Autor: | Editorial:
Condición personal o esponsalicia de la sexualidad humana
CONDICIÓN PERSONAL O ESPONSALICIA
DE LA SEXUALIDAD HUMANA
«Glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor 6, 20)
INTRODUCCIÓN: UNIDAD SUSTANCIAL DE ESPÍRITU Y CUERPO HUMANOS
Después de mostrar las consecuencias que se derivan del hecho de que la sexualidad es una condición constitutiva y esencial de las dos dimensiones corporales de la naturaleza humana, resulta evidente la magnitud de los perjuicios que, para el individuo y para la sociedad, se seguirían de banalizar la diferencia sexual o de contradecir la doble inclinación amorosa -unitiva y procreativa- de la tendencia sexual. Esta propiedad antropológica de la sexualidad, es decir, el modo profundo en que afecta a la persona y a la sociedad fomentar o contrariar la especificidad masculina o femenina de cada individuo, así como el significado unitivo y procreativo de su inclinación sexual, subraya la conveniencia de cumplir las exigencias éticas que, según se vió en los dos primeros capítulos de la primera parte, están presentes en la sexualidad humana: las relativas al respeto de la identidad sexual de cada varón y de cada mujer, y de la doble orientación amorosa que está impresa en su inclinación sexual.
No obstante, esta perspectiva pragmática o consecuencialista, si bien permite entender la gravedad de los desórdenes sexuales y, consiguientemente, ayuda a superar la ligereza sexual, no justifica suficientemente el carácter absoluto que la tradición viva de la Iglesia católica atribuye al imperativo moral de respetar los susodichos significados internos de la biosexualidad humana, como una derivación de la dignidad personal del cuerpo humano. Por eso, para reconocer a la dimensión biosexual del individuo una dignidad tan inviolable como la que, por ejemplo, suele atribuirse sin demasiadas dificultades a su conciencia y a su libertad, es preciso advertir que el cuerpo humano es tan personal como su espíritu y el cauce de expresión de éste99.
De otro modo, si se hiciera depender el respeto de las leyes internas de la biosexualidad humana, de la apreciación subjetiva de su utilidad en orden a satisfacer los intereses que en cada caso se consideren más importantes, podría juzgarse éticamente admisible la elección positiva y directa de una actuación biosexual egoísta -como la contracepción o la FIVET-, por entenderla imprescindible para salvaguardar el afecto conyugal; o de un atentado a la identidad sexual de la persona -como efectuar un cambio de sexo o trasplantar las gónadas-, porque el interesado así lo deseara, ignorando que, de igual forma que el trasplante de encéfalo atentaría contra la identidad personal del individuo, la transexuación y el trasplante de estos órganos afectarían a la identidad sexual -relacional y procreativa, respectivamente- de la persona (AS, 88-89).
Es cierto que en la persona humana existen valores superiores a los biofísicos, cuya consecución -en caso de contraposición- debe preferirse a la obtención de éstos. Es el caso de los valores psicoafectivos y de los valores espirituales, cuya superioridad justifica y, a veces, exige exponer la propia integridad corporal por «la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio de los hermanos» (ET). Así lo confirma san Pedro al señalar que «es mejor padecer obrando el bien, si así lo dispusiere la voluntad de Dios, que obrando mal. Pues también Cristo una vez murió por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios: muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu» (1 Pet 3, 17-18).
Pero este modo de proceder, sacrificado y a veces heroico, que responde al deber de anteponer esos valores al bienestar biofísico, no constituye una excepción del imperativo moral absoluto de no atentar directamente contra la integridad corporal humana. Pues, en tal caso, no se estaría queriendo directa y positivamente ese perjuicio físico como medio para obtener un bien superior, sino que se preferiría este bien más alto a pesar del sufrimiento físico consiguiente, cuya indirecta aceptación sería lícita e incluso meritoria en atención a que entre las leyes internas de la corporeidad se encuentra la subordinación de su dimensión terrena a otros valores superiores de la persona: «Ciertamente, la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior» (EV, 47).
Además, entre los mismos valores biofísicos también existe una jerarquía, en virtud de la cual la doctrina moral católica tradicionalmente ha entendido que puede ser lícito tolerar una agresión sexual para conservar la integridad física. Pero este juicio sobre la admisibilidad moral de la tolerancia del `mal menor´100 tampoco constituye una excepción del imperativo ético absoluto de respetar las leyes naturales de la sexualidad: puesto que, si verdaderamente se dan las condiciones que justifican esa tolerancia, no existe una positiva y directa aceptación del ejercicio desordenado de la propia sexualidad ni del correspondiente desorden moral ajeno, sino una lícita disposición a padecerlos para salvaguardar un bien superior.
Asimismo, esta jerarquización entre los valores biofísicos de la persona justifica también procurar la salud corporal sacrificando la integridad física de un órgano sexual enfermo «cuya conservación o funcionamiento (por su estado patológico) provocaría al resto del organismo un daño considerable, imposible de evitar por otros medios»101. Pues en este supuesto tampoco se buscaría positivamente un ejercicio de la sexualidad que contradijera su ordenación natural, sino la supresión de un órgano genital enfermo, que estaría justificada, al darse las condiciones que legitiman la aplicación del llamado `principio de totalidad´ (cf AS, 66-67).
Es decir, la primacía de determinados valores sobre los biosexuales justifica pretender aquéllos aun a costa de padecer una merma, momentánea o irrevocable, de la propia integridad biosexual cuando la salvaguarda de esos valores no es posible de otro modo. Pero esa primacía no puede justificar jamás atentar directamente contra las inclinaciones naturales de la sexualidad o del resto del cuerpo humano; es decir, elegir ejercitarlos antinaturalmente. No se puede obviar el «valor no-instrumental de ese bien `en sí´ -o sea, no relativo al otro o a los otros, sino sólo a Dios- que es la vida humana» (AS, 43). «La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella» (EV, 39), ni atentar contra sus inclinaciones naturales, pues éstas -entre las que se encuentran las relativas a la sexualidad- son valores éticos absolutos, cuya transgresión nunca puede ser lícitamente objeto de una positiva y directa elección de la persona.
De ahí que resulte imprescindible captar la condición personal de la sexualidad humana -o, como dice Juan Pablo II, su «significado esponsalicio» (JG, 16.I.1980)- para entender que el respeto de la integridad ética de la sexualidad humana es un deber moral cuyo incumplimiento no puede lícitamente elegirse ni siquiera cuando parezca contrariar otros valores humanos superiores; y que, por tanto, los actos sexuales desordenados son intrínsecamente inmorales, es decir, injustificables de suyo, cualesquiera que sean las circunstancias e intenciones que las acompañen (cf RP, 17; VS, 79; CEC, 1756 y 1370); esto es, que ese respeto, como advierte Pablo VI, constituye un imperativo moral absoluto que convertiría en injustificable cualquier positiva elección de su quebrantamiento: «Si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de la voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social» (HV, 14).
Dicho de otro modo, comprender que los significados internos de la sexualidad humana son éticamente intangibles requiere advertir que la jerarquía existente entre los diversos valores humanos no significa que los inferiores carezcan de dignidad personal. Es cierto que éstos no agotan «todo el valor de la persona, ni representa(n) el bien supremo del hombre llamado a la eternidad. Sin embargo, (contienen una inviolabilidad que) es un signo y una exigencia de la inviolabilidad misma de la persona» (DV, introd., 4) y, por ello, no existen supuestos excepcionales en que sea éticamente admisible atentar directamente contra los significados de la biosexualidad humana para conseguir otros valores de rango superior.
La disyuntiva es clara. O se considera la dimensión biofísica de la sexualidad humana como una prótesis de la persona, como un objeto, un `bien útil´ que puede lícitamente sacrificarse ante valores de rango superior; o se la entiende como parte integrante de la persona, del sujeto, y, por tanto, como un `bien honesto´ que -si bien no constituye un fin último y, en consecuencia, debe subordinarse a los valores superiores de la persona- es no obstante un fin en sí mismo cuyas exigencias éticas no pueden lícitamente contrariarse de forma directa, cualesquiera que sean las circunstancias concurrentes o la sublimidad de los fines que se pretendan.
Como es sabido, la postura de la Iglesia a este respecto es inequívoca. Pues sostiene que los valores éticos de todas las dimensiones (sean corporales o espirituales) de la naturaleza humana pertenecen a este segundo tipo de bienes, en razón de que entiende que el hombre en su integridad es la «única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo» (GS, 24) y que, por tanto, todo él debe ser tratado siempre como un fin y nunca como un medio, como sujeto y no como objeto (JG, 16.I.1980, 3): «La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que `Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente´ (Gen 2, 7). Por tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios» (CEC, 362).
De ahí el convencimiento eclesial de que la rectitud ética de la conducta requiere la bondad no sólo de los fines subjetivos que la motivan, sino también de los medios objetivos que se escojan para conseguirlos. En efecto, puesto que el espíritu humano es un espíritu encarnado, para la rectitud moral no bastan las buenas intenciones, sino que éstas han de arraigar en la corporeidad, hacerse efectivas y expresarse a través de la rectitud corporal. De lo contrario, ¿en virtud de qué podría justificarse una conducta concreta por el hecho de que se postule que la opción interior de la persona es fundamentalmente buena, si en realidad la rectitud de esta intención no se hace efectiva ni se materializa en la rectitud del acto supuestamente fundado en ella? ¿Respecto de qué actos humanos concretos sería fundamental una opción, en el momento en que dejara de fundamentar la actuación real de la persona?
En cambio, cuando se ignora esta unión sustancial de la dimensión espiritual y corporal del ser humano, se tiende a pensar que los niveles corporales del individuo carecen de dignidad personal, puesto que es la condición espiritual de la naturaleza humana de donde proviene su dignidad personal y lo que la convierte en imagen de Dios. El espíritu aparece entonces como algo yuxtapuesto al cuerpo humano, y no como su alma o principio vital; y la espiritualidad del alma se entiende como irrelevante para la dimensión sexual de la persona, que no estaría elevada personalistamente por su unión con aquélla. Y, como consecuencia, se llega a la conclusión de que el respeto de las leyes internas del cuerpo humano no constituye un imperativo moral absoluto, irrenunciable e inalienable.
Como se verá a continuación, esta opinión resulta insostenible en cuanto se advierte que, por ser único el principio vital -el alma- que nos hace ser corpóreos y espirituales, la dimensión inferior de la naturaleza humana -la corporeidad- está sustancialmente configurada de modo personalista para, sin confundirse con la espiritualidad, poderse adecuar al modo de ser y de obrar de esta dimensión superior del ser humano. De ahí que la dignidad del ser humano, que proviene de su condición personal, no sea propia solamente de su dimensión espiritual, sino también de sus dimensiones corporales; y que las leyes internas del cuerpo no puedan considerarse como meramente biológicas o `pre-morales´, sino que constituyen leyes éticas y poseen la condición de `bienes honestos´ que no deben ser tratadas como meros `bienes útiles´102.
Según se ha esforzado en subrayar reiteradamente Juan Pablo II, la fe católica es clara respecto de estas cuestiones antropológicas, que son del máximo interés para entender el lenguaje de la sexualidad humana. Pues ella enseña que la espiritualidad y la corporeidad humanas, por su unidad sustancial, se afectan mutuamente, en el sentido de que ni nuestro espíritu es como el angélico o el divino, ni nuestro cuerpo es como el de los animales: «En razón de su unión sustancial con un alma espiritual, el cuerpo humano no puede ser considerado solamente como un complejo de tejidos, órganos y funciones, ni puede ser valorado del mismo modo que el cuerpo de los animales, ya que es parte inherente de la persona que a través de su cuerpo se manifiesta y se expresa» (DV, introd. n. 3).
Por eso, es decir, en virtud de esa unidad inconfusa, no puede producirse una contradicción real entre los valores espirituales y corporales de la persona: cuando parece existir una tensión entre los valores biofísicos de la persona y sus intereses psico-espirituales, esa oposición sólo puede ser aparente, puesto que la positiva elección de lo que contraría lo corporal afectaría también a la dignidad de lo afectivo, ya que la libertad humana ha de ejercitarse a través del cuerpo y en continuidad con él, que -por expresarla y ser su materia- participa de su dignidad (cf DV, 75).
Como se podrá comprobar a lo largo de esta segunda parte, las enseñanzas de Juan Pablo II sobre el significado esponsalicio del cuerpo humano no se limitan a poner de manifiesto que el ser humano está llamado a orientar amorosamente su sexualidad y que esto no se cumpliría sin respetar el indisociable sentido unitivo y procreativo del sexo. Su catequesis, además, se dirige a subrayar que esa inclinación amorosa ha de ejercerse según la doble norma personalista que se contiene en la afirmación del n. 24 de la Gaudium et spes, que se acaba de mencionar. En efecto, si todo ser humano ha de ser «amado por sí mismo» y, como añade el citado texto conciliar, «no puede encontrar su propia plenitud sino en la entrega sincera de sí mismo a los demás», esto quiere decir, fundamentalmente, dos cosas que en los capítulos sucesivos se procurarán desarrollar:
1º) que las personas nunca deben ser tratadas sexualmente como un objeto: ni como un objeto de consumo inmediato que se busque de manera individualista y se abandone a continuación, puesto que esto contradiría la condición relacional que es propia de toda inclinación sexual, incluso de los animales; ni como algo meramente útil para otro objetivo, que perdería su valor en cuanto éste hubiera dejado de interesar: pues su condición ontológica personal exige éticamente que las personas sean amadas y respetadas por sí mismas y, por consiguiente, en su totalidad integral y temporal. Lo contrario constituiría una prostitución, en el sentido etimológico del término; y
2º) que ningún ser humano podría realizarse sexualmente si la dimensión conyugal y parental de su actividad sexual afectiva y biosexual carecieran de la profundidad y del carácter amoroso o no utilitario que vienen exigidos por la condición personal de su sexualidad.
a) UNICIDAD DEL ALMA HUMANA
Los relatos bíblicos de la creación del ser humano insinúan esta doctrina, al poner de relieve tanto la unicidad del alma humana (cf Gen 2, 7) como la superior dignidad del ser humano no sólo en su dimensión espiritual, sino también en la corpórea (cf Gen 1, 26-27). En efecto, al subrayar que el soplo o espíritu de vida fue insuflado por Yahveh sobre una materia informe, el texto sagrado excluye que el alma espiritual se añadiera y superpusiera a otras dimensiones vitales preexistentes103.
En continuidad con este planteamiento antropológico, el magisterio, basándose en el sentir unánime de los Padres de la Iglesia, ha insistido de modo recurrente en que el principio vital humano es único. Es la misma alma la que tiene una triple virtualidad -espiritual, sensitiva y vegetativa- y, por ende, ella es la que nos hace ser -simultánea y esencialmente- corpóreos y espirituales. Es decir, se puede afirmar que en la naturaleza humana hay composición de espiritualidad y corporeidad. Pero no se puede sostener con propiedad que el hombre sea un compuesto de alma y cuerpo, porque, como aclaró el Concilio de Vienne, el principio formal por el que el hombre es corporal, es su alma racional, y ésta hace al hombre corporal por sí misma y esencialmente, y no mediante otra forma sensitiva o vegetativa104.
En rigor, habría que hablar, más bien, de composición entre alma y materia prima, como diría Aristóteles; y de que el principio vital espiritual o alma humana es la causa de que la naturaleza humana contenga una dimensión espiritual y dos dimensiones corporales (éstas últimas son la resultante de la estructuración orgánica de unos elementos materiales inorgánicos, que el alma realiza al informarlos); pero no de que seamos espirituales y tengamos un cuerpo, ya que la índole corporal de la naturaleza humana es tan constitutiva o esencial como su índole espiritual y, en consecuencia, somos a la vez corpóreos y espirituales. Es decir, el cuerpo no es algo para la persona, un mero instrumento de ésta, desprovisto de su condición y dignidad; sino que él mismo es personal, porque lo que hace que el cuerpo humano sea cuerpo es un principio vital espiritual y personal105.
Como dice Tomás de Aquino, «en el hombre se congrega de algún modo toda la creación, pues hasta tal punto es como el horizonte y la frontera de lo espiritual y lo corporal, que, como intermediario entre ambos, participa de las perfecciones corporales y espirituales» (In III Sent., prólogo). De ahí que el cuerpo y sus propiedades constitutivas -entre las que se encuentra la sexualidad- no sean como una prótesis unida accidentalmente a nuestra naturaleza, sino algo esencial nuestro. Para cada persona humana, ser varón o mujer es algo constitutivo. Y por eso, orientar adecuadamente su sexualidad atañe a su realización personal tanto como la recta orientación de su dimensión espiritual: «Puesto que la persona humana es una persona-cuerpo y el cuerpo humano es un cuerpo-persona, la persona humana es una persona sexuada. O lo que es lo mismo, la facultad sexual es una facultad de la persona, está enraizada en la persona» (C. Caffarra, Ética general de la sexualidad, cit., 53).
Ésta es la causa de que -según se ha mostrado en capítulo anterior- trivializar la diversidad sexual y atentar contra la natural inclinación amorosa de nuestra sexualidad afecten de modo tan profundo a la existencia humana, en su dimensión individual y en su dimensión social. Pues obviar el carácter sexuado de la persona o desvirtuar el significado nupcial de su sexualidad afectan al ser humano no sólo porque su espíritu se vería contrariado por el desorden del cuerpo, que es su materia y cauce de expresión; sino porque la misma corporeidad es personal ya que, como se verá a continuación, esta dimensión de nuestra naturaleza posee unas propiedades personalistas o esponsalicias, de que carecen los restantes vivientes corpóreos, que son consecuencia del hecho de que el principio vital que nos hace ser sexuados, es espiritual.
b) DIGNIDAD PERSONAL DEL CUERPO HUMANO
Se ha aludido antes a que los relatos bíblicos de la creación del hombre -varón y mujer-, después de insinuar la unicidad del alma humana, señalan la peculiaridad que posee el ser humano, que le distingue de las restantes criaturas: haber sido creado «a imagen y semejanza» de Dios. Según explica Juan Pablo II, el pensamiento racionalista interpreta esta afirmación en sentido débil, esto es, restringiendo esa semejanza a la dimensión espiritual de la naturaleza humana y negando que el cuerpo humano participe de este privilegio (cf VS, cap. II). Y así, según este modo de entender la cuestión, el hombre, en su dimensión corporal, no diferiría de las restantes especies corpóreas.
Desde esta perspectiva dualista, la sexualidad humana no constituiría un destello divino superior al del sexo de los restantes vivientes irracionales; se reduciría a reflejar la Vida amorosa de la Trinidad como la expresa la sexualidad de aquéllos, es decir, meramente como una inclinación amorosa aptitudinalmente ternaria. Y como consecuencia lógica de estos presupuestos, las leyes internas del cuerpo humano, al ser juzgadas como carentes de carácter personal, podrían ser legítimamente supeditadas a los intereses contrarios de la libertad personal, como puede ser lícito hacer con las criaturas no personales.
Sin embargo, el texto sagrado parece excluir esta línea hermeneútica porque añade que esa imagen divina diferencial existe también en su dimensión sexual. Da a entender, por tanto, que cada ser humano es imagen de Dios y posee dignidad personal en todo su ser, esto es, también en el nivel corporal106; y que, por consiguiente, en lo que concierne a la sexualidad, cada ser humano está llamado a vivir de modo personal o esponsalicio esa inclinación amorosa trinitaria. De hecho, según advierte Juan Pablo II, en los tiempos de la Antigua Alianza estaba ya presente este convencimiento de la dignidad personal del cuerpo humano (cf EV, 53-54).
Desde los tiempos apostólicos (cf, p. ej., 1 Cor 6, 20) hasta nuestros días, también ha estado viva en la Iglesia la conciencia no sólo de que el espíritu humano está «corporeizado», sino de que el cuerpo está «espiritualizado» (CF, 19), en el sentido de que, sin dejar de ser corpóreo, posee unas propiedades personales de las que carecen los animales, en virtud de las cuales «la índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de la vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia» (GS, 51).
Por ejemplo, un Padre de la Iglesia, san Jerónimo, expresa este convencimiento, de la siguiente manera: «Tenéis que dar forzosamente al César la moneda que lleva impresa su imagen; pero vosotros entregad con gusto todo vuestro ser a Dios, porque impresa está en nosotros su imagen y no la del César» (Commentarium in Evangelium secundum Marcum, 12, 17). Por su parte, santo Tomás de Aquino afirma que el ser humano se distingue de los animales no sólo por la dimensión espiritual de su naturaleza, sino también por su corporeidad, porque ésta participa del carácter personal propio del espíritu107 por la sencilla razón de que el principio vital que configura la corporeidad humana, a partir de unos elementos materiales, es de índole espiritual.
Es decir, la reflexión teológica llevada a cabo por la tradición viva de la Iglesia ha ido subrayando progresivamente que la unidad sustancial del espíritu y el cuerpo humanos, que se deriva de la unicidad de su alma, ocasiona la peculiaridad de ambos; y concretamente, que el cuerpo humano esté revestido de una condición personal: «A pesar de que se manifieste a menudo la convicción de que el hombre es `imagen de Dios´ gracias al alma, no está ausente en la doctrina tradicional la convicción de que también el cuerpo participa, a su modo, de la dignidad de `imagen de Dios´ lo mismo que participa de la dignidad de la persona» (JG, 16.IV.1986; cf DV, introd., 3 y 5). Y por esto, nada hay tan lejos del maniqueísmo sexual como la visión cristiana, que entiende la sexualidad como algo no sólo positivo sino sagrado y, en cierto modo, sacramental108; y que, en consecuencia, la considera intangible, depositaria de «una sacralidad natural que toda inteligencia recta puede reconocer, aun prescindiendo de una fe religiosa» (JD, 24.X.1986). Así lo expresa C. S. Lewis:
«Sé que algunos cristianos confundidos han hablado como si el cristianismo pensara que el sexo, o el cuerpo, o el placer fueran malos en sí mismos. Pero se equivocaban. El cristianismo es casi la única de las grandes religiones que aprueba el cuerpo totalmente, que cree que la materia es buena, que Dios mismo tomó una vez un cuerpo humano, que recibiremos alguna especie de cuerpo en el cielo y que éste será una parte esencial de nuestra felicidad, de nuestra belleza y nuestra energía. El cristianismo ha glorificado el matrimonio más que ninguna otra religión, y casi toda la mejor poesía de amor del mundo ha sido escrita por cristianos» (Mero Cristianismo, Madrid 1995, 113).
El actual oscurecimiento de esta conciencia en la cultura occidental explica la insistencia de Juan Pablo II en que la sexualidad no debe ser considerada sólo como algo que tenga la persona, sino como algo de índole personal: «El sexo es, en cierto modo, constitutivo de la persona, no sólo atributo suyo» (JG, 14.XI.1979, 1; cf AH, 4). Por eso, «en cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual» (FC, 11). De ahí que supondría una seria equivocación, contraria a la visión cristiana del cuerpo humano y a la misma razón natural, entender la sexualidad como una `cosa´, como una realidad meramente material, que puede manipularse sacrificando sus leyes internas.
c) DESPERSONALIZACIÓN DE LA SEXUALIDAD HUMANA
Es decir, Juan Pablo II viene subrayando la condición y dignidad personales del cuerpo humano para salir al paso de aquella mentalidad neognóstica, presente en el dualismo racionalista que inspiró la modernidad, que entiende la sexualidad como un objeto de consumo (cf VS, 65-70; CF, 19). En efecto, fruto de la desintegración provocada por el pecado de origen y agravada por los pecados personales, el hombre tiende a distanciarse de sí mismo y a entender a los demás como objetos meramente materiales, es decir, a cosificarse y a cosificarles. La dimensión sexual del cuerpo propio y ajeno se convierte así en objeto de consumo hedonista, dejando de ser entendida en su condición personal y, por tanto, como una realidad que ha de ser tratada -en todo momento y en cualquier circunstancia- según la doble «norma personalista» del ser humano: la persona no puede ser usada sino amada; la persona ha de buscar su realización en el amor desinteresado (cf CU, 198-200).
Derivadamente, la prole pasa a ser entendida también como un objeto del que se puede prescindir cuando estorba (por eso los movimientos abortistas hablan del feto como de un quiste de la madre); o que, cuando es deseada, puede pretenderse a toda costa -pareciendo lícito fabricarla-, por ser considerada como objeto de derecho y no como un sujeto de derechos inalienables e indisponibles (cf CU, 201-206). De este modo, la mentalidad racionalista de la modernidad relega la corporeidad humana al ámbito de lo pre-moral, quedando como éticamente relevantes solamente las intenciones, los fines, las actitudes interiores, en definitiva, los asuntos relacionados con la consciencia y el pensamiento (cf VS, 75).
Esto explica que la creciente sensibilidad ecológica de Occidente, al tiempo que entiende como perniciosos los abusos en la utilización del ecosistema y fomenta un culto cuasi idolátrico al cuerpo humano, considere sin embargo plausible el uso antinatural de la sexualidad y la eliminación abortiva de vidas humanas: pues esa sensibilidad no está enraizada aún en el respeto a la dignidad personal del cuerpo humano, sino que está presidida por un hedonismo utilitarista que, en las cuestiones relacionadas con la corporeidad humana, sólo valora lo que pueda reportar placer o bienestar material. Se trata de una cierta `prostitución´ de lo corpóreo, en el sentido etimológico del término, que conduce, primero, a despojar a la corporeidad propia y ajena de la dignidad personal que le pertenece por el hecho de ser resultado de la información que sobre la materia realiza un principio vital de índole espiritual; y como consecuencia, a la «terrible derrota ética» (CF, 19) de no respetar sus leyes internas, usando del sexo según el propio arbitrio.
El abuso de la corporeidad sexual presupone, pues, dejar de sentirla como esencialmente personal y ocasiona «un nuevo maniqueísmo» consistente en el distanciamiento de la persona respecto de su propio cuerpo, al que se convierte en un mero instrumento de la propia voluntad libre, que, por no ser entendido como integrante de lo que se es personalmente, puede explotarse y manipularse de manera arbitraria: «El hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante las intenciones y declaraciones contrarias, él se convierte exclusivamente en un objeto. De este modo, por ejemplo, dicha civilización neomaniquea lleva a considerar la sexualidad humana más como un terreno de manipulación y explotación, que como la realidad de aquel asombro originario, que en la mañana de la creación movió a Adán a exclamar ante Eva: `Es hueso de mis huesos y carne de mi carne´ (Gen 2, 23)» (CF, 19).
Y así, al ignorar que la corporeidad del ser humano es tan personal como su espiritualidad, se pierde de vista que el don esponsal del varón y la mujer comprende la donación integral de sus cuerpos como expresión adecuada de su total donación afectiva; y se desconoce que sus pretensiones de fusión interpersonal afectiva estarían abocadas al fracaso si se expresaran mediante actos biosexuales que no fueran totalmente unitivos, esto es, abiertos a la fusión de sus gametos y, por tanto, virtualmente procreativos. Además, este dualismo neo-maniqueo y neo-gnóstico, que distancia a la persona respecto de su propio cuerpo, conduce a minusvalorarlo, ofuscando no sólo la bondad que ya le pertenece en cuanto realidad material creada por Dios (cf JG, 26.III.1980, 4), sino especialmente la dignidad personal que posee por ser parte integrante de la naturaleza de un ser creado a imagen y semejanza de la Naturaleza de las Personas divinas109: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (I Cor 3, 16-17).
Por lo que se refiere concretamente a la sexualidad, esa perspectiva dualista conduce a trastocar el contenido de los términos que se emplean para referirse a las cuestiones relacionadas con lo sexual. A título de ejemplo, se recoge a continuación un cuadro comparativo, realizado por el Dr. Trullols Gil-Delgado (Bases antropológicas de los métodos naturales de planificación familiar, en RF, 63-64), que refleja muy expresivamente el contraste que existe entre el significado que se atribuye a los mismos términos en esa antropología racionalista, que este autor denomina `observadora´, y en la antropología personalista. Al transcribirlo, se han realizado ligeras modificaciones con el objeto de facilitar su comprensión.
ANTROPOLOGÍA OBSERVADORA ANTROPOLOGÍA PERSONALISTA
Sexualidad
Placer. Toda capacidad de dar o recibir placer, con independencia de con qué, con quién o cómo. Sólo excluye la violencia impuesta, la violación. Impulso. Faceta del ser humano que lo mueve hacia otro de diferente sexo. Ha de ser integrado en el conjunto de la persona.
Amor
Relaciones sexuales: `hacer el amor´, `el amor se consumó´. En realidad, reduccionismo a relaciones genitales. Acto de la voluntad humana, que puede expresarse sexualmente. Tiene como fin comunicar a la persona amada ideas, deseos y vivencias, buscando su bien.
Fertilidad
Patología que hay que prevenir: `prevenir el embarazo´ (sólo se previenen enfermedades). Hecho fisiológico que generalmente indica salud.
Normal
Estadísticamente frecuente. Lo que se repite en el comportamiento es normal, por ejemplo, el sexo oral o anal. Acorde con la naturaleza humana. Las mucosas bucales o anales, p. ej., no son adecuadas para las relaciones genitales. Para discernirlo, hay que aprender a `leer´ en la biopsicología humana.
Educar la sexualidad
Informar. Dar datos sobre encuestas, estadísticas, etc., relacionadas con la sexualidad. Informar + promover. Explicar lo que es el ser humano, sus características, sus limitaciones; y promover actitudes acordes con las mismas.
Placer
Fin. Su búsqueda es el único objetivo deseable que se persigue. (En realidad es una búsqueda poco fructífera, ya que cualquier acto sin sentido roba parte de la esencia del mismo). Consecuencia. Es uno de los elementos integrantes de la respuesta sexual humana, que se ordena a los objetivos fundamentales de aquélla, reforzando el amor y facilitando la procreación.
Cuerpo
`Vestido del ser humano´. Derecho al propio cuerpo; subordinación de éste a las personas. Por lo cual, puede exhibirse, prestarse, alquilarse o manipularse. El cuerpo se convierte ora en un objeto, ora en un `dios´. Parte integrante del ser humano. Cuerpo y espíritu forman una unidad, rota sólo por la muerte. Nadie dice `mira el cuerpo de Luisa embarazado´, sino `Luisa está embarazada´. Por ello, el cuerpo es digno, hay que respetarlo y cuidarlo.
Enamoramiento
Equivale al amor. Estado del ser humano en el que se siente atraído por otro ser humano. Emoción. Estado psíquico del ser humano en que está conmocionado ante otro ser humano de diferente sexo. No presupone intervención de la inteligencia ni de la voluntad: uno se enamora sin querer; en cambio, se ama queriendo.
Fallo
Embarazo no deseado. El ser vivo concebido en una usuaria de contraceptivos, se considera un error. Con facilidad, juzga: embrión-feto = fallo. Se justifica el aborto como arreglo técnico de un fallo técnico. Una gestación inesperada puede ser un problema, pero jamás un fallo. Los seres humanos podemos ser inoportunos o estar enfermos, pero nunca somos fallos.
Teniendo en cuenta este oscurecimiento antropológico de esa mentalidad dualista, parece lógico que, desde los años sesenta, en que algunos moralistas católicos adoptaron abiertamente los principios racionalistas de la teología de la Reforma, el magisterio eclesiástico haya insistido de forma tan recurrente en que el cuerpo humano nunca debe ser tomado como objeto de compraventa (cf CF, 11) ni como mero instrumento para el placer (cf CF, 12) porque, por su carácter personal, nadie debe tomarlo como algo de lo que apoderarse ni dejar de respetarlo en sus inclinaciones propias. Y por eso contienen tanto interés las enseñanzas de esa antropología personalista -en la que se inserta el magisterio antropológico de Juan Pablo II- que no sólo postula que el cuerpo humano es personal porque el principio vital que lo constituye es espiritual; sino que lo demuestra inductivamente mostrando fenomenológicamente sus peculiaridades diferenciales respecto del cuerpo de los restantes seres terrenos.
En efecto, como -según advertían los escolásticos- el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser, para mostrar lo que una realidad es resulta necesario observar sus características operativas. Y así, para que pueda entenderse en profundidad el significado específico personalista (libre y donativo, esto es, esponsalicio) de la inclinación sexual del ser humano, parece necesario mostrar fenomenológicamente el carácter personal que la sexualidad humana posee en el orden operativo como consecuencia de esa condición ontológica personal que, según se acaba de señalar, es afirmada por la doctrina revelada y la razón puede inducir.
Es decir, para esclarecer la dignidad personal del sexo humano, tan oscurecida por el racionalismo110, parece preciso mostrar y examinar las peculiaridades operativas personales de la biosexualidad y psicosexualidad humanas. Porque de poco serviría postular su dignidad diferencial si no se mostrara que el sexo humano contiene unas propiedades que, sin privarle de su condición material, revelan la redundancia del espíritu en esa dimensión de la corporeidad humana. Pues bien, éste es el objetivo de las páginas siguientes: a saber, mostrar que «el cuerpo humano, con su sexo, y con su masculinidad y feminidad, visto en el misterio mismo de la creación, es no sólo fuente de fecundidad y de procreación, como en todo el orden natural, sino que incluye desde el `principio´ el atributo `esponsalicio´, es decir, la capacidad de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y -mediante este don- realiza el sentido mismo de su ser y existir»111.
Para ello, se estudiarán unas propiedades de la sexualidad humana que son diferenciales respecto de las características de la sexualidad animal y que muestran su incomparable dignidad: es decir, unas propiedades de la inclinación amorosa del cuerpo humano que se aproximan a las características del espíritu y que, por tanto, manifiestan la redundancia de éste en la corporeidad personal. Concretamente, se pondrá de manifiesto que en la sexualidad humana no sólo existe una `proyección´ de la inclinación generadora del individuo en sus actitudes individuales y sociales, que Freud tuvo el mérito de subrayar con amplitud y cuyas consecuencias se han mostrado en el capítulo anterior; sino que, a diferencia de los animales, la psicoafectividad masculina y femenina no es una mera proyección o redundancia de la biosexualidad, sino una `dimensión´ específica de la condición sexuada de la persona, superior a aquélla y que la condiciona.
También se mostrará que, por ese motivo, la psicoafectividad masculina y femenina se diferencia tanto de la psicoafectividad animal que no se realizaría mediante su mera proyección matrimonial, sino que necesita ejercitarse en la solidaridad y en la amistad, hasta el extremo de que la maduración en este aspecto asexual de la masculinidad o feminidad condiciona el equilibrio de la nupcialidad de la persona. Además, esta diversidad es tan notable que la proyección asexual de la masculinidad y feminidad puede constituirse en el cauce exclusivo de realización como varón o mujer, sublimando la tensión amorosa de la masculinidad y feminidad desde esta proyección superior: como sucede en el celibato.
Estas peculiaridades personalistas de la sexualidad humana, tan ignoradas en la psicología freudiana por el materialismo subyacente a su antropología, serán estudiadas en esta segunda parte considerando sus cinco consecuencias a nuestro juicio más relevantes: 1º) que la sexualidad humana no es instintiva, y debe ser educada e integrada desde la libertad; 2º) que trasciende las limitaciones espacio-temporales de la materia mediante un ejercicio nupcial, profundo y temporalmente incondicional; 3º) que la afectividad es un factor sexual más importante que la biosexualidad para el ejercicio de la sexualidad humana; 4º) que la masculinidad y la feminidad no se agotan en su proyección procreativa y conyugal; y 5º) que el desarrollo de la condición sexuada humana depende de la madurez espiritual de la persona.