDIBLE PARA QUE SU COMPLEMENTACIÓN
LABORAL RESULTE SOCIALMENTE BENEFICIOSA
El reconocimiento de la distinción aptitudinal del varón y de la mujer para las ocupaciones necesarias en la convivencia familiar y extrafamiliar es, pues, imprescindible para su armónica y eficaz conjunción. Sin embargo, para que esta complementariedad sea posible, hace falta tener en cuenta también que la cooperación exclusivamente laboral del varón y de la mujer -esto es, la que se ejerce al margen de los intereses matrimoniales- resultaría desvirtuada si no se organizara de forma que se evite aquel desencadenamiento desordenado de afectos eróticos o venéreos, que ocasiona la atracción natural entre los sexos cuando no se vive la modestia sexual (cf CM, 6).
En efecto, ese tipo de interferencias eróticas o venéreas, al inducir hacia una consideración recíproca sexualmente hedonista entre el varón y la mujer, de una parte oscurecería el reconocimiento y la valoración de sus específicas aptitudes masculinas o femeninas asexuales: «¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!» (CM, 3).
De este modo, al minimizarse la diferenciación efectiva de esas capacidades solidario-amistosas de la masculinidad y de la feminidad, disminuiría su complementariedad práctica y, consiguientemente, resultaría afectada la eficacia social de su convivencia laboral. Y derivadamente, la convivencia de los sexos en el ámbito laboral, al propender así hacia la promiscuidad sexual, resultaría también socialmente perniciosa, en cuanto que ocasionaría una progresiva desestabilización de las estructuras matrimoniales y familiares de la sociedad.
Pues bien, ambos factores -a saber, el reconocimiento de las diferencias aptitudinales metanupciales del varón y la mujer, y de la necesidad de la prudencia en el trato mutuo para evitar afectos venéreos o eróticos desviados, que su convivencia podría despertar entre ellos- están recíprocamente relacionados. Pues, si se difumina culturalmente la diversidad aptitudinal del varón y de la mujer para las funciones humanas no directamente relacionadas con la transmisión de la vida, parece inevitable que se trivialice también la recíproca atracción venérea y erótica que se deriva de su complementaria diferenciación procreativa. Y por eso, no parece fortuito que el igualitarismo sexual que aquejó a los movimientos feministas dialécticos, contuviera también una entraña sexualmente permisiva, que se pretendía como éticamente plausible mediante unos planteamientos antropológicos de carácter naturalista.
Naturalismo y modestia sexuales en las relaciones interpersonales
De ahí la importancia de que la promoción de la participación de la mujer en las estructuras sociales extrafamiliares no sólo se realice desde el reconocimiento y respeto de sus peculiaridades psicosomáticas femeninas, sino también e inseparablemente mediante el fomento de un equilibrado sentido de modestia sexual. En efecto, la modestia sexual resulta imprescindible para la convivencia social. Pues en la medida en que consiste en una actitud de reserva de los propios valores sexuales psicosomáticos, por entenderlos como virtualidades que tienen su ámbito propio en el matrimonio (los afectivos, también en el noviazgo), los preserva de eventuales planteamientos hedonistas y posibilita su ejercicio natural.
Es decir, la modestia sexual garantiza la estabilidad familiar, de una parte; y de otra, permite que la participación conjunta del varón y de la mujer en las estructuras extradomésticas de la vida civil resulte socialmente enriquecedora, por la maximización de las aptitudes masculinas y femeninas metanupciales, que resulta de una relación mutua exenta de intereses eróticos y venéreos. En cambio, si se descuida esta actitud, trivializando las consecuencias de actitudes, modales y modos de vestir provocativos desde el punto de vista erótico o venéreo, la convivencia social con las personas del otro sexo no sólo dificulta la fidelidad conyugal y el respeto sexual en el noviazgo, sino que perjudica la eficacia social de la convivencia laboral, cultural y política entre personas de distinto sexo. De ahí la importancia de que la capacidad de generosidad y solidaridad social de los hombres y las mujeres esté socialmente protegida respecto de los intereses eróticos o venéreos que podrían surgir, en su convivencia social, de una errónea manifestación de la propia condición masculina o femenina81.
En el fondo, la actual extensión social de la inmodestia sexual es una imprudencia cultural que responde a esa mentalidad naturalista amoralizante que, arraigada en Occidente desde los tiempos de J.J. Rousseau, estaba presente en el igualitarismo sexual de los movimientos dialécticos del mayo de 1968, a que se ha hecho referencia poco antes. En efecto, el naturalismo sexual es una pretensión ingenuamente optimista, de conseguir un ejercicio equilibrado de la sexualidad ignorando tanto el natural impacto que los valores sexuales de cada sexo producen en el complementario, como la dificultad de evitar el desorden en las reacciones consiguientes (dificultad que se deriva del hedonismo inherente a la actual condición caída de la naturaleza humana). Y por eso, es un intento abocado al fracaso82.
Es verdad que el acostumbramiento al consumo superficial de esos valores disminuye la sensibilidad hacia éstos. Pero no es menos cierto que este efecto de ampliación del umbral de la tolerancia sexual, similar al que producen otros vicios, resulta doblemente pernicioso. Por una parte, porque esa actitud provoca una ansiedad patológica de un sexo más `duro´ y antinatural; y sobre todo, porque esa anestesia sexual ante esos valores elementales es en sí misma patológica y neurotizante. Pues, según se explicará más adelante, la inclinación biosexual del varón y de la mujer -por depender, en su desencadenamiento, de los factores psicosexuales- tiende naturalmente a polarizarse hacia los valores biosexuales de una sola mujer o de un solo varón, respectivamente. Ahora bien, la inflación ambiental de estímulos venéreos impide ese proceso, ocasionando en las personas una especie de bloqueo sexual progresivo (muy extendido hoy en Occidente, a causa sobre todo de las modas femeninas vigentes y de la difusión de la pornografía) que las incapacita para esa natural determinación exclusivista de sus intereses sexuales -que les permitiría realizarse matrimonialmente- e incluso las insensibiliza cada vez más respecto de cualesquiera estímulos de esa índole.
Por consiguiente, para que el varón y la mujer salvaguarden sus capacidades de enriquecer el bien común con las específicas y complementarias aportaciones que pueden realizar en un quehacer conjunto, es fundamental que sus relaciones mutuas estén impregnadas de un exquisito sentido de prudencia y de modestia sexual. Y en esto, según se apuntó en el capítulo anterior, tiene particular importancia la actitud de la mujer pues, como se explicó también en su momento, el varón es sexualmente menos significativo que la mujer. Por eso, cuando falta una formación sólida en este sentido de modestia sexual, la sociedad tiende a recortar -al estilo islámico- el marco de relación social de las mujeres, relegándolas, como mecanismo de defensa, al ámbito familiar y privándose de aquellas aportaciones sociales extrafamiliares de la feminidad, que sólo pueden ofrecer las mujeres sexualmente modestas83.
d) NECESIDAD DE LA COEDUCACIÓN AFECTIVA E INCONVENIENTES PSICOLÓGICOS Y ÉTICOS DE SU APLICACIÓN EN EL ÁMBITO
ESCOLAR
Parece necesario, por tanto, promover una acción educativa que fomente las peculiaridades de los sexos, al mismo tiempo que inculque el necesario sentido de modestia sexual en las relaciones interpersonales. Se trata de una tarea en que la familia ha de jugar un papel primordial, puesto que «la educación sexual -que es un derecho fundamental de los padres- debe ser realizada bajo su atenta guía tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos» (DF, artículo 5, c). Pero no se debe minusvalorar la repercusión formativa o deformadora de otras instancias sociales como los medios de comunicación, las leyes fiscales, laborales y educativas, etc.
Por lo que se refiere a la intervención educativa, resultaría imposible favorecer el desarrollo de las peculiares virtualidades psicosexuales de los alumnos -posibilitando así su futura complementación social-, si la asistencia educativa que se les prestase durante los años en que esas aptitudes no han madurado suficientemente, adoptara como objetivo prioritario su mera instrucción intelectual y relegara a un segundo plano la educación de su afectividad. La formación integral del alumno requiere atender también a las virtualidades afectivas psicoespirituales del educando, entre las que se encuentran sus aptitudes masculinas o femeninas. El descuido de estos aspectos integrantes de la dimensión psicoafectiva de su personalidad, no sólo dificultaría la maduración personalista o afectiva de los educandos, sino que, paradójicamente, acarrearía también dos perjuicios de índole eficiencista: la disminución de su rendimiento académico y de la eficacia de su futura conjunción laboral.
En efecto, disminuiría el rendimiento académico porque ese desconocimiento de la diversidad sexual induciría a obviar los problemas psicointelectuales y éticos que, según se indicará a continuación, la coeducación plantea mientras no se ha superado la adolescencia. Asimismo, dificultaría su futura conjunción social, de una parte, porque no cabría complementariedad si no se hubiera favorecido previamente su distinción; y de otra, por los intereses eróticos o venéreos desviados que interferirían sus relaciones laborales como consecuencia del acostumbramiento a relaciones interpersonales precoces e inmodestamente imprudentes.
Cuestionamiento didáctico de los postulados coeducativos
La experiencia del último cuarto de siglo en Occidente ha puesto en evidencia lo que se acaba de señalar. En efecto, a partir de la década de los 70, las modas educativas occidentales, claramente influenciadas por el igualitarismo y el naturalismo sexuales de los movimientos sociales del momento, se inclinaron hacia la coeducación escolar, considerándola como el sistema didáctico más adecuado para promover la igualdad de oportunidades del varón y la mujer y para conseguir la masiva incorporación de ésta a los ámbitos extrafamiliares.
Esta opción por el modelo coeducativo no obedecía a razones estrictamente pedagógicas, sino más bien a las ventajas económicas y organizativas que a corto plazo ofrece este sistema y, sobre todo, a fuertes motivaciones ideológicas que lo proclamaban como una suerte de dogma pedagógico cuyo rechazo constituiría una postura arcaica contraria al desarrollo de la persona y al progreso de la sociedad84. Por eso, es decir, por la justificación más emotiva que racional de la opción coeducativa, no sorprende que, a pesar del tiempo transcurrido desde su implantación, se dispongan de tan escasos estudios científicos sobre sus resultados.
Parece evidente que en la propuesta igualitarista de estos planteamientos se contenía una gran verdad: a saber, la imposibilidad de lograr esa mayor participación femenina mientras las mujeres recibieran una formación casi exclusivamente orientada a las funciones domésticas; y la consiguiente necesidad de que contaran con la misma preparación que los varones para las tareas extrafamiliares. Asimismo, sus posturas naturalistas eran acertadas en lo que contenían de rechazo de su extremo contrario: esto es, la consideración maniquea de cualquier relación no matrimonial entre personas de distinto sexo: una perspectiva errónea en lo que supone de desconocimiento de la necesidad del trato -respetuoso, pero efectivo- entre el varón y la mujer para la configuración equilibrada de su masculinidad o feminidad y, consiguientemente, para su eficaz complementación futura en su posible convivencia matrimonial y en las estructuras extrafamiliares de la sociedad.
Ahora bien, extraer de ahí la necesidad del modelo coeducativo para la etapa escolar parece una extrapolación injustificada porque no está claro que la escuela mixta facilite una enseñanza ajustada a las diferentes aptitudes psicointelectuales de los chicos y las chicas, ni que favorezca un trato entre ellos que no resulte inadecuado. Este error explica los resultados negativos que se derivaron de la proclamación de la coeducación escolar como camino necesario para remediar aquellas deficiencias; y que su progresiva constatación haya ocasionado (sobre todo en países del norte de Europa y del área anglosajona85: precisamente, los que habían sido pioneros en su implantación) que los prejuicios ideológicos estén cediendo ante los intereses pragmáticos, y se haya comenzado a poner en cuestión la validez didáctica de sistemas escolares que, en la práctica, desconocían las peculiaridades intelectuales y emocionales que se derivan de la diversidad psicosexual, así como las repercusiones académicas de la promiscuidad sexual que, en la adolescencia, puede provocar el trato indiscriminado entre chicos y chicas.
No se trata aún de una reacción moral ante los problemas éticos que se derivan de la promiscuidad sexual entre adolescentes. Pues este tipo de asuntos resultan poco relevantes para una sociedad profundamente afectada por un alarmante «eclipse del sentido de Dios y del hombre» (EV, 23), por un oscurecimiento de la conciencia moral, que trivializa el perjuicio individual y social de los desórdenes más graves (EV, 4). No obstante, aunque estas recientes tendencias pedagógicas respondan, simplemente, a la constatación sociológica de que la coeducación escolar no resuelve, como se propugnaba, los susodichos problemas de igualdad social y, en cambio, suscita serios inconvenientes académicos, sobre todo en la adolescencia; sin embargo, contienen un indudable interés antropológico, por cuanto constituyen una confirmación científico-positiva de diversos criterios didácticos derivados de la antropología cristiana.
Criterios pedagógicos de la antropología cristiana, relativos a la coeducación
Concretamente, podrían resumirse en cuatro los parámetros pedagógicos que se derivan de ese principio general, radicado en la antropología cristiana, según el cual la tarea educativa ha de ordenarse a optimar las virtualidades humanas de cada persona; es decir, a favorecer el desarrollo de sus valores positivos de una manera tal que no desatienda las peculiaridades propias de cada individuo. Los dos primeros criterios atañen al orden psicoafectivo. Uno se refiere a la necesidad de que, en la enseñanza, se reconozcan, respeten y fomenten las diferencias psicoafectivas que existen entre los sexos, en lugar de obviarlas en una restricción de la sexualidad personal y de la correspondiente diversidad, al plano meramente biofísico. El segundo consiste en afirmar que esas diferencias, por su carácter recíprocamente relacional, requieren, para su adecuada maduración, la mutua convivencia entre los sexos86.
El tercer elemento de valoración concierne a las exigencias éticas de los dos principios anteriores: a saber, a la importancia de reconocer la ordenación de esa diversidad a la complementación matrimonial y extrafamiliar; y por consiguiente, de evitar que el trato entre los sexos se realice hedonistamente, empezando por organizar la enseñanza escolar de forma que no ocasione actitudes erotistas. En cuarto lugar habría que mencionar el deber de adaptar la enseñanza a las peculiaridades psicointelectuales de los alumnos, entre las que se encuentran las derivadas de su diversidad sexual: esto es, la diversidad de los varones y las mujeres en su modo de actuar cerebralmente ante idénticas cuestiones intelectuales, así como la divergencia mental que se produce entre los chicos y las chicas en determinadas etapas de su desarrollo psicobiológico87.
Pues bien, si se aplican estos elementos de juicio a las circunstancias que se dan en los distintos momentos del aprendizaje, se explica que en la enseñanza superior -esto es, en la universidad o en el equivalente nivel de formación profesional- la coeducación no haya constituido, de hecho, una cuestión social especialmente problemática. Parece lógico que sea así porque, desde el punto de vista psicoafectivo, la diversidad sexual ya no suele vivenciarse de manera referencialmente problemática después de la adolescencia, al haberse superado, de ordinario, la etapa de configuración diferencial de la propia condición sexual. Además, la coeducación en la enseñanza superior tampoco plantea dificultades de índole psicointelectual, puesto que, por su carácter opcional (en el plano instructivo y en el orden de las posibilidades culturales y deportivas que pueda ofrecer), no es la oferta educativa la que debe adaptarse a las aptitudes psicodiferenciales de los alumnos, sino que son éstos quienes han de preocuparse de escoger los estudios y actividades más adecuados a sus capacidades.
En cambio, antes de esa edad -durante la infancia y la pubertad- la coeducación escolar plantea diversos inconvenientes intelectuales y afectivos, especialmente notables en la adolescencia, durante la cual, además, a esos problemas se suman también otros de carácter ético, que acaban repercutiendo en el mismo rendimiento académico de los muchachos y muchachas y en su futura capacidad de conjuntarse eficazmente en un matrimonio estable y en un trato laboral extrafamiliar sexualmente respetuoso. Consideremos sobre todo las dificultades antropológicas (psicoafectivas y psicointelectuales) que la coeducación escolar plantea a los niños y adolescentes: esto es, a los alumnos que se encuentran en la etapa de su vida en que aún no han alcanzado su inicial desarrollo psicosomático y que, por tanto, tienen derecho a que la educación que reciban, les facilite adquirir una personalidad definida, con los valores propios y las características de cada sexo, que les permita complementarse en el futuro88.
Inconvenientes psicoafectivos de la coeducación escolar
Posiblemente, el inconveniente más notable de la coeducación escolar consista en minusvalorar la importancia de la formación de la dimensión psicoafectiva del alumno, concretamente, en lo que se refiere a su específica condición masculina o femenina. Y como consecuencia, al dificultar la formación individualizada de esta faceta de la personalidad en el momento en que este aspecto debería desarrollarse diferenciadamente, obstaculiza la maduración psicosexual de los educandos.
En la infancia, el problema se plantea en el plano de favorecer y respetar las diferentes peculiaridades psicoafectivas de los niños, así como de atender las preferencias lúdicas -culturales y deportivas- que se derivan de aquéllas. Sin embargo, no suelen producirse problemas de índole relacional, puesto que sus diferencias no suscitan, de ordinario, un interés sexual recíproco: de ordinario, porque, así como la actual situación de desempleo juvenil está prolongando patológicamente la actitud adolescente en personas que, por su edad biológica, deberían haber superado esa mentalidad; de igual forma, el impacto del erotismo presente en ciertas modas y medios de comunicación está adelantando algunos problemas de la adolescencia a personas infantiles que, por su situación psicobiológica, no están preparadas para afrontarlos de forma no traumática.
Ahora bien, durante la adolescencia, a las dificultades de maduración psicodiferencial en las características y valores del propio sexo (cuyo desarrollo es especialmente importante en este momento y condiciona su complementariedad futura), se suma la tensión relacional que se deriva de la impulsividad y vehemencia con que en ese momento se experimenta la atracción mutua. Por eso, es decir, por la irrupción enérgica de la inclinación sexual, que se produce en la pubertad, la adolescencia reclama una mayor y más diferenciada asistencia educativa que permita a las personas llegar a integrar esos impulsos psicosomáticos de manera equilibrada y madura. Y no parece fácil, en la práctica, prestar esa delicada atención mediante un sistema educativo mixto89.
Además, esa tensión relacional, tan frecuente en la adolescencia, constituye en ocasiones un elemento perturbador que produce conductas competitivas, en lugar de favorecer -según propugnaban los promotores de la coeducación- una serena integración entre los sexos, que enriquecería a los varones con la diligencia y constancia de las chicas, y permitiría a éstas adquirir mayor claridad en el juicio y en la expresión. Asimismo, esta tensión puede ocasionar en esa edad una tendencia a la feminización de los varones y a la masculinización de las chicas. Pues la vehemencia de los intereses sexuales respecto de las personas del otro sexo suele dar lugar a que las relaciones de compañerismo con las personas del mismo sexo pierdan intensidad, dificultándose el desarrollo de esas amistades sinceras y profundas con compañeros del mismo sexo, que tan importantes son en la adolescencia para la maduración de la específica condición masculina o femenina de su personalidad.
Inconvenientes psicointelectuales de la coeducación escolar
Por otra parte, la coeducación no sólo plantea problemas en el orden psicoafectivo, sino que éstos pueden redundar negativamente, a su vez, en el rendimiento académico de los alumnos. Pues a los esfuerzos que ha de realizar normalmente el educando, obliga a añadir el de mostrar ante las personas del sexo complementario una madurez sexual de la que carece en esa etapa de su vida90, así como el de evitar los riesgos de una vida sexual desordenada. Y sobre todo, la coeducación constituye un sistema educativo poco rentable en este plano del rendimiento académico de los niños y adolescentes, porque no permite atender debidamente las diferentes aptitudes psicointelectuales para el aprendizaje de los varones y de las mujeres, en una etapa en que la enseñanza se plantea con carácter obligatorio.
En efecto, la coeducación dificulta la homogeneidad del grupo escolar, tan necesaria para la eficacia de las enseñanzas del profesor. Pues obliga a constituir grupos escolares formados por alumnos con una notable heterogeneidad intelectual (en aptitudes, intereses y modos de enfrentarse a la realidad) que proviene de la diversidad psicosexual. Esto explica la tendencia, comprobada en la educación mixta, a adaptar las enseñanzas a las aptitudes masculinas, con lo que, paradójicamente, más que realizarse una coeducación auténtica que favorezca la promoción social extrafamiliar de las mujeres, se produce una homogeneización machista, intelectualmente discriminatoria para las alumnas91.
Este inconveniente se agrava considerablemente a partir de la pubertad porque la diversidad con que unos y otros ejercitan sus actividades cerebrales, se acentúa en la adolescencia, tanto por la intensificación de la distinción psicosexual que aquélla produce, como por el desfase mental que ocasiona entre los muchachos y muchachas de la misma edad física. A lo que hay que añadir, según se ha señalado ya, las repercusiones académicas negativas de las experiencias sexuales precoces que la coeducación puede ocasionar, así como los esfuerzos psicoafectivos que la presencia de personas del otro sexo obliga a realizar.
En resumen, el hecho de que sea necesario, como ya se ha dicho, que los chicos y las chicas se traten y conozcan, y aprendan a respetarse y a colaborar juntos, eso no implica que la relación coeducativa deba existir necesariamente en el ámbito escolar. Más aún, teniendo en cuenta los mencionados inconvenientes de la coeducación escolar durante la infancia y sobre todo durante la adolescencia, parece constituir un sistema educativo excesivamente problemático. Pues a diferencia del ámbito familiar y de las amistades, en que la relación coeducativa se produce de modo natural y con la ventaja de en esos niveles resulta factible que los padres proporcionen las orientaciones adecuadas, en cambio, la masificación escolar convierte en inasequible educar diferencialmente la dimensión psicosexual de la afectividad de los alumnos, así como atender suficientemente a las peculiaridades psicointelectuales que se derivan de la diversidad psicoafectiva del varón y de la mujer.
Por eso, para lograr la debida madurez sexual de los niños y adolescentes, parece suficiente fomentar la relación coeducativa en el ámbito familiar y de la amistad, donde los chicos y las chicas pueden disponer de abundantes ocasiones para encontrarse con menos presión y sin repercusiones negativas en su rendimiento académico. Este modo de proceder contiene ventajas nada despreciables. Pues además de evitar los mencionados inconvenientes, la transitoria separación de los sexos en el ámbito escolar favorece que la escuela como institución pueda cumplir mejor su función de atender lo más pormenorizadamente posible al desarrollo de las características diferenciales de cada alumno y de cada alumna, propiciando así además que sea más rica su futura complementariedad matrimonial y extrafamiliar.
2. TRASCENDENCIA INDIVIDUAL Y SOCIAL DEL EJERCICIO GENEROSO
O EGOÍSTA DE LA SEXUALIDAD
Una vez considerado el carácter decisivo que tiene, para la persona y para la sociedad, el reconocimiento de la distinción y la complementariedad de los sexos, conviene detenerse en la observación de las repercusiones individuales y sociales del respeto de la doble ordenación amorosa que da sentido a esa diversidad sexual. Es decir, se trata ahora de mostrar que la inclinación amorosa de la sexualidad tampoco es un aspecto secundario de la persona, que pueda someterse a juego o trivialización sin que se vean afectados sustancialmente el individuo o la sociedad, porque su ejercicio no sólo repercute en el cónyuge y la prole, sino que condiciona las actitudes que cada individuo pueda adoptar en las restantes motivaciones de su conducta.
a) TRASCENDENCIA INDIVIDUAL, FAMILIAR Y SOCIAL
En efecto, la trascendencia de la orientación amorosa o egoísta de la sexualidad no sólo aparece al advertir que esta facultad es fuente de vida, tensión hacia el amor conyugal y origen de la familia, ese contexto afectivo imprescindible para que un individuo pueda nacer, madurar y morir equilibrada y dignamente. Aparece también al comprender su conexión con los intereses psicoafectivos asexuales más importantes del individuo, a saber, con su capacidad de dar y de aceptar, y de convivir amorosamente: cuestión que, además de ser objeto de experiencia, ha sido confirmado desde el punto de vista médico:
«La proyección cerebral de los órganos genitales se halla en la extremidad superior de la hendidura de Rolando, en el surco interhemisférico, cerca del sistema límbico. Es decir, lo genital es la única representación corporal que está en contacto con el centro de las emociones, donde radican las tendencias que nos mueven: aquellas que están al servicio de la supervivencia del ser (hambre, sed, agresividad) o de la supervivencia de la especie (reproducción, protección del pequeño, deseo, placer, amor). Resulta que, neurológicamente hablando, estamos hechos de tal manera que aquello que afecta a lo genital agita directamente lo moral. De ahí la imposibilidad de dominar el comportamiento emotivo si la influencia de la voluntad no se extiende también, y quizás primeramente, al comportamiento genital consciente y deliberado» (J. Lejeune, Una reflexión ética sobre la Medicina Prenatal, en Manual de Bioética general, ed. Rialp, Madrid 1993, 264).
Es decir, la madurez sexual condiciona de manera importante la actitud personal del individuo, sus posibilidades de relación interpersonal con los demás hombres y mujeres. Por eso, la naturaleza humana experimenta de modo tan intenso la atracción sexual, y su ejecución natural resulta tan gratificante; y por eso también, las desviaciones sexuales afectan tan patológicamente al individuo, generan una ansiedad tan notable, y son vivenciadas por la persona de forma más humillante que otros desórdenes morales incluso más graves92. Además, parece lógico que eso sea así si se considera que esta inclinación constitutiva del individuo corpóreo es un valor trascedental del más alto rango, ya que la inclinación al amor es lo más sagrado que existe en la criatura, puesto que la Vida de la Trinidad es plenitud de Amor93.
En este sentido, resultan ilustrativos los motivos por los que -en la etapa patriarcal de constitución del que habría de ser el Pueblo de la Alianza del Sinaí (cf CEC, 54-64)- Dios reprobó, como herederos de la Promesa, primero, a los tres hijos mayores de Jacob, y después, a los dos primeros hijos de Judá. En efecto, cuando Jacob anuncia a sus hijos cuál habría de ser su suerte, excluye de la primogenitura a Rubén, por su incesto; y a Simeón y Leví, por su crueldad (cf Gen 49, 4-5), viniendo a equiparar en malicia, la violencia y la perversión sexual. Y algo análogo se enseña, aunque de forma aún más severa, cuando Dios quita la vida a Her, el primogénito de Judá, por malvado; y, después, a su segundo hijo, Onám, por su conducta contraceptiva (cf Gen 38, 7.9-10): es decir, por ser considerado indigno de pertenecer a la serie de los antepasados de la Vida encarnada, quien ejercitaba la facultad procreativa de manera egoísta: «Onám, sabiendo que la descendencia (que tuviera con la viuda de su hermano) no había de ser suya, aunque se acostaba con ella, derramaba en tierra el semen para que no nacieran hijos con el nombre de su hermano» (Gen 38, 9).
Y en esta misma línea, también resulta significativo el contraste entre la benignidad penal empleada por Dios con Caín, en el comienzo de la depravación humana, y la severidad de la ley mosaica respecto de ese mismo tipo de delitos. En efecto, Dios maldijo y castigó seriamente a Caín, pero le puso una señal para que nadie le matara (cf Gen 4, 11-16; EV, 9). En cambio, al llegar el momento de constituir el Pueblo de la Antigua Alianza, era preciso desterrar de sus miembros los más graves delitos y, para ello, se estableció la pena de muerte tanto para quienes incurrieran en la idolatría y la vana observancia, por ejemplo, como para aquéllos que de un modo u otro profanasen lujuriosamente esta condición divina del cuerpo: a los que así obraban se les consideraba merecedores de la pena máxima, tanto como a los idólatras y homicidas, por haberse `prostituido´ en su dignidad de miembros del Pueblo elegido (cf Lev 20, 1-21).
De ahí que santo Tomás de Aquino sostenga que la castidad tiene una importancia fundamental. No es una de las virtudes más altas en cuanto parte de la templanza, que es la más elemental de las virtudes cardinales (cf S.Th., II-II, q. 141, a.8). Sin embargo, es una virtud básica en cuanto que su ausencia imposibilita las restantes virtudes morales y teologales, al producir «ceguera mental, falta de consideración equilibrada, inconstancia, precipitación, amor propio, odio a Dios, dependencia excesiva del mundo presente, y horror y desesperación por el que ha de venir» (S.Th.,II-II, q. 153, a.5).
Y es que la desviación de los impulsos amorosos del cuerpo dificulta la capacidad oblativa de la psicoafectividad y, consiguientemente, de la afectividad espiritual. Pues como sostiene la doctrina ética aristotélica, la conducta externa repercute en las actitudes del corazón. De ahí que el desorden biosexual repercuta negativamente en los afectos de los amantes, induciéndoles a una recíproca instrumentalización hedonista. Y por eso, cuando un individuo no respeta el sentido unitivo-procreativo de su sexualidad, se cosifica a sí mismo y, al distanciarse de su corporalidad, pierde el control de ésta y -como nadie da lo que no tiene- se va inhabilitando para la entrega matrimonial (para aceptar las limitaciones y defectos del cónyuge, y sacrificarse teniendo hijos o viviendo la continencia periódica cuando entiende que no debe buscarlos), hasta el extremo de llegar a esa incapacidad psíquica para «asumir las obligaciones esenciales del matrimonio» (CIC, c. 1095, & 3), que es uno de los supuestos tipificados en el ordenamiento canónico más reciente como constitutivo de nulidad matrimonial y que, de producirse después de las nupcias, conduce al fracaso conyugal.
Pero es que, además, el egoísmo sexual condiciona de manera importante las restantes facetas de la personalidad: por un lado, las que se refieren a la capacidad de interrelación personal -la amistad, la vida familiar y social-, pues obstaculiza el trato desinteresado con los restantes hombres y mujeres; y por otro, las facetas que se refieren a la actividad, esto es, al trabajo y la cultura. En efecto, la vida cultural y profesional al inscribirse en el orden de los medios para obtener unos objetivos, se ve condicionada completamente por la actitud afectiva de la persona, de forma tal que el enfoque servicial o egoísta de esas actividades depende en gran medida de que la afectividad del individuo sea recta o no lo sea. Por eso el desquiciamiento sexual, al constituir un desorden de la afectividad del individuo, se opone al desarrollo cultural de la personalidad y dificulta el rendimiento profesional: por una parte, porque disminuye el control de uno mismo y la capacidad de sacrificio, y por otra, porque reduce a intereses egoístas el horizonte de las motivaciones por las que se es capaz de trabajar.
b) DESÓRDENES PERSONALES Y SOCIALES DEL EGOÍSMO SEXUAL
Conviene, pues, captar la trascendencia individual y social del desorden sexual. Piénsese, ante todo, en sus consecuencias físicas para los hijos, cuando son abortados; y en los sufrimientos morales de éstos cuando son hijos extramatrimoniales o cuando presencian las discordias de sus padres o asisten a su divorcio y, privados del padre o de la madre, se ven «condenados a ser de hecho huérfanos de padres vivos» (CF, 14). No escapan los cónyuges a los efectos que el desorden sexual ocasiona tanto a su salud física94 como a la armonía de sus relaciones interpersonales: la falta de respeto que supone la actividad anticonceptiva influye en que empiecen a llevarse mal; fomenta los malos tratos y las infidelidades matrimoniales; conduce al divorcio, con sus tremendas consecuencias, sobre todo en la senectud; y ocasiona que, cuando el divorcio no se ha producido, los cónyuges ancianos encuentren poca ayuda en esos hijos que heredaron su propio egoísmo y, obviamente, ninguna en aquéllos que no llegaron a procrear.
La desmoralización sexual de una sociedad multiplica los embarazos extramatrimoniales y la difusión del sida y de las restantes enfermedades de transmisión sexual95. Asimismo fomenta los desórdenes de los noviazgos prematuros, especialmente los embarazos de adolescentes y la incapacidad para contraer un matrimonio duradero. El desorden sexual genera también serias consecuencias en el terreno socio-económico. Pues el egoísmo que origina, propicia, en el ambito social, la corrupción de la vida pública; la extensión de la insensibilidad y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno; la crueldad y agresividad, que conducen a las guerras, violaciones, etc. Y es que la desviación de las facultades que de suyo se ordenan a la vida, produce toda una cultura de la muerte96.
En el orden económico, el desorden sexual de los ciudadanos, además de acarrear a la sociedad el gravamen económico de la asistencia sanitaria de los afectados por el sida, fomenta la corrupción en los negocios, la falta de laboriosidad y productividad, con su secuela, el desempleo, que a su vez conduce a la delincuencia y a la drogadicción97. En el momento en que se extiende la inmadurez sexual, la familia se debilita, disminuye la calidad personal o amorosa y la cohesión y el número de sus miembros, y entonces la sociedad se desintegra: al descender el número de las clases activas y la generosidad de éstas, baja la rentabilidad, aumenta la conflictividad social y el número de injusticias y de necesidades a solventar; y los particulares se desentienden de solucionar esos problemas en la medida de sus posibilidades, descargando en el Estado esa misión. Y si aumentan las necesidades y descienden los recursos, el Estado se colapsa98.
Las diferentes variedades de lujuria venérea y erótica no son, pues, juegos que puedan trivializarse: no ya desde el punto de vista de la realización individual, sino tampoco desde la perspectiva del bienestar social (GS, 47 y 50). Pues estas desviaciones sexuales, al anular al individuo en su condición personal y cebarse en la célula básica de la sociedad, que es la familia, generan en el cuerpo social una especie de inmunodeficiencia moral y una parálisis generalizada y progresiva de las estructuras civiles, que son similares a las que provocan, respectivamente, en el organismo humano dos enfermedades de transmisión sexual: el sida y la sífilis.
No se pretende dar a entender con todo esto que el desorden sexual sea la madre de todas las desgracias, como viene a postular la antropología freudiana; sino poner de manifiesto la redundancia de esta faceta de la personalidad en los demás aspectos de la afectividad humana, y su consiguiente repercusión social. Se quiere decir que un desorden sexual, por muy insignificante que pueda parecer, tiene unas consecuencias enormes en el ámbito de la realización y de la felicidad del individuo; y que además, como se deduce de lo expuesto, la madurez o inmadurez sexual de los ciudadanos repercute de modo decisivo en todo el organismo social:
«Pensaba en los niños de la calle, la difusión de las drogas, la delincuencia, la violencia y los homicidios urbanos; y en lo que concierne directamente a la familia, en la multiplicación de los divorcios, las separaciones, las situaciones irregulares, el uso de anticonceptivos, la proliferación de la esterilidad voluntaria y del aborto, la delincuencia juvenil y el exterminio de menores transgresores y tantos otros que no es necesario mencionar... ¿Cuál es la raíz y la causa de todos esos males? Si indagáramos a fondo, encontraríamos esta respuesta: los males de la sociedad son un reflejo de los males familiares. Cuando la familia, célula básica y vital de la sociedad, está enferma, toda la sociedad también lo está. Porque los ciudadanos que asimilan las virtudes o los vicios en una familia, son los ciudadanos que se santifican o se corrompen en una familia» (JD a obispos de Brasil en visita `ad limina´, 17.II.1995, 2).
La conducta sexual de los componentes de una sociedad no debe considerarse, por tanto, como un asunto meramente privado del que puedan desentenderse las distintas instancias sociales, puesto que «la sexualidad del varón y de la mujer está ordenada por su misma naturaleza a la comunión de vida de los esposos y a la generación de la vida nueva de los hijos. Es, necesariamente, un acontecimiento interpersonal que no se agota en el individuo» (PF, 6) y que, por tanto, trasciende necesariamente el ámbito del que la ejercita, repercutiendo positiva o negativamente en los demás, según se ejercite recta o desordenadamente. Las conductas sexuales son también asuntos sociales porque, de una manera u otra, repercuten en otras personas. Y por eso, sus implicaciones sociales requieren ser reguladas por la sociedad.
De ahí que la familia, la escuela y los gobernantes, sin interferir en la libertad y responsabilidad sexual de las personas, deban ocuparse de esta cuestión (cf GS, 52), pues les atañe la doble misión de fomentar la madurez sexual de los individuos y de corregir aquellas desviaciones que trasciendan al plano social. Y entre estas instituciones, «las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser `protagonistas´ de la llamada `política familiar´, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia. La llamada del Concilio Vaticano II (cf GS, 30) a superar la ética individualista vale también para la familia como tal» (FC, 44).